domingo, 15 de septiembre de 2013

La magia más exquisita: La historia de un gato y un perro.






Una vez leí que los gatos son ariscos, malhumorados e interesados. Que fama tan ruin, pienso, mientras el mio - un sagrado birmano de 6 años - intenta llamar mi atención de la manera en que solo un gato sabe hacerlo: Se frota contra mis piernas, la cola temblandole muy rápido y deja escapar un maullido bajo, acompasado. Cuando me inclino para acariciarle entre las orejas, me mira con sus ojos azules atentos. Tan vivos. Y nos entendemos, él y yo, en una sonrisa de bigotes imaginada, en un sueño a fragmentos donde mi Leo Berlutti tiene un lugar especial. Porque mi gato no es solo mi mascota - odio ese término, de hecho - sino una parte de mi vida, de mi manera de comprender el mundo. Quererlo me ha hecho mejor mujer, y sin duda, mejor bruja.

Sí, sé lo que se dice sobre los gatos y la brujería, querido lector de este, su blog de confianza. Lo sé, porque lo he leído en los mismos lugares que usted y probablemente he visto también las mismas películas. Lo he hecho, además, con mi gato dormido en las rodillas, todo amor y calidez y riéndome un poco de esa superstición del gato maligno y diabólico. Sí, lo sé: que sencillo es creer que el gato, con esa elegancia misteriosa suya, con esa independencia a toda prueba, es malvado. Es muy fácil, cuando se le ve arrojando zarpazos a mariposas y pájaros. Muy erguido y con las orejas levantadas, en mitad de la noche. Ese símbolo enigmático que representa el gato parece tener un peso propio, una idea ajena que se sostiene en muchos pequeños elementos. No me sorprende entonces, todo ese temor y desconfianza acerca de la figura del gato, el hecho que el miedo que infunde la brujería y la figura del felino parezcan estar siempre irremediablemente relacionadas. Y sí, una bruja casi siempre amará a su gato y será parte de su vida.

A menos que tenga un hermoso perro, como mi abuela.

Nunca supe muy bien como llegó Capitán a casa. Solo lo recuerdo adulto, un enorme y amable pastor Alemán, probablemente el perro más inteligente que conocí. Pero si hay fotos suyas como un cachorro peludo y juguetón, siempre en brazos de mi abuela. Me gustaba pensar entonces que Capitán formaba parte de la familia desde siempre, que nació para venir a la casa de mi abuela y vivir en el jardín desordenado de su vieja casa. El pensamiento me hace sonreír.

La primera vez que vi a Capitán, me asustó, como supongo podría ocurrirle a cualquier niño pequeño que se tropieza con un enorme perro dormido en mitad de un patio en sombras. Recuerdo que me quedé de pie, observándolo con los ojos muy abiertos,  apreciando su corpulencia y preguntándome si podría escucharme. Tenía hocico oscuro y amenazante, como de lobo y tenía un aspecto amenazante. No me moví, inquieta, hasta que escuché los pasos de mi tia E. acercándose a donde me encontraba.

- ¡Pero no lo tengas miedo a Capitán! - dijo con una sonrisa. Chasqueó los dedos y el perro movió las orejas, atento - Es nuestro invitado y uno muy querido, además.

En ese momento, no entendí esa frase. Tal vez porque me sobresaltó la manera como el perrazo se levantó y avanzó hacia nosotras, elegante y hermoso. Tenía patas fuertes y también ojos inteligentes, atentos, que me miraron con mucha atención cuando se detuvo a mi lado, obediente. Mi tia E. dejó escapar una risita.

- Capitán es muy educado - me explicó  - tienes que presentarte para que puedan hacerse amigos. Ven, acaricialo y verás como no tendrás por qué tener miedo.

Lo hice. Con las manos temblorosas y húmedas,  tocando con cuidado las suaves orejas rosadas, no muy convencida de que con ese gesto simple pudiera ganarme la simpatía del perro. ¿Que pensaría un animal tan majestuoso de la niña flacucha y de cabello desordenado que le acariciaba con torpeza? Pero Capitán  solo esperó, muy quieto, mirándome siempre con sus grandes ojos color avellana y luego hizo algo que jamás olvidaré: levantó sus enormes patas delanteras, me las apoyó encima y me lamió la cara. Sentí una alegría extraordinaria y también algo que solo podría llamar, ahora a la distancia, una enorme sensación de privilegio.

Creo que desde ese mismo momento, amé incondicionalmente a Capitán. No solo porque me brindó desde entonces y sin reservas esa sinceridad dulce de los perros sino porque descubrí que bajo toda esa severidad perruna era un alma gentil. Lo recuerdo tendido entre las sombras del feo jardín de mi abuela, mirándome jugar con ojos atentos, cuidando de mi con tanto amor como lo haría cualquiera de mis tías y primas. A ambos nos encantaba pasear por las solitarias cuadras cercanas a la casa, conversando en voz baja, mirando a los muchachos de la avenida jugar y reír con gran escándalo. Y como sabía que me molestaban, Capitán les ladraba, los obligaba a abrirme paso, a mi, la niñita desgarbada que parecía muy pequeña junto a él.  Capitán era la figura reconfortante en la puerta de mi habitación cuando tenía pesadillas, o el peso cálido en las rodillas cuando no podía dormir. Capitán era ese amigo silencioso y entrañable que parecía comprenderme mejor que nadie, que le gustaba escucharme, tendido sobre las hierba muy crecida del jardín, mientras leía en voz alta capítulos de mis libros favoritos. Era un personaje de mis sueños, de mis fantasías de niña y de las sonrisas de la joven mujer en la que me vio convertirme. Fue un símbolo de todo lo bueno y hermoso de mi infancia que recordaría después.

Capitán murió un día de lluvia. Recuerdo haber llegado de la escuela y encontrar a mi abuela llorando a solas en un rincón del jardin. La lluvia y sus lágrimas confundiéndose. Ya sabía que Capitán estaba enfermo: lo había cuidado noches enteras, en sus dolores discretos de perro, juntos en esa intimidad de los grandes amigos que se están despidiendo. Era muy ancianito ya: tenía el hocico cubierto de pelo blanco y las orejas desnudas. Pero seguía siendo mi Capitán, seguía siendo la sonrisa, la calidez, esa sensación tan poderosa de comprender el valor de muchas cosas a través de él. Pero a pesar de imaginar como sería perderlo, nada me preparó para encontrar su rincón en el jardín vacío, la ausencia definitiva abarcándolo todo en una tarde de lluvia.

Mi abuela me miró pero no supo que decir. Yo tampoco. Nos quedamos de pie, junto a la piedra donde le gustaba dormir, mirando la maceta que siempre arrojaba al suelo al levantarse a la carrera, para venir a recibirme, para lamerme las manos, para sonreir a ladridos. Como pesa la ausencia, pensé apretando la mano callosa de mi abuela, como duele este silencio, el sonido de la lluvia donde no estás. Lo vi, con los ojos de la imaginación, levantándose de entre las hierbas y corriendo hacia mi, meneando la cola, tan feliz, tan sano. Tan antiguo el recuerdo. Sentí tanto dolor que no pude llorar. Como si las lágrimas y las lluvias fueran una misma cosa.

- Ven - dijo mi abuela. Caminamos por el jardín, silencioso y enorme. Incluso el viejo jardín, tan antipático y regañón, estaba de luto, tan triste como yo. Nos detuvimos juntos al muro más lejano, al rincón al que casi nunca iba. No me gustaba mucho: con su hierba bien cortada y sus buganvilias color rojo encendido, se parecía mucho a lo que debía ser un jardin. Después me enteré que era el lugar preferido de mi abuela, donde recordaba a los que habían partido, a su manera discreta y profundamente hermosa.

Aguardé, mirándola trazar un circulo con un trozo de madera en el suelo mojado. Luego se sentó en el centro. Lo hice también. Nos tomamos de las manos, escuchando el viento golpear las ramas de los árboles, las ráfagas de lluvia golpeándonos las mejillas.

- Decir adiós es agradecer - dijo en voz baja. Y solo entonces noté como extrañaba también a Capitán, la cualidad de ese dolor duro y seco que la lastimaba - acompáñame a decir gracias por haber podido estar en cada momento de la vida de Capitán.

Acepté desde luego. Y ese ritual bajo la lluvia, escuchando el viento soplar, paladeando el sabor de la tierra húmeda,  me recordó el valor de la vida, el privilegio que simboliza cada momento que podemos recordar y atesorar. Reí, al despedir a mi Capitán con los brazos abiertos a la tormenta, tan libre, sabiéndolo cercano en cada recuerdo, en cada momento que formaba parte de mi historia y la suya. Y le dije adiós, con una sonrisa a pesar del dolor. Una manera de soñar.

Nunca volvimos a tener un perro en casa. Pero con los años, el viejo jardín si adoptó - y por cuenta propia - nuevos y queridos habitantes. Esa es otra historia que prometo contar en su oportunidad.

De la vida y la muerte, de la belleza y el amor.  


Para la Tradición de Brujeria que practica mi familia, Bastet es la Diosa de la fertilidad y la fuerza primitiva. Pero también es la Divinidad  a la que se le considera la protectora de las parturientas, los animales domésticos, la siembra de la cosecha y cualquier aspecto material que tenga la relación con la expresión de la vida como una evolución creativa. Se dice que los egipcios despedían a sus queridas mascotas con un ritual en su nombre, para asegurar que la energía del animal que parte, formara parte de las estrellas.  El que llevé a cabo con mi abuela es uno de mis preferidos y es el siguiente:

Necesitaras:

2 velas amarillas.
Una espiga de trigo.
Un vaso de agua ( nunca fría )

Disposición:


Coloca las velas a tu derecha e izquierda respectivamente, frente a ti la espiga de trigo, junto con el vaso de agua. Ahora, cierra los ojos y toma una larga bocanada de aire. Siente que tu cuerpo se relaja lentamente, que toda tensión abandona tu cuerpo lentamente. Imagina que la energía a tu alrededor se torna de una tonalidad dorada, se hace cálida, incluso palpable. Enciende la vela a tu izquierda invocando de la siguiente manera:

"Soy el tiempo que se alza como el viento del desierto
Soy el Hijo del primer rayo del sol
En nombre de la calidez del despertar del día
Invoco a Bastet, Señora brillante y la tierra magnifica
para que acuda a mi durante este ritual
y sea el vinculo entre mi pensamiento
y el conocimiento ancestral"

Enciende la vela a tu derecha:

"Una brizna en medio de la luz dorada
que brota de mis dedos
que danza en la Aurora
que sea Bastet en mi guía en el camino del conocimiento
soy la creación y la belleza
en nombre de Bastet
invoco el conocimiento
la voz y el divino conocimiento de la razón
Así sea"

A continuación, toma la espiga de Trigo e invoca de la siguiente manera:

"Crea poder en mí
Crea fuerza en mí
Crea conocimiento en mí"


Cierra los ojos. Imagina que te encuentras en un valle en sombras, rodeado del paisaje de tu preferencia: una playa desierta, un bosque de altos árboles, un desierto de arenas doradas. Toma una larga bocanada de aire y siente como el abrazo del viento te envuelve. Siente su caricia, cálida y fuerte, mientras revuelve tu cabello. Levanta el rostro y siente el calor del sol en tus mejillas. El cielo tiene una tonalidad dorada, inabarcable. Apenas puedes distinguir otra cosa que no sea ese brillo enorme que parece abarcar toda tu visión, la imagen al completo. Una gran explosión de un resplandor cálido y exquisito. Lentamente, la luz comienza a impregnar cada parte de tu cuerpo: una hilo de luz comienza a delinear tu silueta, meticulosamente, hasta que sientes que formas parte de la luz. Esa gran fuerza primigenia te ha absorbido por completo, un espiral de luz que se eleva más allá del lugar donde te encuentras y se une con el infinito. Ya no existen limites entra el brillo dorado y tu conciencia. Un suspiro de fuerza de la sabiduría ancestral que vive en ti.

Ahora, toma el vaso de agua y sostenlo entre tus manos e invoca de la siguiente manera:

"Soy el tiempo y el verbo
la fuerza y el conocimiento
que habita en mi tiempo
y en la esperanza Universal
Así sea"

Toma un sorbo de agua, disfrutando de la sensación que te hace sentir la bebida. Siente la forma como resbala por tu garganta, exquisito y refrescante. Siente el poder de la sensación que te despierta el mero estimulo sensorial. Para culminar el ritual, permite que las velas se consuman y luego, come y bebe algo para equilibrar la energía que obtuviste.


Leonardo Berlutti duerme apaciblemente sobre mis rodillas. La luz de la luna atraviesa la ventana e ilumina a medias la habitación. De pronto, recuerdo la misma escena, años atrás, con Capitán roncando suavemente junto a mi cama. Y sonrío, por la permanencia de la memoria y sobre todo esta sensación de amor infinito, de profundo agradecimiento por el pequeño gran prodigio que forma parte de la vida: esa idea radiante, sutil y tan profunda que con tanta ingenuidad llamamos experiencia.

C'est la vie.

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