lunes, 6 de marzo de 2017

De la sutil expresión del misterio: El poder simbólico y lo conceptual como propuesta personal.




En 1978 durante una visita a Nueva York, George O’Keeffe diría de sí misma que era una mujer sin nombre, una extraña denominación para una artista de una marcada personalidad y obsesionada — como todos los artistas — por dejar constancia de su capacidad para la trascendencia. Aún así, parecía obsesionada con esa necesidad de encontrar lo que llamaba “un lugar bajo las sombras”. Ese extrarradio mental y espiritual que en apariencia, era una forma de aislamiento pero que en realidad, brindó a su obra una consistencia dolorosa y magnánima. No hay sencillo ni tampoco evidente en la mirada artistica de O’Keeffe. En su obsesión por la belleza dolorosa, por el poder de la evocación de lo sexual como una forma de expresión formal. Del deseo como un reflejo de la simple naturaleza humana.

A O’Keeffe se le considera “La madre” de la modernidad norteamericana, con todo la simbología y el peso histórico que el término alude. Durante toda su vida, la pintora encarnó un tipo de búsqueda artística que reflejó los cambios y transformaciones de la opinión artística de su país y además, transformó los pesados límites de la forma y fondo del lenguaje visual en algo más profundo. Con sus colores radiantes, las flores de deliciosa connotación erótica y sus paisajes ultraterrenos, O’Keeffe logró reflexionar sobre la identidad, lo femenino y lo sexual a través de un discurso que se sostiene sobre el misterio. Cada elemento en su obra, apela a una percepción sobre lo que nos atrae y nos repele, nos angustia y nos cautiva por medio de alegorías sensoriales de extraordinaria sensibilidad.

Esa búsqueda de subterfugios mentales y espirituales, ha sido una constante en la vida de la artista. En la primavera de 1929, Georgia O’Keeffe comenzó lo que sería el primero de sus viajes iniciáticos: renunció a la vida doméstica y al éxito que había conocido junto a su esposo — el célebre fotógrafo Alfred Stieglitz — para encontrar una identidad propia, una travesía casi mística que la llevó a un singular conocimiento sobre sí misma. En lo que pareció un súbito impulso, O’Keeffe tomó un tren junto a su amiga y amante Rebecca Strand (esposa del fotógrafo Paul Strand) y se deslindó de la vida que había conocido hasta entonces, para buscar algo más profundo durante un largo viaje a Nuevo México. O como lo denominaría después “Una experiencia capital que transformara todo lo que veía”. El viaje cumplió su objetivo: de pronto, O’Keeffe reconstruyó su vida a partir de una percepción densa y compleja sobre la identidad de la mujer, la percepción de lo marginal y la comprensión de la fugacidad a través del infinito. El viaje además, aportó a la futura pintora un peso considerable sobre su acercamiento a lírico y lo metafórico: una revalorización del símbolo como forma creativa.

A partir de entonces, O’Keeffe llevó a cabo viajes a Nuevo México cada año hasta la muerte de su marido, luego de la cual terminó por establecerse permanentemente en la región. Seducida por sus parajes solitarios y los enormes espacios sin forma ni tiempo, la artista confesaría más tarde que encontró en Nuevo México “una manera de analizar el mundo por completo distinta”. Fue una decisión drástica, quizá una de las más públicas y notorias del mundo artístico norteamericano, pero sin duda, parte de una nueva noción sobre el regreso a las raíces y la percepción de la comprensión del origen como parte del trayecto artístico. Se trataba de esa percepción de “Buscar América” en busca de las líneas primitivas de norteamérica como un estadio primitivo y a medio construir de una idea mucho más antigua. Un rescate de lo esencial a cuya labor Georgia O’Keeffe se entregó con una osadía sincera y devastadora. Como en todo su planteamiento artístico, O’Keeffe brindó a ese redescubrimiento un cierto aire íntimo y sobrecogedor que elaboró un discurso novedoso para el ámbito pictórico de su país.

Eran tiempos de cambio: luego de la crisis financiera del ’29, Estados Unidos parecía pendular en medio de una desconexión filosófica e intelectual cuya mayor consecuencia fue una enorme desesperanza general. Los artistas, fotógrafos y escritores tomaron nota del fenómeno y lo plasmaron de la mejor manera que pudieron: Dorothea Lange documentó el dolor de la pobreza y sus imágenes plasmaron un tipo de ruptura con la percepción del país optimista que afectó profundamente al concepto del arte como reflejo, tan en boga por la época. El dolor moral de un país en declive creó un nuevo tipo de expresión sobre lo artístico como producción real y leal a la coyuntura, pero más allá de eso, medito sobre los terrores y silencios de la crisis desde la intimidad. Es esa percepción la que proporcionó a la obra de O’Keeffe una percepción durísima sobre el sufrimiento colectivo, la noción sobre la periferia y lo marginal. Muchos años después, la sombra de ese dolor contenido seguiría influyendo sobre la obra y creación del país: La generación Beat redescubrió el sufrimiento existencial desde la zozobra y produjo toda una reflexión sobre el tema que aún permanece vigente. Jack Kerouac describió esa ruta interminable hacia una sensibilidad rota en su novela “El Camino”. Y por supuesto, Georgia O’ Keeffe pintó y abrió espacios para la obra con sentido coyuntural a través de sus expresivas y engañosas flores. Abiertas en un erotismo certero, carnal y crudo.

El mundillo artístico estadounidense celebra y reconoce a Georgia O’Keeffe como un clásico inevitable, pero es mucho más que eso. Es una perenne confrontación con los límites y prejuicios que hasta entonces el arte parecía asumir eran necesarios para cierta validez y sobre todo, para una nueva dimensión de la mujer artista. La obra de O’ Keeffe está llena de atributos sensuales, pero también plena de una vitalidad seductora que incomodó a una época que no supo cómo clasificar y mucho menos comprender, el despliegue erótico que las pinturas de la artista sugerían. No se trataba sólo de sexo, sino también de un acercamiento directo a lo sensual, algo mucho más complicado de explicar y enumerar. Para O’Keeffe el arte era una pregunta, un síntoma, una interrogante, una aseveración. Una pregunta destinada a no tener respuesta. Múltiple, abierta y poderosa, la naturaleza resplandeciente de vida de Georgia O’Keeffe es una permanente reflexión a la belleza y el dolor, el temor y la oscuridad. Todo mezclado en una propuesta directa sobre el cuestionamiento de la identidad.

Por eso, la obra de O’Keeffe despertó de inmediato suspicacia y críticas de inmediato: sus óleos y acuarelas estaban llenas de frondosas de símbolos sexuales que la artista no se molestó en disimular. Tierras extraordinaria plagada de una belleza obscena. Flores que no eran flores, sino receptáculos de fertilidad tan cercanos al placer sexual que resultaban hostiles para buena parte de la audiencia.
No obstante, O’Keefe jamás respondió a las críticas ni se molestó — antes o después — en aclarar el sentido de sus obras. Siguió pintados pétalos que parecían cuerpos humanos en posiciones claramente sexuales, flores poderosas que tenían toda la belleza cruda y potente de un genital expuesto. Se le acusó de pornógrafa, de desafiar la moral y las buenas costumbres. Hubo quien incluso señaló que las combinaciones de colores y sombras, creaban durísimas escenas eróticas que no sólo resultaban evidentes, sino groseras. Pechos y caderas femeninas escondidas entre pétalos levemente arqueados. Al final de todo, había una cierta insistencia en percibir un autorretrato secreto en medio de las pinturas de O’Keeffe. Pero la pintora no aceptó jamás explicar sus pinturas. Brindarles una definición sencilla en medio de los ataques.

Aún así, O’Keeffe siempre insistió en que el género no definía a su obra y defendió por años, el hecho que buena parte de las interpretaciones sobre su obra, tenían una directa relación al hecho que era una mujer. Un concepto que negaba la libertad radiante de sus pinturas y que la artista contradijo en cada oportunidad que pudo. “¿Sólo porque soy mujer mis obras tienen un cariz de cierto erotismo femenino?” llegó a preguntarse. El cuestionamiento le acompañó de por vida y fue parte de sus escarceos con la prensa e incluso, activistas políticos que necesitaban analizar desde algún punto reconocible la propuesta de O’Keeffe. “Pinto por el mero impulso creativo. Un performance personal en pulso con lo que veo” llegó a decir. Pero la interpretación de sus obras bajo el cariz feminista, femenino e incluso provocador siguió siendo parte la polémica que rodeaba su trabajo.

‘Me sorprende que tanta gente separe lo figurativo de lo abstracto. La pintura figurativa no es buena pintura si no es buena en el sentido abstracto’ comentó para explicar el espacio interpretativo que separaba sus pinturas de las excusas simbólicas más comunes. La artista jamás se llamó a sí misma o a su obra feminista — a pesar que sus decisiones lo eran — y más de una vez, dijo que pintar no era una declaración de intenciones, sino una manera de rebelarse contra la identidad femenina — de cualquier ámbito — que se imponía a cualquier mujer desde la cuna. Una percepción vitalista sobre su obra que le permitió romper esquemas a pesar de la resistencia cultural a su alrededor.

La producción de la pintora incluye una colección de paisajes eternos físicos y mentales: Una fauna y flora fantástica que poblaban su mente y a los que O’Keeffe brindó un aire onírico. Solitaria y tenaz, buscó en la pintura una reformulación de la identidad que la empujó hacia espacios en blanco visuales y conceptuales, lo que pobló de imágenes de una enorme potencia visual. Con todo, su propuesta es sencilla: “que los ojos se sumerjan en lo más parecido al infinito” dijo más de una vez.

Georgia O’Keeffe jamás dejó de pintar. Y siempre lo hizo, con la percepción muy concreta de crear un universo visual que no fuera sencillo de desmontar en elementos simples. Los espacios mentales de la artista plasmados con una delicadeza sugerente y poderosa. ‘Muchas veces la abstracción es la forma más neta para eso intangible que hay dentro de mí y que sólo puedo aclarar con pigmentos’, confesó cuando se le preguntó por el origen de su visión artistica.

A O’Keeffe le supera su leyenda: la de ícono artístico de enorme complejidad, la de mujer fuerte y salvaje, la de la personalidad misteriosa y temible, aislada en pleno corazón de norteamérica. Pero más allá de eso, fue un artista vanguardista, poderosa y sobre todo, consciente de su papel en su historia. La primera de una generación de mujeres de enorme poder creativo que transformaron el panorama visual de su país. Un enigma entre óleos y símbolos a medio descubrir. Una puerta abierta hacia cierto tipo de arte que no se prodiga con facilidad y con múltiples dimensiones por descubrir.

0 comentarios:

Publicar un comentario