martes, 16 de diciembre de 2014

La generación rojo carmesí.



Mi amigo José es Chavista. Lo es desde el histórico “Por ahora” de Hugo Chavez frente a las cámaras de televisión. Insiste que su militancia es una mezcla de convicción y emociones — “Quise a Chavez como un padre” me ha dicho más de una vez — y lealtad. José continúa apoyando a Nicolás Maduro y el 15 de diciembre, marchó en su apoyo. Nadie le pagó, tampoco le obligaron. Lo hizo por los mismos motivos por los cuales lo ha hecho durante los últimos quince años.

— Apoyo esta Revolución incluso en los peores momentos, como el actual — me dice, cuando le pido me hable de sus razones para hacerlo. Le extraña mi interés. Desde hace década y media, ha sostenido largas discusiones con parientes, perdido viejas amistades, incluso un empleo, por su apoyo a Hugo Chavez Frías. Conmigo también ha tenido encontronazos, algunos especialmente graves, pero siempre retomamos lo que llamamos “nuestra gran conversación”. En esta ocasión le pregunto, café de por medio, el motivo de su lealtad a un gobierno corrupto, clasista y sobre todo, plagado de ideología barata como el de Nicolas Maduro, sucesor directo y a dedo de Hugo Chavez frías.

— No puedo entender por qué continúas apoyándolo si justamente está cometiendo todos los errores que criticaste años atrás — le digo. José se encoge de hombros.

— La apoyo porque esencialmente, lo que hizo Hugo Chavez fue abrir una grieta en una enorme pared de ideas muy viejas y demoledoras — me explica — Chavez logró que el Venezolano común accediera al poder.

Pienso en las multitudes de seguidores de Hugo Chavez que insisten en el mismo planteamiento: El Caudillo que abrió las puertas clasistas de Miraflores a los pobres de solemnidad, a los eternamente marginados. Al “Pueblo” como insistió tantas veces Chavez para denominar a esa masa eufórica y casi fanatizada que le apoyó en vida y aún le apoya después de la muerte. Me desconcierta la idea, cuando Chavez, el candidato, fue fruto de un mal calculo histórico de lo que luego llamaría la rancia “burguesía” de nuestro país. Intelectuales, empresarios, los tradicionales “oligarcas” apoyaron a Chavez de manera pública y privada para llevarle a la presidencia. Tal vez calcularon equivocadamente el golpe de efecto de un líder carismático creado a través de los medios de comunicación o sólo se trató de un equívoco comprensible: el último error de la vieja política. Cual sea el caso, el ascenso de Chavez al poder tuvo poco o nada que ver con la fantasía del pobre depauperado que actualmente el Chavismo usufructúa en todas las maneras posibles. Chavez, fue en realidad, el candidato de las cúpulas del país y símbolo de un nuevo tipo de reacción política. Ambas cosas que se combinaron para crear un efecto imprevisible.

— Hablas como si las elecciones, los enfrentamientos y la desigualdad no fuera parte del Gobierno Chavista prácticamente desde que Chavez fue declarado vencedor en las elecciones — le respondo — No puedes negar que Chavez gobernó sólo para una fracción del llamado “pueblo”.

— Lo hizo, no lo niego — dice José. Lo miro escandalizada.

— ¿Eso te parece democrático?

— Me parece necesario.

— ¿Desde que aspecto es necesario?

— ¿No hizo lo mismo Acción democrática y Copei? — me dice con cierta amargura. Recuerdo que por años, la familia de José padeció privaciones, sobre todo después que su padre enfermó y debió recurrir al sistema de salud público para procurarse tratamiento. Me pregunto si de esos años en pasillos de hospitales, de largas noches en habitaciones húmedas y destartaladas, procede su actual entusiasmo político. ¿Qué creo al militante chavista actual? ¿Cual fue el génesis de un seguidor que apoya un proyecto que socava las bases de la Venezuela creada durante cuarenta años de democracia imperfecta bajo la excusa de la reconstrucción ideológica? Conocí a José cuando mi abuela, comenzó a comprar las deliciosas galletas de su madre. Una caja a la semana. Las comía sin saber que la madre de José, con quien jugaba cada tarde que su madre visitaba la casa de mi abuela, eran la manera en que la familia lograba continuar a flote a pesar de una difícil situación económica que enfrentaban. Que cada día, la madre de José cocinaba raciones de sesenta galletas, sin descansar, visitando a los clientes a pie, recortando y armado las sencillas cajas verdes en las que las entregaba. Una pequeña tragedia a la Venezolana.

— ¿Y la Revolución lo imita?

— La Revolución era necesaria.

Un argumento común. Luego de la Venezuela Saudita de Carlos Andres Perez y la prosperidad improbable de los ochenta, Venezuela se detuvo en el tiempo. Se transformó en un ciclo político interminable, basado en jerarquías de poder cada vez más complicadas y burocráticas. El bipartidismo colmó los espacios de poder y finalmente, la política Venezolana se concibió así misma como inevitable. Más allá, el país bullía en descontento: la marginación, la pobreza, la exclusión social. Para cuando ocurrió el 27 y 28 de Febrero, la situación era insostenible. Lo demás, fue una mera consecuencia histórica: un Golpe militar en un país que admira el militarismo, un caudillo mediático y quince años de gobierno radical, transformado en algo más simple y absurdo. Un sistema de gobierno ambivalente, sin sustancia ideológica y sacudido por la peor crisis política de nuestra historia.

— Hablas como si la transformación hubiera ocurrido. Como si realmente Chavez hubiera logrado un cambio efectivo — le digo. José sacude la cabeza.

— Chavez allanó el camino. No dudo que la Revolución está plagada de errores, de inconsistencias. Pero Chavez logró construir un nuevo sistema sobre los escombros de la Venezuela saudita — me dice José, que se graduó con honores en derecho en la Universidad Central de Venezuela, que por casi un lustro, fue un alumno al que el Estado sufragó sus gastos. José, que apenas se recibió como abogado, comenzó a trabajar en un bufete de categoría de la ciudad y del cual fue despedido por su militancia política. José, que hoy está vestido de rojo, de los pies a la cabeza. Los ojos de Chavez me miran desde su pecho con gesto escrutador — lo logró enfrentándose a los poderes tradicionales, insistió en brindar representatividad, en contradecir a los poderosos de siempre. Eso es un logro. Chavez se enfrentó a todo tipo de obstáculos: militares, sociales, comunicaciones, económicos. Chavez logró torcerle el brazo al establishment del país y crear algo por completo distinto. Eso nadie lo puede negar.

Un planteamiento que parece profundo, pero que no lo es. Chavez fue un hábil y astuto político que jugo con las piezas políticas disponibles de la mejor manera que su instinto le indicó. Supo cuando avanzar, cuando retroceder y esgrimió su proyecto personalista a pesar de las voces a favor y en contra. Porque lo real con respecto al chavismo es una sola cosa, un único planteamiento: Chavez decidió construir una Revolución populista a pulso, enfrentándose a sus antiguos aliados, complaciendo a los radicales, intentando mediar entre la izquierda cuartelaria y militarista y la ortodoxa que creó desde el poder. Y es que Chavez, un político nato que comprendió bien pronto la sustancia del entramado de ramificaciones que sostienen esa Venezuela frágil y anodina heredada de la democracía, atravesó un terreno movedizo con enorme rapidez, creando una nueva expresión del juego político en Venezuela. Chavez negoció cuando debió negociar, arremetió cuando debió hacerlo, se mostró práctico y accesible cuando le fue conveniente, emocional y agresivo cuando lo necesitó. El resultado fue un proyecto trazado a pulso, gracias a su magnetismo personal pero sin ningún sustendo ideológico, político o económico más allá de una idea brumosa de la izquierda histórica.

— ¿Y hacia donde vamos en ese camino que allanó? — le pregunto — La economía se desploma, los indicadores sociales son cada vez peores, hay una presión callejera constante que la persecución a la oposición y la censura de medios no logra ocultar. ¿Hacia donde nos dirigimos?

José no responde de inmediato. Se toma un sorbo del café que compartimos. Durante los últimos siete meses le he hecho la misma pregunta una y otra vez, sin obtener respuesta. Porque José, militante, chavista y que también apoya a Maduro, quizás no sabe muy bien como encajar las piezas de un futuro cada vez más resquebrajado. José, que ahora mismo se encuentra desempleado — en “permiso indefinido” me corrige cada vez que lo menciono, debido a la fusión del Ministerio donde trabajaba con otra dependencia — que aún vive con su madre, quién durante años ha planeado contraer matrimonio con su novia de casa una década sin lograrlo. José, que lloró a lágrima viva a Chavez, que hizo una fila de casi catorce horas para mirar el féretro por escasos segundos. José que marchó y volverá a hacerlo. Que quizás continúe haciéndolo incluso en los momentos más críticos que nos esperan en el año entrante. Que continuará llamándose Chavista en las décadas venideras. José tampoco sabe que ocurrirá en medio de este terreno desconocido, frágil y turbio que atraviesa el país con preocupante rapidez, este trayecto que todos llevamos a cabo, los enemigos ideológicos de casi una década. Enfrentados, en plena diatriba, pero victimas idénticas de un sistema caníbal, destructor y confuso.

— Sólo sé que seguiré apoyando de donde venimos — me responde por primera vez. Lo hace con un gesto severo, los labios apretados. Tan preocupado como yo lo estoy, tan cansado quizás como yo me encuentro. Pero para José, el país que compartimos es ligeramente distinto: en la Venezuela de José, el sufrimiento tiene un motivo, un sentido, una dirección. La precariedad es la medida de la lucha y la noción de lo que vendrá, una forma de afianzar una ideología basada íntegramente en su odio al pasado, al reciente, al lejano, al que señala como el enemigo. En la Venezuela donde vivo, el desastre nos pertenece a todos, todos somos igualmente responsables. Y carece de valor. Sólo se trata de una pequeña tragedia. Una de tantas. Una de las tantas que acompañan al Venezolano histórico.

Cuando José se va, lo veo alejarse entre la multitud que desciende por las escaleras del Metro de Caracas. Muy notorio en su camiseta roja, en su gorra roja. Pero también, tan idéntico a los transeúntes apesadumbrados que le rodean, que le empujan y con los que finalmente se confunde. Y continuo allí, con una sensación de amargura difícil de explicar, de mirar y quizás, de comprender.

C’est la vie.

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