martes, 21 de marzo de 2017

Crónicas de la ciudadana preocupada: La violencia como una herida que jamás sana.




Dickens escribió en su novela “Grandes esperanzas” que un niño perverso es quizás el reflejo más claro de los dolores de una sociedad. De sus espacios oscuros y la pérdida de la de la esperanza. Recuerdo la frase mientras leo la noticia que una niña de quince años — porque aún es una niña — y un niño de diez asesinaron a puñaladas a dos hombres en el Boulevard de Sabana Grande, en la ciudad de Caracas. Que dos niños más — uno de ocho años y otro de siete — están involucrados en el crimen. Que todos pertenecen a una banda llamada “los cachorros” que “domina” la zona durante el día y asesina durante la noche.

No se trata de una noticia nueva, por supuesto. Ni nada que no haya ocurrido antes en Venezuela, cuna del absurdo y sobre todo, de cierto caos social que durante las últimas décadas llegó a su punto más alto. Los niños de la calle no son un problema reciente: Ya mucho antes de la llegada de Hugo Chávez al poder, se debatía sobre el problema real de los niños abandonados y adictos a sustancias psicotrópicas que recorrían las calles del país, auténtica nueva generación de un mal mayor y devastador. El propio Chávez le brindó un tinte de política de Estado y se responsabilizó en persona de la rehabilitación de los que llamó “los niños de la Patria”, en otro de sus fallidos intentos por soslayar el origen concreto de la crisis social que atraviesa Venezuela. Pero por supuesto, el difunto presidente equivocó la forma y el sentido al hacerlo: los niños abandonados, las víctimas directas de la estafa histórica de casi medio siglo, se convirtieron en otro símbolo ideológico, otra manera de asumir la debacle cultural y social Venezolana. Pero continuaron en la calle, a pesar de las promesas, a pesar de los señalamientos y el uso político de su futuro. Para el final de la última Presidencia de Hugo Chávez, los “niños de la Patria” no eran otra cosa que otra de las tantas promesas incumplidas, una alegoría del chavismo fallido y retrógrado.

No obstante, en el suceso ocurrido en las calles de Sabana Grande, hay algo perverso y duro que demuestra que la sociedad Venezolana sufre un tipo de cicatriz cultural difícil de superar y sobre todo, de peligrosas implicaciones. No sólo se trata que un grupo de niños pequeños hayan atacado a dos hombres adultos, sino también el hecho que el asesinato sea parte de su modo de vida, de la forma cómo sobreviven. Niños que con toda probabilidad han sido criados en las calles, educados para robar y matar. Niños que desde la cuna, lidian con la violencia, el horror y la amenaza como una forma de vida. Niños que no aparecen en estadística alguna, por los que ninguna institución estatal se responsabiliza. Niños que forman parte de un paisaje devastado que refleja mejor que cualquier otra cosa la incertidumbre por el país como proyecto, como una mera posibilidad de futuro.

Comento todo lo anterior mientras almuerzo junto con un grupo de amigos. Alguien sacude la cabeza y me dedica una mirada compasiva, como si le sorprendiera mi preocupación.

— En Venezuela siempre existido niños delincuentes — me dice — no sé por qué esto sorprende tanto. Probablemente ha ocurrido una docena de veces. No entiendo si es que ahora somos más sensibles al tema o las redes crean un escándalo innecesario.

No sé que responder a eso. Me sorprende la indiferencia, la frialdad, el desdén hacia el mero hecho que niños pequeños hayan apuñalado a dos hombres adultos, en lo que pareció ser una maniobra coordinada y violenta. Pero más que eso, me asusta el pensamiento que la violencia en nuestro país sea un elemento normal en lo cotidiano. Un elemento ineludible al gentilicio. ¿Siempre fue así? ¿Siempre asumimos la conciencia de la muerte, la agresión y el miedo como parte de lo cotidiano? ¿Cuando el límite de cierta normalidad debida desapareció y se transformó en este estado general de sospecha? ¿En esta percepción de la identidad de Venezuela reconstruida — deformada — a la medida del temor y la amenaza?
La verdad, no puedo recordar una época en que Venezuela no me produjera miedo. Un temor medroso e inevitable, una sensación persistente que convirtió la vida cotidiana en una lucha por la supervivencia. Después de todo, crecí en la Venezuela chavista, en medio de una diatriba política convertida en enfrentamiento callejero, que otorgó a la delincuencia el rango de medio de control ideológico. No tengo muy claro qué debo considerar normal e incluso, asumir como el deber ser de una sociedad viable. Y ese pensamiento me agobia a toda hora, deforma mis expectativas e ideas. Al final, Venezuela se transformó en una amenaza. En una percepción rota sobre la identidad y algo mucho más amargo.

— Hablamos de niños atacando de manera coordinada — le digo — de niños que no conocen otra forma de vida que la violencia. De niños que crecieron para ser delincuentes, que jamás han tenido otra posibilidad que ser piezas de un sistema que los utiliza sin reconocer su existencia. ¿Eso no te parece grave?
El resto del grupo parece incómodo, como si el mero tema de conversación le resultara inoportuno e incluso innecesario. Mi interlocutor sacude la cabeza, se toma un trago de la cerveza que sostiene entre las manos, se encoge de hombros.

— Es grave, pero tampoco es algo que no haya ocurrido en este país. Sólo que ahora lo sabes — enfatiza — ¿Realmente te sorprende tanto?

De nuevo silencio. Me pregunto cómo debo explicarle que el hecho que no nos sorprenda un crimen violento es síntoma de algo mucho más retorcido, el miedo y la violencia convertidos en una percepción cotidiana. Una cicatriz cultural que no llega a sanar, una visión sobre lo que somos y seremos devastada de origen, una destrucción de la mera posibilidad de la convivencia social.

— Es tan simple como que es inevitable pasara algo semejante — dice alguien más — este un país en el que se educa para disparar antes de leer la primera palabra. Un país que celebra la ignorancia, que estimula la ignorancia. ¿Qué puedes esperar?

El miedo me recorre como una sensación física. Miedo por esa noción sobre el país roto e irrecuperable, por la desesperanza. Por la resignación sin disimulo que padecemos la generación que creció en medio de la calle convertida en campo de batalla, en frontera invisible de toda forma de aspiración. ¿Quienes somos ahora mismo? ¿Quién es el venezolano que sobrevive al horror a fragmentos? ¿Al conteo de víctimas diarias, anónimas y destinadas a engrosar una estadística sin peso real? ¿Quienes somos luego de años de enfrentar el terror como una forma de vida?

No lo sé y quizás no tener respuesta a ninguno de esos cuestionamientos sea lo más doloroso de todo.

***
Una de mis amigas suele decir que en Venezuela cumplimos horario de oficina, trabajamos en una o no. Lo dijo, mientras nos encontrábamos en una de las tantas despedidas que se llevan a cabo últimamente. Eran un poco más de las nueve de la noche y la mitad de los invitados, se habían despedido. Los que aún permanecíamos en el pequeño apartamento del homenajeado, parecíamos incómodos e impacientes. Quizás, simplemente asustados. Ese primitivo sobresalto que te produce la constante sensación de peligro que en Caracas, te acompaña en todas partes.

— Obviamente estamos cumpliendo horario. Vivimos en un toque de queda constante — comenta alguien, sacudiendo la cabeza — lo asumas o no, lo sepas o no, vives en una constante amenaza. Venezuela es puro miedo desde hace quince años.

Silencio. Es difícil admitir algo tan duro y sobre todo, tan abrumador. Pero que real es esa percepción del ciudadano rehén, de la ciudad que limita, encierra, atrapa. Y es que el miedo en Caracas se ha hecho cosa de todos los días, en todas partes. El miedo que te acosa en todas las pequeñas y grandes cosas. El miedo que te hace tomar decisiones y te hace reconstruir su vida a la medida. Cuando lo piensas desde esa perspectiva, resulta doloroso. Incluso humillante. Pero en Caracas, es inevitable. La ciudad se ha convertido en un campo minado, en una zona de desastre de límites confusos y lo que es aún más preocupante, en una zona delimitada, fragmentada y construida a partir de la violencia.

Pero por supuesto, no piensas en algo semejante a diario. Reaccionas a eso. Te acomodas, lo rodeas como puedes para hacerlo soportable. Porque el miedo en Venezuela se hizo parte de la cultura, de cómo asumes el futuro, de lo que comprendes como parte del país al que intentas sobrevivir. Abandonas la calle, tus hábitos y costumbres. Los lugares favoritos. Esa libertad precaria y elemental de la ciudad.

— No se trata sólo del tema de la inseguridad, sino de algo más duro, algo que se hizo parte del país incluso antes que pudiéramos notarlo . No se trata que te atraquen, es que te atracan y la violencia sigue más allá de la pistola — dice mi amiga O., la próxima que se despedirá del país. La sexta del pequeño grupo de amigos en menos de un año. Hace unos meses, un desconocido le apunto al rostro y la hizo bajar de su automóvil. La golpeó porque no le entregó con suficiente rapidez su teléfono celular. La cicatriz de la herida aún es muy visible en su sien derecha — es algo que te sofoca, te agobia. Que te deja tan vulnerable que piensas que no vale la pena.

Lo he pensado con mucha frecuencia. No sólo porque he sido víctima de la violencia en tres ocasiones, sino porque la sensación de encontrarme expuesta a un tipo de agresión cada vez más dura e implacable me acompaña a todas partes. Desde la violencia política, el discurso que minimiza e invisibiliza mi opinión hasta la coyuntura económica que reduce a lo mínimo mis aspiraciones profesionales y personales, la agresión parece provenir de una idea que se sostiene sobre la resignación. Porque la violencia en Venezuela no se resume — o se limita, en todo caso — a un único ámbito y mucho menos, a una sola idea. Es un conjunto de visiones que se construye a partir del equívoco, de la concepción del país a medias, en construcción, a conveniencia. Un país que no acaba de comprenderse así mismo o incluso, asumir las consecuencias de la herencia histórica que sostiene.

Dicho así, parece una idea teórica compleja. Pero en realidad se trata de algo de todos los días, de una noción sobre Venezuela — y el Venezolano — que se construye a ciegas. De esa visión del país construido sobre la “viveza criolla”, sobre el “cuánto hay pa’ eso”, de la corrupción que se asimila como necesaria. Sobre la trampa, el abuso de poder, la corrupción moral y ética. Y no se trata sólo de una diatriba de valores, sino de ese análisis de la sociedad que alimenta la coyuntura desde la periferia, por necesidad, por costumbre. ¿Qué tan responsables somos de la grieta histórica Venezolana? me pregunto. ¿Qué tanto somos parte de esta lenta debacle silenciosa? ¿De las piezas sueltas de una idea de país que se resquebraja bajo el peso de cierta resignación cotidiana? Después de todo, hacemos largas colas para comprar alimentos.
Aceptamos la violencia oficial y extrajudicial como inevitable. La inseguridad como parte del paisaje urbano. ¿Cuando el aceptamos el país anormal? ¿Cuando asumimos que la coyuntura histórica era parte de nuestra idea de futuro?

— Lo que pasa en Venezuela es que ya se nos hizo cotidiano protegernos, cuidarnos de lo que pueda pasar. La sensación de acecho, que en cualquier parte puede ocurrir ese “algo” que ya ni sabemos que es. Atraco, asalto, violación, Secuestro Exprés. Es como un trauma de guerra, pero sin guerra — dice J., quien lleva desempleado más de dos meses e intenta emigrar a un país vecino desde hace casi tres — entonces asumes que es corriente, que es cosa de todos los días hacer la cola para comprar un producto imprescindible. Alegrarte cuando lo puedes comprar. Agradecer llegar vivo a tu casa. Que la plata te alcance hasta fin de mes.

El país de los sobrevivientes. Pienso en la frase pero prefiero no decirla en voz alta. Después de todo, nadie quiere aceptar que en realidad transita por un país que carece de esperanzas. Somos quizás, la última generación de Venezolanos que pudo aspirar a un país concreto, que pensó en opciones y una visión sobre el futuro que incluía al gentilicio. Pero ahora, la opción es la huida. Abandonar los escombros. Una vez leí que los ciclos de emigración en un país, son un fenómeno tardío, difícilmente explicable. O motivado por una causa tan enorme que lleva décadas analizarlo. En la Venezuela socialista, no se trata de una idea tan complicada. Los que emigran lo hacen porque el inmediato sustituyó al futuro, porque somos ciudadanos de ninguna parte. Porque la esperanza en Venezuela se restringió a la una mera idea instantánea, a cierto ideal básico que no admite cualquier análisis complejo. El Venezolano emigra por desesperación, por necesidad, por miedo. El Venezolano emigra empujado por un conflicto borroso, incomprensible, a medio elaborar. Por una estafa histórica de proporciones inimaginables. Por encontrarse en medio de una batalla ideológica barata, vulgar. Por esa aspiración del poder de preservarse a pesar del ciudadano. El Venezolano emigra porque Venezuela desaparece, se desploma. Ya no es.

— Hace unos años, jamás habría pensado en irme. El clima perfecto, un país con oportunidades, mi familia. Mi país, pero…¿Ahora? es como si fuera extranjero incluso antes de poner un pie fuera de Venezuela — dice L., el homenajeado. En dos días viajará a Costa Rica, donde intentará establecerse como pueda. No tiene empleo ni tampoco planes inmediatos, pero está convencido que incluso ese tipo de incertidumbre es mucho mejor que la que sufre en Venezuela, esa teoría sobre la violencia que le abruma en cientos de maneras distintas — no hay nada que me haga desear quedarme aquí. Y eso te pega, te jode. No es fácil aceptar eso. Te dejas un pedazo de historia.

Una frase romántica pero falsa. No hay historia que abandonar, me digo con cierta crueldad. Tampoco hay un país “real” y otro “ficticio”. Venezuela simplemente es la consecuencia inmediata de toda una herencia política y social que ignoramos e incluso cometemos el imperdonable error de desdeñar de inmediato. De una batalla de ideales, percepciones y concepciones de país tan simples como superficiales. La Venezuela que se aspira, que se sueña, que no existe.

— Al final, el horario de Oficina es solo una consecuencia de las cientos de pequeñas cosas que nos joden a diario — dice alguien — el país está en emergencia pero parece que nos acostumbramos a que lo esté.

Pienso en lo aterrorizada que me siento al caminar por cualquier calle de Caracas, cuando un motorizado se detiene junto a mi automóvil. En la humillante sensación que me deja avanzar paso a paso en una fila para comprar alimentos. En esa certeza amarga que cualquiera de mis planes y proyectos se encuentran aplastados y asfixiados por el peso de la economía, del país en conflicto. Pienso en los momento de abrumadora tristeza, cuando miro la ciudad donde nací y no la reconozco. Cuando escucho los insultos oficiales y me siento parte de una población a quien se le ignora y se le margina. La ideología del odio, esa permanente sensación de exclusión que parece ser el gran legado de un Gobierno obsesionado con el poder.

Y de pronto, la idealización del país que fue parece carecer de sentido, de sustancia. De simple lógica. Y es que tal parece que Venezuela siempre transitó hacia este lugar arrasado, esta percepción rota del futuro. Una y otra vez, cometimos los mismos errores, un ciclo interminable que terminó por construir un proceso de destrucción que se alimenta de sí mismo.

Es casi medianoche cuando finalmente me despido del resto de mis amigos. Las calles de Caracas se encuentran sumidas en un tipo de soledad difícil de explicar. Hace años — menos de una década — la vida nocturna de la ciudad era célebre en el resto del continente. Ahora somos una colección de calles vacías, de basura acumulada en las esquinas. La imagen parece resumir a Caracas, incluso a Venezuela. Una soledad con tintes de un desastre que nunca llegó a suceder pero del que sufrimos las consecuencias.

Pensé en la situación durante horas. La imaginé desbordada, peligrosa y amenazante. Pero sobre todo, volví a sorprenderme por la aparente indiferencia de los transeúntes que caminaban de un lado a otro de la calle, de los curiosos que observaban lo que parecía ser un espectáculo callejero entre risas y más aún, esa percepción indiferente sobre la violencia. La visión de normalidad de la agresión y el ataque. Como otras tantas veces durante los últimos quince años, me pregunté hasta que punto somos conscientes de lo peligroso que resulta esa noción de la violencia normalizada, como cosa de todos los días. Parte del paisaje cotidiano.

— En realidad no es únicamente cosa de nuestro continente — me explica Jaime Aspurúa, Sociólogo Mexicano a quien conocí mientras tomaba un curso Online sobre los límites de la cultura Violenta. Una experiencia que me brindó la inestimable oportunidad de analizar el fenómeno fuera del contexto Venezolano — se trata de un fenómeno mundial que asume el hecho de la Violencia como inevitable e incluso aceptable. Se habla de la violencia justificada, de la idea del odio y el resentimiento como aspectos de la personalidad humana esenciales. Lo cual no deja de ser cierto: sin embargo, no se hace hincapié en nuestra capacidad para controlar nuestros impulsos primarios, para transformarlos en algo más constructivo.

Jaime ha dedicado buena parte de la última década a investigar la violencia en su país pero sobre todo como fenómeno a nivel mundial. Desde el resurgimiento de grupos políticos fanatizados que utilizan la violencia como expresión política hasta la noción de la violencia debida que forma parte de la cultura occidental, la idea parece asumirse como parte de una compleja red de conceptos que coinciden en aceptar a la Violencia como parte de nuestra percepción individual. La violencia está en todas partes: desde la visión deformada y edulcorada de la violencia vía series y programas de televisión, la interpretación casi poética del cine y la literatura, hasta la cultura que analiza la violencia como un impulso biológico — poderoso e indiscutible — antes que la racionalidad. Y es que la violencia — como elemento indivisible de la personalidad humana — parece formar parte de esa noción del quienes somos y cómo nos comprendemos con muchísima mayor fuerza que cualquier otro elemento intelectual.

— Es sencillo: se habla de la violencia pero no se analiza en realidad sus alcances. La mayoría de las personas creen que la violencia es una escena especialmente dura de su película favorita o el capítulo doloroso de un libro. Que pueden mirar a otro lado e ignorarla cuando no puedan soportarla. Es la consecuencia directa de haber crecido en un mundo plagado de imágenes e información. La violencia la asumimos como parte de un todo confuso de visiones de la cultura a la que pertenecemos — me dice Jaime, a través de la pantalla del Skype. Se encuentra en su oficina del Centro de la Ciudad de México y a su alrededor, hay una buena cantidad de afiches y fotografías que muestran la violencia en estado puro, como le gusta llamarle. Hay gigantografías de fotografías del reportero James Nachtwey, rostros heridos y desfigurados por la violencia. También, hay una reproducción de una imagen de Ciudad Juárez, el lugar más violento de México y quizás de latinoamérica: La ciudad tiene una apariencia tranquila en la fotografía, pero hay algo algo decididamente inquietante ese apacible paisaje rural. También colecciona fotografías de diferentes conflictos bélicos, imágenes a color de durísimas escenas de crueldad y agresión: Mujeres llorando de angustia por sus hijos muertos. Hombres de rostros cadavéricos juntos a los cuerpos de sus familias. En una ocasión, Jaime me comentó que conservaba todas esas terribles escenas de dolor con la intención de no olvidar nunca que la violencia es real, es evidente y es inherente a la historia. Aún así, no la considera aceptable. Para Jaime, la violencia es una idea que se combate, que se mira desde la perspectiva de un humanismo profundamente meditado y trascendental.

— ¿Y no es parte de nuestra cultura? — le pregunto. Fue una cuestión que me obsesionó mientras participé en el curso online donde nos conocimos. ¿Hasta que punto la violencia forma parte de la cultura como la concebimos de manera cotidiano? ¿Que tan hondo a calado la idea de la agresión necesaria, de la violencia justificada en nuestro punto de vista sobre la sociedad? Una disyuntiva que me hizo cuestionar la percepción que tengo sobre los valores éticos y morales a través de los cuales juzgamos a otras sociedades e interpretaciones culturales. Si asumo que la violencia es natural y también parte indivisible de la personalidad humana ¿Hasta que punto es controlable, medible e incluso censurable? Si asumimos la violencia como una perspectiva válida dentro de la concepción de la naturaleza humana ¿Cómo podemos censurarla? ¿Podemos hacerlo, de hecho?

Jaime piensa que sí, opinión que compartían buena parte de los participantes de la curso Online sobre el tema. De hecho, había hombres y mujeres de un buen números de lugares en conflicto participando activamente en la experiencia y para todos, la Violencia no era ni un hecho natural ni excusable. Una chica de Jerusalém insistió durante los largos debates vía Skype, que la violencia no sólo es una visión distorsionada del ideal sino que además, forma parte de esa necesidad del hombre de justificar su vanidad. Un muchacho de Sudáfrica, que contó al grupo había sufrido durante años discriminación y racismo en su país, insistió que la violencia — ideológica, social, cultural — es la contradicción a todo ideal del mundo moderno, de esa conquista contemporánea de la paz como responsabilidad social. “Somos parte de una generación que aspira a la paz como ninguna otra, porque conoce las consecuencias de la violencia, porque las analiza con mayor objetividad que antes”. Jaime le preguntó si pensaba que era así porque la mayoría habíamos sido víctima de cualquiera de sus consecuencias. No puede evitar pensar que sí, mientras el muchacho sudafricano ponderaba sobre los alcances e implicaciones de la discriminación: una forma de agresión durísima que se ejerce en numerosos lugares del mundo disfrazada de cultura y también de rasgo social.

— La violencia no es parte de ninguna cultura sino más bien, de la naturaleza humana en estado esencial, primitivo, eso es incontestable — me responde Jaime — puedes ser violento. Naturalmente puedes permitirte la agresión, la pelea, la contienda. Herir a alguien más. Pero no lo haces. Lo evitas. Lo reprimes. Lo asumes como reprobable. De manera que en realidad la cultura te contiene, te permite decidir sobre tu naturaleza esencial.

El pensamiento me obsesiona por días enteros. En el grupo del curso, soy una especie de curiosidad social. Hasta hace menos de una década, Venezuela fue considerada una especie de Paraíso utópico, donde el ideal histórico de la izquierda latinoamericana parecía haber triunfado de manera clamorosa. Los programas sociales de Chávez, las imágenes de las multitudes que le aclamaban sonrientes, la visión de un país avanzando hacia un contrato social mucho más humano, brindaron a Venezuela una especie de imagen borrosa de prosperidad. Y sin embargo, con una rapidez de pesadilla esa imagen se desplomó a medida que la Venezuela real comenzó a mostrarse en cifras: Caracas fue declarada la tercera ciudad más peligrosa del mundo y de hecho Venezuela, ocupa el escaño número diez como el país con mayores indices de violencia y agresión. Hablamos de un ámbito donde la agresión, la discriminación forman parte de una visión general del país. De una atmósfera irrespirable sobre la ideología basada en el resentimiento y el enfrentamiento social crea una atmósfera de enfrentamiento constante. La violencia en todas partes.

¿Te sientes víctima? — me pregunta Johnny, el chico sudafricano en un correo que me envía donde intenta comprender mejor la situación de mi país. Johnny me cuenta que por años, admiró al presidente Hugo Chávez, lo consideró un héroe de los pobres, un improbable paladín de un tipo de economía basada en la empatía antes que en la ganancia. Le sorprendió escuchar mis testimonios, las escenas que violenta que he vivido durante casi dos décadas. También la impresiona la imagen del país que puede entreverse en las cifras, en lo que reflejan las noticias e informaciones que rebotan en los medios de comunicación del mundo. Así que me escribe, intentando comprender. ¿Como pudo ocurrir una debacle semejante? me insiste.
¿Como lo asumo yo?

Le explico de la Caracas árida y agresiva: de la inseguridad en cada esquina, de la sensación de peligro que siempre me acecha. Le cuento sobre el discurso oficial, basado en el menosprecio y el insulto. Me responde que eso puede comprenderlo. “Por años, toda mi familia fue considerada inferior por nuestra raza. Fui discriminado en el colegio, la secundaria. Me llevó muchísimo esfuerzo luchar contra todo tipo de trabas administrativas basadas en prejuicios raciales para entrar en la Universidad” me cuenta. Le hablo entonces sobre las listas de discriminación, que el gobierno utilizó para segregar a opositores de todo tipo de empleos y recursos del Estado. Pero también le hablo de la violencia directa: la de la población armada, encerrada entre rejas. Le hablo de la cultura del insulto, de esa sensación de siempre encontrarme al borde del desastre. De que la vida transcurre en medio de una sensación de inevitable peligro.

“Sí, me siento una víctima, aunque no sé realmente de qué situación. Mi país es la consecuencia de lo que somos, así que supongo que soy una víctima de mi herencia cultural, de lo que permití pudiera ocurrir” le escribo por último. El pensamiento me desconcierta, me duele pero es cierto. Lo sé mientras lo escribo. Me abruma la sensación de esa verdad escondidas entre cientos de reflexiones, del temor al borde de quienes somos y cómo somos.

Sentada en una de las calles de mi ciudad, observo esa actividad febril de la calle, el bullicio natural de cualquier lugar del mundo quizás. Acabo de leer el correo que me envió Tida, la chica de Jerusalém. Leyó en algún lugar las noticias sobre la muerte violenta de un diputado de mi país. Inquieta, comenzó a investigar sobre la Venezuela real, amenazante. Me escribe, preocupada y además en un intento de consolarme: “Vivo en un país donde la violencia está en todas partes. No puedes evitarlo. Hay un estado de emergencia ponderado, discreto, pero siempre presente. Lo está cuando sales con tus amigos, cuando asistes a la universidad, cuando te encuentras en tu casa con tu familia. La violencia es parte del riesgo y también, de esa personalidad de la ciudad donde vivo. Pero no permito que me abata ni me aplaste. No permito que sea lo único en lo que pienso. Me enfrento a ella cada día, saliendo a la calle cuando temo no hacerlo. Viviendo lo mejor que puedo. Disfrutando cada momento. Porque la violencia existe, por supuesto. Pero también existe esa identidad humana que te salva de ella, que te permite diferenciar del bien y del mal. La capacidad de luchar contra ese dolor perpetuo. La violencia no lo es todo. Quizás la esperanza, sí.”

Pienso en las palabras de Tida largamente. Sentada, muy rígida. Con ese hábito del temor que a veces me paraliza. Miro la calle, la silueta de la ciudad, esa multitud de rostros anónimos que me rodean. Y pienso en el poder de mirar el mundo más allá del temor, de esta abrumadora sensación de inevitable peligro que siempre me atormenta. Una idea que en ocasiones me resulta insoportable, aplastante. ¿Es posible? me pregunto casi con cansancio. ¿Es posible comprender esa cualidad que puede enmendar incluso nuestra propia naturaleza?

Un transeúnte se detiene, se seca el sudor de la frente. Mira hacia la montaña de un verde purísimo, la línea extraordinaria del cielo radiante. Y sonríe. A pesar de la cacofonía del tráfico, del los rostros malhumorados que le rodean, de la hostilidad de una ciudad árida. Y es esa sonrisa, más que cualquier otra cosa — pequeña, apenas entrevista — lo que me hace sonreír también. Tal vez, me digo, la posibilidad es diminuta, pero real. Ahora mismo, una idea entre tantas, pero capaz de construirse a sí misma. Una forma de aspirar a la paz.

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