martes, 22 de julio de 2014

La caída de un gigante anónimo.




Fotografía de Alejandro Cegarra.

La noticia me tomó por sorpresa, como creo que a la mayoría de los caraqueños que la leímos de primera mano vía redes Sociales: La tristemente célebre “Torre de David” — símbolo de la Venezuela caótica y fragmentada de las últimas décadas — estaba siendo desalojada durante un operativo comandado por la Guardia Bolivariana Venezolana. Según las versiones que podían leerse vía Twitter de vecinos y observadores en el lugar, las casi mil cuatrocientas familias abandonaron la Torre en silencio, casi de manera ordenada. Para bien o para mal, lo que había empezado como la toma armada de una emblemática edificación de una Caracas imposible, destruida y arrasada luego de 15 años de revolución Chavista, culminaba casi con discreción. En el anonimato de un procedimiento casi prosaico que la ciudad a oscuras, en medio del tácito toque de queda que padece cada noche, apenas tiene noticias.




Es el día veintiuno de Julio del año 2014. Han transcurrido casi siete desde que un grupo armado invadiera la edificación y la convirtiera no sólo en una metáfora del país confuso y caótico que heredamos de una ideología impune y fallida, sino en un reflejo de quienes somos. Porque la Torre de David — su historia, su circunstancia y lo que representó durante casi un lustro y medio — es una extraña combinación de error social y cultural y consecuencia de un proyecto nacional que se desploma en medio de una crisis coyuntural de proporciones preocupantes. Una herida abierta en el rostro de una Ciudad que perdió el norte y la identidad en medio de la anarquía, la violencia. E incluso, mirando la Torre de David como una expresión inmediata de esa permisiva y destructora política del Gobierno de gobernar en medio del desorden y el caos, lo ocurrido con la edificación sienta un inquietante precedente sobre la identidad nacional y sobre todo, lo que se construye a partir de ella.

Durante la noche, la noticia la noticia continuó fluyendo con lentitud a través de las redes sociales, sorteando con habilidad la intricada censura gubernamental. Se habla de un operativo modélico, pacifico. Los vecinos abandonan las Torres en silencio, sin ofrecer resistencia. En las primeras horas de la mañana, el canal de televisión oficial Venezolana de Televisión muestra imágenes de los grupos de residentes abandonando la edificación con tranquilidad, casi con alegría. Se le llama "Abordaje social" al evento, en un evidente eufemismo que intenta disimular como puede, la precariedad de una situación que el poder auspicio y redimió bajo su insistente política del caos por el caos. Pero aún así, no deja de ser una imagen desconcertante esa pasividad, los rostros borrosos de vecinos y ocupantes aceptando lo inevitable
: hace siete años, la Torre de David fue invadida luego de un enfrentamiento a balazos que se prolongó durante cuatro horas y que se convirtió en una más de las tristes leyendas de violencia de Caracas, con sus cicatrices bien visibles y sus dolores inocultables. Porque la edificación, erigida durante el Boom petrolero por David Brillembourg es sin duda el reflejo exacto de la paradoja de un país que es incapaz de comprenderse así mismo. A medio construir, condenada a la destrucción incluso desde su nacimiento, reconvertida en una especie de extraña metáfora del interminable proceso ideológico de un país en perenne transformación, la Torre de David es sin duda la mayor evidencia que Venezuela es incapaz de comprender sus propios errores y que más aún, se construye sobre ellos. Una grieta cada vez más profunda y abismal sobre la posibilidad de un futuro concreto que pueda construirse a partir de un proyecto de país cabal.

David Brillembourg murió en 1990 y la Torre quedó inacabada, de la misma manera que una década que anunció el fin definitivo de la Venezuela Saudita, y dio paso a una transformación abrupta y quizás irreparable del rostro de la historia reciente. Del simbolo del capitalismo más elocuente — la Torre fue construida con la intención de convertirse en una especie de una versión Venezolana Wall Street — a la muestra más absurda de una ideología construída a trozos, a medio terminar y a punto de desplomarse, la Torre de David se erige como el reflejo de ese intrincando camino de la Venezuela confusa de finales de los 90 hasta la depauperada, en escombros que sobrevive con esfuerzo a su propia circunstancia. Barrio Vertical, inversomil obra de Arte urbano premiada internacionalmente, la Torre representó no sólo las contradicciones de una identidad nacional quebradiza, que se sostiene con dificultad sobre una diatriba política intermimable y la mayor parte de las veces inútil. Y es que la paradoja, parece definirse a medida que la Torre pareció asumirse como otro de los tantos dolores de una ciudad rota, incontrolable. En una ocasión, cuestionado al respecto de la ocupación y posibles soluciones, el alcalde del Municipio Libertador Jorge Rodriguez contestó al periodista John Lee Anderson “La situación de la Torre de David debe corregirse y será tratado por el gobierno a su debido tiempo”. Una respuesta incómoda a lo que el periodista dedujo se trataba de un acuerdo tácito de no intervención. Porque la Torre, inquietante visión de la Venezuela temible, de la que se construye al margen de lo legal y se asume como necesaria para preservar el poder a pesar de — y quizás debido a — la visión ideológica que se insiste como excusa, es parte del parte del paisaje de Caracas. O lo fue al menos, el suficiente tiempo como para que se construyera a su alrededor un mito frágil sobre una interpretación social borrosa.

Para el mundo, la Torre de David se convirtió en una curiosidad obscena. Un lugar donde un buen número de peridistas pareció llevar a cabo un lento peregrinaje en la búsqueda de lo absurdo. Y es que nadie sabe muy bien donde encajar las piezas de una historia urbana que desconcierta por su inquietante crudeza. Ya lo decía Alfredo Brillembourg , quién junto a Hubert Klumpner y la oficina Urban-Think Tank recibió el León de Oro que otorgó la Bienal de Arquitectura de Venecia al proyecto Torre David: Gran horizonte, hace cuatro años “No se premió a una ocupación. Se premió a las transformaciones que esas personas realizaron en la edificación. Se premió el hecho de consiguieran energía en un edificio que, se suponía, ya no servía para nada; de que construyeran un tanque de agua, hicieran jardines hidropónicos y crearan instalaciones sanitarias. Se reconocieron los dibujos que nosotros hicimos de todas esas prácticas”, insistió Brillembourg acerca del proyecto seleccionado por el curador David Chipperfield para participar en el Pabellón de Italia. La imagen del barrio más alto del mundo pareció entonces erigirse no sólo como metáfora sino algo más duro de asumir y quizás de aceptar: Que Venezuela asumió la incertidumbre como parte de su intrepretación sobre su propia historia reciente y sus posibles consecuencias. Un combinación de condiciones y expresiones culturales que convirtió a la Revolución de Hugo Chavez no sólo en una opción política, sino en un tipo de expresión cultura que desbordó lo que hasta entonces, fue el país como elemento histórico. Una pieza de nuestra visión de quienes somos — y hacia donde nos dirigimos — como conglomerado e incluso, como interpretación social.

Nadie sabe muy bien que ocurrirá con la Torre de David: se habla que la estructura fue vendida al Gobierno chino para su reconstrucción, de proyectos Internacionales que pueden transformar — otra vez — la edificación en algo más: quizás una nueva versión de si misma, de lo que representó como idea y mucho después como parte de esa visión de lo urbano caótico e ilegal. El país impune, que se comprende así mismo desde la transgresión y muy probablemente gracias a ese elemento de ruptura que quizás, se asume como rebelión. Pero al final de todas las cosas, la Torre de David — abandonada, a oscuras, alzándose sobre la Tercera Ciudad más peligrosa del mundo como un vigía de pesadilla — sea esa síntesis de la transformación de esta Venezuela aislada y desgarrada por el peso de sus errores e incluso, de su simple indiferencia.

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