martes, 31 de marzo de 2015

El país de los hambrientos.




La fila de clientes se extiende por el pasillo del Centro comercial hasta cruzar una de las esquinas y extenderse al siguiente. Eso, a pesar que las puertas del Supermercado están cerradas y la hoja de papel que cuelga en una de ellas indica que el local abrirá en una hora más o menos. Pero cuando me acerco, alguien me comenta que el grupo de futuros compradores comenzó a llegar desde casi la madrugada.

— Es que avisaron llegaba la leche — me explica alguien — y es mejor hacer la cola y esperar, que no comprar.

Quien me lo dice es un hombre de traje y corbata que presumiblemente, una vez que logre entrar al supermercado, continuará al lugar donde trabaja. Lleva un maletin y revisa cada tanto un smartphone de última generación que esconde en el bolsillo derecho del pantalón. Pero aún así, hace su cola “como todo el mundo” me cuenta, y “No le da vergüenza hacerlo” porque la vida en Venezuela “se ha convertido en una espera”.

— ¿Indigno? claro. Humillante, no te imaginas cuanto hasta que haces la cola — me dice — pero tienes que hacerla. Porque necesitas la leche, porque no te queda otro remedio. Porque no hay otra manera de comprar lo que comes. Así estamos.

“Así estamos”. La frase se repite varias veces mientras recorro la fila hasta el final, donde un pequeño grupo de clientes conversan en voz baja. Son los que como yo, no comprarán productos regulados pero no dejarán entrar en el establecimiento a menos que se formen de manera ordenada, en la obligatoria cola. Me lo explica uno de los Vigilantes del Centro Comercial, que me explica “entiende que yo no quiera hacer cola porque no compraré las cosas baratas del gobierno” pero que son “ordenes de los jefes”.

— Aquí todo el mundo tiene que hacer su cola mija . Vaya y hágala usted — me dice. Me señala el final del pasillo, donde un grupo de clientes optó por sentarse en el suelo y aguardar con resignación la hora y un poco más para que el comercio abra sus puertas.

No le obedezco y prefiero continuar caminando por el Centro Comercial. No se trata de rebeldía, de una necesidad inmediata de contradecir las ordenes administrativas del local. Simplemente no necesito formarme en fila para comprar un kilo de papas, otro de cebolla y quizás una bolsa de frutas, me digo con cierto malhumor. Pero resulta que sí se trata de rebeldía, una muy sutil y dolorosa, contra la imposición de una rutina sin sentido, contra esta nueva burocracia del día a día Venezolano. Porque la “cola” se ha convertido en la unidad de medida de cierto tipo de opresión discreta, que parece cerrar espacios, limitar la idea del derecho ciudadano a lo que el poder permite y puede ofrecer. Porque formarte en fila ordenada, para esperar con paciencia comprar lo que necesites, se ha convertido en una especie de mecanismo de resignación que no comprendo. O que no quiero entender.

De manera que camino por el Centro Comercial, tropezándome con vidrieras vacías, puertas cerradas, con vitrinas que muestran inventario mínimo marcados con precios exorbitantes. Los vendedores de pie en la puerta, mirando a los clientes que no entrarán. Hay un cierto aire de tierra arrasada, de pobreza mal disimulada en ese ambiente comercial supuestamente normal, pero que no lo es. En esa repetición infinita del mismo producto en estanterías. En los maniquís llevando ropa vieja y muy cara. Todo tiene un aire caduco, quebradizo, levemente mezquino que me desconcierta, me preocupa. Me entristece.

No sé por qué — o quizás, sí, pero duele admitirlo — recuerdo cuando visitar un Centro Comercial era un pasatiempo divertido. O al menos lo suficientemente entretenido como para consumir un rato sin mucha importancia. Uno de los pocos en una ciudad peligrosa y de escasa vida urbana como la mía, en realidad. Recorrer las tiendas, comparar precios, entrar y salir de ese pequeño universo consumista que parecía tan natural como inevitable. Una pieza en medio de que asumimos es parte de la identidad de una ciudad a medio construir, siempre contemporánea como Caracas. Había algo de eternamente adolescente, en eso de pasear por entre infinidad de tiendas sólo para disfrutar de la variedad, para asombrarte por las novedades, para quejarte de lo siempre. Un pequeño habito sin importancia.

Pero ahora, en la época de las vidrieras vacías, el viejo paseo se vuelve agrio e inconcluso. Hay algo vergonzoso en esas tiendas mal surtidas, en las puertas cerradas por eternos “inventarios”, en las mercancía carísima y vieja que sólo despierta asombro y tristeza. En esa sensación de últimos días de un cataclismo que se demora en ocurrir y que no ocurrirá nunca. Ese vacío en las expectativas. No se trata solo de lo que no puedes comprar, sino en esa sensación de aislamiento, de frustración. Los vendedores que se aferran a un día más en medio de la pequeña debacle, de este no ser y no estar que parece ser ahora parte de la identidad Venezolana.

Regreso al Supermercado. Ya abrió las puertas, pero la cola se mantiene en los alrededores. Cuando me acerco, el mismo vigilante de la vez anterior me explica que lo que llegó fue el pollo, no la leche y que si quiero comprar una bolsa, me tengo que formar al final. “Para que todo el mundo se lleve su pollo y no haya problemas” me indica. Como si lo más normal del mundo fuera esa espera interminable, la comida que debe racionarse, esta economía de guerra sin guerra. Esta sensación insistente de tierra arrasada.

No compraré pollo, así que me deja pasar. Los clientes en la cola me miran con desconfianza pero el vigilante se apresura a comentarles que “compraré lo caro”. Lo hace varias veces con un buen numero de clientes que pasan de la cola y deciden aventurarse por cuenta propia en los pasillos vacíos del Supermercado. Y cada vez que lo hace hay un suspiro de alivio, una especie de gesto general de tranquilidad porque alguien respeta “el lugar” en la larguísima cola que ahora cruza dos pasillos. Una multitud que espera con los brazos cruzados y el rostro cansado. Un poco afligido y también irritado.

En los pasillos del Supermercado encuentro poco y todo con precios tan exagerados que me encuentro preguntándome si podré llevar las pocas cosas que tenía planeado comprar. Verdura escasa y que empieza a marchitarse. El estante de carne vacío. Los anaqueles de embutidos y enlatados repletos de un único producto con aspecto de haber estado allí demasiado tiempo. Tomo algunas cosas, las arrojo en la cesta de plástico que llevo al brazo. Un gesto mecánico, con una cierta sensación de abrumada confusión. Porque empiezo a pensar en que la crisis apenas comienzan — o esa es la opinión mayoritaria de la mayoría de los economistas que he leído — y que lo que estoy sufriendo sólo es el anuncio de lo que vendrá después. De lo que parece ser las puertas abiertas a una carestía mucho mayor y peligrosa que me cuesta imaginar. O mejor dicho: temo imaginar. Miro al resto de los clientes que recorren los pasillos, mirando ansiosamente entre productos, escogiendo con esfuerzo entre la poca variedad. Y pienso en los de afuera, en el grupo que espera el pollo. ¿Por qué habrá que esperar después? ¿Por qué habrá que hacer cola en unos meses? ¿Qué habrá en estos anaqueles de aspecto viejo y gastado cuando ya no haya inventario que explotar ni mercancía que comprar?

Paranoias, pienso con cierto sobresalto. El legado de quince años de gobierno ideológico. De usar el poder como puño de hierro para aspirar a un proceso político que hace de la economía un instrumento de presión y de control. En una ocasión leí que el dictador libio Muamar Gadaffi solía insistir en que prefería “gobernar desde las cenizas”. Que luego de destruir la industria petrolera de su país y de pulverizar cualquier iniciativa privada, Gadaffi dejó claro que no necesitaba otra cosa que conservar el poder, a pesar de las penurias de su pueblo, sin que tuviera la menor importancia las consecuencias que pudiera sufrir el país convertido en escombros. La idea me obsesiona, mientras avanzo de pasillo en pasillo repleto de clientes entristecidos y angustiados. La Venezuela de los escombros, la herencia de quince años de destrucción sistemática. Casi dieciséis, en realidad.

Cuando lo piensas, te asusta esa idea. Crecer en un país destinado al desastre, destruído para construir una utopia borrosa y confusa que nadie llega a comprender muy bien. Hacerte adulta en un país sin expectativas, que insiste en una idea comunitaria que no sólo no fomenta sino que además convierte un arma de agresión. No recuerdo la última vez en que no temí una decisión del Gobierno, en que no me sentí amenazada, agredida, golpeada por la política administrativa de funcionarios que deberian priorizar mi bienestar, pero en lugar de eso, se aseguran de controlar incluso mi opinión. No recuerdo cuando fue la última vez que no temí salir a la calle, que no me inquietó la posibilidad de un colapso económico, que no me pregunté por qué razón Venezuela es un país con la esperanza quebrantada. No recuerdo como es vivir un país normal.

Al final, debo hacer cola como todos los demás. Quiera o no, me oponga o no. Sosteniendo seis bolsas de productos carísimos y de dudosa calidad. No llevo el pollo prometido, ni la leche que no llegó. Tampoco la fruta que necesitaba. Llevé lo que creo podría necesitar, lo que está disponible, lo que puedo pagar de inmediato. Me produce un sobresalto comprender que dejé de tener opciones o que mejor dicho, las opciones se redujeron a lo minimo. Camino, paso a paso, en una fila de clientes silenciosos, que como yo, parecen desconcertados por la sensación de perdida, por esa ruptura del ayer y del ahora, por lo que existe y por lo que no es en un país anónimo.

En la caja, la empleada me ofrece comprar jabón de una marca desconocida, fabricado “por gente buena nota” y un par de desodorantes “para que le quede alguito a ella”. Me los muestra desde debajo del mostrador, con el gesto furtivo de quien sabe comete una infracción. Le agradezco como puedo pero no acepto la “oferta” y le extiendo las bolsas que llevo. La mujer sacude la cabeza.

— Mire que es el único jabón y desodorante que queda — me dice. No respondo. Tengo la garganta seca de pura angustia, aunque no sé exactamente que me la provoca. Tomo una bocanada de aire, espero mientras la mujer registra lo que he comprado. Ella sigue hablando en voz alta, a pesar que no le respondo. Me cuenta que “ya no hay jabón de manos ni para el cuerpo. Ni detergente del bueno, solo uno que deja manchas. Y el jabón pa’ la lavadora es uno que te rompe la ropa”. Una sucesión de desgracias domésticas, pequeñitas pero que en conjunto, crean algo más duro, amplio. Una visión de un país en agonia, que se rompe poco a poco.

Cuando salgo, están entregando el pollo prometido. Se trata de una bolsa pequeña, que sólo se entrega si muestras la cédula. Nadie se queja, nadie pone objeciones. Cédula arriba, toman el paquete. Y luego esperan. Todos formados en una fila de clientes silenciosos, con el rostro cansado, con la resignación a cuentas. La imagen más triste que puedo recordar en mucho tiempo.

No los miro mientras me alejo del Supermercado. Como si pudiera escapar de esa visión de pesadilla, como si bajar la cabeza la hiciera menos real. Pero yo también hice mi cola, llevo mis bolsas, que me costaron el triple por la mitad de lo que pensaba llevar. Y pienso que en Venezuela, todos somos rehenes de una idea, todos estamos atrapados en medio de una lenta agonía que no sé muy bien como clasificar. Una idea que se repite mientras camino por las calles repletas de transeúntes abrumados, de tráfico desordenado. Un país a piezas y a punto de estallar.

C’est la vie.

1 comentarios:

Gaetano Coccorese dijo...

Extraordinario... lo atesoraré. Saludos de Pirata a Bruja

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