miércoles, 4 de marzo de 2015

Venezuela sin rostro: ¿Quienes somos las victimas de la violencia cotidiana en el país?




Hace casi un año estuve a punto de morir asesinada. Un desconocido me apuntó con un arma de fuego a la cara. Percibí el olor del metal, la sensación real que al minuto siguiente, mi historia y todas mis esperanzas podrían haber acabado con el sonido de un disparo. No ocurrió: el hombre decidió golpearme en lugar de dispararme — un empujón duro, impersonal, que dejó muy claro que salvaba la vida por alguna cuestión de azar que aún no comprendo bien — y me convertí en una sobreviviente. Una de tantas en mi país. No es un pensamiento sencillo de asimilar. Te acompaña a todas partes, te abruma en cientos de maneras a diario. Pero en mi país es un hecho frecuente. Se ha hecho parte del paisaje cotidiano. El temor que encuentras en cada paso, cada día, en cada pequeña escena que vives en un país donde la violencia está en todas partes, donde forma parte de todas las cosas e ideas. La violencia como parte de la cultura cotidiana. Porque en Venezuela cada ciudadano parece tener una bala con su nombre, padecer una amenaza interminable. Todos somos victimas potenciales en un país roto por el desamparo y la impunidad.

Venezuela es el segundo país más violento del mundo. Diariamente, el hampa asesina a un promedio de veinticinco Venezolanos. El año pasado, fueron asesinados 24 mil 980 hombres y mujeres a lo largo y ancho del territorio nacional. La mayoría de ellas en Caracas, la ciudad donde vivo y que disfruta del dudoso honor de ser la segunda con mayor tasa de homicidios en el continente. Una estadística que no engloba la perenne sensación de terror y desazón, de la incertidumbre continúa que cada Venezolano vive, que cada ciudadano del país padece a diario. Somos un país donde la violencia parece justificarse, que forma parte no sólo del discurso oficial, sino de la manera de interpretarse la política. La violencia callejera parece ser entonces sólo una consecuencia del rencor, la impunidad, de la mirada ideológica de la ley. De ese paisaje de la derrota de un país que sufre un clima intoxicante de agresión y dolor cada vez más incontrolable, inevitable, peligroso.

Gabriela — no es su nombre real — tiene veinticinco años. Hace dos, recibió un disparo de un desconocido cuando fue asaltada a seis cuadras del edificio donde vive. Eran la cinco de la tarde y me cuenta que cuando el hombre se le abalanzó encima, no comprendió que ocurría. Levantó los brazos, aterrorizada y el hombre comenzó a golpearla. Cuando la hizo caer al suelo, le arrebató el maletín donde llevaba su portatil. Después apuntó y disparó. Gabriela recuerda el rostro del muchacho — mucho más joven que ella — y la mirada directa, el gesto firme. Nunca le tembló el pulso para disparar. Tampoco le dedicó una segunda mirada después de hacerlo. Lo vio huir calle arriba, mientras transeúntes y vecinos se apartaban aterrorizados.

— No recuerdo haber sentido dolor, sólo miedo — me dice, cuando le pregunto si recuerda algo sobre ese día — muchísimo miedo y tristeza. Me quedé en el suelo, sin saber que estaba herida, temblando de angustia, sin entender todavía que me había ocurrido. Cuando uno de los vecinos comenzó a gritar mi nombre y a pedir que alguien llamara una ambulancia, comprendí que algo grave había sucedido. Me quedé tendida en el suelo, mirando el parque donde un grupo de niños lloraban y me miraban desde la reja. Nunca pensé que podía morir.

Pero el dolor llegó y también, la desazón. El disparo le había perforado un pulmón. Llevó casi quince minutos que una ambulancia llegara al lugar y mientras tanto, Gabriela comenzó a asfixiarse en su propia sangre. Lo demás, no lo recuerda. Despertó una semana después en la cama de la terapia intensiva de una clinica privada, luego de sobrevivir milagrosamente a una operación de seis horas de duración y una infección posterior que casi le produce un paro respiratorio. Pero finalmente logró recuperar la conciencia.

— Nunca recuerdas que ocurrió — me dice, mientras caminamos por la misma calle donde se convirtió en una victima, donde estuvo a punto de morir. Junto al mismo parque donde los niños lloraban aterrorizados al verla herida, en la misma vereda donde los vecinos miraron lo que ocurría sin atreverse intervenir — sabes que fue grave, sabes que fue mucho más grave de lo que imaginas, pero no puedes recordar con precisión como fue, que sentiste en el momento exacto que te dispararon. Sólo recuerdas el miedo, el pánico que te dejó paralizada en el suelo, la sensación de morir un poco. El terror de no poderte defender.

Caminamos con lentitud. Gabriela se apoya en mi brazo, le lleva esfuerzos respirar. A pesar del tiempo transcurrido, sigue teniendo graves problemas de salud. El pulmón herido jamás volvió a recuperar su plena capacidad y una costilla rota, le provocó una hemorragia interna que sólo empeoró el cuadro. A dos años de convertirse en sobreviviente, aún no puede volver a trabajar ni mucho menos volver a la Universidad donde era preparadora y futura profesora de su cátedra favorita. Ahora pasa las tardes en la casa de su madre, trabajando como puede desde la convalecencia, preocupada por la escasez de los medicamentos que necesita para continuar recuperándose. Y el miedo claro. El miedo que la acompaña a todas partes, que la abruma, que la despierta a media noche a gritos. El estruendo del arma al dispararse. El terror paralizante que aún recuerda con absoluta nitidez.

— A veces me pregunto si me curaré por completo — me dice en un susurro cansado — pero lo que más me preocupa es si no dejaré de tener miedo alguna vez. Terror, de ese que no te deja dormir ni tampoco vivir.

No sé que decir a eso. Con frecuencia, me despierto en mitad de la noche soñando con la pistola que me apuntó al rostro. Una imagen que llena el mundo, que se hace enorme, implacable e insoportable. Sueño con la sensación de ser tan vulnerable, de encontrarme sujeta a la violencia de una manera que no puedo siquiera imaginar. Recuerdo el terror seco que me cerró la garganta, las lágrimas al fondo de los ojos. La sensación de encontrarme suspendida en el tiempo a punto de morir. Lo pienso a diario, más de lo que puedo admitir, más de lo que puedo aceptar. De manera que no sé que responderle a Gabriela cuando nos sentamos juntas a ver a los niños jugar.



Hace casi dos semanas ya, uno de mis amigos más queridos fue secuestrado en pleno Centro de Caracas. Un hombre le apuntó con un arma al pecho y le hizo subirse a un automóvil desconocido. Después, le obligó a retirar todo el dinero de sus tarjetas bancarias, mientras le insistía que “Te lo mereces pajuo”. Finalmente, le abandonó en una calle de la ciudad, disparandole a los pies para obligarlo a correr. Mi amigo corrió gritando a todo pulmón, descalzo y con la cabeza rota por un golpe que no recordaba haber recibido. Nadie le ayudó.

Se trata de uno de esos hechos de violencia que en Venezuela ya no se comentan, que forman parte de una especie de estadistica anónima mucho más abultada que la oficial. Cuando le pregunto si denunció lo que le había sucedido, mi amigo sacude la cabeza y me dedica una sonrisa amarga.

— ¿Para qué? Cuando le dije a un policía que me habían atracado, me dijo que llamara a mi casa para que me vinieran a buscar, pero que no “jodiera” porque “bastante trabajo tenían” y “yo estaba bien” — me dice- finalmente tomé un taxi hasta mi casa y decidí que no tenía sentido pensar que podría tener justicia. En este país, eso dejó de existir. Ya no se entiende, no forma parte del sistema.

Cuando me asaltaron un año atrás, caminé llorando y temblando de miedo por casi seis cuadras. Recuerdo esa caminata aterradora: abrumada por un pánico inexpresable, con el cuerpo rígido por el miedo. Y también, que nadie me dedicó una sola palabra y que la mayoría de las personas con quienes me tropecé, fingieron no verme. Entonces decidí que no tenía mucho sentido acudir a una Institución pública, denunciar un hecho criminal en medio de un clima de Violencia como el que vive nuestro país a diario. Fue un pensamiento muy concreto y duro: aceptar que sólo me convertí en una estadística sin rostro, en una mirada ciega a una situación insostenible y cada vez más destructora.

Mi amigo me cuenta que le llevó días lograr abandonar el estado de postración en que le sumió el miedo. Una sensación indefinible que le hizo dejar de comer e incluso, temer salir de su habitación. Estaba obsesionado con la posibilidad de morir, de ser asesinado en medio de una ciudad en una batalla anónima del ciudadano contra la violencia, atormentado y desconcertado por la conciencia que cada ciudadano del país es una victima potencial, siempre al borde del riesgo, al borde mismo del desastre. Finalmente, lo hizo, con la resignación amarga del que debe sobrevivir a pesar de todo.

— Me robaron todo lo que había ahorrado por meses — me explica. Nos encontramos en su oficina y más allá de la ventana de vidrio, la ciudad tiene un aspecto engañosamente apacible, casi inofensiva — el reloj, el teléfono, todas mis cosas. No se trata del robo, que ya es grave, sino esa agresión directa, de esa certeza de “lo hago porque puedo”, “te lo hago porque nadie lo va a evitar”. En más de una oportunidad, pensé que me matarían. Lo imaginé muy claro. Me dispararían, me arrojarían en cualquier calle. Un año después, sería un nombre en una crónica de un periódico. Alguien que sólo llorarían quienes le conocieron.

Conozco la sensación. La tuve los días siguientes a mi asalto, cuando comenzaron las pesadillas, cuando me desperté a mitad de la noche obsesionada con el olor del metal del arma, la sensación helada del metal contra la piel. Porque saber que podrías haber muerto, es un pensamiento devastador, insoportable, que te hiere en cien formas distintas, en momentos y decisiones que jamás pensaste pudieran tener relación con un hecho semejante. Y es que la violencia te cambia la vida, desde la manera como te asumes hasta la forma como comprendes el mundo. La mirada sobre el hombro a toda hora, el terror que te hace temblar las manos por el sólo pensamiento de la sospecha. El miedo como una idea que no te deja de atormentar, que te sofoca a toda hora.

— Y te queda pensar en que vives en un país cárcel — dice mi amigo y me sorprende que sea muy semejante a lo que estoy pensando en ese momento _ que vives como un rehén en una ciudad que es un campo de batalla, donde eres victima de cualquiera que quiera imponer su voluntad por el hierro, por el arma, por el fuego. Asi vivimos, así somos. El miedo es parte del gentilicio.

Miramos la ciudad. Más allá del cristal, Caracas parece sonreír con cinismo.



Mi psiquiatra suele decir que cualquier episodio traumático asociado con la violencia te deja heridas mentales imborrables. El clásico shock post traumático, tan socorrido y poco comprendido por la cultura popular que lo imagina como un simple temor recurrente, un dolo psíquico inmediato. Pero es algo más, es algo mucho más duro, inquietante. Es un pensamiento que se te convierte en certeza, una idea que te acosa, que te deja sin armas para defenderte de ella. Mi psiquiatra me escucha con expresión seria cuando le cuento lo anterior, cuando trato de describirle y no lo logro, lo que ha significado para mi ser una sobreviviente, vivir a diario con la consciencia que pude haber muerto, que podría ser victima de nuevo. Que me encuentro en un terreno difuso de pura zozobra que no sé como manejar o asumir.

— El fenómeno de la violencia en Venezuela es tan peligroso como desconcertante — me responde — no sólo se trata de una situación que acaece y con la cual debes lidiar (como podría suceder en un conflicto armado) sino es algo más sutil. Se hace parte de lo cotidiano, se hace un estilo de vida, un estigma cultural. Porque sobrevives a la violencia, pero la consciencia de lo que pierdes debido a eso te resulta insoportable, dolorísima. Un peso mental que apenas puedes sobrellevar.

Tiene razón. Porque a pesar que con el transcurrir del tiempo logré recuperarme de alguna manera, aún continuo sufriendo las cicatrices psíquicas que de vez en cuando me pregunto si llegarán a curarse por completo. Me ocurre a diario, de tantas formas distintas que he llegado a acostumbrarme a que el miedo sea parte de mi forma de mirar el mundo, de comprenderme a mi misma. El miedo al caminar por la calle, mirando a todos lados, el morral aferrado con las manos rígidas de angustia. Mirar la calle que se abre en todas direcciones como una amenaza. Asumir al desconocido como un peligro latente. Cada día es una pequeña batalla inconclusa. Cada día es una percepción más dura de lo que la violencia nos obliga a comprender acerca de quienes somos y como nos miramos como parte de una sociedad fragil y enferma. No se trata sólo de asumir que pude sobrevivir y quizás, enfrentarme al miedo enarbolando esa idea, sino de preguntarme a cual costo, cual es la medida de la desesperación que a diario me abruma, me somete, me deja sin fuerzas. Porque el miedo, tal como lo vivimos en Caracas, tal como lo padecemos en esta ciudad de victimas, es una ruptura con nuestra percepción de la esperanza, con la idea de lo que podemos crear y creer. El miedo, que te obliga a admitir tu propia debilidad, tu vulnerabilidad, las pequeñas grietas irrevocables en tu percepción sobre quien eres y quién serás.

Pienso en eso mientras camino por la calle. Lo hago con los hombros inclinados, mirando a mi alrededor nerviosamente. Una mujer unos pasos más allá, aprieta su cartera contra la cadera y camina con los labios apretados, sin mirar a nadie. Unos metros por delante, un hombre camina mirando sobre el hombre con una expresión seria y contenida que conozco muy bien. Y me pregunto, hasta donde somos conscientes del dolor de la pequeña tragedia diaria, de sus implicaciones y de la incertidumbre que hiere con tanta fuerza como un arma. Un país donde el miedo es un rasgo de la identidad, donde el miedo es parte de la cultura. Un país en escombros y con la voluntad rota. Un país de victimas.

C’est la vie.

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