martes, 3 de mayo de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: Cuando la libre expresión se convierte en crimen.






"Eres responsable de cada fotograma que creas. 
Toda tu historia, tus raíces y tu visión deberían estar ahí. Haz que valga la pena verlo” 
Bradford Young

Hace seis años, decidí fotografiar una de las multitudinarias manifestaciones públicas que solían ocurrir en Caracas por entonces. No tenía otra intención de documentar — en la medida de mis posibilidades — un evento político frecuente en mi ciudad. No obstante, apenas me uní a la multitud que protestaba y levanté la cámara, uno de los participantes se acercó a donde me encontraba con una mirada inquieta.

— Deberías guardar eso — señaló la cámara con un gesto desconfiado — te puede traer lios.
A mi alrededor, buena parte de los asistentes a la manifestación parecían pensar algo semejante. Un par de personas se apresuraron a cubrirse el rostro cuando las miré y alguien más pareció furioso por el mero hecho que me encontrara allí, sosteniendo una cámara en plena calle. Sacudí la cabeza, preocupada.
— Son fotografías de consumo privado, no serán publicadas en ninguna parte. Quizás en alguna red social — le expliqué a mi preocupado interlocutor. Pero eso no lo tranquilizó. Se calzó la gorra de tela que llevaba de manera que le cubriera la mayor parte de la cámara y cuando comenzó a caminar, se volvió a mirarme de nuevo sobre el hombro con evidente molestia.
— Tu guarda esa vaina — me recomendó en voz lo bastante alta para que todos quienes me rodeaban pudieran escucharle — o te vas a llevar tu susto.

Con un sobresalto, me pregunté si se trataba de una amenaza y de serlo, que la provocaba, que podía producir semejante miedo y rechazo al simple acto de fotografiar. Vi alejarse al hombre entre la multitud: llevaba una camiseta con el estampado de la bandera nacional y levantaba una pancarta donde podía leerse con mucha claridad “protesto por la libertad”. Y me desconcertó la contradicción, el hecho que el mero hecho de levantar una cámara pudiera ser considerado peligroso e incluso, agresivo aunque no hubiese un motivo claro para concluir algo semejante.

Aún así, decidí fotografiar lo que ocurría. No se trató de una decisión sencilla: el hombre con la camiseta tricolor no fue el único en advertirme sobre lo “peligroso” que podía resultar fotografiar a plena calle y me encontré con que la gran mayoría de quienes me rodeaban, tenían una opinión muy semejante sobre el hecho de fotografiar. Una anciana me gritó “que dejara de abusar de su buena fe” cuando me acerqué para mirar su pancarta y un hombre uniformado que jamás se identificó me insistió en que “la calle no es lugar para fotografías” y me obligó a alejarme de la multitud que desfilaba cantando consignas. Por último, un reportero cámara en mano que me miraba vadear entre el mar de gente incómoda con evidente dificultad, se acercó a donde me encontraba.

— Toma la imagen que tengas que tomar pero cuidate — me recomendó. Se sacó del bolsillo un rollo de teipe negro y cubrió la marca de la cámara. Aguardé, entre agradecida y sorprendida — En este país fotografiar es un riesgo.

Echó a andar en medio del bullicio exuberante que nos rodeaba. Noté que aunque no llevaba la cámara oculta, si disimulaba que la sostenía entre la ropa y que sólo la levantaba para fotografiar, en un gesto tan rápido y fluído que no conseguí imitar. Además, llevaba la insignia del periódico que disimulaba colgada al cuello, pero sin mostrarla nunca. Cada uno de sus gestos era precavido pero sobre todo, muy preciso. Le seguí, un poco avergonzada de mi torpeza anterior.

— No sé por qué todo el mundo teme que se le fotografíe — comenté — Con toda sinceridad, no creo que haga nada malo.
El hombre sonrío. Tomó un par de fotografías más (todas con un gesto rápido y furtivo) y después sacudió la cabeza, como si le conmoviera mi inocencia.

— En Venezuela la fotografía nunca ha sido bien recibida. Genera desconfianza y malestar por el mismo motivo que lo hace un periodista. Estás captando la realidad inmediata, mostrando lo que ocurre. Vivimos en un país paranoico que siempre teme al poder o a la represalia invisible.

Nunca había pensado en eso. Restaban unos cuantos años para que la censura legal contra la libre expresión fuera casi total en Venezuela pero ya podía notarse un clima de marcado rechazo hacia la libre divulgación de la información. Y eso incluye, claro está, a la fotografía. Yo misma había sufrido un par de situaciones desagradables por el mero hecho de sostener una cámara: unos meses atrás un militar me había apuntado con su arma de reglamento cuando intenté fotografiar una pancarta de Hugo Chávez y unos meses antes, había sido perseguida por casi una cuadra por un hombre furibundo a quien había fotografiado por error. “Esa mierda es una estafa” me había gritado luego de arrojarme basura. “Debería romperte la cara por eso”.

Eran los tiempos donde los grupos de choque de Hugo Chávez liderados por Lina Ron perseguían y señalaban a los reporteros gráficos que intentaban fotografiar en las calles de Caracas. En medio de la necesidad del poder de enfrentarse a la crítica y a la disidencia, cualquier forma de libertad de expresión y de manifestación de las ideas se volvió un delito potencial. No sólo se trató que Chávez estigmatizó al periodismo como un enemigo de la llamada “Revolución chavista”, sino que además logró que buena parte de sus seguidores asumieron que el periodista debía ser temido — y en ocasiones castigado — por la mera intención de informar. En consecuencia, las agresiones contra fotógrafos y reporteros se multiplicaron y de pronto, llevar una cámara se convirtió no sólo en un motivo válido para el ataque sino un símbolo de contradicción al poder. Y aunque Venezuela jamás había sido un Paraíso para el periodismo o la fotografía con intención documental, la impunidad y la amenaza fomentada desde el poder convirtió a la fotografía en un suceso peligroso, en una puerta abierta a la agresión.

— No se trata sólo de eso, aunque es evidente todo se ha hecho más difícil desde que Chávez nos convirtió en Chivo expiatorio de la crítica — me dijo el fotógrafo cuando le dije lo anterior — Venezuela nunca ha confiado en la fotografía que documenta y cuenta la verdad. Siempre ha existido una visión casi paranoica de la información. Un temor alentado desde el poder y que desde luego, resulta muy útil para el control de la información. No se trata de lo que se fotografía, sino del hecho que la fotografía es una forma de libertad.

Recuerdo esa conversación mientras leo en las Redes Sociales un nuevo suceso que demuestra que en Venezuela, fotografiar puede haberse convertido en un riesgo real para quien lo intenta. El domingo, un grupo de fotógrafos fue detenido en Parque Central por el SEBIN ( El Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional) y llevados a la Sede el organismo luego de ser denunciados por los vigilantes de las torres. ¿El Motivo? Tomar fotografías en la estructura del edificio sin un “permiso legal”. Acusados según una supuesta normativa no muy clara y además, siendo señalados de cometer un delito político — se habla que incluso se les señala de intentar “poner una bomba” — el grupo se enfrenta hoy a una detención sin juicio y quizás una condena por un delito abstracto que convierte la fotografía en un crimen.

No puedo dejar de preguntarme en qué situación nos encontramos los fotógrafos o cualquier aficionado a la fotografía en un país donde la libre expresión puede convertirse en delito ¿Fotografías por trabajo o por placer? ¿Eres aficionado o profesional? ¿Tienes una cámara? Lo que cuento más arriba pudo ocurrirle a cualquiera que levante una cámara para captar la realidad de un país que necesita más que nunca el documento fotográfico como una forma de memoria social. Resulta inquietante pensar que en Venezuela tomar fotografías se ha convertido no sólo en un hecho punible sino además, te convierte en sospechoso por el mero hecho de sostener una cámara. En Venezuela, país de la censura y del acto delictivo aleatorio al servicio del poder, fotografiar es una muestra de opinión que choca y contradice el principio de silencio leal que el Gobierno exige y obliga por necesidad.

Con cierto nerviosismo, sostengo mi cámara entre las manos mientras sigo pensando en el panorama al que se enfrentan los fotógrafos Venezolanos ¿Te gusta fotografiar en la calle? ¿Eres fanático de la imagen documental? ¿De vez en cuando robas una imagen a lo cotidiano que te rodea? Para el Gobierno, eres un criminal. Alguien que puede ser castigado sólo por ejercer su derecho de crear como una forma de expresión sino que además, debe ser menospreciado y aplastado por el puño de una normativa legal que considera tu mirada subjetiva como un delito.

Las noticias sobre los fotógrafos detenidos son escasas y la mayoría de ellas alarmantes. Los familiares y amigos insisten que aún se encuentran en la Sede del Organismo de inteligencia y podrían ser acusados de un delito político de preocupantes consecuencias. Y me pregunto, que podemos esperar los fotógrafos de un suceso semejante, a dónde nos conducen sus consecuencias. No se trata de un hecho aislado, ni tampoco un suceso anónimo sin mayor importancia. Es la demostración fidedigna que el acto de fotografiar — esa suprema rebeldía de captar la realidad así como se presenta — es para el gobierno una forma de subversión inadmisible. Que cualquiera de los que fotografiamos y consideramos la fotografía una forma de vida, puede ser acusado de un crimen por el mero hecho de mirar el mundo a través del visor. Que somos víctimas potenciales de un Estado policiaco para quien cualquier forma de arte, opinión o expresión puede ser directamente una forma de traición.

Siento miedo — real y genuino — mientras miro los rostros de los fotógrafos detenidos. La mayoría son tan jóvenes como yo lo era cuando comencé a fotografiar a Caracas, cuando decidí que valía la pena plasmar en todos sus matices esta ciudad arisca y violenta en la que nací. Los imagino riendo, sosteniendo la cámara entre las manos, contemplando asombrados esta Caracas hermosa y feroz, la dura vitalidad de un país en mitad de una crisis dolorosa. Y me duele pensar que cada uno de ellos, comprobó en carne propia que Venezuela no es otra cosa que una prisión sin barrotes, una imposición ideológica que insiste en el terror como una forma de presión social. Que considera al libre, al que crea para manifestarse, un peligro al que hay que enfrentarse.

Suspiro preocupada, entristecida, herida. Porque la fotografía no es otra cosa que un reflejo de la realidad, que una mirada curiosa y fidedigna al mundo en que vivimos y lo que interpretamos de él. La fotografía no es un delito, aunque lo acusen de serlo. Es una forma de libertad e independencia intelectual. Y quizás es el motivo por el que un gobierno obsesionado con el control insiste en atacarla, convertirla en un crimen silencioso. En señalarla como una forma de amenaza.

Sostengo mi cámara entre las manos. Aprecio su peso, lo que significa en mi historia personal. Y me pregunto cuando el poder me convirtió en criminal por el mero hecho de mirar el mundo a través de ella. Una metáfora del país a ciegas, del terror en todas partes. Del miedo como una obligación.

C’est la vie.

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