domingo, 28 de diciembre de 2014

Las canciones olvidadas del viento. Historias de brujería.




Escuché el sonido de las celebraciones a la distancia. Me acurruqué aún más entre los objetos cubiertos por las sábanas. Me obligué a no llorar. La irritación me coloreó las mejillas, me dejó rígida y agotada. Me encorvé aún más en el rincón. Quería desaparecer, en medio de esa oscuridad polvorienta y triste del sótano, volverme invisible y sin nombre.  No llores, me repetí con los dientes apretados. No llores.

Escuché los pasos de mi abuela al bajar las escaleras. Desee que no me encontrara, que se fuera. Me cubrí la cabeza con los brazos, contuve la respiración. Tampoco quería hablar con ella, aunque sabía seguramente tendría las palabras justas para consolarme, que sabría como abrirse paso en la enmarañada sensación de dolor y tristeza que me abrumaba. Pero quizás yo no quería que nadie me consolara, me dije furiosa. Quizás lo único que necesitaba era quedarme allí, a solas, intentando ordenar mi mente. Avanzar en ese terreno espacio enorme y lleno de zigzagueos que era mi mente en ese preciso instante. De manera que no me moví, continué oculta en mi rincón, esperando que mi abuela pensara no me encontraba allí y se fuera a otra parte.

No lo hizo, desde luego.

Mi abuela era una mujer muy sabia. Y también, claro, era una bruja. Una mujer con un gran conocimiento sobre el mundo misterioso de lo mágico, de la sabiduría de las plantas y los árboles, el lenguaje de las estrellas. Sabía cientos de invocaciones misteriosas, grandes frases que hablaban sobre el Sol y La Luna, que celebraban el mar y el fuego. Sabía escuchar al viento, conocía el secreto de las celebraciones del año. Conocía mejor que nadie el ritmo de la Tierra: cuando plantar la semilla de la Manzana para que nacieran delicadas florecitas blancas o como evitar que las hojas de las albahacas se chamuscaran al sol. Pero además de eso, era mi abuela. La que me arropaba por las noches, me cocinaba las mejores galletas de avena del mundo, me obsequiaba libros. La que me escuchaba con más atención que nadie. La que sabía que decir para consolarme y hacerme reír. La persona que más amaba en el mundo.

Por eso sabía, que me encontraba allí y que debía esperar, de pie en la Oscuridad, hasta que yo decidiera salir de mi rincón. Por eso no se movió, paciente y calma, bajo el haz de luz amarillenta del bombillo solitario que colgaba del techo. Por eso no dijo nada ni tampoco se movió, hasta que yo, cansada y al borde del llanto, me arrastré pasito a pasito de la esquina donde estaba escondida y me quedé de pie en la oscuridad, con la respiración agitada. Me miró simplemente, con sus grandes ojos color miel. Con su expresión calma y serena. Con ese aire de amor y complicidad que siempre me dedicaba.

- ¿Como te sientes?
- Muy mal.
- Debiste dejarla hablar.
- ¿Y que tiene que decirme? Ya dijo todo lo que tenía que decir.

Me refería a mi mamá. Hacia unas horas y mientras todas celebrábamos el último día del año en la sala de mi casa, había levantado su copa con licor de limón para llamar la atención de quienes se encontraban en la sala. Luego carraspeó la garganta, incómoda y espero en silencio. Mis tias y primas la miraron expectantes. Mi abuela preocupada. Yo, sorprendida. Mi madre era una mujer muy reservada y callada, que muy pocas veces expresaba sus pensamientos en voz alta. Verla allí, con una sonrisa nerviosa, el rostro sonrojado de emoción y la copa levantada me pareció una imagen bella pero incomprensible.

- ¿Que ocurre hija? - le preguntó mi tia E., impaciente como siempre. Mi Bisabuela soltó una de sus carcajadas estruendosas.
- Creo que para nadie es un secreto lo que tiene que contarnos - dijo con malicia. Hubo risitas y murmullos emocionados. Las miré a todas sin entender. No tenía idea a que se refería mi bisabuela o que provocaba el clima de entusiasmo a mi alrededor. Mi abuela me dedicó una mirada preocupada, rápida pero que me preocupó. ¿Qué ocurría? ¿Por qué mi madre parecía tan nerviosa y a la vez tan feliz? Jamás le había visto tener ese aspecto radiante, esa sonrisa temblorosa. No comprendía nada de lo que al parecer estaba a punto de suceder.
- No es nada grave - comenzó mi mamá. Tomó una bocanada de aire - y sí, muy bueno. Como creo que ya lo saben, por casi dos años J. y yo hemos conversado sobre nuestro futuro. Han sido dos buenos años de compañía, amor y confianza.

Me sobresalté y me moví de un lado a otro, subitamente incómoda en la silla de madera donde estaba sentada. Mi madre se refería a J. su novio o algo parecido. Habían sido amigos desde niños, para luego dejarse de ver por años y reencontrarse hacia unos cuantos meses atrás. Se habían hecho muy buenos amigos y salían juntos con mucha frecuencia.  Mi madre hablaba mucho sobre él e incluso lo había invitado a comer en nuestro pequeño apartamento. Había sido una velada extraña pero divertida: J. parecía muy incómodo pero feliz y tartamudeaba al hablar. Mi mamá reía en voz alta y le había contado sobre las películas que nos gustaban y los libros que yo solía leer. Luego, más tarde esa noche y luego que J. se había ido, me había preguntado si el hombre me agradaba.

- Me cae bien - dije no muy interesada. La verdad era que me simpatizaba mucho, con sus amables ojos negros y su timidez. Lo que no me agradaba tanto es que le gustara tomar la mano de mi madre, que le pasara el brazo por los hombros, que la hiciera reír. Por momentos, me había sentido un poco fuera de lugar en la cena, como si ambos estuvieran disfrutando de su mutua compañía sin incluirme. Me alegraba que de nuevo sólo fuéramos mi mamá y yo.
- ¿Te gustaría pasar más tiempo con él?
- No...no lo sé - respondí intranquila. Me cubrí la cabeza con la sábana - ¿Me puedo dormir ya?

Mi mamá soltó una pequeña carcajada, me dio un abrazo rápido y apagó la luz de la habitación. Me quedé en la oscuridad un poco incómoda, preguntándome que sucedía. Apreté los ojos, hundí la cabeza en la almohada. De pronto tuve mucho miedo que las cosas cambiaran en mi vida, que lo que consideraba hermoso y sobre todo mio, se transformara en otra cosa. No me atreví a pensar como podía cambiar, si es que llegaba a suceder. Pero el miedo fue muy nítido, claro y doloroso. Me pregunté que me lo provocaba.

Seguía sin saberlo esa noche de fin de año, mientras esperaba que mi mamá dijera lo que al parecer estaba deseando contarle a todas las mujeres de la casa. Apreté los dedos contra la madera de la silla, apreté los labios. Recordé rapidamente todas las visitas de J. a casa, la ocasión en que me había ido a buscar al colegio y me había llevado a casa de mi abuela, conversando conmigo en voz baja. Era un hombre amable, tranquilo, inteligente. Pero no le comprendía. En realidad, no comprendía bien que papel ocupaba en la vida de mi madre. O sí lo sabía - de una manera muy brumosa e imprecisa - y por ese motivo, dejé de sonreírle. De escuchar sus chistes simples, de responder a su pregunta. Me alejé más y más, a medida que el pasaba mucho más tiempo en compañía de mi madre, que formaba parte de mi vida de una manera que no podía comprender bien. Me temía lo que podría ocurrir a continuación. Me asustaba el pensamiento de lo que habría más allá de las risas de mi madre, de la callada fidelidad de J., su mirada nerviosa. Y donde encajar yo allí.

- ¿Entonces? - dijo mi tia M. con impaciencia. Mi mamá tomó una bocanada de aire. La noté paralizada por el nerviosismo. El miedo se hizo más fuerte en mi interior.

- J. me pidió me casara con él. Y le dije que sí. ¡Nos casaremos el año próximo!

El mundo se detuvo a mi alrededor. Escuché como si proviniera de un lugar muy lejano, las risas y la algarabia de las mujeres de mi familia, rodeando a mi mamá para abrazarla y felicitarla. Pero yo me quedé allí, atolondrada y aturdida. Y de pronto, furiosa. Mi abuela me miró por encima de todas las cabezas que reían y se movian de un lado a otro. Me dedicó una de sus miradas penetrantes, que parecían comprender todo y a todos. La vi acercarse, moviendose entre la pequeña multitud feliz, como en un sueño. Mi madre le seguía, aún sonriendo.

- ¡Te odio! ¡Te odio!

Me llevó unos segundos entender que quien gritaba, era yo. Todas las en la sala me miraron, un poco desconcertadas. Mi madre se quedó de pie, con mi abuela a su lado, mirándome con los ojos muy abiertos. Comencé a llorar.

- ¡Te vas a casar con ese señor y me vas a dejar! - dije, a gritos, con esa potencia única de las lágrimas de un niño - ¡Te odio!
- Hija escuchame...
- ¡No!

Corrí como un vendaval por el pasillo. Más allá de las ventanas abiertas, la ciudad celebraba el año nuevo. Los fuegos artificiales coloreaban la noche y Capitán, nuestro perro, ladraba lastimeramente a las luces. Sentí que todo eso me lastimaba, como si esa gran brillo incandescente simbolizara un tipo de dolor muy privado que no sabía como expresar. Corrí y corrí, hasta que me encontré acurrucada en el una de las esquinas del sotano, acurrucada entre las sábanas sucias. No llores, me repetí. No vale la pena llorar.

Me lo repetí cuando mi abuela me abrazó. Me aferré a ella, temblando de angustia, sin saber como explicar el miedo que me provocaba lo que acaba de ocurrir. ¿Que significaba que mi mamá contrajera matrimonio?¿Que ocurriría después? ¿Donde encajaba yo en esa nueva vida que se extendía enorme y aterrorizante al filo del nuevo año? Mi abuela me acarició el cabello con cuidado, me acunó con esa enorme ternura suya que yo apreciaba más que ninguna otra cosa.

- Tengo miedo - balbuceé - tengo mucho miedo que...

Miedo a esa soledad del pequeño apartamento de mi madre. Miedo de sus risas y sus miradas cariñosas al hombre desconocido. Miedo de no encajar en esa nueva rutina. Miedo de llegar a casa para encontrar a J. como parte de todo lo que hasta entonces había pertenecido sólo a mi madre y a mi. Miedo de esa sensación de vacío. Miedo de perder esa intimidad dulce de las mañanas antes de ir a la escuela, de la última hora antes de dormir. Miedo de perder a mi madre, quizás. Sacudí la cabeza la cabeza, no supe como explicar aquello.

- Es natural que lo sientas.
- Tengo que miedo que no quiera más ahora que lo tiene a él.
- Eso es imposible.
- ¿Como lo sabes?
- Los hijos son un tesoro irreemplazable.

Sacudí la cabeza. Mi abuela me acarició las mejillas, me beso en la frente. Suspiré.

- Tengo miedo que ya no me quiera.

Mi abuela me abrazó más fuerte, me levantó en sus brazos. Luego se sentó conmigo en su regazo en una vieja silla rota que durante años había estado oculta en el sotano. Le pasé los brazos por el cuello. Escondí la cabeza en su hombro.

- ¿Recuerdas que te conté una vez de la bruja que se perdió en un Bosque por cien años? - me preguntó. Asentí. Esa historia me había gustado mucho: Una bruja joven había seguido a una luciérnaga a lo más profundo del bosque. La siguió hasta que sólo hubo oscuridad y no supo como regresar en medio de la noche. Se tendió en el suelo, entre las hojas frondosas de los árboles que le rodeaban y durmió. Y al hacerlo, los árboles creyeron que venía a escuchar los secretos del viento. Levantaron entonces las ramas, dejando que el viento llegara para susurrarle a la bruja sus misterios.  Y el viento se quedó junto a ella, mejilla con mejilla, hablándole de todo lo que conocía y había visto. Los árboles les escucharon y no despertaron a la bruja cuando amaneció. Ni tampoco cuando volvió a anochecer. Ni esa semana, ni la siguiente. Ni en los meses que transcurrieron. Ni en los años que pasaron. Finalmente el viento dijo todo lo que tenía que decir y se fue. Y en la soledad del bosque, la bruja despertó sobresaltada. No recordaba cuanto había dormido, pero sabía, con ese instinto de las sabias, que había sido más de una noche. Corrió por el bosque hacia su choza, gritando el nombre de su familia, los brazos abiertos, el corazón angustiado...

- Y solo encontró las puertas cerradas - completé - los retratos de los que se habían ido. Si, recuerdo la historia.
- ¿Qué hizo la bruja una vez que entendió había transcurrido un siglo?
- Siguió queriendo los recuerdos de los perdidos - murmuré - ella...
- Lo que amamos, de verdad, jamás lo olvidamos. Jamás dejamos de amar, incluso a quien se va, a pesar de los cambios y lo que se transforma. No importa si los árboles se vuelven dorados y ancianos o el cielo cambia de color - dijo mi abuela. Me abrazó con más fuerza y el olor a azahar de su cabello me rodeó, como una caricia - el corazón y el espíritu jamás olvida. El amor siempre es una buena razón. Siempre es una buena noticia. Siempre se hace más grande, siempre es preciado, siempre te enseña.

No dije nada. El silencio se extendió en todas direcciones. Más allá, escuché los petardos de año nuevo, las celebraciones y las risas. El mundo entero recordando una nueva oportunidad. Un nuevo momento que comenzar. Me sequé las lágrimas con el dorso de las manos.

- Por ese motivo las brujas encendemos una vela blanca por el año que termina y otra roja por el año que comienza - me dijo con ternura - la blanca para recordar que cerramos un ciclo de aprendizaje y la roja para llenarnos de pasión y esperanza por vivir. El amor que te tiene tu madre es imperecedero y enorme. Y ambas van a comenzar una nueva aventura. Nada acaba, todo se transforma. Todo madura y crece.

No dije nada. Mi abuela me beso en la frente de nuevo y luego me dejó en el suelo. Se levantó y se enderezó con una sonrisa.

- Puedes quedarte aquí si quieres, ya sé que estás bien. Pero yo regreso a celebrar que un nuevo ciclo comienza.

Dio algunos pasos hacia la escalera. Me apresuré a seguirla. Me extendió la mano en la oscuridad.

- Sigo teniendo miedo.
- Siempre habrá un motivo para tenerlo. Pero siempre habrá un motivo para vencerlo, también.

En el salón, todas me dedicaron miraditas suspicaces, otra francamente airadas. Mi madre aguardó, sentada en el sillón, con el rostro triste y la expresión cansada. Me senté a su lado.

- Debí decirtelo antes - murmuró. Le tomé de la mano.
- ¿Me vas a seguir queriendo? - pregunté. Mi madre apretó los labios, con un gesto tenso.
- Te voy a querer toda mi vida. Y contraer matrimonio con J. o nada de lo que ocurra después, cambiará eso.

Me tomó de la mano. Me aferré a su apretón cálido, querido.

- Tengo miedo - musité. La respiración se me convirtió en un jadeo - mucho miedo.
- Yo también.

Me abrazó. Un abrazo dulce, fuerte. Cálido. Su mano en mi cabello. Su mejilla en la mía. Más allá, el último petardo ruidoso del año que terminaba, se escuchó con toda claridad.

Encendimos juntas la vela roja, de la pasión, la creación y la oportunidad. Mi mamá me miró sobre la llamita, con una sonrisa lenta, amable y nerviosa.

- Que cada día sea para aprender - comenzó a recitar. Tomé la vela entre las manos.
- Que cada día sea para soñar.
- Así sea - murmuramos juntas.

La línea azul de la medianoche extendiéndose sobre la montaña y el nuevo año, creándose a partir de cien deseos de estrellas. Más allá lo desconocido, pensé. Que continuaba dándome miedo, que me hacia aún preguntarme que encontraría en el primer rayo de luz del amanecer. Una promesa de esperanza, me dije aún sosteniendo la vela, la mano de mi madre en el hombro. O simplemente una mirada más allá de todo temor, en un nuevo amanecer.

C'est la vie.

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