jueves, 19 de mayo de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: La pobreza real en Venezuela.




Hace unos días, recibí desde España una caja repleta de alimentos y artículos de primera necesidad, obsequio de varios de mis preocupados parientes en el viejo continente. El bienintencionado envío incluyó paquetes de azúcar, arroz, café, una docena de latas de atún, carne embutida, leche en polvo, galletas, toallas sanitarias, jabón, champú y otros tantas cosas que desde hace meses — años en algunos casos — desaparecieron de los anaqueles de los establecimientos comerciales del país.

Durante algunos minutos miro el contenido de la caja abierta con el corazón latiendo muy rápido y la boca seca por una sensación amarga que me lleva unos minutos comprender. Una mezcla de angustia, miedo y quizás humillación. Intento contener las lágrimas y me insisto en que debo estar agradecida — sólo agradecida — por el hecho que mis parientes intentan brindarme su ayuda y solidaridad de la mejor manera que pueden, a pesar de la distancia.

— Quisimos enviarte más cosas — explica mi tia en la nota de voz que me envía al teléfono celular luego que le informé había recibido la caja — pero no me lo permitía la empresa. Esperamos que eso te permita sobrevivir unos meses. En cuanto sea posible, te enviamos una cuantas cosas más.
De nuevo, siento deseos de llorar. Un llanto duro y seco que pocas veces en mi vida me ha atormentado. ¿Qué ocurre? ¿Se trata de orgullo herido? me reprocho. ¿De pura arrogancia? Pero no es ninguna de esas cosas, por supuesto. Es algo más punzante y doloroso, una herida abierta en alguna parte de mi mente que me lleva esfuerzos entender. Me quedo de pie, con el teléfono en la mano e intento pensar con claridad sin saber si lo lograré. Lo mismo harías tú de estar en su caso, me recuerdo. Te apresurarías a ayudarles como pudieras, con cualquier recurso que estuviera a tu alcance ¿No es así? dedicarías un considerable esfuerzo en hacerles llegar lo que necesitaran, cualquier cosa que pudiera consolarles en medio de una crisis semejante. Sí, sin duda lo haría. Y la conciencia de eso, hace más doloroso el paisaje de esta caja abierta llena de trozos de un país normal, de mensajes y símbolos de la vida que perdí, que no tengo, de la que por mucho que me esfuerce no podré recuperar. Que por mucho empeño que ponga no podré vivir de nuevo. No al menos, mientras continúe en Venezuela.

Ordeno los artículos y objetos que recibí en los anaqueles vacíos de la cocina. Intento llenarme de un saludable optimismo. ¡Caramba, ya no tendré que preocuparme por el café en varios meses! ¡Y mira! ¡Ya puedes tomar tu taza de chocolate nocturno que tanto te gusta! Podrás paladear el arroz, prepararte tus roscas de anís favoritas. Casi una vida normal. ¿Por qué pensar en otra cosa? me digo mientras sostengo un paquete de harina de trigo. Hace más de seis meses que no había podido comprar un paquete. Que había renunciado a los pequeños lujos de las galletitas hechas en casa, los ponqués con la receta de la abuela, incluso las muy yanquis panquecas con miel. Ahora podrás hacerlo. Eso es bueno ¿No? Un alivio en medio de todo esto.

Aprieto el paquete entre las manos. No sé por qué recuerdo entonces una escena de la semana pasada: hacía fila en la calle frente a un supermercado a dos cuadras de mi casa, cuando una mujer que estaba a un par de metros donde me encontraba comenzó a reír a carcajadas. Una risa estruendosa, a todo pulmón, que la hacía inclinarse hacia adelante y balancearse de un lado a otro. La pequeña multitud que la rodeaba la miró expectante y sorprendido hasta que ella se calmó un poco y nos miró con los ojos brillantes de lágrimas.

— Tengo haciendo cola desde las cinco ¿Y saben qué? se acabó el arroz — dice. Señala las puertas del supermercado donde vigilan dos Guardias Nacionales armado con un dedo tembloroso — ¡Tengo seis horas esperando aquí afuera y esa mierda se acabó!

La multitud se mueve como una ola. Hay gritos y protestas, una furia caliente tan cercana a la superficie que me pregunto como explotara. Alguien me empuja fuera del tumulto y ocupa mi lugar en la fila cada vez más larga y desordenada. Me quedo de pie impotente, sin saber si atreverme a empujar y dar manotones para regresar al puesto que ocupaba o reclamar a gritos la impertinencia. En lugar de eso, me doy media vuelta y camino hacia mi casa. Lo hago a pesar de que me odio por darme por vencida, que me hiere la humillación más de lo que puedo admitir. Pero camino, con la cabeza inclinada y las manos apretadas contra el vientre, pensando que quizás es mejor no luchar contra un centenar de compradores impotentes y enfurecidos. Que sin duda, no tiene mucho sentido que lo intente.

Se trata del mismo entusiasmo falso y engañoso que siento ahora mismo, de pie con el paquete de harina de trigo entre las manos, pensando en galletas que no haré, en una normalidad que no existe. Porque de pronto soy muy consciente que trabajo casi por catorce horas a diario sin que pueda comprar lo que necesito. Que a pesar de mi preparación académica, amor al trabajo, posible entusiasmo en la manera en que enfrento la crisis Venezolana, estoy atrapada en tipo de pobreza difícil de explicar. Que soy pobre a pesar de no saberlo, que sufro un tipo de carencia que dudo alguien que no sufra a la Venezuela socialista podría comprender. Qué no obstante mi educación, mi trabajo bien remunerado, mis desvelos por lograr mantener mi estilo de vida, estoy sometida a un tipo de sistema político y económico que cercena mis esperanzas, mis aspiraciones y con toda seguridad, mi futuro. Que me encuentro aquí, atrapada en el país que me vio crecer, sin saber si debo tomar la decisión de continuar luchando o sólo asumir que la decisión de escapar es necesaria. Quizás inevitable.

Coloco el paquete en el anaquel. Lo mismo hago con los de café y arroz. Las latas de atún y carne embutida. Las pequeñas delicatessen de repostería que sé que mi tia incluyó por recordar cuando las disfrutaba de niña. Me pregunto que pensarán mientras hacen aquella compra generosa para una pariente que dejaron de ver hace más de una década. La niña que no vieron crecer, la mujer que de vez en cuando reconocen en una fotografía. Que pensaran mientras llenan la casa con sus preocupaciones, con sus buenas intenciones, con ese deseo de ayudar que agradezco y me lastima. Me pregunto si serán conscientes que aquí de lo mucho que me ayudan, que se trata más de artículos y alimentos que atesoraré, sino de esta sensación de encontrarme perdida, rota. Perdida en medio de una anonimato simple sin forma ni confín.
Un rato después, miro la caja vacía. Hay un papel al fondo, una flor de recortada con dificultad sobre un fondo verde coloreado con torpeza. Nadie me tiene que decir me lo envía mi prima D., de seis años, a quien no conozco y sólo he visto a través de la pantalla de la computadora. Cuando desdoblo el papel (que resultó ser una tarjeta) se me escapa una sonrisa triste, cansada. Quizás derrotada.

“Te quiero prima, también te envío una flor, porque creo que te va a gustar tenerla”.
Y entonces lloro, no por la flor pintada o el olor agradable de las confituras extranjeras, sino por esta soledad terrible, este abandono árido de toda esperanza. Me pregunto si Venezuela vale la pena. Si en realidad es necesario pasar tanto dolor por el simple hecho de haber nacido en esta tierra.

No tengo sé cual es la respuesta a eso.

***
Mi amigo E. emigró a Chile hace casi un año, aunque de alguna manera nunca se ha desvinculado del todo de los que continuamos en el país. Por eso no me extraña cuando recibo un mensaje suyo a través de Whatsapp diciendo que enviará cualquier medicina que necesite. Me explica que lo hará de inmediato, que las enviará con un conocido que me las hará llegar lo más rápido que pueda.

“Realmente no necesito nada” comienzo a escribir. Y pienso entonces en mis migrañas. En esas insoportables migrañas que con frecuencia me dejan de cama por horas. Esas migrañas candentes, insoportables, heridas en mi vida cotidiana. Durante más de seis meses he tenido que soportarlas sin medicamentos, sin saber muy bien cómo lidiar con un padecimiento espontáneo, imprevisible, que me deja sin fuerzas. Hace un par de semanas recorrí casi ocho farmacias y no encontré en ninguna de ellas la única píldora que suele aliviarlas. Pienso en lo mucho en que debo trabajar. En las noches en vela que debo pasar trabajando para lograr subsistir. Borro el mensaje con dedos temblorosos “Si es posible, necesito los medicamentos para mis dolores de cabeza.”

“Lo tendrás allí en menos de una semana” me responde E. y luego sabré, que envío el mismo mensaje a varios amigos y conocidos en común. Que todos dudamos en responder pero que por último, decidimos en base a esa necesidad secreta y angustiosa. Que todos somos conscientes de pronto de la tierra arrasada que nos rodea, del país inhóspito y destrozado que soportamos. Que ya no se trata de una opinión o una interpretación: que somos sobrevivientes de una guerra que aún no ha ocurrido. Ciudadanos en medio de una guerra silenciosa y desgarradoras. Un país en escombros.

Cuando llegan las medicinas — seis paquetes que me aseguran alivio por unos cuantos meses — lo sostengo con manos temblorosas. Hace cuatro años, recuerdo haber comprado casi toda la existencia del medicamento que llenaba el anaquel de una pequeña farmacia con la que me tropecé casi por casualidad. El encargado me miró con una sonrisa socarrona.

— ¿Se está preparando para una guerra? — me preguntó cuando dejé caer los casi veinte paquetes sobre el mostrador junto a la caja registradora. Me encogí de hombros.
 — Me da miedo la escasez — respondí. El hombre sacudió la cabeza.
 — Esos son cuentos de la prensa mija. Venezuela es un país rico. Es un país con plata pues. Jamás llegaremos a eso.

No respondí a eso. Por entonces, ya comenzaban a escasear algunos productos de los anaqueles de los establecimientos : aceite de cocinar, la popular Harina Pan. Pero nadie se preocupó demasiado o mejor dicho, nadie analizó lo suficiente los síntomas de lo que podría suceder. Aún así, sentí temor. Uno blanco y extraño que no supe identificar de inmediato. Después sabría que era desazón.
— Esto le alcanzará para la vida entera. Ya no tendrá que comprar más — me dijo el farmaceuta extendiendome la bolsa de plástico lleno de medicamentos — Y si tiene que comprar, aquí la espero.

La pequeña farmacia cerró hace más de seis meses. El día que me enteré que había ocurrido, ya el local tenía un aire fantasmal, destrozado. Miré con los ojos muy abiertos las vitrinas cubiertas de papel periódico, los cristales sucios de las ventanas, la puerta rota que colgaba en un rescoldo. No tuve que preguntarme que había sucedido.

Sigo pensando en ese vacío cuando me tomo la primera tableta contra la pertinaz migraña. Estoy tendida en mi cama en la oscuridad, pensando en la Venezuela que me tocó vivir. En este horror diminuto y sofocante que debo enfrentar todos los días. De pronto, me abruman las ganas de llorar y luego pasan. Me quedo a solas con la desazón, la boca llena de un tipo de amargura que me pregunto si alguna vez lograré consolar.
***

Grabo un simpática nota de voz para agradecer a mis tíos y primos de España. Hago sonidos de fanfarria, celebro la llegada del café. La envío a cada uno de ellos. Todos me responde con sonrisas, mensajes de alivio y solidaridad. Sólo mi prima mayor — que creció conmigo, con quien hablo cada semana — no lo hace. Me preocupa ese silencio al otro lado de la línea.

¿Qué pasa? Le pregunto. Sigue sin responder. Finalmente comienza a escribir.

Lo lamento, prima dice y casi puedo escuchar su voz lenta, amable al decir la frase Lo lamento de corazón.
No respondo a eso. Quizás ella no necesita que lo haga. Ni yo tampoco.

2 comentarios:

HERMINIA dijo...

En 2011 escribí esto. http://htorresg0414.blogspot.com/2010/02/despedida-en-cuotas.html
Regreso a México y no sé por cuánto tiempo. Esta despedida me está doliendo desde 2011... Cuando tenga un chance, buscaré algo que escribí hace un año o un poco más, a propósito del desarraigo. Si le interesa, creo que reactivaré mi blog, porque esta pena me dolerá menos si escribo, escribo y escribo. Toda mi admiración para usted. Lo lamento tanto.

Moebius Caligari dijo...

Qué desgarrador tu relato. Sigo tanto como puedo la realidad venezolana a través de los informativos o de prensa, pero nadie describe la vivencia de un país desolado como lo haces tú. Desde Uruguay te mando un abrazo fraterno y solidario.

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