domingo, 6 de julio de 2014

De la naturaleza al sabor del viento: Cuentos de Brujería.





La primera vez que planté una semilla en el jardin de mi pequeño apartamento llevaba apenas unos meses de haberlo ocupado, de manera que fue un acto casi simbólico. Planté la semilla la noche de luna llena, la cubrí con tierra mientras le pedía a la Diosa su protección y cuidé con mimo sus avances durante las semanas siguientes.

Para mi sorpresa, la pequeña planta de romero se marchitó.

No entendía por qué había sucedido. Y eso que desde niña, había tenido muy claro que no tenía muchas habilidades para el cuidado del jardin, como sí lo había tenido mi abuela y de hecho, lo disfrutaban todas mis tias y primas. Muy frustrada y un poco entristecida, arrojé la ramita reseca a la basura con una amarga sensación de decepción.

- ¿Cuidaste cuando debías regarla? ¿Que le diera el sol por las mañanas? - Preguntó mi prima P. cuando le comenté mi pequeño desastre doméstico. Me encogí de hombros.
- Bueno...en realidad hice lo que pude - lo que venía a significar que no tenía idea cuando era correcto regar las plantas y mucho menos que tipo de luz era la mejor para su crecimiento - pero creo que no soy buena para eso.
- Intentalo de nuevo y pon atención a lo que haces.

Encaje mal el consejo. Con el orgullo herido, no le respondí y me limite a mirarla un poco irritada. Mi prima me hizo un guiño malicioso.

- Malcriada.
- Frustrada, más bien.
- Ya sabes lo que decía la abuela...
- Saca lo mejor de lo confuso - repetí en voz alta. Mi prima sonrío con todos los dientes.
- ¿Que estas esperando para hacerlo entonces?

La primera vez que había escuchado esa frase había sido cuando me encontraba en la escuela y había fallado estrepitosamente en un examen escolar. Entristecida y con una rara sensación de derrota, me quejé con mi abuela de mi poca capacidad para las ciencias exactas.

- Simplemente no las entiendo - confesé - no hay forma que pueda comprender por qué los números son necesarios. ¡Es un mundo sin sentido!

Y es que para mi lo era. No se trataba sólo que no comprendía los rudimentos de las matemáticas sino que además, al parecer no tenía la capacidad para llevar a cabo incluso las operaciones más sencillas. Sencillamente, no tenía ningún tipo de capacidad ni habilidad numérica, lo que por supuesto, me frustraba y desconcertaba a partes iguales.

- Saca lo mejor de lo confuso - dijo mi abuela con una sonrisa. Nos encontrábamos en su jardín antipático: ella se ocupaba de podar cuidosamente las ramitas de su querida planta de tomates. Lo hacia con una paciencia delicada y experta que me asombraba un poco. Una especie de intuición muy clara y concisa sobre la naturaleza de las plantas, sus misteriosos ciclos y singular belleza.

- Todo es confuso - me quejé - no hay nada que entienda en realidad.

Abuela no respondió. Continuó cortando rama a rama, hasta que la planta pareció libre de las hojitas resecas que la afeaban. Luego me miró, secándose el sudor con el dorso de la mano.

- Te propongo algo, ayúdame en el jardin y te explico mejor algunas cosas - me sugirió. La mera idea me produjo un enorme alivio: cualquier cosa era mejor que continuar allí, mirando las hojas llenas de números y formulas abstrusas que no lograba entender - acércate.

Me señaló con un gesto el tronco delicado y fibroso de la tomatera. Lo observé sin saber que quería decirme, pero aguardé. Era un día especialmente brillante y me fijé que las planta parecía agradecer el resplandor del sol, ese aire cálido que bajaba de la montaña con olor a Tierra húmeda. Había algo curiosamente vital en las hojas de verde crujiente, en la belleza radiante de los pequeños frutos colgando casi ingrávidos. Un singular equilibrio.

- A las plantas, hay que saber cuando regarla y cuando podarlas. Es una especie de lenguaje muy delicado que debes escuchar con atención - me explicó. Con enorme cuidado, levantó una de las hojitas y me mostró las venas tiernas que la cruzaban - las tomateras sobre todo, son frágiles y pequeñas. Necesitan sol y luz especifica para no dañarse.
- ¿Y como puedes saber la medida exacta que necesitan?
- Escuchando y mirando - sonrío, como solía hacerlo: con una alegría que siempre me sorprendía - cada cosa tiene un motivo y un sentido. Cuando comprendes eso, comienzas a colocar cada pieza de lo que ocurre a tu alrededor en su lugar.

Me enseñó como había plantado la tomatera en la esquina del jardín donde la luz del sol la iluminaba sólo en cuarenta y cinco grados . "Una angulo agudo" dijo muy ufana. Además, me mostró como calculaba la manera en la que la luz del sol aumentaba casi cinco grados a medida que avanzaba el día. "Se trata de multiplicar los efectos para entenderlos por completo" me explicó. Yo la escuché, un poco desalentada por entender tan poco a pesar de sus esfuerzos, pero también, llena de inevitable curiosidad. Me desconcertaba que algo tan simple como la jardineria pudiera tener tantos detalles misteriosos.

- Siempre saca lo mejor del caos - insistió - es la mejor manera de comprender las pequeñas cosas que parecen no tener sentido pero que de pronto, parecen tenerlo, encajar perfectamente en un todo mucho más amplio. Una idea que se repite una otra vez con cierto ritmo.

Pensé en la idea esa noche, frente al cuaderno abierto de matemáticas. Seguía sin comprender el secreto de los ángulos, las hipotenusas y las formulas, esa enrevesada combinación de simbolos y factores que para mi continuaban sin tener ningún significado. Suspiré, inquieta y con una desagradable sensación de frustración. Vamos, vamos tienes que intentar entender. Tienes que encontrar la manera de entender esto.

Miré el cuaderno otra vez. Saca lo mejor del caos. ¿Qué era lo único que entendía de todo esto? me pregunté en voz alta. Miré la intricada serie de números y cálculos. Sí, entendía el motivo por qué se multiplicaba aquí y no allá. ¿Cuando dejaba de ser comprensible? Seguí con el dedo la serie de operaciones hasta que encontré el punto donde no las comprendía. ¿Que era lo que ocurría? Con un suspiro, consulté los libros de textos. Borré, reescribí. Volví a calcular. La cosa no pintaba tan mal, me dije un rato después, cuando con mucho esfuerzo, había logrado avanzar en la tarea. Saca lo mejor del caos.

De nuevo la frase, me dije, ya adulta, de rodillas en mi diminuto jardín vacío. Mucho después, la había encontrado en varios libros de las Sombras familiares. Una vieja invocación que insistia en mirar el desorden y lo incomprensible como una ocasión para aprender. Un proceso y trabajoso hacia el conocimiento. Apoyé las manos en la Tierra. ¿Qué necesitaba aprender? ¿Que quería enseñarme la tierra? No lo sabía.

Estaba pasando quizás la época más dificil de mis primeros años como adulta independiente. Desempleada, viviendo sola en un apartamento que apenas podía mantener, a mitad de camino de completar con dificultad mi segunda licenciatura Universitaria, me encontré en una especie de tierra de nadie, un descampado yermo de preguntas y respuestas. Nada parecía ser claro y mucho menos comprensible en mi vida. Era una época borrosa, angustiosa. Todos los días tenían el mismo sabor agrío. Las cosas no iban demasiado bien en mi vida y me encontraba demasiado cerca del caos, de ese desorden existencial que siempre me había preocupado un poco y que ahora era parte de mi vida. ¿Quién soy? Pensé con los dedos hundidos en la Tierra. ¿Quién deseo ser?

No lo sabía.

Compré de nuevo una bolsa de semillas. Esta vez de Romero. También, volví a intentar obtener un trabajo de medio tiempo, que me permitiera continuar a flote unas cuentas semanas. El mismo día que planté las semillas, me comuniqué con al menos cinco empresas para optar por una oferta de empleo. Me negué a verlo como un símbolo, aunque mi prima P. pensaba lo contrario.

- ¿Ya sabes lo que te diría abuela no? - preguntó mientras ambas tomábamos un café juntas. Me encogí de hombros.
- Seguro algo muy sabio y elevado que no recuerdo ahora - dije con tristeza. P. suspiró.
- Sí, también la extraño.

Yo no podría decir que sólo extrañaba a mi abuela. Había algo más orgánico y fundamental en su ausencia en mi vida que el simple dolor por su muerte. Pero preferí no decirselo a P., que tal vez no me comprendería. Además, la tristeza en ocasiones es absolutamente privada, un duelo a ciegas con las propias esperanzas rotas.

- Mira, no te dejes arrojar al suelo - dijo P. entonces, con su habitual entusiasmo - tu simplemente pedalea y evita caerte de la bicicleta. Y cuida la planta. Pontelo como un reto: si logras que florezca, al menos podrás decir que comprendes una parte de ti que antes no podías ver con claridad.
- Que poético.
- ¿Que nos queda más allá de la poesia? - soltó una carcajada amable - ya sabes, las brujas cantamos a la Diosa en poemas recién nacidos.

Sacudí la cabeza. Pues esta bruja es un poco torpe, me dije, de rodillas otra vez en la tierra de mi jardin. Intenté recordar: la semilla debe plantarse lo suficientemente honda para que reciba nutrientes pero no tanto para que no pueda prosperar. Y la luz, eso es importante: escogí el mejor lugar, con Caracas a mi pies. Agua, no se te olvide eso. A diario, muy temprano, antes que caliente el sol.

Seguí sin conseguir empleo. Comenzaba a preguntarme si había cometido un error en abandonar mi prometedora carrera como abogada para dedicarme al mundo abstracto de las letras. Una pregunta dura y dolorosa cuando la tomar la decisión te llevó un enorme esfuerzo, reconstruir su vida desde lo cimientos. Como la semilla que se planta a la profundidad equivocada, me pregunté si podría avanzar hacia lo que soñaba, si podría apartar las piedritas y pequeños grumos de tierra hacia el sol.

Recibí la primera ramita endeble con una sonrisa. La descubrí la misma mañana en que recibí la llamada de una Editorial que se había interesado por mi resumen profesional. De pie, junto al jardin, miré el pequeño brote con los ojos muy abiertos. Verde y valoroso, a pesar de su fragilidad, me hizo sonreír. Oye, no lo tomes como una señal. Eres una adulta ¿Qué te ocurre?

- Pero también eres una bruja - insistió tia M. cuando se lo conté. No respondí, tomando un sorbo de su delicioso té de Azahar.
- Solo es una planta.
- Es un motivo para celebrar.

Bruja poética, pensé. No en vano, era la madre de mi prima P., me dije. Ambas parecían estar convencidas de esa ternura de los anuncios naturales, de la pequeñas metáforas de la vida común. Yo no lo estaba tanto.

Pero aún así, esa noche, me ocupé de abonar la tierra de mi pequeña planta. La regué con cuidado y me quedé junto a ella, mirando la Luna Llena brillar sobre los edificios de la ciudad. Era una de esas noches cálidas y preciosas de una Caracas inolvidable.

- Esperemos que todo vaya bien - le comenté a mi planta, como si fuera lo más normal del mundo comentar cosas en voz alta con un tallito recién nacido - tu pon de tu parte y yo pondré de la mía.

No me dieron el trabajo de la primera empresa. Pero sí en la segunda. Ganaba poco pero finalmente tenía empleo. Y en la Universidad, las cosas comenzaron a mejorar. De pronto, retomé el ritmo y el gusto por el estudio y en medio del caos de hojas por leer y hojas leídas, empecé a encontrar un poco de paz. Una manera simple y casi rudimentaria de entender esa singular etapa de mi vida, esos primeros años de adultez complicados. Pero tan significativa como cualquier otra.

Mi planta de Romero continuó creciendo, casi siempre con dificultad. Resultó que me había equivocado en el lugar donde la había plantado y el sol del mediodía chamuscó sus primeras hojitas. Me disculpé con ella cuando la transplante, el mismo día en que recibí mi primer trabajo de importancia en la editorial donde comenzaba a trabajar.

- En ocasiones nos toma un poco de tiempo encontrar el lugar exacto donde sentirnos cómodos - le dije cuando apoyé mis manos sobre la Tierra. Ya eran dos ramitas y la planta comenzaba a tener un aspecto más robusto y fuerte - ya veremos a donde vamos.

Mi vida comenzaba a tomar un ritmo cada vez más vigoroso, a crecer con esa naturalidad como florecen los pequeños proyectos que llevan paciencia y esfuerzo construir. Como mi pequeño Jardín, sin duda, me dije en voz baja. A la plantita de Romero le siguió una de Margaritas, una bungavilla rosada que no sobrevivió y que sustituí por una gladiola de un encendido color carmesí. Muy pronto, encontré que el pequeño terreno rebosaba de vida y...yo también. Porque aunque no se lo diría a tia M. y mucho menos a P. había algo mágico en esa naturaleza viva y radiante que brotaba en todas direcciones, que parecía sonreirme cada día, cuando me sentaba en la tierra, para mirarlas crecer. Una forma de fecundidad.

El día que obtuve mi primer ascenso, me sorprendí. ¡Ya había transcurrido desde que me encontraba trabajando en justo lo que siempre había soñado! Fue el mismo día en que finalmente terminé el semestre universitario que tantos problemas me había dado durante los últimos meses. Tuve una nítida sensación de triunfo, de renacimiento que pocas veces había sentido en mi vida. Sonreí, con el alivio de quien ha luchado y construído contra corriente. Había valido la pena. Me sentí en pleno control de mi vida, como pocas veces pensé podría sentirme.

Esa tarde llovió. Una de esas implacables tormentas de verano caraqueñas, con rayos y centellas iluminando la semi penumbra. Miré el espectáculo de luces y sombras con una sonrisa, disfrutando de ese brillo radiante y salvaje de la montaña bañada por la luz opaca del sol. Una sensación radiante, diminuta, como si la lluvia pudiera no sólo guarecerme de mis temores, sino aliviarnos con su caricia suave, simple. Un pensamiento curiosamente conmovedor.

Volví a casa de madrugada, luego de celebrar con mis compañeros de trabajo. Tenía una necesidad casi infantil de quedarme a solas por primera vez en el día, en la mitad de la oscuridad de mi jardín. Quizás escuchar la manera como el viento cantaba a mi alrededor, o sumirme en esa ensoñación dulce de creer y confiar. Me pregunté cuando se había hecho tan importante ese pequeño rincón de la casa en mi vida, cuando había adquirido tanto significado.

Escuché el sonido de las ventanas rotas, golpeando contra la pared, cuando abrí la puerta. Me quedé paralizada, sin saber que escuchaba. Y de pronto, el brillo tenue de las luces de la calle me mostró un paisaje doloroso: los trozos de arcilla en el suelo, las ramas rotas colgando flojamente en las paredes. La lluvia de la tarde había hecho estragos en mi pequeño jardín. El torrencial aguacero y el viento recio que había destrozado las hojitas tiernas de mi Romero y arrojado al suelo los tarros de las Gladiolas. Me quedé en silencio, en la mitad del jardín caótico, con el corazón latiéndome muy rápido. Sentí un dolor genuino, como si cada hoja rota y cada tallo doblado fueran una especie de caida en el caos, en el desastre. Con los puños apretados, desconcertada y furiosa, tuve deseos de terminar lo que estaba a medio hacer: me vi arrojando los tarros y pequeños recipientes de barro contra el piso, arrancando con las manos desnudas los brotes sobrevivientes.

No lo hice.

En lugar de eso, me arrodillé en la tierra y comencé de nuevo a plantar las plantas rotas, a intentar recuperar lo que había perdido. La oscuridad silenciosa me rodeaba, como un observador atento que de vez en cuando, me obsequiaba con un soplo de viento fresco. Y entre lágrimas, con los dedos arañados y llenos de raspones, las rodillas en carne viva y mi traje favorito cubierto de barro, avancé entre el caos para encontrar lo mejor, para comprender que cada ciclo tiene un sentido, que cada noche es un anuncio de un día brillante. Con los dientes apretados y la respiración desordenada, pensé en cada pequeño paso que daría de ahora en más, en cada pequeño simbolo de alegría que estaba recuperando para recordar que cada la primavera más hermosa, habita en nuestro espiritu y quizás en la forma que nos enfrentamos a la decepción.

***

Una vez leí que cada uno de nosotros enloquece en su propia locura y que también, celebra sus pequeñas batallas vencidas en silencio. Cuando P. me miró con una sonrisa, supe que había logrado ambas cosas, aunque no supiera muy bien como.

- Así que reconstruiste el jardín, muy atormentada en mitad de la noche - se burló. Me encogí de hombros dandole un mordisco a la tartaleta de Manzana que comía.
- Soy una bruja época, ya lo sabes.
- Ya veo - nos quedamos en silencio, escuchando el sonido de la ciudad - a veces, somos nuestras propias batallas.
- Un jardin en flor - insistió P. con su sonrisa traviesa. Solté una carcajada.
- Una promesa a punto de nacer.



Danza en verde: Nace y crece el poder del espíritu. 

Para la tradición de brujería que practica mi familia, el jardin es el centro de la casa y el lugar mágico por excelencia. Con frecuencia, el jardin representa el alma de la bruja, su manera de soñar y comprenderse. Para celebrar su simbología se celebran pequeños rituales, uno de los cuales es el siguiente:

Necesitarás:

* Semillas (las de tu preferencia).
* Un tarro para plantar.

Disposición:

La noche de Luna Llena, toma el tarro con tierra y sal al aire libre. Si no puedes hacerlo, sientate junto a una ventana donde puedas ver la noche. Levanta el tarro e invoca de la siguiente manera:

"La Gran Diosa nos mira
Soy hija de la Luna
Soy parte de la Historia de la Tierra y el Fuego
Los invoco esta noche
Para bendecir mi sueño y mi esperanza
Así sea"

Ahora planta las semillas. Hazlo sin utilizar ninguna herramienta: hunde los dedos en la tierra fértil, sintiendo su textura, disfrutando de esa conexión directa y personal con la naturaleza. Cuando hayas terminado, invoca de la siguiente manera:

"Que la Diosa proteja mi sueño
Que la Tierra brinde consuelo
Y el fuego purifique mi voz
Así sea".

Cuida de tu pequeño jardin de esperanza a diario. La próxima Luna llena,  deja bajo su luz el tarro con los primeros brotes, como una forma de celebración.


¿Quienes somos en la esperanza? Quizás, pensé esa noche, tendida de espaldas en mi pequeño jardín para mirar el cielo, una promesa a punto de cumplirse.

Una sueño a punto de hacerse realidad.

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