miércoles, 11 de mayo de 2016

Crónicas de la feminista defectuosa: Por qué Elsa de Arendelle no necesita que le digan de quien enamorarse (Y es probable que nadie lo haga)




Cuando era niña, jamás me interesaron las princesas de Disney. No porque tuvieran nada de malo o yo fuera una niña pretendidamente rara, sino debido a que las mujeres de mi casa no estaban del todo satisfecha por el estereotipo de mujer que mostraban. Sobre todo mi abuela, que solía decir que no podía entender el motivo por el cual una mujer en su sano juicio quisiera enamorarse y contraer matrimonio con un hombre desconocido a los veinte minutos de conocerlo.

—¡Por amor, verdadero! —protesté en una ocasión, asombrada por la incredulidad de mi abuela. Con toda la sabiduría de mis diez años, no entendía como no podía notar lo obvio: esa gran historia de amor que toda princesa de Disney vivía. Mi abuela soltó una carcajada.

—El amor no es tan sencillo ni tan inmediato. Las princesas quizá deberían entenderlo. Eso sería un paso para mostrar a un tipo de mujer nuevo: la fuerte que piensa.

Me llevaría unos cuantos años más entender esa frase. Y a Disney varias décadas crear una historia donde la protagonista no necesitara un hombre a su lado para demostrar su inteligencia, voluntad y fuerza. Una heroína que no sólo tuviera personalidad propia sino que, además, fuera el símbolo de toda una nueva generación femenina para quien el amor romántico no fuera una prioridad ni mucho menos el único triunfo posible. Y es que Elsa, la Reina Arendelle, y quizá la princesa de Disney más atípica de todas, demostró que no se necesita el beso de un príncipe para despertar a la vida. Un personaje insólito en medio de una pléyade de los estereotipos básicos que Disney maneja con tanta frecuencia.

La ruptura de esquemas comienza de origen: Elsa no quiere contraer matrimonio —ni lo hace durante la película— y además tiene una multitud de problemas complejos que la hacen un personaje capaz de sostener la historia sin necesidad del clásico romance. Se trata de una contradicción al paradigma de la historia tradicional infantil, que insiste en que todo cuento de hadas lleva el amor romántico aparejado. Pero Elsa es una multiplicidad de matices que sorprende: debe lidiar con dolores y pesares que poco o nada tienen que ver con la imagen tradicional de la princesa pasiva y frágil. Los guionistas la muestran como una mujer que atraviesa toda una serie de obstáculos para alcanzar no la felicidad del anillo al dedo ni la caminata al altar, sino la posibilidad de disfrutar de la libertad de no ocultar sus poderes —su personalidad, su punto de vista sobre el mundo— con toda libertad. Independiente, poderosa y emocional, Elsa es quizás la princesa de Disney más metafórica y sobre todo, la que abre las puertas a un tipo de arquetipo femenino que se basta así misma para enfrentarse a cualquier circunstancia.

Por ese motivo, me sorprendió la campaña en redes que pide que Elsa tenga una novia. No sólo por el hecho que la propuesta parece sugerir que una mujer no puede encontrarse soltera bajo ningún aspecto sino porque además, crea una visión sobre la mujer de nuevo sometida a toda una serie de etiquetas y restricciones innecesarias y que limitan esa mirada sobre la nueva feminidad. Porque la verdadera pregunta que surge es si Elsa —esta princesa del nuevo milenio, fuerte y capaz de enfrentarse a situaciones complejas gracias a su voluntad— necesita un interés romántico para definirse. Un cuestionamiento que abarca todo tipo de implicaciones y preguntas más allá de lo simbólico que pudiera resultar que una princesa de Disney tuviera una orientación sexual distinta a la que insiste una cultura tradicional. De hecho, la insistencia en que Elsa deba basar su existencia y sobre todo su identidad sobre en la pareja que la acompañe —cualquiera sea su sexo— es casi tan conservador y limitante como la mirada patriarcal a la que se supone se enfrenta la posibilidad.

Porque Elsa, que huye de un pueblo que le teme y la señala por los poderes que la hacen única, representa una serie de posibilidades interesantes que llevan al personaje a una dimensión por completo nueva. Elsa no es únicamente una princesa Disney, sino una reina que debe afrontar responsabilidades adultas. E incluso a pesar del atisbo torpe y somero de lo que pudiera significar reinar en Arendelle a solas, Elsa demuestra —en consonancia con esa nueva mirada hacia lo femenino a la que Disney parece prestar especial atención— que puede ser autónoma y además asumirse como un personaje que no necesita el matrimonio, una relación romántica o cualquier elemento de la cultura tradicional para sostenerse. ¿No resulta incluso más contundente esa independencia? ¿Esa interpretación de la nueva princesa —ese ícono cultural que permanece y se extiende a tantos ámbitos— que rebasa a la timidez, la sumisión y la dependencia que siempre se le achacó?

No es un asunto sencillo: después de todo Frozen (el mayor fenómeno de taquilla de Disney desde hace décadas) es en sí mismo un replanteamiento sobre la libertad y la necesidad de liberarse de ataduras físicas y emocionales. Desde la archiconocida canción «Let it go, let it go» hasta ser el primer cuento de hadas en donde nadie tiene un especial interés en comer perdices y darse una visita al altar (a pesar del rápido y juguetón beso de la hermana de Elsa, Anna y el atípico Kristoff en una de las escenas finales), la película es una oda para demostrar que hay un renovado reconocimiento de la mujer que puede triunfar sola. Que puede enfrentarse a sí misma y a quienes le rodean sin necesidad de muletillas culturales.

¿Necesita Elsa una orientación sexual? Esa parece ser la pregunta que se hace la campaña que insiste en que el personaje no sólo debe tenerla sino además, que sea notorio y rompa el inevitable paradigma de la princesa heterosexual. Al menos, esa parece ser la consigna de Alexis Isabel, promotora del HT #GiveElsaAGirlfriend y que insiste en que Elsa bien podría ser una nueva manera de comprender la sexualidad y sus implicaciones. «Muchos espectadores ven su historia como una metáfora de salir del armario», dice en una entrevista que concedió al periódico El País de España. Para Isabel, el objetivo es que las niñas puedan comprender desde muy temprana edad que el amor —venga de donde venga— es algo bueno, además de «darle a las niñas la oportunidad de saber que una princesa puede enamorarse de otra princesa, igual que Cenicienta de su príncipe». No obstante la pregunta que surge de inmediato es simple, ¿por qué Elsa —lo que representa— debe limitar la concepción de la mujer a una única visión? ¿Por qué una mujer no puede ser simplemente soltera sin que se insista en cuestionar su sexualidad o su modo de vida por el mero hecho de hacerlo? ¿Qué mensaje transmite una posibilidad que vendría a expresar que ninguna mujer puede estar sola sino que definitivamente necesita un compañero o compañera emocional para sustentar su personalidad? Se trata de un dilema que pone en tela de juicio la idea de los arquetipos infantiles como parte de las inevitables referencias que el adulto tendrá décadas después.

Guiños, temores y metalenguaje en el mundo de la fantasía:

Planteamientos ideales y filósofos aparte, Disney parece lidiar de nuevo con que sus productos reflejen de manera fidedigna las obsesiones y temores de la época. No se trata de una disyuntiva reciente para la compañía. Desde su fundación, la casa ha resumido —para bien o para mal— las pulsiones de las distintas décadas que le ha tocado representar casi por carambola. En el libro Tinker Belles and Evils Queens: The Walt Disney company from de inside out (2000), Sean Griffin teoriza sobre el hecho que el colectivo gay siempre se ha identificado con las premisas Disney, a pesar que la compañía se ha cuidado muy bien de afirmar o negar la especie. Aun así, durante los años treinta se insistió que que el Ratón Mickey era una apología a la vida gay y que incluso sus fascinantes villanas teatrales y dramáticas, eran sin un duda una mirada al universo Drag Queen. Lo cierto es que la obsesión cultural con los símbolos y arquetipos que maneja Disney trascienden épocas y fronteras. Como si los productos cinematográficos de la compañía dieran cabida a toda una visión sobre el hombre y la mujer tan primitiva como esencial.

Y quizá por ese motivo, la gran explosión de asociaciones e interpretaciones alternativas sobre lo el mensaje subyacente en la cinematografía Disney comenzó a ser muy obvio en la llamada segunda Edad Dorada de la compañía, que comenzó a principios de los años noventa y alcanza el milenio. Este evidente revival de la empresa tuvo un gran figura central: Howard Ashman, dramaturgo abiertamente gay y que además fue responsable de cientos de guiños a la comunidad LGBT en todas las obras en que participó —como por ejemplo haber dotado al personaje de Úrsula en La Sirenita de un parecido más que evidente con el Travesti Divine—. Pero la cosa no acaba allí: luego de la muerte de Ashman (el dramaturgo falleció de SIDA, algo que Disney jamás ocultó) los supuestos guiños a la sexodiversidad se multiplicaron: desde el supuesto travestismo del genio de Aladdin hasta la conocida canción «Hakuna Matata» (Vive y deja vivir), que más de un medio especializado ha insistido se trata de toda una declaración de intenciones sobre la sexualidad y la naturaleza de la relación entre Timón y Pumba.

Sin embargo, el punto álgido de la polémica sobre los mensajes que Disney envió —o no— en sus películas fue sin duda el hecho que el animador Andreas Deja, una de las leyendas de la compañia, reconociera sin tapujos que su homosexualidad había influido en los personajes que diseña y anima. «Hace años, Oprah Winfrey vino a mi oficina y se fue directa a una escultura que tenemos de Scar», recuerda el dibujante en una entrevista que concedió al periódico The advocate Frontiers. «Me preguntó: “¿Tú le has animado? ¿Y es gay? Todos mis amigos dicen que lo es”. No sabía cómo responderle, porque había gente de Disney delante, y dije: “Podrías pensarlo, porque es muy teatral, le encanta ser malo…”. A lo cual añade: «Creo que, al celebrar la excentricidad, hay algo en los villanos que apela a los fans gays».

Pero Elsa no es el primer personaje a quien se le atribuye directamente algún tipo de orientación sexual. Ya en el 2013, el New Yorker sacó del closet a los personajes de Plaza Sésamo, Epi y Blas (Beto y Enrique, en su versión castellana) como una polémica portada que aún se recuerda por ser el antes y un después en la manera como se comprende el género y la sexualidad en los productos dedicados al público infantil. Más adelante, en la taquillera Cómo entrenar a tu dragón 2 su director, el abiertamente homosexual Dean Deblois, dotó a uno de sus personajes de una orientación sexual que no se molestó en ocultar y que además remató con una frase para el recuerdo «Esto es por lo que nunca me casé. Bueno, y por otra razón…». La pregunta que surge de inmediato es que si toda esta nueva naturalización de la orientación sexual desde el producto infantil tendrá como consecuencia que la industria reaccione en consecuencia.

La respuesta parece ser no.

En medio de la polémica sobre la sexualidad de Elsa, Jennifer Lee, co-directora de Frozen, decidió aclarar —o menor dicho, no hacerlo— la posición del estudio en una entrevista muy ambigua que concedió al periódico The Big Issue. La directora no sólo intentó evadir el tema sino que además, se negó aclarar el tema dejando más preguntas que respuestas en sus declaraciones públicas. «Sabemos lo que hicimos. Pero al mismo tiempo creo que una vez que lanzamos la película, pertenece al mundo, así que prefiero no decir nada y dejar a los fans que hablen ellos. Será lo que ellos quieran que sea». Su respuesta —ambigua, incompleta y a todas luces titubeante— no sólo pareció dejar en claro que la compañía no se atreve a dar un paso al frente en la cuestión, sino que quizá no lo hará jamás.

Porque es indudable que además de todos los temas éticos, morales y el análisis filosófico sobre la trascendencia de un personaje Disney, la empresa es genera productos comerciales y es evidente que no está lista para enfrentarse a lo que podría significar enfrentarse al público más conservador. Más de una vez, Disney ha tenido pruebas contundentes de lo que podría suceder de no actuar con mano izquierda ante presiones culturales ultra conservadoras, lo más probable es que deba luchar contra un tipo de batalla para la que no está del todo preparada: Hace unos cuantos años, cuando la compañía ofreció derechos y garantías a las parejas gay bajo su nómina, la derecha cristiana comenzó un boicot que se extendió por meses y afectó ventas y productividad de manera evidente. La reacción volvió a producirse cuando se permitieron las bodas gays en los Parques Disney, algo que todavía provoca protestas y encendidos debates en los espacios más conservadores de un país como una moral tan ambigua como la estadounidense. Debido a lo anterior, no parece probable por tanto que Disney se atreva a complacer la insistente presión de las redes sociales para convertir a uno de sus iconos más rentable en un motivo de luchas sociales y culturales que desborde su propósito originario.

Hablamos de dinero y trascendencia: Aunque lo parezca, Elsa no es la primera princesa Disney en decidir seguir sola y mostrarse fuerte e independiente. Antes que ella, Mérida de Brave lo hizo pero sin el impacto de la reina de Arendelle. Y es que mientras la princesa pelirroja se convirtió en un personaje menor dentro de un universo cada vez más amplio y complejo, Elsa es un fenómeno de masas que obsesiona a millones de niñas alrededor del mundo. ¿Se arriesgará Disney a perder su influencia, impacto y poder dentro de una industria cada vez más competitiva y dura? ¿Podría asumir el costo de crear un nuevo símbolo a costa de todo un Imperio comercial basado en complacer a una cultura tradicional?

De nuevo, la respuesta a cualquiera de esos cuestionamientos parece ser no: Lo más probable es que Elsa siga reinando sola por unas cuantas décadas más.

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