lunes, 8 de julio de 2013

La Violencia en Venezuela: el miedo como política.



Me ocurre con frecuencia: Me prometo no hablar de nuevo de violencia, en este, su blog de confianza. Conservarlo como el último lugar donde puedo acudir en medio del caos donde vivimos. Un oasis de palabras y de reflexiones, un lugar que construyo con imaginación y sueños para conservar la esperanza, para creer incluso que todavía es posible aspirar al país que creo merezco, al que necesito confiar puede existir. Pero no puedo dejar de asumir la realidad, aunque lo intente. Porque la violencia en este país está en todas partes, se extiende en todas direcciones como si la nación - su esencia, la identidad de esa Venezuela que me vio nacer - se desdibuja en el miedo,  en la simple indiferencia. Y tengo que volver a la realidad, a escribir sobre el temor que me agrede, sobre la cólera de vivir en un país donde existe una excusa para el temor, donde la violencia se esconde en la ideología. Este es el país que me toca sobrevivir, el que debo asumir como parte de mi historia. Y que dolorosa es esa idea, que inquietante, y la mayoría de las veces, insoportable.

Pero sí, esta es la Venezuela que llamo país, que llamo hogar. El país que estoy heredando de una generación que asumió el discurso político como disculpa a la ineficiencia y donde la vida carece de valor. Esta es la Venezuela real, la de todos los días, la que todos estamos pareciendo, sea cual sea el color político que nos haga levantar el puño. Porque al final del día, una bala es una bala y la sangre siempre es roja. Allí, no hay proclama política que valga. Allí, al final del recorrido de una bala, en el llanto de quienes lloran a la victima de turno, no hay ideología. Solo dolor.

Esta es Venezuela.

Leer  la noticia me produjo escalofríos: Dos mujeres habían muerto acribilladas luego que un grupo de efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana las confundieran con dos criminales a quienes perseguían. Les dispararon a quemarropa. No hubo voz de alto. Tampoco negociación o cualquier otro procedimiento que pudiera haber evitado la tragedia. Les dispararon a quemarropa.

A veces me dicen que tener una imaginación tan despierta como la mía debe ser extraordinario. La mayoría de las veces lo es, pero otras no lo es tanto. No lo es, cuando puedes imaginar una escena como la anterior con todo detalle. Cuando puedes escuchar los gritos de horror, casi sentir el pánico de esas cuatro mujeres cuyo mayor error consistió en encontrarse en el lugar equivocado un día cualquiera de su vida. Lo imagino todo muy vivido: el dolor, el temor, el sonido de las balas, interminable. Y luego el silencio quemante después de una tragedia. Ese silencio lleno de dolor. Irreparable.

Los ojos se me llenan de lágrimas, cierro el periódico de un manotón. Siento miedo, claro. ¿Quién no podría sentirlo siendo tan vulnerable como lo somos todos en un país donde la ley es la del más fuerte, de quien tiene el arma? La ley de la bala, la ley de la violencia. La ley de la agresión. Pero además del miedo, también  me sofoca una furia incontrolable, que me cierra la garganta de pura frustración. Porque en esta Venezuela donde la vida carece de valor, donde el ciudadano es victima de la ineficiencia gubernamental, hay espacio para las excusas. Hay espacio aún para intentar remendar la realidad con costuras de palabrería, con esa justificación del cobarde, del que no teme porque no sufre ni padece la realidad. Es la excusa de quién asume la violencia como necesaria, como parte del discurso de odio que se insiste, se machaca todos los días. Porque la violencia - la dura, la incontestable - llena Venezuela por los cuatro costados, nadie está a salvo, nadie puede decir que no la conoce. La violencia es nuestra, es una herencia que nos obligan a aceptar, que deforma el día a día, que destruye esa aspiración de sueños que todos tenemos y que ansiamos cristalizar. La Venezuela huérfana, la que se desangra, lentamente. La Venezuela que teme, la humillada por el miedo, la que carece de rostro. O los tiene todos quizás: los rostros de todas las victimas, de todos los deudos, de todas las ausencias, de todos los que sienten el miedo como una cárcel.

Esta es Venezuela.

Me tiemblan las manos cuando leo la noticia de las dos mujeres asesinadas otra vez. Me tropiezo con la historia en otro periódico. Y me entero de más detalles:  Una vez que descubrieron habían asesinado a dos mujeres y herido de gravedad a dos más, los funcionarios de la Guardia Nacional Boliviariana que perpetraron el hecho dieron la vuelta a sus motocicletas e intentaron huir del lugar. Algunos los lograron. A otros los detuvieron un grupo de vecinos enardecidos que los detuvieron de la mejor manera que pudieron antes que lo hicieran. Lo imagino todo de nuevo: los cuerpos de las victimas, tendidos ensangrentados en mitad de la calle, rodeado por los vecinos que probablemente les conocían de todos los días. Vulnerables, expuestos a la violencia. Enfrentándose a ella con la única arma del ciudadano común: la rabia. Y fueron estos héroes anónimos los que detuvieron a los asesinos y ayudaron a los heridos. Nadie más.

Porque en este país, en la Venezuela que intentamos sobrevivir, el gobierno no ofrece soluciones. Ofrece excusas. Este es un país donde el Gobierno se preocupa más por un asilo político provocador de una ideología retrógrada, que por la seguridad ciudadana. Este es un país donde los funcionarios que tienen el deber legal de proteger a la población de la violencia, no solo la justifican, sino que intentan disimularla. Un discurso oficial que no ofrece disculpas, ni tampoco la intención de enmendar los errores, sino que habla de "manipulación de medios",  "politizar", "celebrar el dolor". Un país donde la violencia es un arma política, una amenaza en boca de los funcionarios que deberían garantizar la paz en las calles. Este es el país que todos heredamos de la indolencia, del temor y de la resignación.


Esta es Venezuela.

Cierro el periódico. Y solo entonces, con un sobresalto, noto algo más, un síntoma de esta sociedad que acepta la violencia, que la consume, que quizás, está resignada a ella:   La noticia del asesinato en Falcón, ocupa un lugar  secundario, en medio del mosaico de hechos de violencia que padecemos a diario con una frecuencia de pesadilla. El titular, enorme y letras bien visibles, informa sobre la petición de asilo político a un ciudadano norteamericano y más allá, las vicisitudes que sufrió el Presidente Evo Morales durante su viaje a Europa. Y el escalofrío que sentí al leer la noticia se convierte en una genuina sensación de horror: porque en Venezuela, la muerte ya no es noticia relevante. Ya no es titular.

La muerte es algo normal.

Esta es Venezuela, el país que nos toca sobrevivir.

1 comentarios:

Rancilyo dijo...

Hay un libro, algo difícil de conseguir, que se llama "y salimos a matar gente", donde se hace un estudio sociológico (historia de vida creo que se llama) a varios delincuentes. Resumiendo un poco, para ellos la violencia es parte de su vida y se lo toman tan normal como para nosotros es salir a trabajar o tomarse una pepsi. En su mente, no están haciendo nada malo y tienen un concepto flexible de la moral y el "deber ser".
Loco mundo este.

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