sábado, 21 de marzo de 2015

La danza de las estrellas y otras historias de brujería.





En los cuentos de Hadas, siempre hay una bruja. Una mujer aterradora, que se esconde entre los bosques para aterrorizar, para herir, para recordar que en la oscuridad se esconde lo incomprensible. Una mujer de piel verde y nariz retorcida, que mira con disimulo entre las ramas de los árboles, esperando su próxima víctima. Una criatura feroz que acecha, una visión de puro miedo en medio de las historias con finales finales, de las grandes batallas de la imaginación.

Pienso en todo lo anterior mientras camino por los pasillos de mi librería favorita. Me detengo frente al anaquel de libros infantiles, donde una bruja de rostro retorcido con sombrero y ojos maliciosos sonríe desde la portada de plástico de una historia infantil. Y siento una extraña mezcla de tristeza y cólera, ese lento palpitar de emociones que nunca he podido comprender muy bien, pero que suele despertarme esa imagen, la idea de la bruja maligna. Extiendo la mano, abro el libro. La bruja vuela en su escoba.

"Toda bruja tiene una historia" leo bajo el dibujo "¿Quieres conocer la mía?"

Cuando era niña, no entendía muy bien por qué la palabra bruja despertaba desconfianza y desconcierto entre mucha de la gente que conocía. Era una reacción a la que nunca me acostumbré, a pesar de tropezarme con ella con cierta frecuencia. Primero los ojos muy abiertos y asombrados, la expresión seria. Los labios apretados. Luego la sonrisa incómoda.

- Llamar bruja a tu abuela no es algo muy amable - me insistió una vez una de mis maestras. Lo hizo en un tono amable y comedido. Sabía que mi abuela le simpatizaba, que le agradaba su risa estruendosa, su inteligencia y su energía. Así que sus palabras eran sinceras, su mirada de preocupación, también - Celia es una mujer muy adorable y generosa.

Parpadeé. ¿No lo eran todas las brujas acaso? ¿No eran todas las brujas mujeres sabías? ¿No era todas ellas mujeres que levantaban los brazos al sol, para recorrer una vieja historia de conocimiento y belleza? Recordé el rostro de mi abuela mientras cantaba al cocinar. Su voz profunda y bonita flotando a mi alrededor junto con el suculento olor de la comida. Su cabello trenzado sobre la cabeza, sus vestidos de flores, el delantal de retazos. Mi abuela alimentando a los perros y gatos callejeros de la calle. Caminando por su jardín, con la cabeza muy ergida, el sol acariciandole la piel. Sus manos levantadas hacia la luz de la luna llena. Su dedos acariciandome el cabello cuando tenía miedo. Para mi, una bruja era una mujer extraordinaria, una figura amada. ¿No lo era para todos los demás también?

No me atreví a preguntar. La idea me atormentó por días. Mi amiga Flor, a quien apenas conocía por entonces, me escuchó un poco desconcertada.

- Lo que pasa es que...bruja no es una palabra para decirsela a una abuela. Yo no se la diría a la mía  - me explicó. Nos encontrábamos en el Patio del colegio de monjas bigotonas donde me eduqué. Tenía menos de una semana siendo una de las alumnas y aún era la chica nueva, la extraña de cabello salvaje y rostro pálido que aún no lograba encajar en ninguna parte. Y Flor mi confidente accidental, la niña a quien había encontrado en el salón de castigo cuando una de las monjas me había encontrado intentando encararme en el árbol de Mangos del jardín.
- Pero mi abuela lo es. Es una bruja y también es mi abuela. Y también una mujer muy buena - insistió. Me balanceé sobre el pupitre, incómoda - ¿Que es una bruja para ti?

Flor me miró con sus grandes ojos verdes muy brillantes. El rostro llenó de pecas se le llenó de rubor. Se rascó la mejilla con un gesto un poco rigido y sólo entonces noté que mi pregunta la había puesto incómoda. Que de hecho, toda aquella conversación le producía una profunda preocupación.

- Bueno...una bruja es una mujer que da miedo. Una mujer que te puede hacer cosas aterradoras - explicó con voz lenta, pronunciando cada palabra con mucho cuidado - es una mujer que...

Me quedé paralizada, sintiendo que un escalofrío me recorría la espalda. Apreté los labios y de súbito, sentí unas enormes ganas de llorar. Flor debió darse cuenta porque de inmediato se inclinó hacia mi pupitre sacudiendo la cabeza.

- Pero seguro tu abuela se llama bruja por otra cosa - comentó - seguro que...
- Se llama bruja porque es bruja - dije y la voz me salió estrangulada, dolorida. Flor parpadeó.
- ¿Y que es una bruja entonces?

Pensé en mis tias, que bailaban a la luz de la luna, riendo con los brazos levantados sobre la cabeza. En mis primas, que llevaban vestidos blancos las fiestas del Sol para celebrar los buenos pensamientos y los sentimientos más elevados. Pensé en los Libros de las Sombras que llenaban la biblioteca desordenada de mi abuela, en el jardin antipático con su hierba verde y fresca, su olor a recién nacido. Pensé en las viejas invocaciones, en la dulzura de las viejas historias. ¿Cómo explicar todo eso? ¿Como resumirlo en una única idea para esta niña desconocida que me miraba con desconfianza? ¿Cómo...?

- ¿Quieres venir a mi casa?.

Fue una pregunta impulsiva, sin duda. Apenas conocía a Flor. Habíamos conversado unas cuantas veces, jugado a la pelota en el patio y en la clase de Religión, compartíamos risitas complices cada vez que Sor María Sol dejaba escapar chispitas de saliva al leer la Biblia. Pero...no era mi amiga. En realidad, nadie lo era, pensé con tristeza. El colegio era un lugar muy grande y desolado, una especie de paraje inquietante donde la mayoría de las veces me encontraba perdida.

Sol me miró y le dio un lento mordisco al caramelo que tenía entre las manos. Era una niña curiosa, simpática y activa. Y no le tenía miedo a nada, eso seguro. La había visto subirse a la rama más alta del árbol viejo y reirse de las monjas cuando le insistian debía bajar. Respondía a las preguntas de las maestras con voz clara y fuerte y siempre se sabía las respuestas. Quizás por eso no me sorprendió cuando me dedicó una de sus amplias sonrisas desdentadas.

- Si mi mamá me deja. ¡Claro! Preguntale a tu abuela cuando puedo ir.

Me entusiasmé. Hasta entonces, no había tenido muchas niñas de mi edad a mi alrededor. Mis primas me llevaban varios años y la mayoría de los colegios en donde había estudiado antes parecían encontrar aburrida mi pasión por la lectura y mi carácter callado. Así que fue toda una novedad la alegría de Flor, su complicidad. ¡Ya quería que fuera a casa! pensé feliz cuando corrí a la puerta de la escuela donde me esperaba mi mamá. ¡Ya quería mostrarle los libros, el jardin, que jugara conmigo y Capitán, el perro de la familia! Pero cuando se lo conté a mi mamá,  no pareció muy feliz con la idea.

- No creo que debas llevar a nadie que apenas conoces a la casa de tu abuela - respondió - mejor después.
- Mamá, pero Flor quiere venir - le dije impaciente - ella es una niña muy simpática e inteligente. Y quiero que conozca a mi abuela.

Mi mamá no dijo nada. Siguió caminando, alta y elegante por la calle, tirandome de la mano. El cabello rubio le rozaba la mejilla y la hacia ver muy bella y también, por alguna razón que yo no comprendía, triste. Suspiró.

- Puede venir a nuestra casa - comentó.

No respondí y apreté los labios, intentado disimular lo mucho que me fastidiaba esa idea.. No supe como explicarle sin herirla que en realidad no quería que Flor nos visitara en nuestro diminuto apartamento, sino que pudiera conocer la enorme y destartalada casa de mi abuela. No sabía que podía interesarle a nadie las habitaciones limpias e impecables, con sus muebles pulidos de mi madre. Era un lugar sin pequeños misterios y sobresaltos, radiante en su aburrida belleza impecable. Por supuesto, no lo pensé en términos tan complejos. Sólo sabía que la casa de mi abuela era infinitamente más interesante que la nuestra y que deseaba que Flor conociera a mi abuela - la bruja, la sabia - y se asombrara también con sus historias y sus sonrisas. Que comprendiera que para mi, una bruja era un espíritu libre y radiante.

- Pero yo quiero que conozca a mi abuela.
- Puede conocerla después.
- Me gustaría que fuera ahora.

Mi madre se detuvo. Su rostro anguloso tenía una expresión dura y severa.

- ¿Por qué quieres que la conozca ahora?

Me preocupé. Por años, mi mamá me había insistido que hablar sobre brujas y brujería era un tema delicado. Con especial insistencia, me recordaba cada vez que podía que para el resto del mundo, la idea de nuestras creencias no era tan sencilla de comprender, aunque nunca me explicó suficientemente el motivo real. Se limitaba a recordarme que toda seguridad, el resto de las personas a mi alrededor no podrían comprender lo que asumiamos sagrado y divino, lo que era importante para nosotros. Recordé el rostro de la maestra, su mirada lenta y preocupada. "Bruja no es una palabra bonita para llamar a una abuela".

Me tiré de la trenza, inquieta. Mi madre se inclinó para mirarme a los ojos. Percibí su disgusto - una breve ráfaga de calor - como una vibración en al aire. O quizás me lo imaginé, amendrentada por su expresión helada. Estaba en problemas, me dije. Eso, sin duda.

- Porque quiero que Flor conozca a una verdadera bruja.

Estaba dicho. Mi madre apretó los labios, un leve fruncimiento que pareció endurecerse la piel inmaculada de su rostro. Los hombros se le pusieron rigidos y de pronto, tuve la nítida sensación que la había herido de una forma que yo no entendía y que por supuesto, jamás pretendido hacer. Además, me dije confusa, ¿Por qué le digustaba tanto la palabra? ¿No era también una bruja?

- No.
- Pero mamá...
- ¡Te he dicho que no!

Su voz furiosa me dejó sin aliento. Retrocedí, con los ojos llenos de lágrimas. Ella levantó las manos, ofuscada y un poco aturdida.

- No quise gritarte y lo lamento - no dije nada, de pie en mitad de la calle, sosteniendo el morral del colegio contra el pecho y sintiendome muy pequeña y avergonzada. La multitud de transeúntes que nos rodeaban se abría a nuestro alrededor, dedicándonos miradas curiosas - pero no, de ninguna manera llevarás a esa niña a la casa de tu abuela para...
- Pero mi abuela es la mejor mujer del mundo - insistí. Mi mamá tomó una lenta bocanada de aire. Luego otra.
- Lo es, por supuesto. Pero...
- Y además, yo quiero que Flor vea nuestra casa, que... - sacudió la cabeza. Me tomó de nuevo de la mano, me hizo caminar. No me resistí, tropezando con sus pasos - yo quiero que...
- Aglaia, una bruja no es un concepto simple para ninguna niña. No es una manera sencilla de... - tragó saliva - no creo que sea necesario.
- Tu también lo eres.

No se trató de una acusación, pero ella reaccionó como si lo fuera. La piel del rostro se le cubrió de manchitas de rubor. Apretó la mandibula y siguió caminando hacia nuestro automovil, sin mirarme. No llores, no llores, me dije abrumada. No llores, me insistí, secándome la única lágrima que no me había obedecido.

- Escuchame - dobló el cuerpo hacia mi. Me puso las manos en los hombros. Me besó la frente. Quise abrazarla, pero sabía que ella estaba muy disgustada y no le gustaría el gesto - para muchas personas "Bruja" es una palabra que significa cosas terribles. No quiero que tengas enfrentarte a eso a diario. Que tengas que disculparte por creer en lo que crees o ver el mundo a tu manera. No quiero que tengas que soportar miradas burlonas o...

Sacudió la cabeza. Abrió la puerta del automovil. Me subí sin responder.

- Sólo quiero que seas feliz - murmuró frente al volante. No le respondí, mirandome las manos, la boca apretada para que no se me escaparan más preguntas ni frases incómodas - Eso es todo lo que quiero.

¿Tu lo eres mamá? Quise preguntar. Ella conducía en silencio, las manos apretadas en la rueda de caucho del volante. Tenía el ceño fruncido, los ojos tristes. ¿Eres feliz no hablando sobre lo que eres? ¿Lo eres? La pregunta se me deslizó en la punta de la lengua, tocó con lentitud en mis labios.

No la dejé salir.

***

Me gustaban los domingos en la casa de mi abuela. Eran como una gran celebración tumultuosa aunque no celebraramos nada en realidad. Pero siempre había comida, visitas, risas, mucho escándalo. El olor de la comida en todas partes. Mis primas cantando y riendo mientras servían limonada con una hojita de menta. El caldero de la cocina borboteando, preparando alguna sorpresa suculenta. Una celebración sí, quizás sólo al hecho de encontrarnos juntas, a ese pequeño misterio que nos unía a todas.

Mi abuela llevaba el cabello trenzado como siempre, levantando sobre la nuca. El vestido de florecitas que tanto me gustaban, incluso sus zapatos de deporte que prefería a los ortopedicos por mera coqueteria. La miré caminar de un lado a otro, riendo en voz alta, obsequiando abrazos y sonrisas. Incluso mi mamá le permitió que la abrazara y sonrío cuando la beso en la frente. Las observé a ambas, de pie en el jardin, bebiendo limonada con un poco de desánimo.

¿Cómo podían ser tan distintas? me preguntaba a veces. Mi abuela era una mujer vital, feliz, rotunda. Mi madre distante y callada. Entre ambas parecía existir una distancia abismal, que yo no podía comprender. ¿Siempre había sido mi mamá así? ¿Siempre se había sentido tan incomoda de hablar sobre sí misma? ¿De llamarse...?

- ¿Qué haces aquí?

La voz de mi abuelo me sobresaltó. Llevaba su impecable guayabera blanca de los domingos y su gorra de cuadros. Me encogí de hombros, tomando un sorbito callado de limonada. Él se dejó caer a mi lado junto a las raíces del árbol más viejo de la casa.

- ¿No te gustan las comidas de los domingos? - insistió - abuelita le encanta prepararlo todo para que estés muy cómoda.
- Si me gustan.
- ¿Y que ocurre entonces?

Mi abuelo era un hombre simpático, afable y sobre todo muy sosegado e inteligente. Era muy habil y había construído la casa de la familia con sus propias manos, cosa que mi abuela solía recordarme cada tanto. Además, sabía escuchar. Podía quedarse callado mientras le decías cientos de cosas, aunque no las entendiera o quizás, no le importaran mucho. Pero él te miraba con sus ojos grises muy atentos y concentrados. Como si tus palabras tuvieran el valor del mundo. Pensé que quizás el podría entenderme.

- Entonces mi mamá me dijo que no, que no podía traer a Flor porque...- me encogí de hombros - no quiere. Cree que Flor pensará cosas desagradables de nosotros. O que se yo...

Me callé, con las manos de uñas rotas y sucias apoyadas sobre el jean. Mi abuelo me miró largamente, la augusta cabeza canosa un poco inclinada.

- ¿Y por qué te parece que tu mamá tiene miedo de eso?
- Porque ella dice que quiere que yo sea feliz - lo dije sin parecer furiosa, pero las mejillas se me colorearon de emoción - que Flor quizás no entenderá nada. ¡Pero ella es bruja! ¿Por qué le averguenza decirlo?

Porque era eso ¿No? a mi madre le aterrorizaba la idea que alguien supiera que era bruja. Lo sabía por la manera como evitaba llevar el pentáculo de plata o incluso, los saquitos de protección que abuela había hecho para ella. En nuestro departamento no había nada que pudiera delatar nuestras creencias o que pudiera despertar la curiosidad de alguien más. Simplemente parecía encontrarse al margen de todo lo que nuestra familia significaba o al menos, a mi me lo parecía. Sacudí la cabeza y terminé el último sorbito de limonada, que tuvo un sabor un poco amargo.

- No le averguenza - opinó mi abuelo luego de un rato. Se rascó la barbilla - quiere protegerte.
- ¿De qué?
- De las cosas que ella ha sufrido.

Parpadeé. Mi abuelo se quitó la gorra de cuadros y se secó el sudor del mediodía con el dorso de la mano. Aguardé, intentando contener la impaciencia.

- Cuando tu mamá era una muchacha joven, comenzó a trabajar en una oficina muy elegante. Acababa de recibirse en la Universidad y todos pensaron que sería muy bueno para ella - dijo mi abuelo con su voz pausada y pensativa - era un lugar donde aprendería mucho, nos dijo emocionada. Y al menos al principio fue así. Tu mamá es una mujer muy inteligente que le gustaba su trabajo. Estaba feliz como lo hacía.

Escuché a mi abuelo desconcertada. Pocas veces imaginaba a mi madre como la mujer que había sido antes de convertirse que yo naciera. Era una sensación extrañísima pensar en su historia antes que yo formara parte de ella. La miré con los ojos de mi mente: una chica bella y fresca, que sonreía como ahora no lo hacía.

- Hasta que su jefe le pidió no llevar su pentáculo sobre la ropa - continuó mi abuelo. Parpadeé.
- ¿Cómo? ¿Por qué?
- El hombre pensó que se trataba de superchería, de algo supersticioso - explicó mi abuelo. Suspiró - eran años antes de las bonitas películas sobre brujas que tanto te gustan. El hombre le insistió que era algo macabro.

Pensé en el bello pentáculo que mi madre guadaba en un cofrecito de madera. Era una pieza de joyería muy elegante, con un árbol tallado que abría las ramas para confundirse con las puntas brillantes de la estrella. Me pregunté por qué alguien pensaría que algo tan bonito y delicado podría ser siniestro o algo semejante.

- ¿Y que pasó?
- Oh, tu madre es hija de tu abuela, claro - mi abuelo soltó una carcajada triste - siguió llevándolo a pesar de los comentarios y cuchicheos, hasta que simplemente el jefe le pidió no regresar. La acusó de creer en locuras. La humilló en público.

Me quedé boquiabierta. No podía imaginar a mi madre sufriendo una situación semejante. O mejor dicho, me dolía que la hubiese vivido y yo no hubiese estado allí para extender los brazos y protegerla. Para gritarle al jefe de la oficina - a quien imaginaba como un hombre colosal y rudo - que mi mamá era la mujer más inteligente. El corazón me dio un brinco doloroso en el pecho.

- No lo sabía.
- No se lo dijo a nadie, sólo a su madre y a mi - explicó a mi abuelo - pero después de eso, cambio. No se trató de un cambio que pudiera notarse, sino muchas pequeñas cosas. Dejó de llamarse bruja, de considerarlo algo bueno. O en realidad dejó de pensarse como una mujer libre de decir lo que quería siempre que quería. Más de una vez, me llegó a insistir que el mundo de una manera y nadie puede cambiarlo.

Sacudí la cabeza. Esa idea me angustiaba tanto como lo que me había contado mi abuelo. Extendí las manos y apreté las manos de mi abuelo. Me gustó su apretón cálido y calloso.

- ¿Y tu que piensas? ¿Hay que callarse? - pregunté bajito. Mi abuelo sonrió: todo arrugas bondadosas y ternura en su rostro.
- Claro que no, chiquita. Siempre hay que gritar más bien -  soltó una carcajada - siempre hay que enorgullecerse de lo que uno es. De lo que uno piense. Nadie más lo hará por ti. Comprendo y respeto a tu madre y la apoyo en lo que decida hacer. Pero pienso estaría más feliz si dejara de preocuparse por ideas más viejas que ella misma y se dedicara a crear otras nuevas.

Pensé en eso durante todo el día. Cuando mi mamá se despidió de mi para dejarme dormir en casa de mi abuela, la abracé muy fuerte.

- Te quiero mucho - le susurré a la oreja. Ella me acarició el cabello con ternura, un poco sorprendida.
- Yo también, mi niña.

La miré alejarse. Me quedé de pie en el jardín antipático, mirando nuestro coche alejarse por la calle. Mi abuela me encontró allí, arrojandole palitos a nuestro Perro Capitán para que me los trajera.

- Tu abuelo me contó sobre tu amiga - comentó. La trenza se le había soltado y le caía sobre el hombro. Tenía un aspecto muy bello y fresco, como si nuestras reuniones del domingo le llenaran de una rara vitalidad. Me encogí de hombros.

- Yo quería traerla, pero mi mamá no quiere que venga.
- Ya... - me dedicó uno de sus guiños maliciosos - pero yo puedo ir, ¿verdad?

La escuché con los ojos muy abiertos. De pronto todos los olores del jardín palpitaron a mi alrededor.

- Mi mamá se va a disgustar.
- Soy tu abuela, quiero conocer a tus amigas - opinó con exhuberancia. Soltó una risita - y sí, supongo que se disgustará.

***

Flor me miró con una expresión confusa. Le dedicó una rápida ojeada a la estrella de plata que llevaba sobre el pecho - que ella no había visto nunca - y luego a mi cabello trenzado.

- Pero ¿Por qué tu abuela viene? ¿No quiere que vaya a tu casa?
- Después podemos ir. Pero ella quiere conocerte - le expliqué.

Caminamos juntas por el patio hacia la salida. Faltaba una hora más o menos para salir, pero mi abuela se había presentado allí con la nada creíble excusa de devolverme un cuaderno. Y allí estaba ella, sentada en su gloria de sonrisas y cabello largo y canoso sobre los hombros, sentada en uno de los bancos del colegio, esperando por Flor y por mí.

- Oye, tu abu se ve joven - comentó Flor mientras nos acercábamos - ¿Es por lo de...?

Carraspeó la garganta y le echó otra mirada a mi abuela. Sacudí la cabeza.

- Es joven porque es joven. No porque es bruja.

La verdad no sabía edad que tenía mi abuela, pero sabía que había sido mamá siendo muy joven y por tanto, aún era una mujer fuerte y rolliza a pesar de las delicadas arrugas de su rostro. Se levantó cuando nos vio acercarse. También llevaba su pentáculo de plata, y un sencillo vestido blanco y verde que la hacia verse radiante. Se me dibujó una amplia sonrisa en la cara. Cuanto la quería.

- Así que tu eres Flor - dijo mi abuela. Mi amiga la miró asombrada, deleitandose en el fajín verde del vestido, el cabello canoso que le caía sobre los hombros, la rara joya en su pecho. La noté timida y un poco torpe cuando extendió la mano de mi abuela y la estrechó con firmeza.

- Sí - tragó aire - y usted es la abu de Agla. La que es...
- Soy bruja, sí - dijo mi abuela y ladeó la cabeza. Flor la miró maravillada, como si le asombrara escuchar la palabra en boca de un adulto - y también la abuela que hace galletas.

Le extendió una bolsa de papel muy bonita a Flor. Ella la abrió y olisqueó dentro. Yo también percibí el olor a vainilla y a café. Mis favoritas. Flor sonrío y se apresuró a ofrecerme la bolsa.

- Flor me preguntó si las brujas eran como en los cuentos - comenté mordisqueando una de las galletas. Flor me miró sobresaltada y con las mejillas sonrojadas.
- Oye no lo dije así.
- Somos como los cuentos realmente interesantes - dijo mi abuela - somos mujeres libres que buscan comprender el mundo y disfrutan de hacerse preguntas.

Flor la escuchó, masticando la galleta.

- Eso se escucha bien.
- Es bueno - contestó mi abuela. Flor la miró, levantando la mirada respetuosamente.
- Lo que pasa es que leí en un cuento que... - carraspeó - bueno, que habían brujas que hacian cosas terribles.
- Sé cuales son esos cuentos. Y son parte de la cultura y de todas las versiones sobre la bruja - comentó mi abuela con desenvoltura - pero la palabra Bruja describe a una mujer de espíritu fuerte, una mujer sabia. La mujer de los bosques, la hija de la Luna.
- ¿Como la canción? - Flor se entusiasmó. Mi abuela soltó una carcajada.
- Aún mejor.

Conversamos un rato más. Flor siguió preguntando, riendo por las respuestas de mi abuela, escuchándola con atención. Cuando sonó el timbre para la siguiente clase, me miró con aire de fastidio.

- ¿Pero tenemos que ir?
- Por supuesto que sí - insistió mi abuela - Me encantó conocerte Flor.
- ¡Quiero ir a su casa!
- Y estas invitada, claro está - dijo mi abuela. Se inclinó para besarnos a ambas en las mejillas. Me miró a los ojos - esperaré a tu madre afuera.

Asentí, me sentí un poco sobresaltada por la idea. Flor, que parecía exultante y feliz no lo entendió.

- Oye ¿A quién no le puede gustar ser bruja? - preguntó. Se terminó la última galleta de mi abuela. No respondí, recordando la mirada triste de mi mamá.

***

Mi mamá conversaba con mi abuela en la esquina a unos pasos frente a la puerta de la escuela. Una inclinada sobre la otra. Mi abuela rodeandole el hombro con los brazos. Cuando me vio llegar, me dedicó una mirada cansada. Pero no parecía especialmente disgustada.

- ¡Nos vemos el domingo! - se despidió mi abuela con uno de sus abrazos fragantes a lavanda. Mi mamá continuó en silencio, el rostro con una expresión extrañamente dulce. Cuando mi abuela desapareció por la esquina de la calle - un resplandor vibrante entre la multitud - permanecimos de pie y en silencio, una al lado de la otra.

- Quiero mucho a mi abuela - murmuré, en algo que sonaba como una disculpa - y también, me gusta que sea bruja.

En realidad, no era una disculpa, pensé con un sobresalto. Mi mamá frunció el ceño y se pasó los brazos por la cintura en un gesto lento y casi frágil.

- No todo es tan sencillo.
- ¿Por qué no? - pregunté con un suspiro - Mamá...
- El mundo entero comienza más allá de tu familia - comenzó - no puedes esperar que todos te acepten, que...

Se calló. Miró mi pentáculo, bien visible sobre el sueter azul marino de la escuela.

- Llevar la estrella es una responsabilidad - murmuró - es parte de una serie de cosas mucho más viejas de lo que supones. Mucho más importantes de lo que parece que tu abuela logre asombrarte. En realidad...

Escuché la voz de Flor. Se acercaba a la carrera por la calle. Su madre, delgada y extrañamente rigida, la espero junto a su automovil.

- ¡Oye dibujé esto para tu abuela! ¿Se lo das? - me extendió una hoja con uno de sus dibujos. Entre líneas coloridas, tres figuras de palitos rodeadas de brillos y hierban, sonreían. Lo miré, emocionada.
- Sí, claro - acepté. Flor pareció muy satisfecha. Luego miró a mi mamá.
- ¿Usted es la mamá de Aglaia?
- Sí - dijo mi mamá con un gesto amable, acariciandole el cabello. Flor se entusiasmo, todo ojos y sonrisas.
- ¡Wow! ¿Es bruja también?

Fue una pregunta inocente, amable. Mi mamá parpadeó y de pronto, pensé en la muchacha que las palabras de alguien más habían humillado, en sus ojos tristes. En su furia y su necesidad de protegerme. Extendí la mano y tomé la suya.

- Es bruja también - respondí - y yo también lo seré algún día.

Mi mamá no respondió, muy rigida, con su mano apretando la mía. Flor dejó escapar un jadeo de emoción.

- ¡Que genial! - dijo. Escuché a su madre llamarla - ¡Me voy! ¡Me tienes que contar!

La vi correr por la calle, saltar a los brazos de su mamá. La mia sacudió la cabeza, suspirando.

- También te quiero mucho - murmuré apretándole la mano. Ella me miró con una de sus sonrisas tristes - y que seas bruja.

No respondió. Me pasó la mano por la cabeza,  un gesto lento y delicado que me emocionó más que cualquier palabra. Me apoyé en su cadera mientras ambas avanzábamos por la calle repleta de paseantes. De pronto, el mundo me pareció más brillante y bello que antes.


Regreso el libro a la estanteria. Miro mi reflejo en el cristal del anaquel: una mujer adulta y pálida, con el cabello suelto y esponjoso cayéndome sobre los hombros. El pentáculo en el pecho. Sí, todas las brujas tenemos una historia, me digo rozándolo con la punta de los dedos. Una manera de soñar y de crear, más allá de los estereotipos y de los temores. Una mirada al futuro. Una historia muy vieja que continúa en mí.

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