domingo, 8 de septiembre de 2013

De la creación y otros prodigios: La Diosa de la palabra, Isis.




Muchas he pensado que mi ni vida se define a través de los libros que he leído. Cada momento, cada experiencia y circunstancia parecieran tener su reflejo en el vasto mundo de la palabra. No hay un solo momento que no recuerde haber encontrado refugio y consuelo en las páginas de un libro, de sentir que las palabras parecian abandonar los párrafos para rodearme en espiral y construir un mundo nuevo y más sentido, a mi alrededor. Las páginas de los libros me han secado las lágrimas, me han envuelto con su olor de otro tiempo y otra mirada cuando el mundo perdió su nombre y significado. Tal vez por todo y casi  por mero reflejo, considero a las bibliotecas mi hogar, más que ninguna otra parte del mundo, más allá de mi mente o dentro de ella. Y la biblioteca de mi abuela el lugar donde aprendí a soñar.

No era una biblioteca hermosa. De hecho, era desordenada, repleta de objetos extraños, la mayoría de las veces cubierta de polvo y con el piso cubierto de hojas de papel. Pero justamente por todo eso - con toda probabilidad, justo por eso - yo la amaba con esa pasión sincera y ferviente de la niñez. Desde que entré en ella por primera vez, sentí ese amor que suele experimentar por los parajes imposibles, los paisajes robados. ¡Y es que era tan hermosa! con su estanterias revueltas, donde los libros siempre parecian estar a punto de caer al suelo o a tu mano, las grietas en la pared cubiertas por pequeñas notitas con frases que mi abuela no quería olvidar, el anaquel lleno de cuadernos de apuntes, Libros de las Sombras, dibujos. No era un lugar ordenado ni tampoco pulcro, y esa era parte de su belleza: ese misterio del polvo, las historias que parecieran a punto de olvidarse, perdidas entre los objetos pero que podías encontrar. Era el lugar ideal para reir, soñar y también encontrar consuelo.

Porque yo era una niña triste: Hija de un matrimonio roto e inquieta por enfrentarme a un mundo que comprendía muy poco. Con diez años, timida y delgaducha, sentía que la realidad más allá de las páginas de los libros era enorme, interminable: con el dolor de las peleas a gritos, los rostros cansados, las noches en vela de angustia. Dentro de la biblioteca, había paz. Esa tranquilidad ultraterrena de ventanas entreabiertas, con olor al jardin que se extendía más allá, a la lluvia de Junio, el calor chirriante de septiembre. Y yo amaba esa sensación de pertenencia, de crecer entre libros, de aprender sobre el mundo a través de los ojos de otro, de las vivencias de personajes que para mi eran más reales que  cualquiera que conociera. Era una sensación extraordinaria esa, la de construir mi visión del mundo a través de las palabras, gracias a las palabras y quizás por palabras. Una manera de soñar despierta para crear y más allá, para elevarme sobre esa sensación que el mundo de las cosas reales, ese que se entendía después de la puerta desvencijada de la bublioteca y que tanto me asustaba.

Mi abuela me permitía estar todo lo que quisiera en la biblioteca, aunque ahora, a la distancia, creo que le preocupaba mi ensimismamiento: muchas veces me miraba desde el quicio de la puerta o a través de la ventana entrebierta, con esa mirada suya, entre preocupada y comprensiva. Y yo sonreía, con las rodillas encogidas contra el pecho y los ojos muy abiertos, pensando en el mundo de los libros que visitaba, en el Universo de párrafos que me rodeaba. En ocasiones, ella se sentaba a mi lado pero en otras, intentaba comprender mi joven obsesión.

- Porque el mundo de los libros es más hermoso, más brillante - insistía yo, cuando mi abuela me preguntaba por qué prefería quedarme encerrada en las sombras tenues de la biblioteca que salir a jugar con el resto de mis primas bajo el sol - las palabras no te duelen y si lo hacen, puedes leerlas de nuevo y entenderlas mejor.

Me callé.  No sabía explicarle lo solitaria de mi niñez de hija única rodeada de adultos, de los salones de clases llenos de niñas bulliciosas con las que no simpatizaban. Era una sensación confusa e inquietante esa de no pertenecer a ningún lugar, solo a los libros, solo a las palabras que tenían esa capacidad casi mágica de otorgar sentido casi a todo. ¿Como explicarle que comprendía mejor a los libros que a todos a mi alrededor? ¿Que era mucho más sencillo entender el mundo a través de las historias que leía que en ese lento devenir del día tras día que muchas veces me resultaba casi sofocante? No sabría como explicarle algo semejante, ni siquiera creo que lo pensara en esos términos. Pero una cosa si estaba muy clara: prefería quedarme en la biblioteca que hacer cualquier otra cosa.

Mi abuela me escucho en silencio. Sus grandes ojos color miel parpadearon, sorprendidos, cuando le mostré lo que leía esa tarde: una edición muy gastada de "Narraciones Extraordinarias" de Edgar Allan Poe. Pensé que diría algo sobre el libro - lo inadecuado y extraño que era para una niña de mi edad, como me lo dijo mi madre días antes - o me recomendaría tomar un poco de aire fresco. Pero no dijo nada. Simplemente se quedó allí, mirándolo todo, remota y ausente. Me pregunté si estaba irritada o preocupada. Pero no me lo parecía: tenía el aspecto sencillo y franco de alguien que reflexiona, que sopesa las ideas con cuidado. Había aprendido la frase de algún libro antes y tuve la impresión que describía con mucha exactitud la expresión de mi abuela esa tarde soleada.

- Conoces a la Diosa Isis ¿Verdad? - comentó de pronto. Me sorprendió la pregunta.
- Sí - respondí. Me gustaba especialmente la historia de la Diosa: Considerada una de las principales Diosas del Panteón egipcio, se le solía llamar la  "Gran maga", "Gran diosa madre", "Reina de los dioses", "Fuerza fecundadora de la naturaleza", "Diosa de la maternidad y del nacimiento" "La Diosa de todos los Dioses". Poderosa y valiente, Isis se había enfrentado al malvado Seth y a la muerte para salvar a su amado esposo el Dios Osiris. También, era una Diosa sabia: se decía que ella había brindado el conocimiento de los simbolos a los habitantes del Nilo, soplando su aliento de sabiduría entre las pestañas de los egipcios cuando dormían.
- Y ya sabrás que ella era considerada la Diosa del conocimiento en el mundo antiguo ¿No? - dijo mi abuela.
- Claro que sí.
- Te gustará esta historia - me extendió la mano y la acompañé a una esquina de la biblioteca. Allí había una pequeña estatuilla de madera que representaba a la Diosa Isis sosteniendo lo que parecían ser dos enormes alas doradas. Había visto el pequeño objeto muchas veces pero no me gustaba demasiado: Había algo inquietante en el tocado dorado de la figura, lleno de raspones y en sus ojos de vidrio fijos, que miraban al frente con dureza. Mi abuela la levantó y la llevó hacia uno de los ventanales llenos de polvo.
- La Diosa Isis consideraba sagrado el conocimiento - explicó. Movió la estatuilla de tal modo que los rayos del sol la tocaron. La pequeña escultura parpadeó, como si las diminutas piezas de metal pegadas a la madera se llenaran de luz. Me asombró el efecto - y siempre se le representó rodeada de luz, oro y con alas, que simbolizaban su aspiración de elevarse sobre lo real para crear. Ante todo, la Diosa Isis era una divinidad que protegia la fecundidad y no solo la del cuerpo, la visible, sino la de la mente, la del espíritu como el lenguaje más valioso.

Le escuché boca abierta. No había leído esa idea en ninguna parte y en la arrogancia de mi escasa década de vida, pensaba que me faltaba muy poco para leer todos los libros que había que leer. Así que me sorprendió no conocer aquella parte de la historia de la Diosa, una que me interesaba tanto, además.  Consideraba que había leído mucho sobre ella: en libros de mitología y a través de las historias que la incluían y ninguno de ellos hablaba de Isis como esa Dama culta que mi abuela describía. La imagen me fascinó.

- ¿Había bibliotecas en Egipto? - pregunté. Era la primera vez que pensaba en eso. Imaginaba a la civilización Egipcia distante, una cultura incomprensible de hombres y mujeres hermosos, amantes del arte y levemente inquietantes en su misterio. Hasta ese momento, no había considerado que sus ciudades y pueblos podían tener lugares tan hermosos y normales como una biblioteca. Pero escuchando las palabras de mi abuela lo imaginé muy claro: Enormes templos llenos de papiros, con las paredes llenas de los extraños jeroglificos. Y los egipcios, hermosos e imponentes, caminando de un lado a otro, sosteniendo con todo cuidado los pergaminos bien curados, mirándolos traslucidos a través de la luz del sol.

- No lo necesitaban - respondió mi abuela. Dejó la estatuilla de Isis sobre su mesita rodeada de hojas y montones de revistas y abrió la ventana que daba hacia el jardin, rodeado de aquel cielo azul Caracas radiante que colorea tantas tardes de mi infancia. El olor a tierra seca y calurosa, entró por la ventana a raudales. Y el calor pareció flotar como luz a mi alrededor. Me sentí subitamente viva, llena de alegría.
- ¿Por qué no?
- Isis era la Diosa de todo lo creado, de lo invisible y lo visible. No necesitaba enseñarte en palabras, había creado todo para que comprendieras tus designios, o asi pensaban los egipcios - me explicó - para un Egipcio, la Diosa Isis estaba en todas partes. Estaba en las orillas fecundas del Nilo, en el barro Oloroso y rojo que se extendía en sus riberas, en el olor de las palmeras, en la arena brillante del Desierto. Los egipcios observaron con mucha atención el mundo y crearon conocimiento. Soñaron con el conocimiento. Lo hicieron real. Y la Diosa Isis se manifestaba para ellos en esa forma.

Mi abuela miró por la ventana en silencio. Las flores de colores brillantes, el cielo diáfano de una tarde inolvidable. El sonido del viento entre las ramas de los árboles retorcido, y ese olor a recuerdo, a belleza, que envolvía todo, que luego recordaría como una mezcla de tierra, hojas frescas y sueños. Me pasó un brazo por los hombros.

- Para encontrar las palabras justas, no hay que estar encerrada todo el tiempo o creer que solo los libros contienen historias - dijo entonces - toda la sabiduría del mundo está contenido en lo simple, en lo hermoso, en lo sencillo. Hay poder y conocimiento en cada cosa. El sabio lo descubre. Y el paciente, quizás lo encuentra.

Apreté el libro que todavía sostenía entre las manos contra mi pecho. El calor me humedecía las mejillas y el brillo del sol me rodeaba casi con ternura. Y casi pude comprender esa visión del mundo como un todo lleno de maravillas por descubrir, por comprender, por paladear. Sentí con más fuerza que nunca mi amor por las palabras, esa pasión descubierta por accidente y que significaba mi manera de mirar el mundo. Me pregunté entonces como sería contar el mundo en palabras. Como sería escribir mis propias historias. Crear personajes que hablarian de sueños apenas descubiertos, de misterios preciosos y de prodigios aún por descubrir. Y sentí poder, quizá magia, en esa sensación. Una profunda anticipación por un portento que quizás acababa de nacer.

Horas más tarde, casi al anochecer, me senté entre las ramas de mi árbol favorito con una libreta usada entre las manos y un lapiz. Tomé una bocanada de aire, miré al cielo y comencé a escribir. La primera palabra, bajo la Luna apenas dibujada en un cielo infinito.

El de mi mente y el de mi corazón.

La Señora de la Fecundidad y la belleza:


Para la Tradición de la Antigua religión que practico, Isis es la Diosa de la fertilidad, la creatividad, la sensualidad, el transcurrir del tiempo espiritual y la evolución energética de nuestro aprendizaje emocional. Para celebrar tales características, se llevan a cabo diversos rituales, cuyo objetivo principal es celebrar nuestra capacidad de crear y aprender. Uno de mis favoritos es el siguiente:

Necesitarás:

2 velas amarillas
1 metro de cinta amarilla
Incienso de Mirra
Un copa de vino blanco o cualquier bebida de color claro ( incluso podría ser una copa de agua )

Disposición:

Coloca una de las velas a tu derecha y otra tu izquierda, y con de la cinta amarilla crea un circulo y luego, siéntate en su interior. Frente a ti coloca el incienso de mirra, junto con la copa de vino blanco o la bebida de tu preferencia.

Antes de comenzar el ritual, concentrate con los ojos cerrados en visualizar un circulo de energía resplandeciente que te rodea. Siente la calidez del aire que te rodea, la sensación que un velo perlado te rodea. Ahora, abre los ojos y enciende la vela a tu izquierda diciendo:

"De de las doradas arenas de la memoria
Invoco a la Madre del trigo y el viento
Reina de las aguas y de la luz
para que acuda a mi y sea mi consuelo
en las sombras de la incertidumbre
Así sea"

Toma una larga bocanada de aire y siente que todos tus músculos se relajan y tu mente se llena de serenidad. Mientras aspiras y exhalas lentamente, imagina que la oscuridad de tus párpados cerrados se llena de luz del amanecer más hermoso que puedas recordar. Siente la suavidad del aire mientras se calienta lentamente con los primeros rayos del sol, el olor fresco del viento, la sensación de fortaleza y poder que te impregna mientras el día nace.

Ahora enciende la vela derecha diciendo:

"Soy la tierra fértil
soy la ribera del río eterno
Nazco y me extiendo sobre el tiempo luminoso
Mi nombre es el de mi Madre
mi fortaleza es la infinita sabiduría de la carne
Así sea"

Luego, coloca tus manos sobre las llamas ( procurando no quemarte ) e invoca de la siguiente manera:

"Soy el tiempo y el conocimiento
Crea poder en mí
Crea fuerza en mí
Así sea"

A continuación, toma la copa con la bebida de tu preferencia y alzala, de manera tal que la luz de las velas ilumine su interior y arranque el liquido que contiene. Toma una larga bocanada de aire y siente la gran fuerza de la Diosa en ti, manifiestandose en todos tus pensamientos y en cada uno de tus movimientos. Invoca de la siguiente manera:

"Ofrezco esta bebida
Purificada y consagrada en nombre de Isis
Como recordatorio de la fuerza del tiempo
que llevo en mi sangre
en mi espíritu
y en voz.
Así sea"

Toma un sorbo de la bebida, disfrutando de la sensación que sientes al hacerlo. Por último, para completar el ritual que realizaste, enciende el incienso de mirra y permite a tu mente divagar y relajarse, mientras las velas se consumen a tus lados, llenándote de la profunda sensación de intimidad que el contacto con tu energía interior te ha brindado.


Escribo, inclinada sobre mi pequeño escritorio de madera. Los hombros tensos, los dedos doloridos. La luz del sol entra a raudales por la ventana y el olor de los sueños continúa rodeándome intacto, como lo recuerdo en mi mente, como está presente en esa pequeña intimidad que me brinda la intimidad de la palabra. Y los ojos se me llenan de lágrimas, de expectativa, de emoción y de simple asombro de encontrar en cada palabra, el valor de lo que construyo, de lo que sueño y de lo que deseo encontrar más allá de mis dedos, en el mundo de la voz y del deseo que quiero crear.

C'est la vie. 

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