miércoles, 15 de marzo de 2017

Crónicas de la feminista defectuosa: Cosas que pasan cuando decides escribir sobre pornografía.




El día sábado recibí un correo en el que un disgustado lector de mi blog, intentaba explicarme por qué no debía escribir sobre pornografía “y temas así de sucios”. Parecía genuinamente ofendido y sobre todo, desconcertado por el hecho que una mujer pudiera no sólo analizar el sexo desde cierta distancia emocional sino del hecho que lo considerara natural. Ya me había ocurrido antes, pero en esta ocasión, mi invisible interlocutor parecía especialmente ofendido por lo que llamo mi “atrevimiento” de analizar la sexualidad en un espacio público y desde la perspectiva femenina. “El sexo es sagrado y con ese respeto debe tratarse. La mujer debe entender que el sexo es un don divino y no un don carnal. Ninguna mujer puede manchar su quehacer sobre la vida (sic) con eso”. El sermón me hizo reír, aunque no me sorprendió. Escribir sobre temas femeninos que no se tocan con frecuencia — masturbación, pérdida de la virginidad, identidad sexual de la mujer — tiene como inmediata consecuencia tipo de sermones moralistas con cierta frecuencia. Supongo que en una sociedad tan tradicional como la Venezolana, algunos temas continúan considerándose tabú, a pesar de encontrarnos en pleno siglo XXI y que la cultura de nuestro país ha recibido, como cualquier otra del mundo, un buen empujón hacia el debate gracias a la proliferación de redes sociales.

Con todo, me irritó un poco el hecho que la mujer aún deba sufrir de esa limitación cultural que denigra su capacidad de mirar el mundo con curiosidad bajo el término de la “decencia”. ¿Qué es la moralidad? ¿Como se define esa opinión que decide cual es el límite de tu opinión, de tu cuestionamiento personal, de tu interpretación del mundo? ¿Qué es realmente el recato y esa visión distorsionada del sexo femenino que la sociedad latinoamericana insiste es la única correcta? Ya no hablamos de lo lícito que pueda ser la pornografía como expresión de lo erótico — cosa que puede estar en discusión- sino más allá, esa noción de la sociedad sobre lo que a la mujer se le permite y lo que no. Una especie de manual de instrucciones sobre los elementos que deben construir una identidad sexual comprensible para una cultura que no parece aceptar a la mujer que rebosa su criterio, su concepto y su visión de lo femenino. Y es que uno no deja de sorprenderse que en pleno siglo XXI, en medio de la cultura de la Globalización y más allá, la visión del mundo como una aldea global, aún el sexo sea considerado como un elemento tan extraño a la vida cotidiana como para atemorizar de esa manera. Porque hablamos de miedo: hablamos de un sobresalto intelectual tan agudo, que provoca reacciones viscerales y una visión del mundo limitada a esa idea del hombre y la mujer convertidos en estereotipos de lo puro y lo casto.

Durante el día, traté de imaginar que podría haberlo inspirado. No pensé en machismo ( sería la respuesta más sencilla ) sino en algo más sutil, mucho menos evidente. Imaginé a una mujer que se concibe así misma de una manera tan restringida, que se obliga a calzar, de todas las maneras posibles en un molde moral que desde niña se le insistió era cierto, único, evidente y sobre todo, real. Intenté imaginar cómo era considerar a los hombres “otra raza”, el mundo dividido en dos mitades donde la mujer sufría de cierto exilio histórico que continuaba siendo invisible para la historia, para la cultura que la vio nacer, incluso para sí mismo. Porque esa “delicadeza” y “espiritualidad”, esa necesidad de mirarse así misma como una idealización de género, no es otra cosa que un esquema tan antiguo como incompleto, una forma de construir a la mujer a trozos mal encajados, siempre ambivalente. ¿De dónde proviene esa férrea idealización? ¿Esa dicotomía de la identidad de la mujer entre lo que debe ser y lo que la somete a la indiferencia social? Una concepción del mundo tan limitada como dolorosa, tan venial como simple. La mujer como reflejo de un mundo que la disminuye, la menosprecia en un intento por celebrar lo que asume son sus únicas virtudes evidentes. La historia como una colección de escenas donde la mujer parece pasar desapercibida.

La Puta, la decente, la bonita y la fea: Un mundo entre máscaras.
La historia siempre ha sido muy poco caritativa con el sexo femenino. Tal vez se deba a que la mujer según la visión cultural cayó en desgracia muy pronto a través de los símbolos religiosos — la Mitológica Eva condenando al mundo al sufrimiento debido a su curiosidad — o al simple hecho, que la visión patriarcal de la sociedad siempre dejó muy claro que la mujer no tenía identidad propia. Cualquiera sea el caso y a pesar de las reivindicaciones pasadas y presentes, la decidida transformación de la opinión social de la mujer, lo femenino continúa limitado a una serie de ideas que casi todos asumimos como cierta aunque no tengamos real idea de donde provienen. O peor aún, que aceptamos aunque no sepamos realmente cual es su origen. El mundo como parte de una herencia que nos supera o lo que es lo mismo, el sin razón de lo que somos, a dónde vamos y porque avanzamos, con torpeza hacia una síntesis elemental de lo que llamamos realidad.
Una de mis amigas, ríe a carcajadas cuando le muestro el puñado de correos insultantes que recibí. Me hace un guiño mientras me sirve una taza de café -en un intento de apaciguarme, supongo — en su desordenada cocina. Con treinta y tantos años cumplidos, soltera, viviendo una relación libre con un hombre diez años mayor que ella, es parte de ese grupo de mujeres que no aceptan nada, de las que viven en esa línea mínima entre lo que se considera femenino y lo que no lo es.

- Es natural que a una mujer le inquiete que otra acepte ve pornografía — me explica — la pornografía es esencialmente autocomplaciente, vulgar y denigrante. Es una gran fantasía sexual ajena construida a base de imágenes concretas. Por supuesto, hay montones de concepciones al respecto y los matices se han hecho mucho más numerosos a medida que el tiempo transcurre y la sexualidad se desmitifica. Pero en esencia, la pornografía saca a la luz lo que la cultura teme, ese misterio de control que supuso por tanto tiempo el tabú.
Como socióloga que ha dedicado buena parte de su vida académica a investigar sobre la identidad femenina en Venezuela, mi amiga sabe de lo que habla. Pienso en eso mientras bebo a sorbos la taza de buen café. Recuerdo lo mucho que me ofendió la primera vez que vi una película pornográfica, pero a la vez, las muchas preguntas que me despertó. La idea que había un tipo de cine que se asumía así mismo lineal y concreto, para rebasar cualquier idea lírica. Y más allá, esa visión del sexo por el sexo, la genitalidad simple como forma de expresión erótica. Sacudí la cabeza, desalentada. Recordé una pequeña anécdota que me había dejado un poco desconcertada.

- En una ocasión una mujer en mi TimeLine de Twitter intentó ponderar sobre la sexualidad femenina siempre había sido libre y fuerte — le expliqué — mencionó que solo ahora era evidente e insistió que el Marqués de Sade era “porno” del “flojo”. Cuando intenté explicarle la diferencia entre lo erótico y el porno, se ofendió muchísimo. De hecho, fue una especie de discusión entre pequeños sarcasmos. Se burló un poco de “mi experiencia” sobre el tema, como si tener conocimientos al respecto fuera irrespetuoso e incluso, decididamente ofensivo.

- Por supuesto — me explica — para la mujer latinoamericana, la noción del sexo es ambivalente. Le gusta pensar que es desinhibida y es deseable, pero le asusta admitirlo, le molesta que otra mujer pueda tener mayor conocimiento que el suyo sobre un tema que parece tocar su visión de sí misma de manera tan directa. La mujer Latinoamericana es tímida, está criada para serlo. Y además, se mira así misma en esa dualidad de la deseable — que se insiste — y la decente — que necesita ser — para ser comprender su identidad.

Una idea interesante y tan cierta: a la mujer latinoamericana se le enseña bien pronto que la niña decente no lleva la falda corta, que la boca roja es de puta, que disfrutar del sexo es inconcebible. Y también se le insiste que el varón es de la “calle”, que puede “hacer lo que le plazca” y que es su derecho ser sexualmente agresivo y libre. ¿Parecen ideas retrógradas? Tal vez no lo son tanto, en un país donde los índices de desempleo femenino son altísimos y que aún, la mujer profesional continua obteniendo menos beneficios salariales que su contraparte masculino. Pero incluso no solo en el terreno de lo evidente, ese menosprecio de lo femenino, esa necesidad de encajarlo en una visión cultural concreta, es parte de nuestra identidad latinoamericana. Mi amiga suspira, casi con preocupación, cuando se lo comento.

- Las implicaciones del machismo son muy numerosas y sobre todo sutiles, es parte de nuestra interpretación de lo bueno y de lo malo — dice — No hay una postura crítica, no hay una explicación del motivo por el cual lo sexual pueda transgredir la moral. Parece ser una idea tácita, una asociación inmediata de ideas. Nada sexual parece ser puro y mucho menos admisible. Y mucho menos, una mujer puede admitir lo disfruta.
Una maraña de ideas inquietante. Me preocupó sobre todo, el hecho que la cultura donde nací, no parece muy consciente de la pesada losa de prejuicios con la que aplasta a la mujer, una situación penosa e insostenible con la que toda mujer latinoamericana se ha tenido que enfrentar, antes o después, de las maneras más sencillas a las complejas. Desde el piropo subido de tono, hasta el acoso sexual, desde la idea de la mujer “decente” hasta la palabra “puta” hay toda toda una serie de circunstancias que parecen rodear lo femenino y limitarlo a un espectro comprensible. Un límite que el mundo de las cosas comunes impone con suma facilidad y que se asume por cierto y absoluto.

- No hay otra manera de llamar a Venezuela que machista, aunque moleste, irrite y sobre todo confunda a una generación más joven en que insiste en que las cosas se están transformando para la mujer — comenta G., una de mis profesoras Universitarias con la que me reúno a conversar de vez en cuando. El domingo caraqueño tiene olor a sol y a montaña y me gusta escuchar su voz, reposada y elocuente, explicando un idea tan complicada de entender — en realidad se ha hecho más flexible, pero no quiere decir que eso mejore la situación de la mujer Venezolana.

Es verdad. Pienso en las frases misóginas y agresivas que los líderes gubernamentales utilizan con total desparpajo, en el aumento del feminicio, en la visión del mundo femenino como una rareza que transita en el masculino. La profesora G. ríe en voz baja.

- Te preocupas porque para tu generación, el machismo es inadmisible. Pero el temperamento nacional no madura tan rápido ni de manera tan eficaz como la cultura mundial de las que toda una generación asume como suya — dice — es simple: Nos acostumbramos al machismo y lo consideramos inevitable. Sabemos que un hombre podrá decirte un piropo grosero y no pasará nada, porque la cultura lo admite como común. O esas airadas respuestas que recibiste sobre tu opinión sobre lo pornográfico. Alguien te dirá “es un tema delicado” sin preguntarse por qué lo es, por qué a pesar de que vivimos en una cultura exhibicionista y sin misterios, el sexo continúa asustando y la mujer continúa siendo cautiva de ese temor.

Cautiva. Qué palabra justa, me digo. Y es justamente así, parece encontrarse aún la identidad de la mujer, la que subsiste a pesar de todo, la que lucha por abrirse camino en una serie de ideas que se le anteponen, intentan aplastarla. Una visión de la mujer que intenta escapar, con habilidad y coraje de ese límite elemental de lo que abre espacio entre quienes somos y la cultura asume como identidad.

C’est la vie.

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