sábado, 20 de diciembre de 2014

El valle de la memoria y otras historias de brujería.



Cuando era una niña pequeña, soñé que caminaba por mi ciudad a mitad de la noche a solas. Recorría las calles y avenidas desoladas, escuchando el viento de montaña soplar por entre los edificios de ventanas cerradas. La línea del Ávila se veía oscura e inquietante bajo un cielo azul añil. Pero era el silencio, insoportable, palpitante, lo que me abrumaba. Un silencio que parecía provenir de todas partes, que hacia que el sonido de mi respiración agitada pareciera enorme, insoportable. El sueño, no tenía un sólo elemento aterrorizante, pero cuando desperté comencé a llorar.

Todavía llorando, me cubrí con la cabeza con las sábanas. En plena madrugada, me pregunté si esa  silencio absoluto de mi sueño me había perseguido hasta aquí, al mundo de las cosas reales. Si esa sensación de no pertenecer a ninguna parte y no ser parte de nada, se me había quedado prendida en la piel para recordarme los límites de mi cuerpo de niña, de mis horrores infantiles, de ese hilo de respiración confusa que se me escapaba entre los labios. Seguí llorando, con el rostro apretado contra la almohada, hasta que me dormí otra vez. A la mañana siguiente, recordaba haber llorado, pero no el sueño.

Lo recordé varios días después en el colegio, sentada en el patio de recreo, en medio de la luz de la tarde y al algarabía de mis compañeras jugando unos metros más allá. No lo recordé del todo, en realidad, sino esa sensación paralizante de no existir - no ser - que el sueño me había dejado días atrás. La garganta se me cerró de miedo y tuve una sensación de puro extravío, como si no pudiera controlar el fluir de mis pensamientos, las ideas que se arremolinaban en mi mente. No entendía exactamente que me sucedía, aunque el miedo era muy real, un punzante nudo amargo en la garganta. Mi amiga Flor me miró con los ojos muy abiertos y desconcertados cuando traté de explicárselo.

- ¿Miedo a la nada? - repitió con lentitud, como si paladeara las palabras. Me encogí de hombros.
- No sé que es. Tengo miedo a...todo lo que no...

No sabía como explicarle lo que sentía. De hecho, ni yo misma lo entendía bien. Era algo inmenso, inabarcable para mis pensamientos de niña. Era algo que parecía formar parte de la oscuridad de la noche, del silencio implacable y helado de los terrores. Ese vacío más allá de mi casa, de quienes amaba, de las cosas familiares que me rodeaban. Pero ¿Como podría explicarle algo así de complejo a Flor? ¿Como poner en palabra ese vértigo inexplicable que parecía atacarme sin esperarlo y sin sentido alguno? Sacudí la cabeza. Recordé en un parpadeo la ciudad oscura de mi sueño, los desperdicios flotando en el aire, llevados por un viento apocalíptico, la montaña lóbrega. Era como otro aspecto de la ciudad donde vivía, otra visión de mi vida o al menos de cómo la concebía.

Eran días extraños. Había estado enferma por algunas semanas debido a un grave caso de Pulmonía y apenas comenzaba a recuperarme. No recordaba mucho sobre lo ocurrido, a no ser el terror de la habitación blanca de la clínica privada donde había estado recluida, las lágrimas de  mi abuela y mi madre, el dolor y el agotamiento insistente que me dejaban tendida entre sábanas con olor a medicinas por horas. Nunca había estado tan enferma ni tan débil, jamás tan asustada. Me había llevado unas cuantas semanas más recuperarme y sólo ahora, casi un mes después de haber enfermado, volvía a la escuela. Todas mis compañeras me habían mirado entre preocupadas y desconcertadas, una de ellas me comentó que me veía "a punto de romperme". Flor me tomó de las manos y se asombró de lo delgadas y pequeñas que parecían, entre las suyas regordetas y llenas de pecas.

- ¿Puede ser que la enfermedad te asuste todavía? - me preguntó. Me encogí de hombros, sentada en el banco de madera del patio, mi por mucho tiempo había sido mi preferido. Ahora, me parecía sólo un montón de tablas mal tableteadas. De hecho, todo a mi alrededor parecía haber perdido brillo y belleza. Hacerse mustio, un poco destartalado. Me pregunté si se debía a como decía Flor, a los largos días en que me encontré enferma o algo más profundo y extraño que no lograba comprender muy bien.

- No me asusta - le respondí de inmediato - solo me hace sentir muy cansada.

Pero en realidad, si me asustaba. Me movía despacio, temerosa del dolor del pecho, de volver a tener fiebre y tener que estar de nuevo al cuidado de médicos y enfermeras. Me asustaba el recuerdo de las noches en la clínica y también no entender bien que me ocurría. El dolor en el pecho subía y bajaba, la fiebre me golpeaba las mejillas y los labios resecos, me sentía flotar en medio de la esa tranquilidad artificial de la habitación de la clínica. Todos los días me preguntaba si volvería a enfermar, si volvería a sentirme tan frágil y aterrorizada. Me asustaba pensar en la respuesta.

Seguí pensando en el sueño por semanas. Sentada en el jardín antipático de mi abuela mientras leía, haciendo la tarea en la mesa de madera de la cocina, riendo con mis primas en el salón. Allí, a medio camino entre el recuerdo y una súbita sensación de reconocimiento, se encontraban los fragmentos de escenas de una ciudad devastada, azotada por el desastre. El cielo sin estrellas. El viento implacable. Y el silencio, el pum pum de mi corazón angustiado, afligido. Las manos extendidas hacia la nada...

Mi abuela me encontró llorando. Desperté  y casi me arrojé de la cama, abrumada por la sensación que el mundo se desmoronaba a mi alrededor. Me aferré a ella, tan real entre la penumbra, al olor a albahaca de su cabello, a su mejilla arrugada y cálida. Ella me sostuvo apretada contra su pecho, un apretón fuerte y reconfortante que agradecí.

- ¿Qué ocurrió ¿Tuviste pesadillas?

Sacudí la cabeza. No sabía si la imagen de Caracas desolada, era una pesadilla en realidad. No había nada que me asustara en el sueño: solo esa sensación de soledad absoluta que me dejaba sin fuerzas, temblando en mitad de una calle desconocida. Pero sí, sentía miedo. Un miedo atroz, insoportable. Escondí la cabeza en el hombro de mi abuela.

- No es una pesadilla, es como una fotografía de una Caracas...muerta.

Esa era la palabra y poderla pronunciar, me alivió, a pesar de lo amarga que se escuchó al decirla en voz alta. Esa era la sensación que había tenido la primera vez que soñé con la ciudad a Oscuras, mustias y devastada. Era la misma que me había aterrorizado la segunda vez, cuando las calles parecian combarse y romperse desde su mismo centro, rodeadas de maleza y silencio. Otra vez ese silencio de las ventanas cerradas, las calles fronterizas. Como si no hubiese una sola voz en medio de la noche, una sola mirada. Todos ausentes. La soledad definitiva. Lloré con más fuerza, sin saber como expresar tanta desolación.

Pero tal vez, mi abuela no lo necesitaba. Me sostuvo entre sus brazos, me calmó con besos y mimos y después, me pidió la acompañara hasta la cocina. Lo hice, aferrada a su mano. Pero las sombras de su casa eran distintas a las de mi sueño. Titilaban, sonreían. Fragantes, danzarinas. Sombras vivas de cosas vivas. Sombras risueñas, que parecían esconderse entre las puertas entreabiertas y las ventanas golpeadas por el viento juguetón.

Mi abuela me preparó chocolate caliente. Lo hizo con esa pausada tranquilidad suya: cada cosa en su lugar, cada movimiento lleno de una dulzura enorme. Cuando finalmente rodeé la taza con las manos, el calor de la porcelana me reconfortó. El olor del chocolate recién nacido y sobre todo, esa sensación de encontrarme a salvo, en medio de la luz y de la sonrisa de mi abuela. Todo estaría bien, me dije. Todo podría volver a estar bien. Como antes.

Pero ¿Lo estaría? Me tomé el primer sorbo de chocolate para endulzar el nudo amargo que me cerraba la garganta.

- ¿De que tienes miedo mi niña? - me preguntó mi abuela. Sin rodeos. Sin medias tintas. Eso me gustaba de ella. Cuando abuela hablaba, sabías que tendría algo importante que decir, algo valioso. Tomé otro sorbo de chocolate, mientras me esforzaba por ordenar las ideas. Finalmente tuve una idea difusa de lo que podía responder pero antes, necesitaba comprender algunas cosas.

- Abuela ¿Que dice la brujería sobre las cosas que pasan cuando uno se muere? - dije entonces. Abuela parpadeó. La noté un poco sorprendida, lo que no era habitual en ella. Mucho después me diría que le había desconcertado escuchar ese pensamiento tan adulto en los labios de la niña pequeña que yo era.

- ¿A donde va el espíritu o tu identidad?

- No, eso ya me lo contaste - tomé otro sorbo de chocolate. Procuré contener el temblor de las manos - lo que ocurre con la gente que no se muere, con los que te aman, los que se quedan a llorar. ¿Qué pasa con ellos? ¿Como se consuelan?

Abuela no respondió de inmediato. Se sirvió una taza de chocolate y se sentó frente a mi, mirándome con sus grandes ojos color miel iluminados por un sentimiento dulce, profundo que no logré comprender. Me recordó a la mirada de mi madre durante mis días de enfermedad, sentada a mi lado. Tomándome de las manos, apretándolas con fuerzas. Intentando sonreír sin lograrlo siempre. En una ocasión cuando pensaba que dormía la vi llorar. Y fue cuando supe que me encontraba realmente mal, al borde de lo inimaginable. Sacudí la cabeza de nuevo asustada. Otro sorbo de chocolate.

- En brujería creemos que la vida y la muerte son ciclos naturales, mi niña - respondió entonces mi abuela. En voz baja, pausada - que tanto nacer como morir celebran la esencia del ser humano, su fragilidad, su fuerza y su capacidad para trascender. En muchos pueblos y tribus primitivos, morir era un acontecimiento que hacia que hombres y mujeres comprendieran que la vida era un obsequio, una posibilidad, una decisión, una gran aventura.

Parpadeé. Esa idea me parecía desconcertante. Siempre había creído que para todos los pueblos de la Tierra, la muerte simbolizaba miedo y terror. Había leído libros donde los personajes sufrían un dolor insoportable por la muerte de seres queridos. Imaginé los rostros de mujeres que lloraban junto a un cadáver envuelto en sedas blancas, en hombres con el rostro tenso de dolor, aguardando junto a ellas. ¿Como podían comprender la muerte? ¿Como podían brindarle otro significado que no fuera el silencio?

- Pero la muerte no...la muerte es la muerte - dije con cierta timidez - un día estas aquí en el mundo y luego te vas. ¿Como puede eso demostrar cosas bonitas como las que dices?

- La muerte es una transición, como otras tantas en la naturaleza, mi niña - respondió mi abuela - no hay una sola criatura en el mundo que no esté destinada a convertirse en algo más, a transformarse, a unirse con el todo que le rodea. La muerte es solo un paso. Comprenderlo, asumir que somos parte de un ciclo interminable.

No dije nada. Ni el chocolate me pudo quitar el mal sabor de boca de recordar a mi madre llorando en la oscuridad. ¿Que habría ocurrido con ella si yo no me hubiese recuperado? ¿Habría creído que mi muerte me hacia parte de la naturaleza? ¿Que era parte de una visión enorme sobre el espíritu humano? Sus lágrimas me habían dolido tanto. Me angustiaba haberlas provocado.

- Abuela, pero la muerte hiere y hace llorar a la gente que vive - dije, angustiada - ¿No lo ves? nadie lo asume como bonito. Quien muere, se va. Se aleja. Ya no regresa. Y...

Me callé. La imagen de Caracas desolada volvió a atormentarme. Una Caracas derruida por el tiempo y quizás por una soledad infinita, inexpresable. Las calles agrietadas, los edificios a oscuras. ¿Por qué mi imaginación insistía en mostrarme esa imagen? ¿Que simbolizaba? Me mordí los labios, apretando la taza entre las manos. Yo lo sabía, o creía saberlo. Un mundo perdido, roto. Quizás mi propia visión sobre mi mortalidad.

Pero era demasiado pequeña para pensar en términos tan complejos: sólo sabia que tenía mucho miedo de morir, de perder cada instante de sonrisas y alegría. Que me aterrorizaba la sensación de fragilidad que la enfermedad me había dejado, la soledad irremediable. Sacudí la cabeza de nuevo con lágrimas en los ojos,  el corazón palpitándome muy rápido.

- Todos moriremos alguna vez, pero quienes somos trasciende. Y quienes nos aman, nos conservan en su memoria cada día de su vida - dijo mi abuela. Tenía una expresión plácida, cariñosa y también un poco triste. Tal vez le preocupaba que una niña como yo estuviera obsesionada por esos pensamientos - somos parte del mundo al nacer, y lo seremos después de morir. Somos parte de la historia, de cada cosa que se crea y se conserva en la memoria. Somos el todo.

Suspiré, no muy convencida. Ella se levantó de la silla donde estaba sentada.

- Ven, acompáñame.

La seguí. Salimos a su enorme jardín antipático, descuidado y precioso. Nos quedamos de pie bajo la cúpula de estrellas titilantes que bordeaban la montaña.

- Cada uno de nosotros es parte de la historia de la humanidad. Existimos por un instante breve, pero dejamos una parte nuestra en el mundo. Quizás te parezca pequeño y poco importante esa idea, pero imagina los millones de millones de seres que han nacido y muerto en la humanidad. Las enormes y pequeñas contribuciones - levantó el rostro hacia el infinito - el ser humano olvida que su paso por la tierra es fugaz por su conciencia de existir, no lo es. Que a su muerte, habrá quien le recuerde. Y que incluso cuando ese recuerdo se pierda, habrá un pensamiento que fue suyo en el interminable transcurrir del tiempo. El mundo es un entramado de historias, escenas, duras y bellas, fuertes y frágiles. Y somos, hija, parte de todo lo creado. Somos parte de cada pequeña noción de lo que fue y lo que vendrá. Nos une la carne, de la madre Tierra que nos sostiene. Nos une la historia que conservamos y heredamos. Nos une la misma consciencia de ser parte de un pensamiento Universal extraordinario. Existimos y somos, a pesar de la muerte.

No comprendí del todo sus palabras, pero si capté lo esencial, esa extraña sensación de pertenencia que de pronto, pareció abarcarlo todo, vincularme con cada cosa a mi alrededor. Miré el cielo interminable, cuajado de estrellas, no sólo con una sensación de maravilla sino de ternura. Imaginé a quienes lo habían mirado antes que yo, lo que después de mi existencia también lo mirarían: cientos de historias creándose unas a otras, construyendo alguna otra, dándole sentido a lo que vendría después. Cuando mi abuela me tomó de las manos, apreté las suyas con una rara emoción recorriendome. Un atisbo de paz.

- Por ese motivo las brujas miramos al cielo y a las estrellas. Lo hacemos con reverencia, con maravilla. Y también con humildad. Porque no sólo comprendemos el poder de nuestra esperanza de vivir lo mejor posible, de trascender a través de nuestras ideas y sueños, sino de creer que cada cosa que hacemos construye el futuro, lo que soñamos, lo que aspiramos. Lo que veremos nacer y prosperar incluso cuando ya no estemos para celebrarlo. La historia de nuestro espíritu y de nuestro corazón.

La cúpula celeste pareció ensancharse, hacerse interminable, elevándose hacia las estrellas púrpuras, el cielo que se combaba sobre nuestras cabezas. De pie, con mis escasos diez años, con las manos apretadas contra el pecho, aún débil y dolorida, me sentí inmensa, unida a ese cielo y a esa historia desconocida. A la ráfaga del viento que nos envolvía, a la consciencia de existir y de crear a cada minuto, a cada palabra, a cada sueño. Mi abuela me pasó un brazo por los hombros y me dedicó uno de sus guiños amables, juguetones.

- Cada día que pasa es una oportunidad para crear el futuro - me dijo - no lo olvides nunca. Crear y soñar es nuestra verdadera trascendencia.

Recuerdo con frecuencia sus palabras. Cuando levanto la pluma para escribir y la cámara para fotografiar. Porque más allá del tiempo y de todos los temores, se que estoy construyendo el futuro, mi propia forma de trascendencia, mi esperanza. Mi manera de soñar.

El hogar de las estrellas en mi espíritu.

Así sea.

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