miércoles, 18 de mayo de 2016

Crónicas de la ciudadana preocupada: Los sobrevivientes a la oscuridad Unas cuantas reflexiones sobre la crisis eléctrica en Venezuela.






Cuando era niña, los apagones eléctricos me producían asombro en lugar de temor. Contemplaba desde mi ventana la oscuridad tersa y púrpura de la ciudad, disfrutando al imaginar las décadas cuando la iluminación eléctrica no era común ni cosa de todos los días y la oscuridad sumía al mundo en una especie de sueño inmediato. No había nada de amenazante en las calles oscuras, las casas y edificios desdibujadas entre las sombras, los transeúntes caminando impacientes en medio de los escasos charcos de luz. Porque la niña que era por entonces sabía que era algo momentáneo, una pequeña interrupción de lo cotidiano, nada de que preocuparse.

Recuerdo el pensamiento sentada frente a mi ventana, mientras sufro el que será el tercer apagón en un sólo día. Por casi tres horas, he luchado contra bajones y subidones de voltaje, el lento parpadeo de las bombillas, el temor a perder alguno de mis aparatos eléctricos ante los vaivenes del servicio. Es una sensación frustrante —impotencia pura— la que me cierra la garganta. De nuevo me quedo a oscuras, sin saber que esperar, sin tener incluso la certeza si el servicio regresará de nuevo o como sospecho, el día transcurrirá en ese silencio enfermizo de la ciudad —el país— que se queda a media marcha, como un mecanismo donde ninguna pieza encaja bien. Las manos me tiemblan de algo parecido al agotamiento nervioso —pero bien podría ser miedo— cuando me siento frente a la ventana para mirar la ciudad parpadeante que se extiende más allá. Varios de los edificios que me rodean también se encuentran a oscuras e imagino con claridad los rostros escondidos detrás de las ventanas y puertas cerradas, sufriendo esta oscuridad a fragmentos, sin nombre y despiadada. Rehenes de esta situación incontrolable, de esta crisis sutil que afecta cada espacio de nuestra vida cotidiana, que nos somete y nos deja convertidos en meros observadores de lo que ocurre.

En Venezuela, la crisis eléctrica es mucho más que la serie de apagones indiscriminados y el pretendido racionamiento por escalas que afecta a buena parte del país. Hay algo de trago amargo en el hecho de luchar no sólo contra la falta de electricidad sino también, contra la certeza que para el gobierno lo que ocurre no es una prioridad ni tampoco un problema que deba resolver como parte de una política construida para proteger el ciudadano. El poder reacciona, se enfrenta con torpeza a una crisis que no es otra cosa que una consecuencia directa de su ineficacia. Y mientras la coyuntura se hace más profunda —imprevisible— el país se desploma en algo mucho más complejo que la simple consecuencia de una sequía temporal o el servicio eléctrico intermitente. Porque Venezuela retrocede, se hace cada vez más un espacio caótico, una cultura basada en el enfrentamiento, la violencia y el miedo. Una nación sin rostro y sometida a la desazón.

Dicho así, tiene algo de poético. Pero no lo es en absoluto: existe un elemento rutinario y vulgar en el olor de las velas escasas colocadas de manera estratégica para iluminar a medias. En la textura de los objetos inútiles que te rodean en la penumbra. Esa lenta espera en medio de un silencio que golpea, que te recuerda que no hay algo en esa ausencia de tiempo. En esa nada plomiza que soportas sin lograrlo. En esa ansiedad dolorosa que se extiende mientras aguardas, ya no sabes con exactitud el qué.

—Yo organicé mi vida alrededor del apagón —me cuenta mi amiga V. cuando nos reunimos esa misma semana en su casa en la ciudad de Valencia—, no puedo hacer otra cosa. Son cuatro horas en que tengo que pensar en cómo trabajar, qué hacer con los chamos, qué no hacer. Tu vida comienza a plantearse respecto a la oscuridad.

V. vive en una de las ciudades más castigadas por la crisis eléctrica: ya años antes que el gobierno aceptara las proporciones del problema de tendido e infraestructura del servicio en el país, Valencia sufría unos tres o cuatro apagones semanales. Pronto, las fallas se hicieron diarias hasta que finalmente la ciudad entera con sus 917.999 habitantes —según cifras de la ONU del 2011— pareció acostumbrarse al ritmo errático de un problema eléctrico que no hace otra cosa que empeorar. Para mi amiga, la constante falla del servicio se ha convertido no sólo en una situación insostenible sino en una lucha constante por sobrevivir a un caos doméstico de proporciones imprevisibles.
—En Caracas nadie entiende lo difícil que es tener que adecuar tu vida a que la electricidad venga o vaya —me dice—. Ya aquí tener un día completo de electricidad es una novedad. Pasas la mitad de tu vida útil batallando por saber qué hacer con las pocas horas de las que dispones. Y nunca lo logras. Solo vas de un lado a otro dejando cosas sin hacer, enfrentando la vida a medias.

Las regiones venezolanas son sin duda, los lugares donde se sufre de manera más directa el arbitrario racionamiento eléctrico que el gobierno decidió imponer para luchar contra el rápido deterioro del servicio eléctrico. Los apagones programados se extienden por cuatro horas de la tarde o de la mañana, aunque en ocasiones son mucho más prolongados, tanto como para alcanzar jornadas enteras. Y aunque los pueblos y ciudades del llamado «interior» de Venezuela ya sufrían el agobio interrupciones casi diarias de la electricidad, la situación se hizo aún más cruda desde que la Represa del Guri —que se encuentra ubicada en el Estado Bolívar y produce por gran parte de la energía eléctrica del país— comenzara a sufrir los efectos de un progresivo proceso de sequía, debido —según el gobierno de Nicolás Maduro— a los efectos del fenómeno climatológico de «El Niño». La circunstancia demostró que no sólo no se tomaron precauciones para enfrentar la prolongada ausencia de lluvias sino que el parque eléctrico nacional sufre las inevitables consecuencias de más de veinte años de abandono y deterioro. ¿El resultado? Una crisis eléctrica de proporciones desconocidas.
Mi amiga me explica que desde hace dos meses, no puede comprar alimentos que necesiten congelación, lo cual limita aún más sus escasas opciones alimenticias. En Valencia se sufre aún más que en Caracas la escasez de productos de primera necesidad, lo cual hace aún más complicado una situación insostenible. Con un gesto cansado, me muestra el refrigerador con el motor fundido —las puertas abiertas y el interior de plástico ennegrecido por el estallido de la pieza— y las cajas de aluminio y plástico en que trata de conservar los alimentos entre bolsas de hielo medio derretidas.
—Pero no duran mucho —dice—, no puedes comprar un pollo esperando dure más de dos días si no puedes congelarlo. Así que tampoco podemos comer eso.

El refrigerador no es la única víctima del desordenado racionamiento eléctrico que sufre la ciudad: hay lámparas con bombillas fundidas que nadie se molesta en cambiar, un tomacorriente derretido en la pared que casi ocasiona un incendio en el pequeño apartamento de tres habitaciones. Una pantalla de televisión ennegrecida por un subidón de voltaje que nadie pudo prever. Pequeñas tragedias cotidianas de las que nadie sabe mucho y tampoco presta demasiada atención. Se trata de un pulso insistente contra la debacle nacional, una lenta caída en el desastre.

—Mira, uno no sabe todo lo que depende de la electricidad hasta que no la tienes durante casi la mitad del día —me dice—. A veces me digo «estás exagerando, todavía hay salud», pero entonces… no sé cómo manejar la impotencia y el miedo. Porque de eso se trata.

Me cuenta también cómo es vivir en la oscuridad. Ese calendario a ciegas que se rellena de a poco, sin mucho tino. Las pequeñas cosas que dejas de hacer, que abandonas. Las mínimas rutinas que hacen la vida soportable. Y también el miedo. ¿Cómo olvidarlo en el país en un país aterrorizado? Con las manos convertidas en un nudo nervioso, me dice que hace tres semanas un hombre siguió a su esposo por la calle en una motocicleta. Que tuvo que correr, en medio de la oscuridad maloliente de la calle donde nadie recoge la basura desde hace semanas, para evitar que lo asaltara o lo que sea que intentara el desconocido. Que desde entonces, apenas cae el atardecer, toda la pequeña familia se recluye tras las puertas y rejas cerradas. Para contemplar la oscuridad de calle, de la urbanización, de la ciudad.

—Es como regresar a algo primitivo —me dice y de pronto noto que tiene los ojos llenos de lágrimas: Discretas y apenas visibles, lágrimas adultas—. Correr contra lo que te asusta. Esconderte de ti mismo.

Recuerdo sus palabras cuando abandono la ciudad unas horas después. Algunas calles están a oscuras y la mayoría de los edificios, también. E imagino ese miedo diminuto, como de niños, de todas las personas que están atrapadas en esa oscuridad cotidiana. En ese terror sin nombre, que abarca cada espacio de lo que te rodea. ¿Cómo enfrentas esta ruptura del día a día? ¿Cómo luchas contra esa lenta caída en el desastre? ¿Cómo resiste esa lenta erosión de esos pequeños elementos que sostienen tu vida? Cuando finalmente salgo de la ciudad, tengo los ojos llenos de lágrimas. Tan discretas, sutiles y casi imperceptibles como eran las de mi amiga hace un rato.

***

La emergencia eléctrica venezolana no es reciente: ya desde el año 2006 el entonces presidente Hugo Chávez Frías tuvo que enfrentarse a la eventualidad de un racionamiento eléctrico nacional para intentar paliar una crisis en escalada. Lo hizo a la manera populista de un líder carismático apoyado en una gran chequera de petrodólares: una millonaria campaña propagandística invitando al consumo consciente y la insistencia desde los medios oficiales en culpar a enemigos imaginarios. Pero dedicó poco interés al verdadero problema: la falta de inversión en la infraestructura que sostiene el servicio y la necesidad de una inversión considerable para reconstruir el tendido eléctrico nacional. Chávez, que privatizó las empresas que hasta entonces se habían ocupado del servicio eléctrico en Venezuela, parecía mucho más interesado en el control del sistema que en mejorarlo. El paulatino aumento del consumo y las pocas previsiones que se tomaron en consecuencia, desataron lo que sería hasta el momento la peor crisis eléctrica que el país hubiese atravesado. Las consecuencias las sufrimos aún hoy.

Chávez intentó lidiar con la situación organizando un plan para la disminución del consumo eléctrico, que incluía un riguroso racionamiento parecido al que aplica en la actualidad —que se cumplió a medias— y un remozamiento del tendido eléctrico a nivel nacional. Pero la inevitable corrupción desvió los recursos y Chávez disimuló lo que ocurría culpando a sabotajes internos por las constantes interrupciones de servicio. En un país como Venezuela, donde los problemas se multiplican con una rapidez desconcertante, la eventualidad de un colapso eléctrico quedó sepultada en la proliferación de noticias diarias.

Por entonces, el racionamiento alcanzó todos los estados del país, a excepción de Caracas. Una decisión que Chávez no justificó demasiado y que se empeñó en llamar «rectificación». Lo mismo ocurre en la actualidad aunque con una diferencia: el racionamiento existe aunque nadie lo admita ni tampoco deba cumplir el horario general. Lo pienso cuando el servicio se interrumpe de nuevo —luego de haber regresado durante apenas una hora— y me encuentro en medio de la oscuridad leve y aceitosa que precede la última hora de la tarde. El corazón me empieza a latir muy rápido. De impaciencia. De preocupación simple. De miedo. De simple incertidumbre.

— Hay que encerrarse temprano mija —me dice M., mi vecina, cuando me la encuentro en el pasillo—. Uno no sabe que puede pasar en esta oscuridad.

Hace un rato salí para tomar una bocanada de aire —¿escapar quizás?— y ahora no sé cómo regresar a mi apartamento a oscuras, como enfrentarme a eso de nuevo. Estoy sentada en el último peldaño de las escaleras que llevan al siguiente piso, mirando entre las rejas el atardecer jaspeado que se cuela entre los edificios con las ventanas cerradas. Es una visión triste y angustiosa. Me pregunto cuántas personas más la están sufriendo ahora mismo en el país.

—Uno no se puede confiar en estos apagones —añade su marido, que asoma la cabeza por la puerta por el pasillo en penumbras con expresión preocupada—. Mire muchacha, este país es una guillotina.

Eso lo sé y nadie me lo tiene que recordar, pienso con cierta impaciencia. Pero sentada allí en medio de las sombras, ser un habitante del tercer país más peligroso del mundo tiene otro significado. Vivir en la ciudad con la tasa más alta de homicidios del continente toma otro cariz, una realidad sinuosa y asfixiante que parece extenderse en todas direcciones a mi alrededor. Miro la calle a la distancia y me inquieta su aspecto vacío, arrasado. Montones de basura se acumulan en las esquinas y un grupo de militares uniformados caminan de un lado a otro, con el arma de reglamento bien visible sobre el hombro. La violencia en todas partes. La sensación de agresión que no cesa. Y esta oscuridad, este dolor en sombras, me digo apretando las rejas con dedos húmedos de sudor nervioso. Este pánico que sofoca, atrapa, te aplasta. Te deja sin nombre.

Mi vecina cierra la puerta y el pasillo se queda en silencio. Y la ciudad se hace un paisaje borroso a la distancia. Una silueta esquiva, salpicada de resplandor amarillo. Una falsa estampa de normalidad. Pero aquí, en la oscuridad, no hay otra cosa que inquietud. De pensar que estamos atrapados en un país dictatorial, entre terrores invisibles y la violencia que llena cada espacio. Las sombras van y vienen. La sensación de indefensión, también.

Cuando vuelvo a mi apartamento, la oscuridad es gris y verde. Queda menos de una hora para que anochezca y sé que esta será una noche muy larga, una espera de minutos interminables aguarda. Me quedo sentada otra vez frente a la ventana y recuerdo a esa niña a la que la oscuridad asombraba, que le permitía imaginar ciudades imposibles y escenas maravillosas. Y el dolor es silencio. Sobrevivir son estas sombras. Más allá de eso, está el país que no existe. La ciudad en ninguna parte.

El temor como una forma de rutina.

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