miércoles, 16 de julio de 2014

De la identidad femenina a otras ideas confusas: Del como nos vemos a quienes somos.




Crecí en una familia donde las mujeres envejecen y encanecen con gusto. Lo hacen, con esa sabiduría sutil - y quien sabe si primitiva - de reconocer los ciclos corporales, de asumirlos como inevitables y disfrutarlos en consecuencia. De manera que nunca me sentí especialmente presionada para preocuparme por las futuras arrugas, canas, manchas, kilos de más o cualquier otro tópico estético con los que últimamente se ha vuelto inevitable obsesionarse. Algo que nunca agradeceré lo suficiente.

Pero por supuesto, mi familia no es el mundo real. O al menos, no al que tengo que enfrentarme más allá de las puertas de mi casa. Por ese motivo, bien pronto descubrí que esa libertad mía, heredada de mis mayores y sobre todo, que disfruté sin reservas durante los primeros años de mi vida, tenía poco o nada que ver con lo que ocurría más allá, con esa otra visión de la belleza que forma parte de la cultura de la calle, de la común, de la de todos los días. Bien pronto, comprendí que en un país donde la estética es tan dura, exigente y restrictiva como lo es en el mio, no podía ser escapar - al menos, no de manera sencilla - a esa visión de la mujer atrapada en el deber ser o mejor dicho, en cómo debe verse. Porque en nuestro país, la belleza tiene una considerable importancia. Es un requisito valioso no sólo para tu propia autoimagen sino algo más amplio, que incluye además, la manera como te perciben, te aceptan. Te admiran o te rechazan.

No tardé en descubrir que con mi cuerpo delgado y sin curvas, mi cabello rizado, mi piel pálida y pecosa, no tenía el aspecto que se supone tiene ese ideal imposible de la mujer Venezolano. Tenía unos catorce años la primera vez que lo noté y fue un choque de conciencia durísimo, una sensación de no encajar en ninguna parte ni formar parte de nada. Estudiaba por entonces en un colegio exclusivo para niñas y esa competencia femenina que tanto se anima en un país tan machista como el mio me hirió de una manera profunda que me afectó mucho los años siguientes. Porque en Venezuela la belleza se exige, se asume necesaria y ¡Como pesa no tenerla! ¡No ajustarse a ese esquema de todas las cosas! Es una presión que no parece terminar jamás, que está en todas partes. El cabello  bien peinado, lacio y a ser posible sedoso. El cutis limpio y sin imperfecciones. Las manos con manicura, la ropa de moda. El cuerpo delgado. En algún momento de mi crecimiento me pregunté por qué era necesario mirarme de una manera tan limitada, como podía complacer a todos. Y no encontré respuesta.

La encontraría después, claro está. Después de años de sentirme levemente incómoda, inadecuada y como no, fea. Me encontraba en la Universidad y de pronto me encontré que no todo era tan sencillo o al menos no como se suponía debía ser. Recuerdo que la primera vez que pensé en que la imagen física también podía ser una forma de libertad fue cuando le mostré mis autorretratos - severos, siempre retocados digitalmente, la mirada dura y estática - a G., una de mis profesoras favoritas. Me inquietó mucho que  mirara la fotografía durante tanto tiempo. Que la analizara dándome miraditas de reojo que asumí de inmediato reprobadoras. Lo eran, pero no por las razones que yo creía.

- Necesitas comenzar a pensar en ti misma no como un producto - me comentó. Lo hizo sin malicia, a esa manera suya franca y tan honesta que había aprendido a admirar y a querer - las mujeres estamos tan conscientes de como nos vemos que pocas veces, recordamos pensar en como nos sentimos. Y si una fotografía solo te muestra pero no te expresa, sólo hace la mitad de su trabajo.

Que idea curiosa esa. Nunca la había pensado y de hecho, me irritó muchísimo cuando la profesora G. la sugirió. Me sentí insultada aunque no entendía por qué y me prometí no volver a mostrarle a ella o a nadie, mis fotografías. Sentí que ella había visto en mi más de lo que yo deseaba, o lo que venía a ser lo mismo, me miró con mayor sutileza - y profundidad, quizás - de lo que yo solía hacer.

Seguí tomándome fotografías. Continué haciéndolo a escondidas. Fotografías de mi rostro - que no consideraba hermoso -, de mi cuerpo - que consideraba muy delgado o muy gordo -, de mis manos - muy pequeñas - o de mis pies - muy asperos -. Cada imagen tenía una especie de titulo invisible, que me acusaba de algún descuido, que me recordaba alguna imperfección. Había ocasiones en que la sensación era tan dura y sofocante, que me preguntaba si había una manera de evitarla, calmarla, consolarla. Y la había claro: ¿cuantas de mis amigas Universitarias no hablaban de "liberarse" del yugo de la belleza? Despeinadas, desaseadas, llevando ropas rotas. ¿Cuantas no me reclamaban que llevaba maquillaje, que me preocupaba por como lucia mi cabello? ¿No era la libertad eso?

Lo dudaba. La mayoría de las veces, tenía la sensación que esa reacción contradictoria, ese otro extremo, también era un tipo de dolor, una forma de demostrar que esa sociedad que empuja y presiona te había causado un daño tan evidente que no podías olvidarlo. Incluso al momento de enfrentarte a ella. De manera que no creí que esa fuera la respuesta. No creí que fuera tampoco la respuesta, para ese largo cuestionamiento sobre como conjugar mi imagen física y más allá, mi noción sobre mi misma.

Con el correr de los años engorde, bajé de peso hasta un limite doloroso. Me obsesioné con la dieta y el ejercicio. Y luego, pasé al otro extremo, un descuido casi rayano en lo peligroso. En todos esos años, continué preguntándome sobre mi aspecto físico. Cuestionandome, en realidad. Le presté una desmedida atención a como me vestía y como me veía y luego, simplemente dejé de hacerlo. Pero nunca lo hice por las razones correctas. En ese largo y trabajoso vaivén entre mi deseo de aceptarme y no poder hacerlo, me encontré perdida, tan abrumada por la angustia que algunas veces me pregunté cómo podía soportarlo. ¿Suena exagerado? Sólo necesitas caminar por cualquier centro Comercial del País, o echar una mirada atenta a cualquier quiosco de revistas para entender hasta que punto la presión estética existe, es parte de lo que debes enfrentarte a diario, lo que padeces incluso en los momentos más inesperados. Porque en en una cultura que asume la belleza y la estética como debida y te exige en consecuencia, nada es suficiente y mucho menos, aceptable. La belleza-a-la-venezolana cuesta, duele y te acusa. Como si cada kilo de más, cada arruga, cada cana, cada uña rota o mellada fuera una demostración de algo tan confuso y duro que resulta siendo indefinible e incluso simplemente carente de sentido. Una especie de glorificación absurda de lo que podrías ser - la mujer que se asume deberías ser - y la real.

Mi tia Mary siempre me escuchó con preocupación. Era una mujer de rostro amable y tostado por el sol, lleno de arrugas de sonrisas y pliegues de piel experimentados. También tenía muchas canas, que de vez en cuando cubría por puro gusto, pero que en ocasiones solo dejaba allí, bien a la vista, como para demostrar que podía hacerlo. Mi tia también era de esas mujeres que reía a mandíbula batiente, que comía con gusto y se miraba al espejo con amabilidad. Siempre me pregunté como podía hacerlo.

- Lo hago porque puedo. No es un lujo ni tampoco una excentricidad: es un derecho que adquirí con los años - me respondió en una ocasión. Nos encontrábamos en una tienda, mientras ella se probaba pantalones y blusas frente a un probador público. Alarmada, la vi dar vueltas frente al espejo, aparentemente disfrutando de la visión de su cuerpo rollizo, con pequeñas cicatrices y manchas de sol. Un cuerpo sano, de una mujer en la plenitud de su vida pero ni mucho menos perfecto. Me pregunté de manera un poco ingrata, sino sentía verguenza en mostrarse así, en que sus imperfecciones quedaran tan a la vista. Después sentí un poco de envidia por su libertad.

- Bueno, es admirable - tartamudeé. Lo que en realidad  había querido decir era "es desconcertante", pero no me atreví. La miré, desnudandose y volviendose a vestir, sin dejar de sonreír y conversar.

- ¿Que consideras admirable? ¿Qué me desnude? ¿Que lo haga en una tienda? ¿Que lo haga frente a ti? ¿Qué alguien pueda verme?

Encajé las indirectas en silencio, sintiendo que me merecía sin duda sus pequeña y sutil reprimenda. Aún así, no podía comprenderla. Tia Mary sacudió la cabeza, con una de sus sonrisas torcidas.

- La cuestión es que encuentres una forma de mirarte que no necesites justificar - me explicó entonces - tu imagen, tu cuerpo, como te miras es una combinación de cosas. Desde tu opinión que tienes sobre la forma como te ves hasta por qué te sientes de esa forma con respecto a como eres. No somos inseguros por naturaleza. Nos enseñan a temer y a sentir avergonzados.

Me resistí a la idea. En mi casa nadie me había enseñado a sentir verguenza o lamentar como me veía. Mi abuela y mi madre eran mujeres hermosas que jamás habían considerado necesario ocultar su cuerpo o justificar como se veían. Mucho menos recriminarme por como me veía yo. Mi tia Mary suspiro con cierto cansancio.

- No todo lo aprendemos en la casa - dijo - y aunque claro, mucho de lo que sabemos sobre nosotros mismos comienza por como nos ven nuestros seres queridos, también debes recordar que tu vida forma parte de algo más grande. De esa gente fuera de casa que te vio crecer y madurar. De todas las personas a tu alrededor.

El pensamiento me produjo un sobresalto. Sin saber exactamente por qué - aunque si lo sabía, solo que no quise reconocerlo - recordé la obsesión de mis pequeñas compañeras compañeras de clase en el colegio de mi infancia por su aspecto físico. Esa competencia un poco insana entre ellas por ser la más bella, por ajustarse lo mejor posible a ese molde inevitable de quien somos en un país de mujeres de apariencia extraordinaria. Por cierto que ninguna de nosotras era una de esas mujeres de portada, una de las Misses que llenaban las pantallas de la televisión. Eramos adolescentes, imperfectas e inquietas, que crecían bajo la presión de un deber ser inalcanzable.

Una vez, teniendo casi catorce o creo que un poco menos, recuerdo que alguien sugirió le tomara fotografías a mis amigas del salón. Para recordar "cómo eramos", me insistieron. Todas me llevaban unos dos o tres años - siempre fui la más pequeña en todos los lugares en los que he estudiado - y estaban en esa plenitud de la belleza adolescente. O así me lo parecía a mi. Acepté aunque a regañadientes. Nunca habia fotografíado a nadie que no fuera a mi misma, pero creí que quizás esta seria la oportunidad de mirar a quienes me rodeaban a través del lente de la cámara, que siempre transformaba todo. O al menos eso siempre me pareció.

Fue una experiencia curiosa y muy dura. Porque resultó que todas estas jóvenes beldades de cabello sedoso y figura escultural, se sentían tan inseguras como yo, en mis cuarenta cinco kilos y melena indomable. Frente a la cámara, todas parecieron timidas, angustiadas, abrumadas. Todas intentaron ocultar defectos que sólo ellas podían ver. Unas se llevaron a la boca para cubrir sus labios "gruesos" - o muy finos -, se maquillaron en exceso para disimular su piel "imperfecta" y usaron el secador para lograr "un gran peinado". Al final, las fotografías solo mostraron un grupo de adolescentes inquietas, angustiadas, de rostro tenso que nunca miraron a la cámara. Las imagenes me entristecieron.

Mi tia Mary me escuchó entristecida cuando le conté la anecdota. Se encogió de hombros, quizás sobreviviente de todo aquello.

- No hay ninguna mujer que no haya atravesado algo semejante - comentó - porque se trata de esa obligatoriedad de ser alguien más, alguien que carezca de individualidad y que se parezca mucho a quienes podríamos ser.

Se detuvo frente a la vidriera de una tienda. La bella ropa en exhibición, parecía inalcanzable, sobre todo para mi con mis diez kilos de más. Miré los jeans diminutos, las blusa ajustada y me sentí enorme, como si mi cuerpo careciera de forma definida. También muy simple y confusa. Una muchacha joven que temía a su cuerpo y que a la vez, trataba de entenderlo.

- ¿No te preguntas a veces por qué debe ser de esta manera? - le pregunté. Sabia que mi tia no tenía la respuesta, pero era la pregunta que siempre había querido hacer. ¿Qué nos obliga a entender y asumir la belleza como una imposición? ¿Que nos hace obedecerla? Mi tia suspiro y me dedicó una de sus largas miradas maliciosas.

- Es así porque tu lo quieres. Nada más.

Ah, es que no podía haber otra respuesta, pensé colérica. Durante días, me obsesioné pensando que sólo formaba parte de la cultura donde crecí y me eduqué, que era una mujer de mi tiempo. Que la estética expresaba ciertas ideas sobre mi misma que no podía controlar aunque debería. Pero sabia que tenía razón, aunque no lo admitiera de inmediato.

En el precioso libro "La historia de la Belleza" de Humberto Eco, hay una frase que parece resumir lo anterior "La presión por ser bella - o como el patrón cultural de belleza lo sugiere - siempre ha sido un mito". Y es que  lo estético, lo que consideramos hermoso y lo que no lo es, es una serie de elementos incontrables que sin embargo tienen poder - o parece tenerlo - sobre nuestra percepción de quienes somos o de como nos comprendemos. Tal vez por ese motivo, cada época tiene su ideal de belleza que se transforma a medida que los criterios coinciden con algo más abstracto, confuso y dificil de definir. De la belleza ampulosa y rotunda del medioevo a la frágil y pálida de la época victoriana, hasta llegar a esa concepción de la ultra feminidad moderna - que incluyó, desde luego, todas las transformaciones desde lo androgino a lo definitivamente masculino - la belleza de la mujer siempre parecerá parte de un debate que la supera y la limita. Una noción sobre si misma sujeta al debate público, uno que la juzga por encima de su individualidad y la esquematiza más allá de su identidad.  Una pesada losa histórica que de vez en cuando parece insoportable de levantar.

Tendrian que transcurrir casi una década y poco más para comprender a mi tia Mary. Para entonces ya había luchado contra mi propio cuerpo, en un enfrentamiento probablemente inútil contra mi contextura, mi biología y identidad,  hasta que por último, me perdoné el maltrato, este dolor diminuto de intentar encontrar una idea de mi misma mucho más libre y real. No fue algo fácil de asimilar, de entender hasta que punto la belleza - como se asimila y se comprende - puede hacerte daño. Del hecho de mirarte a la cara en el espejo y preguntarte, casi con excesiva dureza, ¿Quien eres?. Porque se trata de vencer el miedo que no sabes exactamente de donde proviene y después la angustia, que si sabes - o al menos puedes deducir - que te la provoca. Y finalmente decidir que hacer al respecto.

Pero no es una decisión sencilla. Ni siquiera creo que exista algo tan concreto como "decidir" dejar de sentir la presión que el canon de belleza impone. Mucho menos en Venezuela, donde la estética tiene un lugar bastante definido en la cultura y forma parte del todo los días. Porque la presión está en todas partes, y la sientes a todas hora. ¿Tienes los pechos del tamaño correcto? ¿No son muy pequeños? ¿O muy grandes? ¿Tienes la piel muy blanca? ¿No debería ser más tostada? ¿Y esos kilos de más? No te esfuerzas lo suficiente. ¿Cuidas tu dieta? ¿Te preocupas de definir tus músculos? ¿Cómo esperas verte? ¿Por qué no te ves de esa manera? ¿Por qué no llevas la ropa de moda? ¿Por qué no quieres llevarla?

Me detengo en mitad de la calle. Siento que necesito tomar una bocanada de aire, para aliviar el peso, para sentir cierta tranquilidad. Me veo reflejada en la vitrina de una tienda. Una mujer pálida de cuerpo normal. Me muerdo los labios para no juzgarme, para no intentar justificar la pequeña pancita visible, los brazos sin definición. Espera ¿Quién eres? Respondetelo, mirate ahora. ¿Quién eres? No lo sé, suspiro. Las manos apretadas, la espalda rígida de un tipo de angustia que no sé muy bien como expresar. ¿Exagero? Quizás sí, me digo. Pero como duele este lento repiqueteo de pensamientos e ideas incesantes. Una y otra vez, como si se tratara de algo brumoso pero lo bastante exacto para dejarte un poco a ciegas.

Continúo caminando. A mi alrededor, las mujeres de todas las edades y aspectos, caminan también, como una pequeña multitud de ideas que se desgranan con lentitud. Un crisol de rostros, expresiones, cuerpos y quizás incluso, interpretaciones de la feminidad. Las miro a todas y me pregunto donde encajamos, cualquier de nosotras en la visión de un país - o de un mundo, seamos justos - que insiste en querer reglar y limitar esa gran variedad de versiones de una misma aspiración del ser. O quizás no sea todo tan complicado, me digo, con una pequeña sonrisa, aliviada por una vez de la sensación de no pertenecer - no ser - que siempre me ha producido la idea de la estética debida. Tal vez sólo se trate de mirar(me), no sólo como una pieza vacilante en un gran entramado de historias sino como en una página que construyo a media que me contemplo una y otra vez, en el reflejo de otras mujeres, en esta identidad compartida que compartimos sin querer.

Quizás, todo se trate al final, me digo de comprender que más allá de cualquier limite, somos nuestra mejor obra de arte, en plena construcción.

C'est la vie.


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