domingo, 1 de mayo de 2016

Voces al viento y otras historias de brujería.





El escritor británico Terry Pratchett solía decir que todos necesitan una bruja en su vida, aunque no lo sepan. Que cada bruja tiene la capacidad de hacerse temer y de crear. Mi abuela, devota lectora del escritor inglés, solía añadir que toda bruja crea su propio mundo. Que cada bruja tiene la asombrosa aptitud de construir con sus propias manos una mirada hacia el futuro. Una manera de soñar.

Recordé esa frase cuando conseguí mi primer empleo a los dieciseis años, como pasante de una pequeña editorial independiente. Me ocupaba de cosas muy básicas como ordenar archivos y responder algunas llamadas, pero para mi era todo un sueño cumplido: después de todo desde que recordaba había considerado a los libros como mi hogar, un mundo prodigioso al cual acudir para la alegría y el consuelo. De manera que estar allí, en el mismo centro del prodigio de crear una historia - o esa era mi romántica visión - me parecía además de todo un descubrimiento, un privilegio.

Mi jefe - y editor - de la pequeña oficina, era un buen amigo de mi padre y supongo que por ese motivo, aceptó darme el trabajo, aunque no tenía reales conocimientos sobre el paisaje editorial, a no ser el de ser una lectora voraz y devota. Cuando se lo dije, sonrió con cierto cinismo.

- Los libros son mucho menos inocentes que sus lectores - me dijo. La frase me sorprendió.
- ¿Eso que quiere decir?
- Que crear un libro es como hacer magia, pero de una muy mundana, vulgar y corriente. No como en la que crees tu y tu familia.

Desde el principio, al señor H. le había parecido casi enternecedor que insistiera en llamarme "bruja". Cuando le expliqué que todas las mujeres de mi familia lo eran, me dedicó una mirada entre desconcertada y un poco curiosa.

- Ya sabía yo que Celia tenía algo en especial - comentó sin comprometerse - pero ¿realmente quieres llamarte así?

Nos encontrábamos en su sofocante oficina del segundo piso, ordenando a mano los libros que debían enviarse a una de las librerías de la ciudad. Levanté los ojos sobre la pila que guardaba en la caja de cartón.

- Sí, por supuesto - le respondí - es lo que soy, además.

No respondió. Siguió mirándome con atención, con un aire sorprendido que no supe bien cómo interpretar. Después encendió un cigarrillo y aspiro una lenta calada sin quitarme un ojo de encima.

- Lo estás diciendo en serio, claro.

La pregunta me hizo sonreír. No era la primera vez que alguien me la hacía. Desde la niñez, llamarme "Bruja" me había traído todo tipo de inconvenientes y poco menos que algún que otro malentendido. Más de una vez, había tenido que enfrentarme al prejuicio que la palabra invocaba, a los siglos de oscurantismo que pesaban sobre ella como una losa asfixiante. Y aunque el señor H. conocía a mi familia - o parte de ella - desde hacía décadas, supongo que le resultaba intrigante que alguien tan joven como yo insistiera en llevar con orgullo una palabra que invocaba no sólo el miedo sino incluso algo más doloroso: la desconfianza.

- Por completo.
- Bruja, bruja. De las que vuelan y comen niños.
- No de esas, de las verdaderas.
- Ya veo.

Por años, había escuchado a mi Mi bisabuela decir que si alguien le obsequiara una moneda por cada vez que recibía bromas sobre las brujas que comían niños y volaban raudas en palos de madera, con toda seguridad podría haberse ido de viaje alrededor del mundo un par de veces. La recordé, sentada muy erguida en su sillón de orejas, riendo con su habitual sarcasmo.

- Al mundo le encantan las fórmulas simples - me dijo en una oportunidad - simplificarlo, definirlo con el menor número de ideas posibles. Por ese motivo, cuando alguien se comprende así mismo a través de una palabra compleja, necesitan desvirtuarla hasta encontrar algo mucho menos enrevesado. Y pocas palabras son tan duras de asimilar como bruja: Una mujer poderosa, valiente. Fuego puro. Una sabía por convicción y por necesidad. Una mujer capaz de construir y destruir. Un espíritu nacido de la llama y del temblor de la Tierra. No es de extrañar que a una figura tan difícil de asumir y definir se le llame "malvada".

Eso, a pesar que ella misma solía insistir en que sin duda, de existir las brujas "malignas", ella sería una. Lo decía con su habitual sonrisa maliciosa, sosteniendo su bastón de caoba con mano firme y dedicándome una de sus miradas frías y casi inquietantes.

- Cuando hablas de las brujas de esa manera, suena como un personaje mitológico inalcanzable - le dije en esa ocasión. Me di una rápida mirada al espejo junto a la puerta de su habitación. Sólo era una niña de rostro pálido y cuerpo delgaducho, de rodillas nudosas y manos inquietas - y la verdad, nunca me he sentido nada parecido a eso.

Mi bisabuela soltó una carcajada divertida. Me gustaba su manera de reir ruidosa, como si no le importara sobresaltar a nadie con sus carcajadas que ella misma llamaba profana. Siempre insistía en que se podía saber mucho sobre la forma como alguien reía. En más de una ocasión pensé que su risa era deliciosa por libre, por firme, por franca. La risa de una bruja, quizás.

- En realidad, una bruja es una mujer normal que asumió tiene un valor y un conocimiento extraordinario gracias a su capacidad para aprender y la sabiduría de comprender sus errores como una forma de aprendizaje - me contestó - una bruja es una mente curiosa e insaciable que jamás se detiene ante el miedo, los limites o las fronteras que solemos construir para protegernos.  Ser una bruja es comprender que el verdadero poder proviene de la capacidad que todos tenemos de construir nuestra forma de interpretar el mundo.
- Eso parece sencillo.
- No lo es. Muy poca gente es consciente de sus decisiones, palabras y la necesidad de crear que forma parte de su vida. Y cuando lo es, le brinda verdadero valor a elaborar ideas propias. Una bruja es una mente independiente que comete la audacia de enfrentarse a lo que consideramos absoluto.


Recordé esa conversación mientras el señor H. me dedicaba una larga mirada apreciativa. No me extrañó que lo hiciera: durante buena parte de mi vida había tenido que lidiar no sólo con la incredulidad ajena sino también, con esa percepción durísima que se solía tener sobre la palabra bruja y todo lo que implicaba. O mejor dicho, todo lo que podía significar en medio de un mundo cínico y crítico con cualquier concepto que pudiera alejarse de la percepción cotidiana de las cosas.

- Me asombra es la idea que para ti, la brujería y la bruja sean ideas que enaltecen en lugar de atemorizar - dijo entonces el Señor H. casi con delicadeza. Supuse que intentaba suavizar lo que realmente intentaba decir. Un planteamiento mucho más directo y directo que no pude menos que adivinar - ¿No te inquieta un poco lo que puedan pensar de ti o de tu familia cuando insistes en hablar de la magia y todo lo demás como si se tratara de algo cotidiano?

Cuando tenía ocho años, le pregunté por primera vez  a mi abuela - la sabia, la bruja -, que era la brujería. Lo hice un poco asustada, temiendo la respuesta. Preguntándome si la palabra escondía algo que yo aún no podía entender y tan peligroso como para que ella considerara la posibilidad de ocultarlo. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en términos tan complejos, pero si tenía muy claro que la palabra brujería simbolizaba algo mucho más extraño y complejo que las bonitas escobas colgadas en la pared de mi casa o las estrellas de plata que las mujeres de mi familia llevaban al cuello.

- La brujería es un camino espiritual. Una forma de comprenderte y al mundo que te rodea - me dijo dedicándome una brillante mirada sobre sus anteojos de leer - La brujería es una creencia que insiste  que el espíritu humano es infinito, poderoso, un reflejo del Universo. Una forma de sabiduría más poderosa que cualquier otra. Una expresión de conciencia basada en el conocimiento, la sabiduría y la voluntad,

Con la imaginación salvaje de la niña que era, me quedé preguntándome donde encajaba en medio de todas esas palabras la magia de verdad, la que había leído en los libros. El poder misterioso capaz de convertir a hombres en sapos, envenenar manzanas, dormir a jovencitas por siglos. Mi abuela soltó una carcajada cuando se lo dije.

-  La magia es mucho más que eso, aunque imaginar que el conocimiento pueda lograr algo semejante también es una forma de magia - explicó - La magia, mi niña, es la capacidad de tu espíritu para transformar el mundo que te rodea. Para comprender que eres parte de transformaciones y cambios basados en tus conocimientos, la osadía de tu espíritu y tu capacidad para crear.
- Pero nadie vuela en escobas - insistí. Mi abuela volvió a reír.
- ¿Para qué si tenemos aviones?

El señor H. pareció perplejo cuando su pregunta me hizo reír. Me encogí de hombros y ladeé la cabeza para mirarle con franqueza.

- Siempre habrá quien opine o critique lo que creemos, en lo que confiamos o nos hace feliz- respondí encogiendome de hombros - y mucho más si esa idea parece basarse en algo tan abstracto como en lo que creemos. Pero eso también es bueno: la confrontación de ideas, las contradicciones y el pensamiento que argumenta es una manera de asumir el poder de creer. De brindar a las ideas en las que confiamos una importancia y un valor extraordinario.
- No te importa que te llamen bruja, entonces. A pesar de lo que puedan pensar sobre eso. No obstante de lo inexplicable e incómodo que pueda parecer.
- No. Me enorgullece.
- ¿Por qué?

Con diez años, me llamé "bruja" por primera vez frente a una de mis amigas. Recuerdo que me temblaba la voz y tartamudeé al pronunciar la palabra. Flor, mi única amiga por entonces en el colegio, me miró fascinada.

- ¿Bruja...bruja?
- Supongo que sí - contesté sin saber muy a bien que se refería pero intentando hacerlo - de las mujeres que curan, de las que saben cosas. De las que ayudan a los niños a nacer. De las que se saben el nombre de las flores y las semillas. De las que cantan a la Luna Llena. Bruja, como...todas las mujeres de mi familia.

Flor soltó un jadeo de emoción y batió palmas. Me alivió su reacción.

- ¿Y te gusta llamarte así? - me preguntó de inmediato.
- Es lo que soy.
- Y te parece bonito.
- Me parece el mundo.

Me pregunté si el señor H., tan pragmático y mundano, podría comprender esa sensación de encontrar en una palabra todas las líneas que definían buena parte de tu vida y tu manera de comportarte. Si comprendería el valor y la belleza que atraviesa eras y oceános de tiempo, que lleva el brillo de las estrellas y la mirada del mar. ¿Cómo explicarle que al llamarme bruja llamaba por su nombre a todas las mujeres que habían heredado su historia y a las que yo heredaría la mía? ¿Cómo explicarle el amor y la profundidad de una palabra que construye mundos en mi imaginación, que abre puertas en mi mente, que eleva mi espíritu a la idea más profunda sobre el conocimiento y la pasión por aprender?

- Porque es la palabra sobre la cual sostengo la manera como me miro, me sueño, aspiro ser. Me enorgullece declarar que soy hija de creencias que confían en mi mente, en mi habilidad para crear. En las que me puedo ver reflejada. En el poder de todas las cosas que considero valiosas.

Una vez leí que una bruja es una mujer que jamás deja de hacerse preguntas. Que se sostiene sobre la curiosidad, la duda, la incertidumbre y su capacidad para crear y construir ideas. La idea siempre me conmovió pero más allá de eso, pareció construir espacios en mi  mente, reflexiones sobre la forma como lo femenino se comprende a través de las creencias, la tradición y un tipo de poder espiritual tan profundo como personal. Una bruja no es poderosa por ser invulnerable. Lo es precisamente por ser frágil en su incertidumbre y capaz de enfrentarse a ella  con el poder de su inteligencia y voluntad.

- Una heroína de lo pequeño - contestó el señor H. al escucharme. Suspiré, cerrando la caja donde había estado trabajando.
- De lo cotidiano, de los pequeñas y grandes cosas con las que tropezamos a diario. Una bruja fue la curandera, la doula, la que contaba las historias. La que llevaba a cuestas la memoria de su pueblo, su tribu, su familia. Una bruja fue la rebelde, la que se enfrentó a lo establecido, la que corrió el riesgo de aprender y de no someterse. Y una bruja es un conocimiento ancestral que te hace muy consciente del poder que tienes al perseverar, a no permitir que nada te asuste lo suficiente como para no atreverte. Una mujer que no debe disculpas ni tampoco teme al dolor. Una mujer que se impacienta, se enfurece. Una sabia de lo cotidiano. Una sobreviviente a los terrores y al desconsuelo. Una aprendiz de la honestidad, de la sencillez, de la naturaleza salvaje de cada espíritu que se enfrenta a sus límites. Eso es una bruja.

El señor H. dio un cabezazo  y después, se apresuró a ayudarme a levantar las cajas cerradas. Caminó con paso torpe por el pasillo, mirando a todos los empleados que trabajaban en sus cubículos. El piso entero parecía rebosante de vida y de actividad. Las voces y sonidos a nuestro alrededor nos rodearon como una sensación física de calidez. De nuevo agradecí trabajar allí, ser parte de aquel pequeño equipo obsesionado con los pequeños milagros cotidianos. Con el poder de soñar y crear en la página de un libro.

- ¿Sabes por qué fundé esta editorial? - me preguntó entonces el señor H. cuando cruzamos la puerta del depósito para incluir la caja en el pequeño inventario que allí se guardaba. Me sequé el sudor con el dorso de la mano y sacudí la cabeza.
- ¿Es muy inocente pensar que se trata de puro amor a los libros?
- Claro que sí - se burló - aunque también es parte del motivo. No obstante, el verdadero es otro más sencillo.

Abrió la ventana de la pequeña habitación. La brisa caliente y seca del verano caraqueño entró por la ventana. Más allá, la ciudad parecía brillar en dorado y plata bajo el sol del mediodía.  Encendió un cigarrillo y noté que le temblaban un poco los dedos. Aguardé expectante.

- Mi madre siempre contaba historias - dijo entonces el señor H., en un tono de voz lento y afectuoso que me conmovió - le encanta hacerlo. Era una madraza, una mujer humilde. Junto a mi padre se las arregló para  educarnos a mis hermanos y a mi de la mejor manera que pido con lo poco que tenía. No había dinero para libros ni tampoco juguetes. Había que pensar en la comida, la ropa, la medicina para mi hermano más pequeño que no dejaba de enfermarse, para el colegio de los mayores. Incluso para mi Universidad. No se podía aspirar a lujos.
- Pero había historias - comenté en un susurro. El señor H. asintió, soltando una bocanada de humo.
- ¡Y que historias tan extraordinarias! - continuó - o a mi me lo parecían. Historias sobre monstruos, caballeros, princesas y principes. Sapos que hablaban, caballos alados, cuervos amables, Diosas extraordinarias. Cada noche había una, en la mesa al cenar. O al irse a dormir. Las historias de mi madre eran nuestro lujo, nuestros sueños. Una forma de esperanza.

Me quedé de pie, escuchando. Sentí lágrimas al fondo de los ojos. Una emoción simple y amable que no pude definir muy bien pero que tenía mucho que ver con lo dulce y lo íntimo de lo que el Señor H. me contaba. Él continuaba mirando por la ventana y fumando. Ajeno a mi emoción, al silencio que vino después, perdido en sus recuerdos.

- Una vez le pregunté de donde conocía tantas cosas, como podía describir tantas cosas hermosas y diferentes - siguió - tenía diez años y me dejaba boquiabierto que mamá siempre tuviera un paisaje que describir. Un sueño que compartir. Nunca había visto nada parecido.
- ¿Y que le respondió?
- Me dijo que se trataba de magia - sonrío al recordar - magia, de la muy vieja. La magia en que había crecido en su pueblo del interior del país, donde siempre había algo que contar. La magia que había escuchado de sus abuelas. La magia que le hacia asombrar al poder de imaginar mundos que jamás había visto. Magia de la había aprendido bebiendo la leche tibia de las vacas, de la primera luz de la mañana en la montaña. Magia de verdad.

No supe que responder a eso. El señor H. se dio la vuelta y me miró, la expresión blanda por una emoción muy infantil y muy dulce.

- Así que cuando logré terminar la Universidad, gracias a ella y por ella, pensé que esa mujer mágica merecía un homenaje. Merecía una forma de comprenderse. Una manera de describirse.
- En los libros.
- Sí, en los libros que no pudo escribir. Que no supo escribir. Que cuidar de la familia no le permitió crear. Pensé que sería un bonito homenaje abrir la puerta a muchas historias. A muchos sueños. A tantas palabras de pura magia

Nos quedamos en silencio, mirándonos como quien comparte un secreto de enorme valor y delicadeza. Se me escapó una sonrisa de pura emoción, un reconocimiento privado a lo que acababa de contarme.

- A la memoria de una bruja - dije entonces.
- Sí, creo que ese sería el nombre que le agradaría llevar.

Sentí que la emoción me recorría como un escalofrío cuando imaginé a una mujer de rostro hermoso y cansado, con los mismos enormes ojos castaños del Señor H. extendiendo los brazos cargados de historias para sus hijos. Los rostros de los niños estaban llenos de asombro y alegría, la mirada brillante de expectación mientras la mujer creaba para ellos parajes misterios, construía mundos a través del amor y la curiosidad. Y disfruté brindarle un rostro a toda esa esperanza, a la ternura de sus palabras que casi podía escuchar en mi mente. Esa fuerza secreta y misteriosa que parecía habitar en cada una de sus historias.

- Los libros suelen ser mucho menos ingenuos que sus lectores - repitió el señor H., con una sonrisa triste - pero también, nacen del amor. No hay un sólo libro que no haya nacido por el empeño de alguien más de crear un mundo que pudiera paladearse a través de sus palabras. De crear sueños a través de lo imposible. Eso...sin duda se parece mucho a lo que describes.
- Magia pura - murmuré. Él sacudió la cabeza con un gesto casi simple.
- Magia. Dedicación. Valor. No sé cual es la palabra correcta. Pero sí, es el origen de todo misterio que desemboca en una palabra.

Salió de la habitación sin mirarme. Me quedé allí, rodeada de cajas de libros sin abrir, sintiendo el corazón latiendo muy rápido. De pronto, me asombró el poder de las pequeños y grandes triunfos del espíritu humano, del poder de la voluntad que insiste en enfrentarse al silencio. De esa necesidad de puro fuego de crear para la belleza, para la esperanza y la fe. Y me hizo sonreír esa sensación de portento mínimo, de pequeño secreto que  forma parte de todas las grandes aspiraciones y sueños. Esa magia extraordinaria que habita en algún lugar de nuestra mente aunque quizás en ocasiones olvidemos que existe. Una forma de crear y construir una mirada privada al mundo que nos pertenece.

Magia real y muy antigua.

***

Cuando recibí el paquete me sorprendí. No había tenido noticias del señor H. desde que había dejado de trabajar para él hacia casi diez años. Me sorprendió reconocer su letra pulcra y plana en la tarjeta que acompañaba al pequeño bulto envuelto en papel de embalar.  "Porque las brujas vuelan, aunque no la veamos" escribió.

Desgarré la sencilla envoltura de un tirón. El rostro de una mujer anciana me devolvió la mirada desde la portada.El titulo impreso a un costado me hizo sonreír.

- Todas las brujas cuentan historias - leí en voz alta. Acaricié el rostro de la mujer, con la sensación que se nos unía un vínculo preciado gracias el recuerdo preciado que su hijo guardaba de ella. Un silencio impregnado de dulzura. Una mirada privada hacia nuestro poder de crear.

Y pensé en las palabras de Terry Prachett, que insistía que todos necesitamos una bruja en nuestra vida. O que quizás la tenemos como un fragmento mágico y preciado de recuerdos. Una forma de fe.



1 comentarios:

Clara dijo...

Hermoso... Me hizo emocionar!

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