miércoles, 3 de diciembre de 2014

Panegírico para los inolvidables.



Una vez leí, que la vida es un enorme e intricado mosaico de recuerdos, momentos y escenas. Unidas por un hilo que se entrecruza entre sí, que teje una historia compleja, cada vez más intima, por completo irrepetible. Que esa larga travesía entre los días que atravesamos con dificultad, es una mezcla de nuestra melancolía por lo que recordamos, añoramos, consideramos insustituible. He pensado con muchísima frecuencia en esa frase durante este año, de grandes ausencias, de perdidas dolorosas, de esa inevitable transformación del mundo diminuto que consideramos con tanta ingenuidad propio, hacia algo nuevo. Como si en medio de la incertidumbre, quizás lo único cierto es la noción del cambio. Una paradoja que se repite una y otra vez y que transforma la visión que tenemos de nuestro mundo privado — y quienes somos —en una imagen inesperada y por completo renovadora.

Este año, he perdido algunos de mis recuerdos más antiguos. Cuando lo piensas así, te sobresalta la sensación que tu vida se compone de una serie de pequeños trozos de historia que no te pertenecen, que atesoras aunque no sepas por qué lo haces. Pero igualmente, continuas conservando esas pequeñas escenas, esas ideas que forman parte de tu identidad, de las habitaciones en tu mente que te hacen ser quien eres. Al menos a mi me sucede, me repito de vez en cuando, sobre todo este año que poco a poco parece resquebrajarse esa imagen de mi misma que por tanto tiempo me pareció única. Y es que resulta sorprendente, comprobar cuantas veces nuestra vida está llena de pequeños matices ajenos, de momentos prestados, de reflejos de palabras que no te pertenecen y aún así, son tuyas. Una especie de tapiz interminable, que se construye día a día.

El primer libro del cual me enamoré, fue Cien Años de Soledad de Gabriel Garcia Marquez. Fue un romance apasionado, de interminables tardes de lectura, de imaginar las escenas que me narraba la hoja con un deleite absoluto y casi sensual. Los personajes se hicieron parte de mi vida, de mi mundo de niña. Soñaba con llamarme Amaranta, con amar a un hombre llamado Aureliano, con caminar por las calles de un pueblo polvoriento llamado Macondo. Las mariposas amarillas tuvieron desde entonces un significado nuevo. Fragmentos de magia flotando en la vida cotidiana.

El día en que me recibí como abogado, apenas con veintiún años cumplidos, escuché el disco “Amor Amarillo” de Gustavo Cerati. Tenía muchísimo miedo. Uno muy profundo e incontrolable. No sólo por el mundo enorme que se extendía más allá de las aulas de clase que había abandonado recién, sino por la sensación que no sabía que me esperaba una vez que los años inocentes de la Universidad habían acabado. Todo parecía resumirse a una gran sensación de incertidumbre, una especie de vacio sin nombre ni confín que se extendía en todas direcciones a partir de mi mente. De manera que dejé que Cerati me consolara, como siempre lo había hecho, como lo seguiría haciendo en el futuro. Cerati, que soñaba con ciudades de la furia y el amor como un lecho marino. Cerati, que siempre parecía saber que decir, que tenía esa capacidad prodigiosa de crear una historia inolvidable con una inflexión. Cerati, para siempre.

Mi abuela solía usar el perfume “Rosamor” de Oscar de la Renta. El nombre me parecía musical, tan frondoso y oloroso como el perfume, una ráfaga dulzona que se me quedaba impregnada en la memoria incluso horas después de olerlo por primera vez. Mi abuela lo usaba cada mañana al llevarme al colegio y el olor me recuerda la calle recién despierta, impregnada del primer resplandor de la mañana, la mano de mi abuela sosteniendo la mía, mientras conversabamos en voz baja a pesar del trasiego del tráfico. “Rosamor” como una flor imposible, flotando ingrávido en esas escenas que se repetían a diario. “Rosamor” como un recuerdo sensorial que jamás he podido comprender muy bien.

Nunca pensé de otra manera en Simón Diaz como no fuera con el titulo de "Tio Simón". Porque realmente, era parte de mi familia, de mis momentos más queridos, de esa infancia feliz e inocente que disfruté en una Venezuela muy lejana. Tio Simón que me enseñó el amor por las garzas blancas, que La Vaca Mariposa tuvo el ternero más bello del mundo, que Venezuela era música, tonada y recuerdo. Fue del Tio Simón de quién aprendí a querer la inmensidad de este país sin nombre que habita en mi mente, quien me obsequió una identidad indeleble como Venezolana y como parte de esta historia compartida que crea un país. Tio Simón, que reía cuatro en manos cada mediodía, que me abrazaba a la distancia con sus canciones y risas. Tio Simón, tan cerca de mi espíritu como una imagen personal. Una mirada profunda a mi propia identidad.

Uno de los recuerdos más viejos que tengo, es una imagen borrosa de mi misma, sentada frente al viejo televisor de mi abuela, viendo el “Chavo del ocho”. Sonrío, me asombro. Me llevo las manos a la boca. Se me escapa una carcajada. El sonido de mi risa, pequeña y frágil — sobre todo, tan feliz — me desconcierta ahora, tantos años después. Y es que el Chavo del Ocho, o mejor dicho, toda la pléyade de personajes creados por Roberto Gomez Bolaños, parecen formar una parte indeleble de mi infancia. Habitar en innumerables momentos, incluso lo más inesperados. El Chavo, que esperaba comerse tortas de jamón, que vivía en un barril y formaba parte de un grupo de vecinos entrañables que representaban — quizás sin quererlo — esa latinoamerica niña, tan doliente como inocente. Al alcance de una carcajada, sin duda.

***

Gabriel Garcia Marquez murió un jueves Santo, como Úrsula Iguarán. Y es que hasta para la muerte, el Gabo se dio el lujo de crear una historia dentro de una historia, otro eslabón en esa sucesión de misterios que fue su manera de contar el mundo. Recuerdo que caminaba por la calle y vi una bandada de mariposas amarillas — frágiles, de las de siempre, pero en esta ocasión, vestidas de luto — elevándose hacia el cielo de esta Caracas descreída que tantas veces he llamado Macondo. Y las miré, sintiendo de nuevo con absoluta intensidad, el amor que me despertó la historia de una familia que no era la mía, las imágenes de la saga de una ciudad de Espejismos que siempre consideré parte de mi vida. Y lloré, con esa sencillez de quienes no pueden evitarlo, para rendir homenaje no sólo a Gabriel Garcia Marquez, que había muerto para insistir que la vida no es lo que uno vive, sino lo que recuerda, sino a sus personajes. A todos los que partían junto a él, que se elevaban hacia el infinito, en las alas de las mariposas que le despedían en su último día en la Tierra.

Tengo una imagen muy vívida de Cerati, que recordé el día de su muerte: Durante el primer concierto de los suyos al que asistí — fui a todos, menos al último, como si no pudiera despedirme de su voz — llovió. Una de esas lluvias cálidas del verano perpetuo de Caracas, de esas que parecen mezcladas con el calor del trópico y la personalidad dura de la ciudad furiosa. La multitud que coreaba las canciones se movió de un lado a otro, inquieta. La lluvia me golpeaba el rostro, el viento me hizo retroceder. Pero Cerati siguió cantando, vestido con un traje blanco que le venía pequeño a la cintura, la camisa abierta, los rizos castaños pegándosele a la frente pálida. El micrófono entre las manos, el bajo colgándole sobre el pecho. Cantando, por supuesto “Amor Amarillo” con un alborozo casi infantil:

Adentro tuyo
algo del sol
Adentro tuyo
es único
es único

Cuerpos de luz
corriendo en pleno cielo
cristales de amor amarillo
no dejaré que seas fría
yo podría calentarte
para abandonarme y renacer

Cantó, a pesar de la lluvia. O quizás para ella. Y yo pensé que este Gustavo Cerati, furioso y hermoso, viviría para siempre. O yo le recordaría para siempre, con esa sensación de alborozo, de maravilla que me produjo la escena. Un pensamiento fugitivo que recordé cuando recibí la noticia que había muerto y que me hizo sonreír. Porque entonces, Gustavo no había muerto (al menos no del todo) y continuaba cantando para mí.



Oscar de la Renta siempre fue un hombre elegante. O así lo describen quienes le conocieron. Un espíritu amable, creativo y caballeroso que murió con la discreción que le caracterizó en vida. Se le recordó como un renovador de la moda, por su capacidad para llevar el buen gusto no sólo como una combinación de telas y texturas, sino algo más intangible y exquisito, más personal. La noticia de su muerte entristeció a quienes le conocieron y también, a quienes como yo, recordaron su nombre como símbolo de una idea hermosa, intima. El olor de “Rosamor” impregnándolo todo. Ese asombro mio, de que un aroma pudiera evocar campos en flor, la luz radiante de las mañanas, el olor del primer café, el rostro de mi abuela. “Rosamor” como una fragancia de los recuerdos diminutos, apenas importantes. Pero tan significativos. “Rosamor” para recordar que la melancolía, en ocasiones tiene el sabor y la textura de una flor misteriosa.

Tio Simón murió con humildad, como vivió. Murió en mitad de un aluvión de noticias y sinsabores que convirtieron la noticia de su muerte en un dolor discreto, en una conmemoración silenciosa. Murió dejando un país a trozos, en un recuerdo a medio recordar. En una promesa de futuro sumida en la incertidumbre. Y quienes lo lloramos, pensamos que quizás, el tio sabía mejor de nadie, que Venezuela necesita de esperanza, que esta tierra poderosa que nos vio nacer, bien merece una nueva mirada, quizás una reflexión mucho más profunda que la del miedo. Se fue el tio Simón, en medio de la diatriba y el enfrentamiento y aún así, nos unió en las lágrimas. En un para siempre absolutamente sincero. Un adiós que dura para siempre.



Cuando escuché la noticia que Roberto Gomez Bolaño había muerto, no la creí. No era la primera vez que el rumor había corrido como pólvora en las redes Sociales, y tuve la esperanza que no sería la última. Pero esta vez si lo fue: con una sensación agridulce, una tristeza indefinible y sin nombre, miré el rostro envejecido de Chespirito — porque en mi mente, ese será siempre su nombre — y pensé que era muy raro, pensar en el Chavo como un anciano. Mucho más aún, en su muerte. Pero había ocurrido. Un silencio que es un fragmento de infancia perdido, que es una ausencia notoria en los viejos recuerdos que se atesoran casi con simplicidad. La pantalla vacía en el viejo televisor de pantalla curva y enorme que la niña que fui miraba con atención. Me recordé a mi misma, a esa niña y a las imágenes descoloridas de un programa de televisión que apenas recordaba y de pronto sonreí. No por los chistes simples y en ocasiones edulcorados que dejaron de causarme gracia muy pronto, sino por la añoranza de esa escena perdida, por la sensación que de alguna manera, había perdido un fragmento de un paisaje de mi espíritu. Muy viejo y apreciado, aunque hasta entonces no supiera estaba allí.

En ocasiones, me asombra la influencia enorme que puede tener los símbolos de la cultura que nos rodean. Los libros que lees, las canciones que escuchas, cada trozo de historia que llevas a cuestas, que atesoras como piezas sueltas de un mecanismo más grande. Y me conmueve, esa capacidad del mundo para entrecruzar las infinitas escenas de lo cotidiano para crear un enorme tejido interminable, donde nada parece ser parte del azar y tampoco, quedar en el olvido. Porque cada pequeña pieza de este rompecabezas privado que construimos a diario, posee un sentido, una forma, un enorme valor. Un recuerdo que se recupera, que miramos con ternura, que intentamos entre si encajar para luchar contra esa nada azarosa que tanta ingenuidad, llamamos cotidianidad.

C’est la vie.

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