martes, 2 de diciembre de 2014

La purga silenciosa.





Desde hace más de tres meses, Nelson (no es su nombre real) acude casi a diario al Ministerio del Poder Popular para el Proceso Social del Trabajo, para conversar con un Fiscal de la institución encargado de atenderle juridicamente. Su caso es uno de los tantos despidos injustificados ocurridos durante la prolongadísima inamovilidad laboral decretada por el gobierno desde hace más de cinco años. Nelson está convencido que su caso merece una revisión legal — fue despedido por reducción de personal, lo cual contradice el decreto sobre estabilidad laboral gubernamental — y que necesita asesoría de algún funcionario que le permita enfrentarse a la empresa. En la ocasión en que le acompaño, me cuenta que es la quinta vez en esa semana que le sugieren asistir muy temprano por la mañana para “agarrar puesto”.

— La cosa no está fácil aquí — me explica — lo de los despidos es casi una epidemia.

Tiene razón. Nos encontramos en uno de los últimos lugares de la inevitable fila que espera ser atendido. Casi cuadra y media de hombres y mujeres de aspecto resignado y tenso que aguardan el Ministerio comience su jornada laboral. Por los comentarios que escucho, casi nadie ha recibido atención directa a su caso y la mayoría, necesita asesoría concreta de circunstancias muy puntuales. Una mujer con un gran vientre de embarazada, nos explica a Nelson y a mi que la empresa donde trabajaba la despidió, a pesar que la ley Venezolana lo prohíbe expresamente. Un anciano comenta que en su caso, aún espera la jubilación de la pequeña empresa de seguridad donde trabajó por más de viente años. “Dicen que no tiene plata” nos cuenta “pero lo que no tienen es ganas de paga’ lo que deben”.

El caso de Nelson es parecido: trabajo por más de seis años en una oficina de contadores e insiste fue despedido en cuanto se conoció su filiación política. Y es que Nelson es chavista, miembro del partido de Gobierno PSUV y militante activo de la memoria de llamado “comandante Eterno”. Cuando le pregunto por qué supone fue despedido debido a eso, sonríe con amargura.

— Cuando decidí que lo diría en voz alta, las cosas comenzaron a cambiar en la oficina — me explica — fue asombroso como comenzaron a escucharse rumores, reclamos sobre mi trabajo. Me hablaron de clientes descontentos, de poca eficiencia. Hasta entonces, había sido un empleado promedio, la mayoría de las veces eficiente. Ahora soy un flojo.

No respondo. Avanzamos en la fila con paso lento. Una mujer joven que nos escuchaba a algunos pasos de donde nos encontramos, mueve la cabeza. Nos cuenta que le ocurrió algo semejante. “En las empresas privadas no quieren a los chavistas” puntualiza. Cuando le pregunto si fue despedida directamente por eso, se encoge de hombros. “No, pero ayudo. El día que el Comandante murió, pedí días libres para ir a su entierro. Después de eso las cosas en la oficina fueron distintas”.

— La discriminación política existe — me dice Nelson, con un leve encogimiento de hombros — hay que reclamar.
— Como la lista Tascón.

Me refiero, claro, a la lista que el difunto diputado Luis Tascón publicó, donde señalaba con nombre y apellido a los firmantes de la recolección de firmas de 2003 y 2004 para la renuncia del presidente de Venezuela, Hugo Chávez, petición que condujo en definiva al referéndum revocatorio de 2004, que falló en contra de los firmantes. La lista había sido incorporada como un instrumento de segregación en Instituciones públicas de todo el país y producido despidos masivos de opositores al Gobierno Chavista. Antes y después de que se efectuara el referéndum hubo acusaciones que la lista se convirtió en un instrumento para la discriminación efectiva de opositores al gobierno, luego de que fuera publicada en internet por el diputado Tascón como parte de la verificación de las firmas.

— No es lo mismo — dice Nelson incomodo.
— ¿Por qué no lo es?
— Tascón sólo intentaba validar las firmas.
— Tascón sabía que crearía un instrumento de discriminación muy directo contra cualquiera que se opusiera de manera pública al presidente Chavez. Una buena cantidad de trabajadores fueron despedidos por haber firmado. Y se llevó a cabo una purga política en todos los Ministerios e Instituciones del país. Hasta el mismo Chavez lo reconoció.

Nelson tuerce el gesto. Luego de casi tres años de usarse como herramienta política de segregación, Luis Tascón retiró la lista de su sitio web, enfrentándose a todo tipo de acusaciones sobre el uso de la lista para asegurarse de la fidelidad ideológica de cualquiera que trabajara en la administración pública. Finalmente, el 16 de abril de 2005 Chávez pidió a sus gobernadores, alcaldes y ministros “archivar y enterrar la famosa lista de Tascón”, debido a que “me han llegado algunas cartas, y de tantos papeles que me llegan, que me hacen pensar que todavía en algunos espacios tienen la lista de Tascón en la mesa para determinar si alguien va a trabajar o no va a trabajar”. Aseguró, en lo que se tomó como una sutil mea culpa que “seguramente cumplió un papel importante en un momento determinado, pero eso pasó” y dijo estar seguro de que el diputado Tascón obró “sin ninguna mala intención”.

Silencio. Uno muy incómodo, además. Avanzamos un par de metros en la fila. Un hombre que parece haber estado escuchando nuestra conversación, se acerca. Lleva una camiseta roja con el monograma de los ojos de Hugo Chavez descolorido y descascarado.

— Es distinto. En el gobierno no puede trabajar nadie que no sea fiel al Comandante Supremo — me reclama en voz alta. Nelson sacude la cabeza, irritado e incómodo. Yo intento mantener la calma — mire mija, si el gobierno te paga, no hay que morderle la mano.

— ¿Criticar al gobierno es una deslealtad? — pregunto. Lo hago con toda la calma que puedo, a pesar de que la irritación me colorea las mejillas. El hombre se seca el sudor de la frente con el dorso de la mano. El día avanza rapidamente: un amanecer chirriante, caluroso, tan habitual en Caracas.

— Uno acepta lo que le den mija — me dice. Y me sorprende que el tono se hace confidencial, casi amable. Después pensaré que hay una nota de resignación en su voz — uno toma lo que le deben y se va. Todo este barullo…

Se aleja. Nelson me dedica una mirada dura. No respondo, acalorada y aún irritada por la corta conversación. En la puerta del Ministerio, un vigilante uniformado, anuncia a gritos que en pocos minutos “se van a repartir los números”. Un barullo impaciente recorre a la pequeña multitud, alguien reclama “Que donde está la eficiencia pues”. Una tensión latente llena la calle, la cada vez más larga fila, los rostros cansados de quienes esperan. Nelson se mete las manos en los bolsillos, mira a su alrededor. Y saber que esto lo hace cada semana, pienso con cierto desaliento. Que cada semana viene aquí para quizás recibir la misma respuesta. Durante tres meses, el Fiscal del ministerio que le atiende le ha dejado claro que el suyo será un proceso largo y complicado. “La empresa insiste en que cometí errores evidentes, que simplemente ya no era posible continuar asignandome clientes” me explica “Mostraron libros, supuestos errores. Se niegan a considerar una indemnización y consideran mi despido justificado”.

— ¿Realmente se trató de discriminación? — le pregunto. Lo hago sin malicia. Lo hago porque conozco a Nelson desde hace más de diez años y sé que a pesar de ser un hombre competente y responsable, también disfruta de lo que llama “la informalidad a la Venezolana”. Que toma días libres bajo la excusa “de enfermedad”. Que cree que el popular “puente” — esa costumbre tan Venezolana de disfrutar días libres espontáneos — es “necesario” de vez en cuando. Así que la pregunta tiene sentido, lógica. Aprieta los labios, molesto, irritado. Pero piensa la respuesta. Lo hace con los hombros encorvados, el rostro enrojecido por el sol matutino, cada vez más radiante y duro.

— Antes de saber que era Chavista, los errores se disculpaban. Después de saberlo, los errores se pagaban — me responde — no sé si soy fui el mejor trabajador que pude, pero si sé que mis errores pesaron más una vez que declaré mi filiación política. Eso es injusto.

No respondo. Avanzamos un poco más. Me pregunto hasta que punto la política lo contamina todo, lo invade todo. Hasta que punto la política — o lo que la buena fe Venezolana asume como política — es parte de esta nueva visión del Venezolano sobre si mismo, sobre su identidad. Me detengo de nuevo. Alguien reclama a gritos más adelante. “Se acabaron los numeros” reclama “La puta que los parió”.

Nelson suspira. Los hombros rigidos e inclinados. “Ya será mañana” me dice. “Tendré que llegar más temprano” me explica. La sensación de frustración parece dejarle sin voz, el rostro crispado, esa vulnerabilidad de la victima que no sabe que lo es. El regusto de amargura del que espera.



Veronica (no es nombre real) trabajó por casi diez años en el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Y siempre se consideró así misma un empleado eficiente. Y es que a Veronica le gustaba su trabajo. Lo disfrutaba, le entusiasmaba. Me cuenta que la mayoría de las veces, era la primera en llegar y la última en irse. Que evadía cualquier discusión política y siempre prefirió en que podía hacer, antes de qué podía quejarse. Sus compañeros solían celebrar su entusiasmo “de las pocas que sonríen”, me dice que le decían. Me muestra una fotografía: el grupo completo levanta las manos, celebra en una pequeña oficina. Alguien sostiene un cartel “Muchos años más para Veronica”. Por ese motivo, cuando le despidieron, no comprendió el motivo. “Fue como un golpe durisimo al espíritu” me dice. ¿El motivo del despido” Haber reconocido públicamente votó por el candidato opositor Henrique Capriles en las elecciones presidenciales del 2013. O al menos, eso cree. Me comenta que cuando “la descubrieron” varios de sus compañeros de oficina — los mismos con los que había trabajado por más de diez años — le acusaron de “vendida”.

— Todos sabían que yo era opositora. Nos respetábamos, nos apreciábamos. Nunca hablaba de nada sobre lo que pasaba en la calle — me explica con tristeza — pero luego de las elecciones, todo cambio. Se lo tomaron como un insulto. “El comandante te dio de comer” me dijeron. Y cuando me “botaron” nadie reclamó. Ni se despidieron.

Verónica ha insistido en que su despido es injustificado y que tiene como demostrarlo. Acudió al Ministerio del trabajo, logró que un Fiscal le atendiera — algo rarísimo en casos de su estilo — pero la respuesta fue la misma que había recibido de un abogado privado. “No será reenganchada ni recibiera la compensación. Mejor acepta el cheque de despido”. Pero Verónica se niega a hacerlo “No es por orgullo, es por justicia” me dice. No firmó la renuncia que le hicieron llegar al escritorio y de hecho, aún no cobra el monto que le corresponde por liquidación. Me dice que no lo hará, porque su hoja de trabajo fue impecable, porque siempre intentó ser la mejor empleada posible y no entiende el motivo por el cual fue despedida. “No me voy a conformar”.

No sé que responder. Nos encontramos en su pequeño apartamento de San Martin, donde vive con su marido y su hijo menor. Todos desempleados. El taller de mecánica automotriz donde trabajaba su esposo cerró hace más de un año y el hijo — graduado como publicista — no logra encontrar trabajo luego de seis meses de graduado. La pequeña familia se mantiene gracias a los escasos ahorros y lo que pueden los hijos mayores. Pero la situación es cada vez más complicada, desesperada. “Por eso necesito mi trabajo” me dice “pero la cosa está cuesta arriba”.

Me cuenta que el despido vino luego que una de sus compañeras de trabajo viera en su computadora personal una imagen de Henrique Capriles. Me cuenta que la mujer le dedicó una mirada muy dura “Después de la muerte del Comandante no perdono nada” le reclamó. Verónica le recordó que jamás había votado por Chavez, aunque le respetaba y agradecía el empleo. “Pero es el presidente de todos” le insistió. La mujer pareció sorprenderse de sus palabras. Y sobre todo, ofenderse por lo que pudiera implicar “El presidente Chavez es solo pa’ los chavistas”, puntualizó.

Dos días después, Verónica recibió una notificación que estaba despedida debido a su “Bajo desempeño laboral”. Le acusaron de faltas no demostradas, de un rendimiento poco apreciable. Su superior inmediato jamás respondió ninguno de sus memorándum ni tampoco le recibió en su oficina. “Un vigilante me sacó a la puerta y me dijo que sólo podía volver para firmar”.

Verónica no sabe que ocurrirá de ahora en más. El Fiscal del Ministerio dejó de responderle llamadas y el abogado privado le insiste que cobrar la liquidación es el camino más lógico y sobre todo viable. Pero para Verónica nada la situación no es tan clara. “Me duele tanto, de verdad, perder años de trabajo, sin otro derecho que a un portazo en la cara” me explica. Y se le llenan los ojos de lágrimas cuando me lo cuentan. “La misma gente que me denunció, es la misma gente que estuvo conmigo siempre, a toda hora durante diez años. ¿Que se puede esperar de un país de enemigos? ¿Cómo podemos confiar si quienes crees que conoces a la menor oportunidad te aplastan?”

No sé que responder. Verónica tampoco. Nos quedamos calladas, mientras el sonido de la avenida entra por la Ventana, confundido con el calor de Caracas, con la sensación de desamparo que nos llena en medio del silencio. Otra vez, me pregunto que país heredamos luego de quince años de contienda, de resentimiento social convertido en política. Que clase de ciudadano emergió de un país roto a pedazos, a fragmentos.

Me preocupa no saber la respuesta.

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