jueves, 3 de julio de 2014

De la tradición histórica a la feminidad contemporánea: Una mirada al género y al rol social.





Cuando era niña, mi primo mayor solía burlarse de mi. Era un niño irritante, convencido que las niñas en general, eran chillonas, malcriadas y fastidiosas. O en eso solía insistir, en las desagradables ocasiones en que algún evento familiar nos obligaba a jugar juntos. Era una especie de convivencia forzada que ni él ni yo tolerábamos con facilidad.

Y es que a mi primo, la idea de jugar como "una niña" le resultaba desagradable. No importa que mis juguetes - piezas de legos, un laboratorio en miniatura y una vieja bicicleta - fueran tan parecidos a los suyos como para confundirse, que yo fuera más hábil que él en casi todos y que la mayoría de las veces, nos divirtieramos. Para él, una niña era una criatura absurda e incomprensible, alguien a quien debía cuidar y la mayoría de las veces, tolerar. Y eso último, no lo hacia muy bien.

- ¡Es que para las niñas, todo debe ser bonito y limpio! ¿No se fastidian?  - me gritó en una ocasión, impaciente por esperarme mientras me cambiaba las medias, húmedas y llenas de barro luego de correr descalza por el jardín de mi abuela. Lo miré, asombrada.

- ¿A ti no te fastidian las medias sucias?

Sabía que sí. De hecho mi primo era un niño muy melindroso que le gustaba llevar los zapatos limpios y se cepillaba los dientes después de comer sin que nadie se lo ordenara. Pero para él, que yo lo hiciera era un asunto de debilidad y no de costumbre, como lo era en su caso.

- Es otra cosa - me dijo chasqueando la lengua - cuando uno hace las cosas como una niña, siempre tiene que estar bonito y bien arreglado.
- No es verdad.
- ¡Claro que sí! ¡Todas son así!
- Yo no lo soy - le respondí ofendida. Y es que seguía sin comprender verdaderamente por qué le molestaba tanto que yo hiciera las mismas cosas que él, sólo que en mi caso, parecían fastidiarle sólo porque yo era una niña. Era un prejuicio tan simple como primitivo y que sin embargo, no era la primera vez que escuchaba. Porque a pesar de mis diez años inocentes, sabia muy bien que la mayoría de las niños pensaban de la misma forma, me miraban de la misma manera y de hecho, opinaban sobre mi cosas muy parecidas a la de mi primo. Porque ser "niña" es un estigma, al manos a cierta edad y uno muy definido, que duele lo suficiente como para recordarlo y además que demuestra que la cultura en la que nací y crecí, continúa considerando a la mujer débil, frágil, confusa y lo que es aún peor, inferior a su contraparte masculino.

¿Una idea exagerada? No lo es tanto cuando el prejuicio parece provenir de una raíz muy profunda y sutil de la sociedad. Cuando desde muy pequeña te recuerdan en todas las oportunidades posibles que la "mujer es de la casa" y el "hombre de la calle". Cuando te miran con preocupación el largo de la falda y de hecho, de eso parece depender la percepción que se tendrá sobre ti, tu personalidad y tu manera de ver en el mundo. Porque es la identidad femenina se define en epítetos: de la puta a la Santa, de la fácil a la decente, de la abnegada a la loca. Siempre existe una palabra para definir nuestra visión del yo que lo limita y lo restringe. Y es que en nuestra sociedad, lo femenino no tiene un lugar claro, a pesar de los esfuerzos, triunfos y conquistas. La mujer - su identidad social, su lugar en la historia - siempre estará a medio construir, creándose a partir de pedazos y trozos de herencias históricas poco claras y la mayoría de las veces deudoras directas de prejuicios y limitaciones de género. Una visión brumosa sobre quién es la mujer como parte elemental de la cultura y más allá, como figura creadora dentro de esa interpretación de la sociedad constructiva.

De la historia a trozos: La mujer y la interpretación cultural.

Hace unos meses, Marianne Diaz Hernandez publicó un interesante artículo en su blog que tocaba un punto oscuro sobre lo femenino y la sociedad: Titulado "los hombres me explican cosas", se trata de la traducción de un artículo de la escritora Rebeca Solnit, en el que se debate sobre la credibilidad femenina. En el texto, la autora analiza la idea sobre la percepción social que se tiene acerca de la opinión de la mujer, su talento y más allá, su rol intelectual dentro de una sociedad que asume su desempeño de manera irregular. Me asombró un poco el planteamiento, sobre todo por el hecho simple que durante toda mi vida, me he enfrentado a ese espectro matizado de lo que es el menosprecio de la visión femenina. En un país tan machista como Venezuela y sobre todo, en una sociedad tan estéticamente mediatizada, el rol femenino parece mezclarse con una serie de expectativas irreales y una figura histórica idealizada hasta lo absurdo, que convierte a la mujer en una especie de deudora de conciencia de su rol de género. En Venezuela, la mujer es parte de la idea tradicional que se tiene de ella, pero también de todo una serie de prejuicios que construyen una imagen sobre si misma incompleta. La mujer que existe pero a la vez no, la mujer que desempeña un rol circunstancial en la sociedad y que aún así, no disfruta del reconocimiento integral a su inteligencia, el valor de lo que crea y lo que resulta más preocupante, lo que comprendemos como parte de esa imagen de la mujer que se hereda de generación en generación. Un legado histórico insustancial.

Cuando tenía veintitrés años, pensé por primera vez en comprar un automóvil. Por entonces, era un proyecto que me pareció no sólo viable económicamente sino necesario: además de haber vuelto a la Universidad como alumna de una segunda licenciatura, estudiaba al otro lado de la ciudad y mi horario diario se convirtió en un ajustado - y muchas veces fallido - intento por cumplir puntualmente los horarios de ambas cosas. Pero viviendo en una ciudad como la mía, donde el tráfico es una variable insuperable y con un servicio de transporte público deficiente, decidí que la opción de comprar vehículo propio me ahorraría horas y sobre todo, me facilitaría los desplazamientos. De inmediato, me tropecé con la incredulidad de varios de mis amigos y parientes.

- No necesitas un automóvil, con el Metro te debería bastar - me recriminó un amigo que por cierto, acababa de comprar uno hacia poco menos de un año - ¿Para qué quieres preocuparte por todo lo que implica? Tendrás que comenzar a pensar en talleres, repuestos.
- ¿Tu lo haces no? - pregunté. Me miró sorprendido.
- ¿Qué tiene que ver?
- Que no creo que debería de abandonar el proyecto sólo porque me traerá una serie de preocupaciones nuevas, también me traerá toda una nueva serie de ventajas.
- Sí, pero no creo que lo necesites.
- ¿Tu si lo necesitas?
- Es distinto.
- ¿Por qué es distinto?

Nunca pudo explicármelo. Entre consejos brumosos y puntos de vistas más o menos técnicos, me dejó claro que tal vez, no estaba "preparada" para asumir lo que significaba la responsabilidad de tener un automóvil en un país como el mio. No parecía importar mucho que tuviera casi su misma edad, los mismos ingresos económicos y que de hecho, tuviera las mismas razones que él para haber hecho un considerable esfuerzo financiero en comprar un vehículo último modelo. Para mi amigo, el tema parecía transcurrir por otros derroteros, mucho más brumosos y menos comprensibles. Y es que el hecho que una mujer necesitara un automóvil sólo para facilitarse la vida en una ciudad complicada como la mía, no parecía ser muy comprensible. De hecho, recibí "consejos" semejantes con frecuencia, hasta que preocupada y desconcertada, decidí aplazar la decisión. Alguien que conozco se apresuró a felicitarme por "haber tomado una decisión sentada" y agregó muy ufano "las mujeres no necesitan un automóvil si tienen un hombre que las lleve".

La frase me inquietó por meses. Resumía toda esa opinión que sugiere que el criterio de la mujer no es especialmente acertado y que siempre puede someterse a discusiones. Más de una vez, me encontré preguntándome si me habrían dado los mismos consejos de ser un hombre o habrían considerado podría necesitarlo. Después de todo, en mi país, se considera necesario que un hombre aprenda a conducir durante los primeros años de la adolescencia. La mujer puede esperar y de hecho no se considera imprescindible. O como me dijo el padre de una buena amiga, muy ufano "un capricho malcriado".

Después de episodios semejantes, te preguntas con frecuencia que ocurre con el concepto de la feminidad en un mundo que lo menosprecia de origen. En una cultura donde la mujer parece siempre se subestima en favor de una interpretación histórica que se conserva a pesar de la evidencia. Y el problema parece ser aún más grave: la identidad de la mujer se ve sometida a toda una serie de reconstrucciones y presiones que sin duda provienen de esa noción sobre el sexo "débil". La mujer que debe ser cuidada, protegida. La mujer frágil que debe ser aconsejada y cuya opinión debe interpretarse siempre a medias.

Nueve años después de mi primer intento, finalmente logré comprar un automóvil. En esta ocasión, no consulté a nadie ni tampoco escuché consejo alguno. Como cualquier otro adulto de mi edad, me preocupé por lo imprescindible: disponer del dinero y sobre todo, asegurarme que tomaba la decisión correcta con respecto al modelo y marca que necesitaba. La mayoría de mis amigos se sorprendieron que lo hiciera y de hecho, me felicitaron con una mezcla de incredulidad y alegría. Aquel que tanto me había insistido en que bien podía seguir utilizando el deplorable servicio de transporte Público de mi ciudad, me felicitó con cierta renuencia.

- Sólo te advierto: dentro de poco tiempo, lamentarás haberte complicado la vida - insistió. Lo hizo en un tono paternal que comenzó a irritarme, no sólo por su connotación sino por el hecho, que insistía en toda una serie de ideas al fondo que me desconcertaban por absurdas. En esta ocasión, lo miré de frente, irritada.
- ¿Tu lo lamentas?
- Es otra cosa.
- ¿Que es otra cosa?
- Conduzco de toda la vida - me dijo entonces, en un tono que denotaba su sorpresa por mi insistencia - ya estoy acostumbrado. Pero no creo que tengas la paciencia o...

Aguardé. Sabía que diría a continuación, aunque no lo hizo. Y es que probablemente, él tampoco sabía con exactitud de donde provenía ese cuestionamiento acerca de mi habilidad - o no - para conducir o la insistente certeza que a mi me llevaría mucho más esfuerzo que al mismo hacerlo. Ese silencio, fue sumamente desconcertante y aún más, doloroso. Porque demostró que el prejuicio es mucho más viejo, sutil y complejo de lo que suponemos en primer lugar o más aún, de lo que asumimos pueda sustentarlo como idea concreta.

El rostro de la mujer herida: El prejuicio como herida abierta.


El aborto es una palabra dolorosa. O al menos, esa es su connotación inmediata. Hay un juicio moral inmediato, un interpretación sobre lo que sugiere que involucra y de manera directa, una serie de pareceres éticos y morales que aparentemente, no admiten ningún tipo de excepción o justificación. Para buena parte de la sociedad occidental, la palabra “aborto” remite a un crimen inquietante, a una decisión inadmisible que cuestiona incluso la identidad de la mujer, mucho más aún su rol social. Para una mujer, el aborto no debería ser una opción y su la mera discusión de la posibilidad se plantea como una situación ética confusa, turbia y la mayoría de las veces inadmisible. Para la gran mayoría de las personas, el aborto no es una visión sobre la sexualidad y los derechos reproductivos femeninos, sino un concepto moral sin réplica alguna, mucho menos un matiz que permita una visión menos absoluta del término.

Violación también es una palabra dolorosa. Pero a diferencia de “aborto”, es una que produce confusión o eso parece sugerir los límites borrosos entre lo que se admite como delito y lo que debe padecer la victima. Hay una constante discusión sobre la culpa o la responsabilidad de quien sufre el hecho de violencia sobre su agresor, como si el mero hecho que se trate de una agresión directa no fuera suficiente como para definir que se trata de un hecho inadmisible. Mucho más preocupante aún, la violación no se percibe como un delito absoluto, sino que al parecer hay toda una serie de atenuantes directos que parecen “disculpar” la violencia. Se habla sobre la “provocación”, que pudo hacer — o no — la victima para evitar lo que vivió y de hecho, en numerosas sociedades, la violación continúa considerándose un delito en entredicho, una especulación sobre un hecho violento cuya victima podría no serlo.


No obstante, y a pesar de la diferencia entre las interpretaciones de ambos conceptos y los durísimos planteamientos que implica el análisis supuestamente ético que cada una producen, ambas parecen estar vinculadas con preocupante frecuencia. Porque la violación, esa crimen sin rostro que muchas veces carece de culpable, estigmatiza a la victima, la convierte en además de deudora moral de una culpabilidad hipócrita. Y como si eso no fuera suficiente, presiona sobre ese otro concepto tan debatido: la libertad de escoger sobre el propio cuerpo, el derecho intrínseco a reconocer la maternidad como opción. Y es inquietante, que en ese debate, la mujer parezca tan infravalorada y vulnerable de cara al debate legal y moral, a las aseveraciones éticas y la presión religiosa. Una victima que no sólo debe enfrentar las secuelas físicas y morales de una violación sino también una sociedad que mira la maternidad y la capacidad para procrear como un atributo independiente a la mujer, a su espiritualidad e incluso a su poder de decisión individual.

Y es que el aborto es un derecho de elección. Duro, doloroso pero que pertenece por completo a la mujer. O esa debería ser la opción más evidente. No obstante no lo es: el aborto parece caer en esa grieta entre la presunción de la moralidad sugerida de un sistema legal — y moral — que la mayoría de las veces la infantiliza el rol y la identidad femenina. Preocupa, que la mayoría de las discusiones sobre el aborto no parezcan incluir aspectos de vital importancia como la salud biológica y mental de la mujer y las consecuencias inmediatas que puede sufrir durante un proceso de gestación no deseado. La diatriba casi siempre parece insistir en ese sesgo esencialmente en ese juicio de valor inconcluso y religioso que dictamina la decisión incluso antes del análisis. La maternidad convertida en una contraposición y una lucha de la sociedad y la interpretación cultural con el cuerpo de la mujer como escenario.

Generalmente, el aborto se estigmatiza a nivel cultural. Incluso en los casos de naturaleza terapéutica, el aborto — o la posibilidad de realizarlo — debe enfrentar en la mayoría de los países un tortuoso camino legal donde la prioridad no es, como podría suponerse el bienestar de la mujer sino la del feto que gesta. El debate sobre la protección de la vida y la reflexión ética sobre la capacidad de reproducción femenina, pocas veces parece incluir a la Madre. ¿Cómo puede debatirse e incluso tomar decisiones que involucren la vida del feto sin tomar en consideración que pueda ocurrir con la madre que lo lleva en el vientre? ¿Hasta que punto la sociedad debate el aspecto moral de una decisión personal anteponiendo análisis morales antes de una visión sensible sobre la condición de la mujer? La respuesta a ambas preguntas desconcierta pero sobre todo, preocupa. ¿Quién tiene el derecho a decidir sobre la capacidad de reproducción femenina?

El aborto es un hecho traumático que deja secuelas psíquicas y físicas perdurables. Y no obstante, son pocos los gobiernos del mundo que deciden legislar no sobre la base moral, sino asegurándose de la protección de la mujer. Una buena parte de las sociedades occidentales — no digamos ya culturas orientales con una visión infantil de la mujer — consideran el aborto como un crimen inexcusable. Recintemente, en España, se restrigió la ley que permitía el aborto sólo a dos supuestos: El riesgo de la salud de la mujer y la violación. Y las penas para cualquier circunstancia que no coincida con un aspecto legal tan restringido, son mucho mayores que la que recibe un condenado por violación. ¿Desconcertante? Lo es aún más, la estadistica que indica que en el 85% de los países del Mundo, el aborto es considerado no sólo un delito penal sino que condena a la madre a penas mayores de diez años de prisión en caso de cometerlo. No obstante, al revisar el porcentaje en protección de madres en riesgo, los números muestran una realidad descarnada: solo el 25% de los países del Mundo poseen leyes que brindan seguridad social y económica a mujeres con embarazos no deseados. Tampoco es menos preocupante la perspectiva sobre las cifras que muestran un panorama para la mujer poco menos que agresivo: en el 56% de los países del Mundo, las violaciones tienen penas inferiores a 15 años y los reos disfrutan de beneficios de libertad incondicional al quinto años. En el 67% de los países Occidentales, no existe un organo de protección que asegure la salud mental y física de las victimas de violación. No obstante, el 68% de los países del mundo tienen castigos punitivos a cualquier mujer que se practique el aborto, incluso en situaciones que pongan en riesgo su salud física y mental.

En más de una ocasión, cuando debato el tema del aborto, se me acusa de desnaturalizada. O de simplemente “ofender la obra de Dios” con mi opinión. Pocas veces, he podido explicar que la realidad es aún más simple: no tengo ninguna opinión sobre el aborto. A mis treinta y tres años de vida aún no he sido madre y quizás debido a eso, no puedo decir cual podría ser mi decisión en una situación semejante, como podría afrontar el hecho de preservar mi salud moral, fisica y mental a través de una decisión tan desgarradora como la de un aborto. Aún así, no juzgo a quien decida hacerlo: No podría hacerlo por la simple razón que un aborto es una decisión intima, privada y que no depende de ninguna opinión moral ajena a la de la madre. O ese debería ser el caso. Lamentablemente no lo es: el mundo continúa mirando la violencia contra la mujer como una idea al margen, que se analiza entre factores de riesgo brumoso y una variedad lamentable de opiniones morales que pocas veces favorecen a la victima silenciosa de un delito sin rostro: la mujer.


Al borde del prejuicio: La mujer y la imagen histórica.

No lo dudo: La mujer ha recuperado gradualmente su nombre y lugar en la historia. O mejor dicho, se construyó uno a su medida, en todo caso. Eso nadie lo duda: luego de años de invisibilidad y sobre todo de menosprecio de una sociedad que hasta hace menos de dos siglos debatía sobre la existencia del alma femenina y su racionalidad, la mujer ha logrado construir un concepto a la medida de sus aspiraciones. Continúa en la lucha por la aceptación de la diferencia, por esa igualdad que presuma que somos parte de una idea mucho más amplia que nuestra mera capacidad para concebir. Y es que lo femenino, más allá de la identidad, de la tradición histórica que exige, de la herencia de género que se asume como inevitable, es una manifestación de una idea mucho más profunda que un elemento estético, biológico o incluso espiritual. Es una manera de crear, y sobre todo, de concebir la diferencia de la identidad sexual como una manera de construir una impronta personal.

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