sábado, 4 de marzo de 2017

Un misterio entre misterios y otras historias de brujería.




Nací en una familia de mujeres. Mujeres fuertes, apasionadas. Mujeres que se disgustan, envejecen, se arrugan. Mujeres que decidieron la mayoría de las veces tomar decisiones personales y contradecir la idea que la cultura tenía sobre ellas en tiempos donde no era tan sencillo hacerlo. Mujeres que rien a todo pulmón, que lloran a lágrima viva. Mujeres que despiertan con los brazos levantados hacia el sol. Mujeres con los brazos llenos de flores y también de ideas. Mujeres que escriben, pintan, bailan, crean. Mujeres extraordinarias en lo cotidiana. Mujeres con el corazón roto, que pudieron encontrar las piezas perdidas para construir una nueva manera de comprenderse. Mujeres que aman al sol.

Nací en una familia de brujas.

Por supuesto, cuando eres una niña pequeña, no adviertes esas cosas de inmediato. O no te importan, que es lo mismo. La primera vez que escuché la palabra "bruja" en casa de mi abuela, fue en su cocina, mientras preparaba una de sus deliciosas tortas de queso y maíz. Era una niña muy pequeña y tuve la sensación que el nombre - mágico y misterioso - tenía una cadencia antigua, de cien historias a punto de contarse.

- ¿Bruja? - repetí. Abuela me hizo uno de sus guiños maliciosos.
- Pero no como la de los cuentos.

Hacia menos de dos meses que vivía en casa de abuela y aún no la conocía demasiado. Era una mujer de cabello rojizo, ojos color miel y sonrisa perpetúa. Ella misma me repetiría después con frecuencia que sonreía como una muestra de valor y de coraje. Sólo sonríen los valientes, solía decirme. De manera que ella sonreía. Una sonrisa amplia, con todos los dientes, de cara al sol.  Podía ser una sonrisa simpática o una misteriosa, de labios cerrados. O una carcajada estruendosa, que siempre me dejaba un poco sorprendida. En realidad, mi abuela siempre me sorprendía.

Su casa también. Era una vieja casona en una urbanización privada de Caracas que había conocido mejores tiempos pero que aún, conservaba su belleza. Tenía dos pisos, una terraza pequeña y cerrada con una reja de metal, un jardín desordenado y una muralla de piedra al fondo, donde crecía el rosal favorito de mi abuela, de un encendido color rojo. El Ávila se abría en vertical a la derecha y la ciudad al fondo, con sus luces parpadeantes y la silueta sinuosa de sus edificios. Era un buen lugar para escuchar el sonido del viento pero también el murmullo de Caracas, tan cercano  y lejano a la vez. Yo adoré de inmediato aquella casa espléndida, con sus puertas de madera y sus moldaduras agrietadas por la humedad, sus cristales opacos y sus silencios. Incluso aún siendo una niña pequeña, sabía que el olor delicioso a tierra fértil, viento de montaña y árbol y albahaca fresca, era el olor del hogar.

En casa de mi abuela también vivían varias de mis tías, por diferentes razones y durante diferentes momentos del año. Mi tia E, que había enviudado siendo muy joven y había decidido regresar a la casa de sus padres para consolar el corazón herido. Mi tia M., que disfrutaba de una vejez apacible entre sus paredes. También venían a visitarnos la tatarabuela P., centenaria y vivaz y la bisabuela F., quien vivía sus años dorados de su v recorriendo el mundo otra vez. De vez en cuando, mis primas mayores o menores se quedaban durante largas temporadas en la casa, compartiendo habitación, llenando con sus risas y gritos los pasillos venerables.  Eramos, por tanto, una familia extravagante, de puertas y ventanas abiertas, bulliciosa e informal. Para mi, que me había criado en el silencio severo de mi madre, toda esa algarabía me parecía desconcertante pero también muy bella. Era como entrar en otro mundo, en otra visión de las cosas normales. El tiempo detenido en el brillo del sol de la tarde, de la risa de mi abuela.

- ¿Y como eres bruja entonces, si no eres como la de los cuentos? - le pregunté a mi abuela. Ella siguió mezclando la harina y la mantequilla, con sus movimientos lentos y fuertes, sin responder. El brillo perlado de la tarde se colaba entre las ventanas abiertas y toda la cocina tenía un aspecto pulido y dorado, flotando en medio del calor.  El viento del Ávila entró por la cocina y revolvió todo, como si quisiera participar en la conversación. Me gustó ese pensamiento. Tal vez era cierto.

- ¿Que es para ti una bruja?

- ¿Para mi?

- ¿Como te la imaginas?

La primera imagen que me vino a la cabeza fue una mujer alta y encorvada, con la piel verde y la nariz aguileña. Había visto dibujos parecidos en muchos libros y en la televisión. Una mujer vestida de negro, que reía de manera chillona y que ofrecía a los niños manzanas envenenadas. También, había visto una vez en un programa de televisión a una mujer vestida de colores y las manos llenas de pulseras, que miraba con atención una enorme bola de cristal de colores. ¿Alguna era realmente una bruja? Miré a mi abuela de reojo, alta y rolliza, con sus manos fuertes y llenas de callos, el cabello trenzado cayéndole sobre el hombro, el rostro arrugado y amable, los grandes ojos mirándome con atención. ¿Como podía ser ella una bruja? ¿Que quería decir cuando se nombraba así misma de esa forma? Suspiré, confusa.

- Me la imagino de muchas formas - admití - y no sé cual es la de verdad. La imagino misteriosa y terrible como en las películas, pero también una señora rara que lleva pañoletas en el cabello y las uñas muy largas. Pero tu...

No supe como explicarle la diferencia. Me pareció que era importante hacerlo, describirle esa imagen mental que yo tenía sobre lo que era una bruja y como la veía a ella. Pero el pensamiento era muy complejo y enrevesado, incomprensible, al menos para la niña que yo era por entonces. Me quedé un poco abrumada, desbordada por la idea, sin saber como explicarsela, como mostrarle las imágenes vivaces de mi mente, esa que mostraban a una mujer fuerte, colorida, llena de misterios. Una mujer espléndida, de pie bajo la luna y el sol. Una mujer...como ella quizás. Una mujer como la que yo quería ser.

Abuela siguió cocinando. Lo hacia todo con gestos firmes y fluidos, como si disfrutara mucho incluso las cosas más pequeñas, más delicadas, más frágiles.  Y quizás era así. Mi abuela tenía un instinto muy poderoso, una noción de si misma y del mundo que le permitía paladear intensamente cada momento, cada idea, cada forma de comprender lo que le rodeaba. La observé fascinada por ese entusiasmo secreto, esa vivacidad que mucho años después, tendría que describir como pasión.

- Una bruja es una mujer sabía - dijo entonces mi abuela - es una mujer que conoce su cuerpo, que mira a su alrededor con curiosidad y sed de conocimiento, que anhela crecer y soñar.  Una bruja es una mujer que necesita entender lo que ocurre en su vida y como afecta a los otros. Que sabe el poder de sus decisiones y sus consecuencias. Que conoce el valor de la naturaleza y sus ciclos. Que admira lo misterioso y tiene la humildad de hacerse preguntas.

La escuché desconcertada. ¿Eso era una bruja? me dije con cierto sobresalto. Repasé de nuevo mi imagen mental: la mujer terrible de piel verde, de pie en una habitación de piedra, riendo con una manzana envenenada entre los dedos. La anciana con el cabello cubierto por un paño colorido, de mirada misteriosa y cierto aire poderoso. ¿Todas eran brujas? ¿Quién era la mujer que describía mi abuela? ¿Cual era su secreto poder? ¿En donde residía su belleza?

- ¿Cómo es una bruja entonces? - le pregunté con timidez. A pesar de mis cortos ocho años, ya sabía que para algunas personas, la palabra "bruja" era cuando menos, inquietante. Provocaba algo parecido al miedo. Las brujas de los cuentos siempre aterrorizaban a los niños, a las princesas, a los aldeanos. Siempre miraban por el ojo de la puerta, siempre estaban a punto de cometer algún acto terrible. Pero la mujer que mi abuela describía era muy distinta.

- La bruja es una mujer fuerte. Es herencia de una larga tradición de mujeres espléndidas que han formado parte de la historia en muchas partes del mundo, bajo diferentes nombres - me explicó mi abuela - hace mucho tiempo, cuando los seres humanos no dominaban aún el fuego y no sabían como contar el paso del tiempo, el cuerpo de la mujer y la sangre menstrual seguía el ritmo de la Luna, mostraban el poder de la naturaleza a través de sus ciclos y transformaciones. Una sintonia perfecta que asombraba a los antiguos. Durante muchos siglos, en muchas partes del mundo, se consideró a la mujer sagrada.

Me asombró la idea. Imaginé a una mujer de extraordinaria belleza de piel oscura, vestida y engalanada con bellas telas y abalorios, de pie frente al fuego de algún pueblo remoto. Imaginé a los hombros y mujeres a su alrededor, mirándole asombrados, comprendiendo que había un misterioso vinculo entre ella y la Tierra Fertil, entre la forma como su cuerpo comprendía el tiempo y la Luna. La imagen me produjo escalofríos de asombro.

- ¿Y eso las hacia brujas?

- Eso las hacía Sabias - dijo mi abuela - las hacia poderosas en su conocimiento. Aprendían a medida que se hacian mayores, con cada hebra de cabello blanco, anunciando el paso del tiempo. Y era esa sabiduría, lenta y poderosa, de todos los días, lo que les brindaba su capacidad para comprender lo que le rodeaba y así mismas. La magia de construir a partir de la experiencia, de soñar y mirar el futuro a través de cada paso y cada momento de tu vida.

La idea me sobrepasó, me asombró. Por unos minutos, no supe que responder. ¿La magia era entonces conocimiento? Recordé de nuevo los cuentos que había leído, donde las brujas envenanaban, engañaban y lastimaban niños indefensos, princesas aterrorizadas que huían a través de bosques tenebrosos. ¿Qué había ocurrido para que esa mujer espléndida y poderosa en sabiduría se transformara en esa vieja encorvada y peligrosa?  ¿Como había llegado esa imagen de la mujer sabia a convertirse en esa otra, la criatura temible que poblaba los cuentos que leía? No podía entenderlo.

- ¿Por qué las brujas asustan? ¿Por qué la gente las imagina con piel verde y dedos retorcidos? - pregunté. En realidad, lo que quería haber preguntado y no supe cómo, era que hacia que las brujas produjeran temor, que para muchas historias y películas, la bruja fuera un personaje aterrador. Pero mi abuela me comprendió, como siempre lo hacia. No respondió de inmediato, con el rostro tenso y un poco triste.

La miré verter la mezcla de la torta sobre un molde engrasado. Lo hizo con una delicadeza tal que ese sencillo movimiento tuvo cierta belleza. A nuestro alrededor, la tarde caía rapidamente: resplandores grises y verdes parpadeaban anunciando la última hora del día. Lo contemplé todo y tuve una rara sensación de dulzura, como si la belleza del momento, el olor dulce de las ramas que colgaban a nuestro alrededor, el calor aromático del horno, el viento de montaña que flotaba en las ventanas, tuvieran un significado propio, un lenguaje invisible que aún no podía entender, pero sí disfrutar. Mi abuela sonrío cuando se lo dije.

- Todas las cosas tienen su propia manera de expresar la felicidad - me dijo - cada elemento que nos rodea tiene una historia que te obsequia cada día. De manera que sí, todos hablan su propio idioma.

Que pensamiento bonito, me dije. Miré la montaña ondular en los últimos rayos de luz, como si desapareciera gradualmente, el jardin despertar en ternura. Y pensé en la sabiduría de la que mi abuela me había hablado, esa de aprender cada día, de observar con atención cada cosa. De hacerse preguntas. Un corazón inquieto y una mente curiosa, pensé y me encantó esa visión de las cosas. Me encantó que la Bruja fuera el simbolo de todas esas cosas.

Mi abuela cerró la portezuela del horno con un gesto firme que me sobresaltó. Se quitó el delantal con lentitud. Se pasó las manos recién lavadas por el cabello. La observé atentamente, aún recordando la pregunta que no había respondido. Me pregunté si lo haría. Después descubriría que mi abuela siempre contestaría mis preguntas. Incluso las más duras, las más dolorosas, las más antiguas.

- La bruja produce temor porque durante mucho tiempo fue símbolo de conocimiento, de búsqueda y de independencia - dijo entonces. Un finísimo y tenue rayo de luz se coló sobre su hombro y dibujo su silueta en la penumbra blanda de la noche recién nacida. La imagen me gustó, me conmovió - la mujer sabía fue durante siglos ese poder incontrolable de la naturaleza, de mirar el mundo con ojos bien abiertos, de enfrentarte al temor y la violencia. A la bruja se le tachó de malvada porque decidió vivir según las palabras de su corazón.

No entendí todo lo que me dijo por supuesto. Lo intenté claro, pero eran palabras gigantes, mucho más grande que yo, que me llevó esfuerzo atesorar para mirar después, que acaricié en mi imaginación para asegurarles que intentaría comprenderlas más adelante. Mi abuela sonrío cuando se lo dije, una de sus sonrisas amables y traviesas, teñida esta vez de un poco de tristeza.

- Lo sé, pero lleva el conocimiento contigo. Guardalo. Son semillitas que luego brotarán altas y fuertes, un árbol de ramas muy antiguas. Pero llevalas ahora, que te hiciste la pregunta, para aprender después.

Recuerdo con frecuencia esas palabras. Las recuerdo cada vez que levanto la cámara para crear, el lapiz para escribir, la voz para hablar. Y es que esa sabiduría misteriosa, del tiempo y de la piel, de la Tierra y de los sueños, viaja conmigo, es parte de mi espíritu. De mi voz y de mi nombre. De mi manera de mirar el mundo, de creer y confiar en mi espiritu. De caminar con paso firme hacia el futuro. De crear la mujer que seré.

Nací en una familia de mujeres sabias.

Nací en una familia de brujas.

C'est la vie.

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