lunes, 8 de diciembre de 2014

Campo de Batalla anónimo: La Venezuela sin rostro.





El miércoles tres de diciembre, la ex diputada María Corina Machado fue imputada por “conspiración” para asesinar al presidente Nicolás Maduro y “atentar” contra la paz de la República. Todo lo anterior, debido a su llamado a la manifestación pública que se denominó “La salida”. La diputada podría enfrentar por el entre 8 y 16 años años de presidio.

Durante el acto, la fiscal le imputó el delito de conspiración, establecido y sancionado en el artículo 132 del Código Penal, aunque Machado hasta ahora, no hizo otra cosa que participar en actos de masas donde convocó a la manifestación callejera, además de participar en alguna de ellas. De acuerdo con lo dispuesto en dicha norma, el delito se imputa a “cualquiera que, dentro o fuera del territorio nacional, conspire para destruir la forma política republicana que se ha dado la nación”. Tampoco existe una prueba pública y evidente que demuestre que Machado haya “alterado” la paz del país más allá de su presencia en eventos de índole político y manifestar su opinión sobre la situación económica que atraviesa el país. No obstante, para la fiscalía, el llamado a la Manifestación en sí mismo puede considerarse “conspiratorio” por el mero hecho de enfrentarse “al Gobierno en funciones”.

Lo más preocupante, sin embargo, no es la distorsionada percepción legal sobre los derechos de manifestación del ciudadana que demuestra el Estado Venezolano a través de la imputación, sino el hecho que un considerable número de ciudadanos considera que María Corina Machado, “merece” la situación legal que atraviesa. Una idea que parece resumir esa interpretación sobre la ley como arma ideológica y aún peor, como una línea sesgada entre lo que el ciudadano puede aspirar como derecho a la manifestación pública y lo que el Gobierno asume puede permitir sobre el particular.

“Ella llamó a la gente a la calle, los muertos son suyos” comenta J. en uno de sus estados de la red Social Facebook “Aquí la impunidad viene porque nadie se responsabiliza por lo que hace. Si le dices a la gente que salga a la calle (a manifestar) y la matan, ese muerto es tuyo. No se puede manifestar asi por asi”.

Mi amiga J. se llama así misma chavista, aunque suele insistir en que “no madurista”, un sutil matiz que define el cisma cada vez más evidente en la percepción de la línea oficialista sobre si misma. Además, insiste en que “crítica” al gobierno cuando “es necesario, pero no siempre, eso es saboteo” y más de una vez, me ha insistido que “en todo proyecto hay un margen de error y aceptarlo, es una forma de lealtad”. Cuando le pregunto por qué llamar a manifestar puede considerarse un delito y más aún, por qué las posibles consecuencias como una responsabilidad individual de quien las convoca, se sorprende.

— Si le dices a la gente a que salga a la calle a protestar, sabes que corre un riesgo. Y ese riesgo lo asumes — me explica — si hay un muerto, ¿A quién se lo van a achacar?
— ¿Al responsable de la violencia por ejemplo? — respondo. Ella sonríe, con cierta incredulidad.
— ¿Y como vas a saber quien fue?
— Para eso está la policía y el Ministerio público.
— Aunque lograras identificar al culpable material, el intelectual sigue siendo el que llamar a marchar. Salir a la calle tiene un riesgo.

La frase me sorprende, me sobresalta. Durante los últimos años, manifestar ha tenido un precio altísimo en nuestro país: desde el tristemente célebre 11 de abril de 2002 con su saldo de 19 asesinados y 72 heridos de bala, hasta las manifestaciones que sacudieron a nuestro país y que contabilizan a la fecha cuarenta asesinatos y más de 100 heridos y detenidos, la protesta pública se ha convertido en Venezuela no sólo en una amenaza, sino en una circunstancia que demostró la vulnerabilidad del ciudadano ante el Estado que usa la ley como un método de retaliación ideológica. El Gobierno no sólo reprime usando las armas de la nación y el sistema judicial, sino que además criminaliza la protesta y al convierte, cuando menos, en una situación extra legal de preocupantes consecuencias.

— ¿O sea que el Estado Venezolano no garantiza que yo pueda salir a la calle a Protestar? — insisto — De salir, ¿debo temer pueda ser herida, detenida, incluso desaparecida? De eso se le acusa a Maria Corina Machado y a Leopoldo Lopez ¿No?

J. no responde pero sé que lo que insinúo la irrita y la desconcierta. Durante años, la izquierda Venezolana fue perseguida por el Estado, quizás como consecuencia histórica de la percepción ideológica del fallecido Rómulo Betancourt. Se le acusó de subversión y de propiciar “enfrentamientos callejeros”. Durante los sucesos del 28 y 29 de Febrero de 1992, se insistió que la “subversión” y la provocación habían utilizado el malestar generado por las medidas económicas de Carlos Andrés Perez, para provocar un enfrentamiento social de consecuencias imprevisibles. El padre de J., de hecho, militante de izquierda de vieja data, sufrió persecusión y acoso por fuerzas judiciales durante el Gobierno de Perez. De manera que supongo que la idea sobre la ley utilizada como arma política no es nueva ni desconocida para ella. Y no obstante, para J. la justificación a la actuación del gobierno es una curiosa mezcla entre la ideológia y esa percepción confusa del Venezolano sobre lo que implica — o no -el derecho a la protesta.

— Si la gente va y cierra la calle, quema cosas, monta su “guarimba”, ¿A quien vas a culpar sino al que fomentó el desorden? — me explica. Recuerdo que en una oportunidad me contó que luego del golpe de Estado del Cuatro de febrero de 1992, su padre y su familia visitaron más de una vez a Chavez durante sus años de cárcel. Me hablo sobre su “coraje para aceptar las culpas” aunque las muertes durante la subversión militar “no podían achacarsele a otra cosa sino a la situación”. Me asombra la contradicción entre ese planteamiento y el actual y sobre todo, su manera de interpretar la intención política como una manera de justificar o no la violencia en manos del Estado.

— El ciudadano es individualmente responsable — respondo — O sea, según ese planteamiento, salir a la calle con intención política te hace vulnerable a cualquier ataque y agresión.

— La calle no es para todo el mundo.

Robert Redman estaba manifestando de pie a dos cuadras de la casa donde vivía cuando un motorizado desconocido se detuvo y le disparó a la cabeza. La escalofriante imagen de su cuerpo desagrandose en las calles de Chacao se difundió rapidamente por las redes. Redman no había acatado llamado alguno de Leopoldo Lopez o de María Corina Machado para expresar su opinión. Se encontraba protestando debido a la muerte de Bassil Da Costa, asesinado horas antes en una situación confusa durante una marcha multitudinaria que recorrió el Centro de Caracas. Redman había formado parte del grupo que protegió al agonizante Bassil mientras yacía en una calle en medio del tiroteo. La situación le había hecho volver a la calle horas más tarde, envuelto en una bandera y exigiendo justificia.

El 19 de Febrero de este año, Geraldine Moreno se hallaba de pie frente a su casa en el sector Tazajal del municipio Naguanagua (Estado Carabobo) cuando un grupo de funcionarios de la Guardia Nacional irrumpió en la calle disparando para dispersar la manifestación que se llevaba a cabo en su calle. Los funcionarios arrojaron bombas lacrimógenas y arremetieron con balines de plastico para obligar a la pequeña multitud — no más de veinte vecinos entonando el himno nacional y golpeando cacerolas — a retroceder. Uno de los funcionarios se abalanzó sobre Geraldine y le disparó dos veces en el rostro a quemarropa, hiriendola con una descarga de lo que después se determinaria, eran balines de metal. Luego de cuatro días de dolorosa agonía, Geraldine murió. Geraldine no fue agredida por alguno de los manifestantes, mucho menos por los vecinos que le rodeaban. Fue atacada por un funcionario del Estado Venezolano.

Marvinia Jimenez salió a la calle a manifestar el día 24 de Febrero, en la Urbanización La Isabelica de Valencia. No llevaba otra cosa entre las manos que su teléfono celular. Lo uso para intentar grabar la brutal arremetida de la fuerza pública contra el grupo de manifestantes que se enfrentaba arrojando basura y levantando pancartas contra los funcionarios. Cuando uno de ellos la descubrió intentando documentar lo que ocurría, le apuntó directamente a la cara con su arma de reglamento. Luego fue empujada y arrojada al suelo por una segunda funcionaria, que durante varios minutos le golpeó el rostro y la cabeza con su arma de reglamento. Por último, Marvinia, quién sufre de discapacidad motora en una de sus piernas, fue detenida por “alterar el orden público”.

Mi amiga J. me escucha con los dientes apretados mientras le describo los tres sucesos. Sacude la cabeza, deja escapar una exclamación de sorpresa, como si mis palabras le describieran circunstancias desconocidas. Por último se encoge de hombros, parpadea, entre incómoda y confusa.

— Son casos puntuales.
— Es violencia. A Leopoldo Lopez y María Corina Machado, se le responsabiliza por la violencia durante las manifestaciones.
— Hubo violencia opositora.
— La violencia es repudiable de donde venga.
— La opositora es peligrosa, no tiene razón ni tampoco sentido.
— La violencia es violencia venga de donde venga. Y el gobierno continúa sólo castigando y favoreciendo la justifica sólo cuando le conviene.

El 21 de Febrero, un joven motorizado transitaba por la calle Horizonte del Marqués cuando un cable de metal colocado en la vía lo derribó y le degolló. El cable había sido colocado por los vecinos de la zona debido al asedio de los llamados “Colectivos chavistas” durante las últimas noches. No obstante, la victima no formaba parte de colectivo alguno, sino que además, tampoco manifestaba por posición política alguna. Sólo sufrió las consecuencias de un clima de violencia insostenible que convirtió la calle y la protesta en una amenaza directa contra la integridad del ciudadano común.

— El hecho es que nada de esto habría sucedido si Leopoldo Lopez y María Corina Machado no hubiesen llamado a “La salida” — insistió J., cada vez más enfurecida — utilizar el descontento para provocar al gobierno es un crimen.

Leopoldo Lopez y María Corina Machado se transformaron en líderes — y quizás voceros circunstanciales — del descontento popular cuando a principios de años declararon que la única vía para enfrentar la crítica situación política y económica del país era a través de la manifestación pública. Participaron activamente en asambleas y debates sobre el tema y por último, anunciaron que había que llevar a cabo una protesta multitudinaria que aglutinara los factores descontentos que se llamó “La Salida”. La propuesta, que sostenía la presión obligaría al Gobierno de Nicolás Maduro a replantear la línea dura y ortodoxa de la política interna, insistía en la participación ciudadana como elemento primordial. Tanto Lopez como Machado, invitaron a los ciudadanos a tomar las calles, a manifestar a viva voz su descontento y a presionar por cambios y mejoras a través de la herramienta constitucional de la protesta.

De inmediato, la situación desbordó las expectativas y la visión elemental de lo que la propuesta de “La Salida” sugería. La manifestación local pareció alimentarse del descontento regional en el país y provocar una reacción en cadena inesperada. Por casi tres meses, grupos de manifestantes llenaron el país a diario, en una situación cada vez más dura e incontrolable. El Gobierno reaccionó reprimiendo y agrediendo por medio de los cuerpos de seguridad del Estado y con el apoyo de los llamados “Colectivos de la Revolución” que actuaron como el brazo paramilitar del Gobierno durante las largas jornadas de enfrentamientos callejeros. La situación llevó al país a una casi insostenible situación de violencia y lo que es aún peor, una interpretación sobre la protesta como criminal o punitiva. En el momento más algido de los enfrentamientos, se contabilizaron más de mil manifestantes detenidos, cuarenta asesinatos en situaciones confusas o que involucraban directamente la actuación del Estado y más de 200 heridos por enfrentamientos con funcionarios de seguridad. Muu pronto, la manifestación callejera — incluso la pacifica y bajo el amparo de la ley — fue considerada criminal y penalizada por todo tipo de distorsiones e interpretaciones legales que favorecieron la aplicación de la ley como arma ideológica.

— En otras palabras, no se debe protestar — respondo. Mi amiga J. me mira con una expresión dura, impaciente. Para ella, la idea es sencilla: el poder usará todas las herramientas a su disposición para asegurar la confusa figura de la “paz Nacional” y lo que resulta aún más brumoso e impreciso: La estabilidad del sistema político. Para J., militante de la ideología gobernante, la protesta no sólo expresa descontento contra las instituciones y los funcionarios del gobierno, sino también, para su posición política.
— La protesta implica que sepas por qué lo haces. “Maduro Vete ya” no es una consigna, es simplemente una provocación.

Se refiere, desde luego, a esa visión tumultuosa y caótica de la oposición, que por ahora, continúa siendo sólo descontento genérico sin otra bandera o proyecto que la necesidad de una transformación “inmediata” del sistema político imperante. Para J., que forma parte de la verticalidad casi militarista del PSUV, la idea de una protesta espontánea, sólo amparada bajo el titulo del descontento y la irritación social, es casi inconcebible. Eso, a pesar que durante años, la ideología con la que se identifica, levantó el puño exigiendo “reinvidicaciones” sin una idea clara sobre la exigencia. Cuando se lo digo, sacude la cabeza.

— No hace falta organizarse para saber que la dominación capitalista es injusta — me dice — no hace falta tener un partido político para saber que el capitalismo te aplasta.
— De la misma manera no hace falta que nadie te diga como protestar cuando el gobierno de turno no satisface tus aspiraciones. Es un derecho.
— Son una minoria.
— Son ciudadanos.

No me responde. Sé que para J., la idea de la oposición Venezolana, el legitimo derecho a oponerse a las ideas gubernamentales, es por completo impensable. La mayoría manda, suele insistirme. La minoría acepta. Cuando le pregunto que hay de democrático en eso, me dedica una mirada dura.

— Tenemos el derecho del voto.
— Los disidentes de la libertad política.

No hay manera de conciliar posiciones contradictorias como las nuestras. En el silencio que viene después de mi último comentario, me inquieta la idea que de alguna manera, el país se encuentra también sumido en ese mutismo de la confusión, de la nada que arrasa cualquier idea. La ideología carente de sentido, de la idea que carece de forma y verdadera sustancia, más allá de la idealización romántica de un sistema político. ¿Quién es Venezuela ahora mismo? me pregunto mientras una pancarta amarillenta y desdibujada de Chavez me mira desde una valla callejera. La protesta se considera criminal, la opinión se penaliza ¿Quienes seremos en el futuro, en medio de la destrucción de la idea de conciliación, reconciliación y tolerancia? No lo sé, me digo, con cierto escalofrío.

Y quizás, no tener respuesta, es el peor temor de todos.

C’est la vie.

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