lunes, 27 de marzo de 2017

De la mirada íntima a la metáfora profunda: Un repaso a la obra de Elisabeth Hase.




La fotografía suele ser reflejo y también, ventana de la realidad. Tanto como para mostrar su belleza, como sus momentos más oscuros. Tal vez por ese motivo, el nombre de Elisabeth Hase (Doehlen,1906- Fráncfort, 1991) no resulte familiar al mundo fotográfico actual. Se trata de un misterio que encerró cientos de otros misterios. Una forma de comprender la imagen que no sólo mostró sus pulsiones más personales, sino los procesos históricos de la época que le tocó vivir. Su obra no sólo resume la presión de las décadas entreguerras de una Europa convulsa y herida por la desesperanza sino además, el trayecto de la imagen como una forma expresión formal de la identidad de su autor. Una mirada hacia la complejidad de la imagen como discurso y más allá de eso, como obra creativa fundacional.

Hase pasó fotografiando la mayor parte de su vida, pero lo hizo a escondidas, evitando que el nazismo pudiera censurarla o señalarla como “peligrosa” algo habitual en una época signada por la censura. Con todo, la fotógrafa logró profundizar en su lenguaje visual y crear un estilo reconocible que sobrevivió a su forzoso anonimato. Elisabeth Hase — su punto de vista, su forma de analizar la imagen como una mezcla de simbolismo y poder individual — era algo más que una reinvención de la imagen y la identidad como hecho fotográfico. Era una búsqueda legítima de poder a través de la metáfora y sobre todo, de la sutileza visual como un lenguaje específico. Hase, desde la periferia, marginal y oculta detrás de una aproximación original hacia la imagen, logró crear algo por completo original.

La artista se fotografió en medio de un experimento visual que podría catalogarse como los orígenes del complejo autorretrato que Cindy Sherman consagraría mucho después. Hase se usaba como lienzo y telón de fondo de una serie de planteamientos complejos sobre la identidad y el género que resultaban impensables en su época y que la condenaron a un ostracismo temprano. Sus imágenes creaban escenas imposibles de enorme tensión creativa: caracterizada como una mujer primorosa y delicada que se desploma en una escalera al tropezar o una figura sombría que llora por la culpa, los personajes de Hase apelaban al imaginario colectivo como una forma de análisis sobre la trascendencia de la individualidad. Pero Hase era más que sus profundas deliberaciones sobre los elementos que construyen la personalidad: desde su estilo andrógino a su profunda vitalidad e independencia, era el prototipo de un nuevo tipo de artista que elaboró toda una nueva propuesta marginal que maduró a solas, al extrarradio de cualquier comparación o contraste. Testigo silencioso del trayecto de Alemania hacia el totalitarismo, Hase re elaboró el documento artístico a través de una aproximación compleja sobre lo que la fotografía podía ser y aspirar. No sólo creó concibió el arte fotográfico como una expresión en estado puro de un lenguaje íntimo sino que lo llevó a una dimensión más dura y consistente de lo que hasta entonces había sido.

Hase siempre fotografió en solitario y gracias a la soledad. Escondida en su historia, pasó buena parte la pre guerra y los largos años del nazismo fotografiando (se), en una especie de constante ejercicio narrativo persistente. Gracias a eso evitó que su trabajo fuera catalogado de inmediato como “degenerado” por la censura Nazi, que lo habría considerado escandaloso y con toda seguridad peligroso su perspectiva desconcertante sobre lo femenino, el poder de la imagen e incluso la libertad sexual. Recluida en una soledad absoluta, la fotógrafa encontró en la fotografía el medio idóneo para reflexionar sobre las transformaciones de la personalidad, el ego y la ruptura de espacios personales. Enfrentó el dolor del desarraigo y el miedo de la destrucción de la identidad — país a través de una obra fotográfica cada vez más densa, cruda y finalmente, una ventana hacia el horror conjuntivo que la Guerra dejó a su paso en su natal Alemania.

En el silencio del misterio inevitable.
Lo de Elisabeth Hase es un fenómeno extraordinario: su obra permaneció oculta casi cincuenta años, perdida y confundida entre los restos de la Alemania devastada por la guerra. Comparada a menudo con la vida y obra de Vivian Maier — cuyo trabajo alcanzó la celebridad décadas después de su muerte — Hase simboliza un tipo de búsqueda artística desigual y desconcertante. La fotógrafa creó un Universo artístico propio, de tanto poder visual y sobre todo, un significado tan poderoso que su obra aún resulta moderna y comprensible a la distancia de casi medio siglo de distancia. Vanguardista y convencida del poder residual y estructural de la imagen como testimonio, Hase no fotografió para mostrar, sino para guardar registro de una visión transitoria de la historia. Una percepción sobre la imagen que rompe con la visión de la fotografía como elemento visual de consumo inmediato. En sus diarios — prolijos, detallados, por momentos extrañamente duros — la fotógrafa confiesa que la cámara le brinda una visión privilegiada del horror. “El miedo está en todas partes y sólo el arte puede protegerme de él” llegó a escribir, poco antes que finalizara la Segunda Guerra Mundial.

Para Hase, el arte había sido la única constante en una vida nómada y llena de altibajos: las heridas de la reciente guerra pesaban aún sobre la sociedad alemana y la fotógrafa tuvo que enfrentar desde la niñez pobreza y privaciones. Además de todo, debió lidiar con una familia tradicional que la menospreciaba por el hecho de ser mujer — “fui una rareza en medio de la miseria y vino el arte a liberarme del aislamiento” contó en sus memorias — y el inevitable peso de una sociedad ultraconservadora. Pero Hase necesitaba el arte para sobrevivir — “Soy arte” — y a los dieciseis años viajó a Fráncfort para especializarse en diseño gráfico y tipografía. No obstante, de inmediato encontró en la fotografía no sólo una herramienta para la expresión personal sino un completísimo medio para conceptualizar su concepción sobre la identidad. Era una época auspiciosa para la transformación de la imagen inmediata en reflexión artística: László Moholy Nagy comenzaba a popularizar su tesis sobre la noción de la fotografía autónoma — liberada del peso del peso del pictorialismo y transformada en arte independiente — y sobre todo, como recursos para comprender la sociedad a través de su evolución cultural. Desde la Bauhaus, el fotógrafo llegó a sugerir que la fotografía podía transformar el ámbito del arte y trascender la mera percepción del instrumento mecánico, teoría a la que llamó “Nueva Visión” y que de inmediato, se popularizó a través de Europa.

Es justo este planteamiento el que brindó la oportunidad a Hase de asumir la fotografía como una mirada consecuente sobre la historia, la propia y la que ocurría en un país que jamás logró recuperarse de la derrota histórica que había sufrido. El nuevo lenguaje de Moholy no sólo tradujo el desencanto, el sufrimiento y la desesperanza de las décadas entreguerra sino que además, logró brindarle protagonismo a cierto pesimismo existencialista que cambió el rostro de la fotografía y le otorgó un peso conceptual de indudable valor. Hase asimiló el cambió y plasmó en sus primeros trabajos los planos cercanos, las composiciones poco convencionales, fotogramas y montajes que formaban parte integral de la “Nueva Visión” de Moholy. No obstante, la fotógrafa fue más allá y creó una pequeña revolución sobre la marcha: la de utilizar la fotografía como una mirada hacia la intimidad y un complejo cuestionamiento personal.

Para cuando estalló la segunda Guerra Mundial, Hase había encontrado una inusual visión artística, a pesar de la creciente represión de la Alemania dominada por el nazismo y la precariedad económica que tuvo que enfrentar. Por la época, mantuvo su independencia aceptando esporádicos trabajos periodísticos pero aún así, le llevó un enorme esfuerzo dedicarse a su obra más privada, que en sus diarios solía llamar “temas secretos”. Con todo, sus trabajos experimentales y sus autorretratos escenificados se hicieron cada vez más elaborados, profundos y simbólicos. Elisabeth Hase no sólo había encontrado la manera de crear arte a través de su visión sobre el entorno sino de llevar la fotografía a un nivel discursivo mucho más profundo. “Frente a la cámara, soy otra. Un rostro entre muchos. Una rareza con propósito” escribió durante los años más duros de la guerra.

La búsqueda de la identidad y el dolor de una época de ruptura:
Las décadas entreguerras trajeron consigo una completa renovación sobre el quehacer artístico. El arte se convirtió en un discurso constante sobre la revalorización del género, la percepción del yo y la búsqueda de la identidad artística. Un movimiento intelectual de tanto poder que terminó derribando fronteras tradicionales y creando una “nueva mujer” cuyo espíritu de innovación y rebeldía fue el epítome de una búsqueda artística novedosa. Un nuevo tipo de mujer que rompía el esquema conservador para dar paso a un espíritu independiente que sostuvo un lenguaje estético emergente. Fue en esta recién nacida percepción sobre la imagen y la expresión artística, en la indómita Elisabeth Hase encontró un lugar idóneo para su obra.
Hase formaba parte de una generación de mujeres decidida a romper tabúes, en cuyo espíritu innovador parecían converger todos los retos y contradicciones de la modernidad que se abría paso con esfuerzo en medio de una férrea cultural tradicional. Un reclamo de libertad e independencia que chocó de manera frontal con la rígida visión sobre la mujer de la época. Un reconstrucción del canon y de estereotipo femenino que tuvo una inmediata repercusión social y cultural. Mujeres de avanzada que enarbolaron su talento artístico para derribar tabúes. Vestidas con pantalones o al contrario, faldas muy cortas, el cabello corto y el rostro desnudo de maquillaje, las nuevas mujeres europeas estaban decididas a crear toda una nueva percepción de la individualidad y el género. Nombres como Florence Henri, Germaine Krull, Ilse Bing y por supuesto, Elisabeth Hase dieron un nuevo impulso al arte femenino más allá de las tradicionales limitaciones del lenguaje artístico que sometían el arte creado por mujeres. Toda una evolución cuyas reminiscencias transformaron el panorama artístico mundial.

Pero la llegada del fascismo al poder, no sólo frenó la evolución de un nuevo tipo de percepción sobre el arte sino que directamente, cerró las puertas a cualquier vanguardia con una férrea censura moral. Elisabeth Hase reaccionó a la represión y a la persecución encerrándose en su pequeño estudio y fotografiando a solas, fuera del ojo público. Adelantada a su época, creó todo un universo visual que dotó de una profunda personalidad. Trabajó al margen de cualquier reconocimiento público mantuvo en secreto la mayor parte de su trabajo hasta su muerte. Convencida que su obra fotográfica sería objeto de escarnio y lo más probable de rechazo y crítica, relegó su insólita propuesta fotográfica a un secreto que la convirtió en un singular misterio artístico.

De la obra a la vida: La comprensión del arte espejo.
La mayor parte del trabajo de Elisabeth Hase son autorretratos de profundo valor simbólico, algo común en las artistas de su generación que encontraron en la autorepresentación una forma de explorar la identidad femenina más allá de los roles tradicionales. Pero además de eso, el autorretrato permitió a Hase una conceptualización de la imagen y el individuo como expresiones alegóricas. Utilizando la escenificación, Hase logró crear una propuesta en la que se mezclaban la búsqueda de la identidad a través de la imagen y también la ruptura con un tipo de lenguaje artístico ortodoxo. El resultado es una serie de imágenes que asombran por su aire contemporáneo pero sobre todo, conmueven por su profundidad.

En casi todas sus fotografías, Hase mira a la cámara con los ojos muy abiertos y concentrados, el rostro serio. Como si pudiera mirar al observador. Para la fotógrafa, esa dureza directa y provocadora confería una profundidad inaudita no sólo al autorretrato sino a su percepción del mundo de símbolos que creaba alrededor de la imagen. “La fotografía sólo existe en la medida que puede ser analizada como un metáfora sin significado” escribió para explicar su obsesión con las elaboradas puestas en escenas “una percepción sobre las emociones que moldea las imágenes a través de su profundidad caótica”.

Hase jamás habló a nadie sobre su trabajo privado. Lo conservó en cajas rotuladas que jamás abría y que llevó de un lado a otro en medio de lo más cruento de la guerra y el desarraigo de la postguerra. Continuó trabajando en la documentación de la Alemania que luchaba por sobrevivir a la caída de Berlín y después, a las cicatrices de casi medio siglo de Guerra. Ella captó el dolor en imágenes, las reconstruyó para mostrar el país que intentaba enfrentarse al miedo y al temor de la derrota. En privado, sus imágenes se hicieron más complejas, abstractas y duras. Un tránsito interno que pareció reflejar el trauma de una cultura signada por un sufrimiento secreto y la desesperanza.

Hase trabajó hasta los últimos días de su vida. Jamás reveló su trabajo secreto, aún cuando se casó en dos oportunidades y fue madre de tres. La fotógrafa continuó manteniendo al margen de su vida cotidiana su constante exploración de su identidad y sus misteriosos dolores intelectuales. Tal vez por ese motivo, unos meses antes de morir, comenzó a pasar más tiempo que nunca en el cuarto oscuro. Obsesionada y abrumada por la búsqueda de un mensaje que le trascendiera dedicó sus últimas energías a dejar constancia de esa noción de lo enigmático como un lenguaje por derecho propio. En la oscuridad de sus aspiraciones y reflexiones sobre el individuo, la personalidad y los dolores culturales que padeció encontró quizás la mayor reivindicación de su vida. “Su forma de trabajar fue referencia a la represión que padeció su generación”, contó su hija muchos años después, luego de descubrir el trabajo extraordinario de su madre y hacerlo público “Estaba obsesionada con el misterio de la fotografía y quizás por eso, el cuarto oscuro era su refugio”. La hija mira su imagen, la de la extraña mujer de ojos penetrantes que se esconde en sus inquietantes autorretratos “ Quizás por ese motivo, su lugar favorito era el cuarto oscuro. Solía decir “Aquí en la oscuridad te estoy enseñando a ver”.

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