lunes, 30 de septiembre de 2013

La Guerra económica o la ópera Bufa de una revolución Inexistente.




No sé mucho sobre economía. O mejor dicho, tengo los conocimientos básicos que puede tener cualquier ciudadano que se interesa por lo que ocurre en su país en un momento tan crítico como el que padecemos. Ya no hablamos de partidismo, ni tampoco de ideología. Me refiero en concreto a una situación especialmente grave que compromete nuestro futuro, nuestra manera de construir el presente. Pienso en eso a diario, como ciudadana que padece la coyuntura y también, como testigo de un momento histórico que se construye a través de una visión distorsionada de nación. Y a diario, también, lamento que esa visión de País, de la Venezuela que se desmorona tenga que analizarse a través de los extremos de un discurso efectista e insustancial, que deba el filtro de lo político para ser asimilada. Quizás simplemente comprendida.

Hace un par de días, me encuentro en un Supermercado de la ciudad, luego  de realizar el inevitable recorrido por varios establecimientos para intentar comprar los artículos de primera necesidad. La historia de todos los días: La escasez ya no se disimula. Es cosa de todos los días. La larga fila hacia la caja registradora avanza con lentitud. Doy un par de pasos cortos y me detengo, entre irritada y agotada. Como muchos otros venezolanos, me acostumbré sin querer - a regañadientes, bajo protesta -  a este pequeño ritual semanal de las compras incompletas, de la escasez evidente y de la sensación de desamparo que te produce una austeridad incomprensible. El resto de los clientes parecen tan preocupados como yo. Con el rostro cansado y tenso, avanzan en silencio, sin mirarse unos a otros. ¿Vergüenza compartida? Quién sabe ¿Qué ocurre que todos soportamos esto lo mejor que podemos? Pienso con los dientes apretados ¿Qué nos hace mirarnos en el fino limite entre la desazón y la incertidumbre? Miro las pocas compras que logré hacer: Un par de paquetes de azúcar - todo un descubrimiento inesperado -, unas cuantas verduras, paquetes de arroz, un caja de cereal. Y pienso en la agría resignación que siento, la sensación de aceptar una idea inevitable que me lleva esfuerzos digerir: sobrevivo a una revolución que no es mía, que quizás no existe. A una debacle que lentamente consume los últimos rasgos de normalidad de un país doliente.

Una vez junto a la caja registradora, me llevo un sobresalto por lo que debo paga. Es casi el triple de lo que me costaron los mismos productos - e incluso algunos más - hace un par de meses. Le hago el comentario a la Cajera, que me mira con cansancio y sonríe. ¿Cuantas veces escucha al día los mismos comentarios?  ¿La misma ira contenida?

- ¡Eso es la guerra económica que nos jode! - grita alguien. Miro a mi alrededor. Un hombre de franela roja que no deja dudas de su afiliación política me mira desafiante. A mi alrededor, el resto de los clientes vuelven la cabeza, incómodos e incluso un poco amedrentados. Los comprendo. Casi me callo en esta ocasión. Casi ignoro la provocación y regreso a la realidad simple, al silencio exhausto del ciudadano corriente. Pero por algún motivo que aún no comprendo bien, no lo hago. Tal vez simplemente, no puedo hacerlo.

- ¿Cual guerra económica? - pregunto. El hombre suelta una risotada. La cajera inclina la cabeza, incómoda. El resto de los clientes desvían la mirada. Y me pregunto ¿Cuando nos acostumbramos a cuidar lo que decimos? ¿Como definir esta especie de censura doméstica, de silencio inevitable que todos padecemos? Somos victima de la violencia urbana pero también de uno mucho más inquietante: la Violencia de la protesta que se calla, la que no se expresa. ¿Cuando ocurrió esto?

- Esa que nos tienen aplicada los burgueses y empresarios - grita - esa que hace que todo esté caro. El gobierno…

- ¿A los mismos burgueses que les quitaron las tierras? - le interrumpo. Aprieto los puños tratando de contener la ira. Intento recordar que el hombre - el rostro cansado, con barba - es otro venezolano como yo, con el mismo derecho a la opinión y al debate que tanto reclamo para mi misma. Pero me lleva esfuerzos calmarme, encontrar un equilibrio entre el debate y la discusión. Soy el enemigo, pienso, con los dientes apretados y el rostro enrojecido, para este hombre desconocido, para este ciudadano venezolano  - un compatriota más - no soy un contricante ideológico. Soy parte de esa idea general de incertidumbre y terror que llena Venezuela.

- Para dárselas al pueblo - dice. Un silencio tenso e incomodo se extiende por todas partes. Varias cabezas se asoman de las otras filas, observando con interés. Veo disgusto en algunos rostros.

- ¿Por qué este paquete de azúcar es de Colombia? - insisto - ¿Por qué no encontré papel de baño? ¿Por qué no pude comprar Harina Pan?

- Los empresarios…

- ¿Quién controla los dolares? - la ira me sube al rostro. Las mejillas de arden de frustración mal contenida. Esa discusión no tiene el menor sentido, no llegará a ninguna parte y lo sé muy bien. Pero no puedo contener, no quiero contenerme, quizás. Y es que todos somos cómplices de la excusa barata, de la ideología  superficial que sustituye lo racional. O probablemente solo se trate que no tengo paciencia para mirar a Venezuela desde el cristal de las versiones y las opiniones. La realidad es una y todos la estamos padeciendo, no importa el color de la camisa que lleves.

- ¡Yo no gano en dolares! ¿Qué tiene que ver esa mierda con esto?

- Los productos que se compran en el exterior se compran en dolares. Y el Gobierno solo subsidia con CADIVI una muy pequeña parte de todo lo que se necesita - explica una mujer. Es una de los clientes de la fila junto a la mía, que escucha la discusión con mucho interés - todo lo demás se paga al dolar negro.

- ¡El presidente está luchando contra los especuladores! - carga de nuevo el hombre de la camisa roja. La cajera suelta una risotada y de nuevo, inclina la cabeza. Pero ese única carcajada - seca, sin alegría -  es tan evidente que la comprendo sin necesidad de otra palabra. Miro a mi alrededor: no hay un solo rostro en el supermercado que no nos esté mirando. Y en cada rostro leo la misma frustración que siento, la misma necesidad de enfrentarnos a esta resignación sorda que amenaza con ahogarnos.

- Venezuela no produce nada, todo tenemos que comprarlo a otros países - dice alguien más, un hombre de anteojos que empuja un carrito casi vacío a unos pasos de donde me encuentro - Todo lo que comemos y usamos, es importado. Y por eso es tan costoso. ¿Cual guerra económica hablas tu? Aquí lo que tenemos es pobreza.

Un murmullo de aprobación recorre al grupo que nos rodea. ¡Que desamparo, esta sensación de cansancio, de desconcierto que compartimos! El hombre de la camisa roja parece cada vez más pequeño, disminuido en medio de esta realidad de las bolsas pequeñas y costosas, de los rostros tensos a su alrededor. Y tal vez por ese motivo, luego de insultarnos a todos a gritos, sale del supermercado. Lleva solo una bolsa, ahora lo noto: un par de latas de atún. Y me duele su pobreza, pero aún más, la estafa histórica de la que es victima y que padece tanto como yo.

Nadie dice nada después. Cuando salgo del supermercado, la mujer que intervino en la discusión me alcanza. Me aprieta el brazo amistosamente.

- Es valiente hija.

- Estoy cansada, nada más - le digo. Y es  verdad. Ella suspira, mira a la calle llena de transeúntes, el caos automotor de la calle congestionada y quizás piensa lo mismo que yo: ¿Qué ocurre ahora mismo en Venezuela? ¿A donde vamos? Huérfanos de un gentilicio, sobrevivientes de un ideal que jamás existió.

Una Venezuela sin dolientes, un país anónimo que se desploma lentamente en su propia necesidad de evasión.

Así estamos.

Esta es Venezuela.

1 comentarios:

The Sunno dijo...

Yo hace tiempo solía discutir con ellos, pero desistí porque es más fácil convencer a un conejo de que no se reproduzca.

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