jueves, 5 de septiembre de 2013

Venezuela y el rumor: de la verdad y otras ideas confusas en el país del chisme.




Una vez leí que en Venezuela, el rumor es un deporte. Se disfruta - en todo ambito y en todo momento - con la misma intensidad que el deporte. Porque al Venezolano le gusta el rumor, es parte de su idiosincracia, una idea flexible que se adapta casi a cualquier circunstancia y situación. El rumor se fomenta, el rumor se escucha, al rumor se le presta atención. Y lo que resulta más inquietante: últimamente resulta más verídico - y creíble - que la versión que se asume como real. Vivimos tiempos confusos en Venezuela, una época donde la información es imprecisa, censurada y politizada. De manera que no resulta extraño para nadie que el rumor  - el de la calle, el del viejo método del boca en boca - sea más creíble y mucho más elemental que la versión oficial. Una idea que preocupa, sobre todo en todo, en un país que necesita la información inmediata para sobrevivir a su propia circunstancia: Venezuela es el país del inmediato, un presente continuo salpicado de violencia. Así que la información no solo es un privilegio sino una necesidad.

Y el rumor sustituye lo verídico. Nos acostumbramos a que formara parte de las versiones que se analizan, de la noticia que se tiene por cierta. A eso, por supuesto hay que añadirle la obsesión por la información que últimamente padecemos todos los ciudadanos de este país en conflicto. ¿Y quién nos culpa? Venezuela es un país en constante reconstrucción, mirándose así mismo cambiar con una rapidez desconcertante. No transcurre un día sin que el ciudadano común deba asumir una nueva sorpresa, una idea que sustituye a otro. En Venezuela la única certeza que existe es que todo cambiará y que ese cambio, seguramente, no será progresivo. De hecho, no lo es: padecemos una transición interminable entre una visión de país a otro que amenaza con dejarnos sin identidad concreta. Se desmorona la idea de Venezuela, se cae a pedazos. Y el rumor parece ser la consecuencia inevitable del proceso.

Pero poesía aparte, hay que aceptar que Venezuela siempre fue adicta al melodrama y el chisme, incluso antes de la coyuntura que padecemos en la actualidad. Desde los tiempos de Perez Jimenez, el rumor tuvo un importante papel en la información que se difunde, a medias y a escondidas y el Venezolano le tomó el gustico, como diría mi abuela - la bruja, la sabia -, veterana observadora de los tiempos donde la información era tan escasa como peligrosa. De ella son las primeras historias que conocí sobre la verbigracia Venezolana chismoso por necesidad y después por afición.

- La dictadura de Perez Jimenez enseñó al Venezolano a mentir - me explicó, mostrándome sus fotografías de la época. Imágenes medio borrosas de una época diluida en versiones encontradas. Me sorprendió su juventud, y también su expresión seria y contenida en todas las imágenes - por supuesto, que Gomez y es probable incluso algún caudillo anterior, ya habían instaurado la ley del Silencio. Del no decir, del esconder para insinuar. Pero Perez Jimenez la perfeccionó, la hizo una forma de vida. En Venezuela, el día en que menos se decía algo, era el día más peligroso de todos.

Miré largamente una de las fotografias. En ella, mi abuela y un grupo de amigas que no reconocí, aparecían frente al viejo edificio del periódico el Nacional. En su juventud, mi abuela había sentido el cosquilleo del periodismo en las venas - muy probablemente la necesidad de contar los tiempos convulsos que padecía - y por algunos meses, había trabajado como secretaria en las oficinas del periódico, en un intento que ella misma consideraría después muy ingenuo, de comprender el mundo del periodismo desde adentro. Le entusiasmaba la idea de formar parte del mundo de las palabras, incluso de aquella manera casi accidental. Pero el desengaño llegó pronto: idealista y muy joven, le asombró el férreo control del gobierno sobre la información - la que se mostraba y también la que disimulaba - y por último, renunció a la idea y a la intención, decepcionada de lo que había descubierto: la información se vende cara, se paga con dolor y la política de turno, siempre será quien tire de las riendas de lo que se escucha o se toma por la verdad.

- Me asustó el poder que el Gobierno tenia para decidir sobre lo que se hacia publico - me explicó - no había una sola cosa que no pasara por el tamiz de lo que el gobierno consideraba la versión aceptable. Incluso si eso no coincidía necesariamente con la verdad.

Con mis dieciséis años cumplidos, lo que mi abuela me contaba me pareció irreal. Vivía en esa Venezuela que intentaba comprenderse como democracia, pero que aún no lo lograba del todo. Era la Venezuela de finales de los años '90, convulsa y en aires de cambio, la Venezuela que pedia a gritos una transformación profunda que no entendía muy bien que podía significar pero que la necesitaba. La Venezuela sobreviviente y víctima del 27 de Febrero, de dos asonadas militares y de la calle temerosa. Me había acostumbrado a escuchar el sonido de las cacerolas, a escuchar encendidos discursos que exigían la transformación esencial de un país en tránsito y no podía concebir un país en silencio, un país anónimo, de labios cosidos por el miedo.  Así que el tiempo que mi abuela dibujaba en palabras y recuerdos, ese país de fronteras de miedo, de calles entre murmullos, de periódicos mentirosos me parecían increíble. Más aún, incompresible. Recuerdo haber querido preguntarle como pudo sobrevivir a esa silencio que escaldaba, al peso del miedo, pero no lo hice. Y quizás ella entendió porque preferí callarme: tomó la fotografía que sostenía entre los dedos y la miro largo rato. La mujer envejecida y experimentada quizás incapaz de reconocer a la joven de ojos grandes y preocupados que había sido.

- Sentí miedo porque me pregunté que sabia realmente de Venezuela, si había vivido la mayor parte de mi vida escuchando la versión de otro antes que la verdad - dijo en voz baja. La escuché conteniendo la respiración, inquieta por su expresión dura - y es duro perder la inocencia de lo que asumes como real. Nunca te recuperas del todo. Es bueno, por supuesto, pero la pregunta de qué creer y en qué no creer, siempre es dura de responder y no todo el mundo se la formula.

Me dio escalofríos el pensamiento de vivir en ese mundo de incertidumbre. Había leído hacia muy poco   la fantasía distópica 1984 de Orwell y seguía preocupada por la idea de lo que podía significar el poder como puño de hierro sobre el ciudadano. Pensé en la prensa que presumía de su libertad, y esta Venezuela inquieta que se miraba asi misma con ojo crítico. Y tuve miedo. Una sensación muy real y cruda que me atormentó los meses y años siguientes.

Tuve miedo, uno sordo y sofocante, cuando el Presidente Hugo Chavez Frías anunció el cierre del canal de televisión Radio Caracas Televisión. Un preludio de lo que vendría después, de comprender lentamente que la libertad de expresión tomaba una connotación totalmente en esta Venezuela que se asumía como revolucionaria. Recuerdo haber pensado en mi abuela, diez años atrás, con el rostro tenso y cansado, recordando la Venezuela de Perez Jimenez, de la que aprendió a mentir para sobrevivir. Y me pregunté que nos esperaba más allá del debate de medios y de comunicación, que encontraría como ciudadana más allá de esta primera demostración del poder enfrentándose a la prensa.

No lo podía imaginar por supuesto.

Transcurrían casi quince años para comprender el verdadero sentido de la censura, de dudar de la información oficial y encontrar que la única disponible es el rumor. La censura en todas partes. Crecí en una Venezuela cada vez más restringida que se acostumbró a la censura sin saber como, azotada por el mal del poder salpicado de autoridad férrea. Crecí en la Venezuela de Lina Ron amenazando megáfono en mano a periodistas y canales de televisión. Me hice adulta en un país donde los periódicos perdieron páginas en lugar de ganarlas. Y me acostumbré al rumor claro. Porque de rumores, Venezuela es experta. Me acostumbré al rumor que no se desmiente, al que no se debate. ¿Una herencia de esa Venezuela Perez Jimenista que murmuraba en las esquinas, que aspiraba a la libertad entre el chisme y la realidad? Nada tan heroico, y mucho menos, nada tan insustancial. Este es el país del rumor que sustituye al hecho y más aún, que se toma por real.

Y es que en una era de Redes Sociales, de la cultura del ciudadano como fuente de información esencial, el rumor se volvió parte de lo que asumimos como parte de las versiones y la posibilidad. Durante los tres meses que duró la lenta y misteriosa agonía del Presidente Hugo Chavez, los Venezolanos nos enteramos de la verdad - la parcial, la nunca confirmada - por los chismes de pasillo, por la noticia a fragmentos, por lo que se escucha y se divulga sin consistencia alguna. Y durante los momentos más críticos, fue el rumor el que informó, como fue el rumor el que se adelantó a la noticia, fue el rumor el que confirmó las sospechas y temores. Fue el rumor el que definió esos críticos y demostró la ineficacia de los canales habituales y formales de información. El rumor llegó para quedarse.  El primo del tío del vecino de ese funcionario tan importante que siempre tiene la última versión del tema. Y en la Venezuela del 2013, fragmentada por la política, dividida por la ideología y rota por una visión de país que parece ser irreconciliable, la impronta de la información es la confusión. Un país que escucha detrás de las puertas, que asume su propia frustración a través de la versión que se escucha a medias. Un país desconcertado, confuso. Un país que se cuenta.

Hace un rato, recordaba de nuevo a mi abuela, que conoció el temor a la información. Me parece hasta paradójico que yo en lugar de eso, conozca la inquietud de la confusión, esa que provoca dos versiones de lo real y que no sepa cual tomar por cierta. Si es que hay alguna. Y es esa idea, la que inquieta en una Venezuela huérfana de realidad, rota a dos trozos de una misma idea y más allá, convertida en víctima de su propia visión de la verdad.

C'est la vie.

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