domingo, 15 de marzo de 2015

El lenguaje de las Mariposas y otras historias de brujería.



De todas las clases de la Escuela, sin duda "salud y buenas costumbres" era la que menos me gustaba. Se impartía en el pequeño salón junto al jardín, donde el sol quemaba las paredes de yeso y ladrillo, por lo que siempre a esa hora de la tarde, el aire parecía estar cargado de un calor tan fuerte como irrespirable. Además, era un asignatura aburrida o al menos a mi me lo parecía. El momento cuando las monjas bigotonas de mi colegio intentaban mostrar a sus alumnos las bondades de la educación, el refinamiento y la educación, nada de lo cual me gustaba demasiado.

No es que lo dijera en voz alta. En realidad, solía soportar la clase con cierto estoicismo: sentada en el último pupitre de la esquina, procuraba fingir atención, con los ojos muy abiertos y el rostro impávido. Pero en realidad, se trataba de pura supervivencia. Las monjas se tomaban muy en serio aquello de educar a las "futuras damitas", como solían llamarnos y le ponían un considerable empeño. Sobre todo conmigo, a quien al parecer consideraban un caso de especial gravedad y que requería un considerable esfuerzo extra. Cada jueves, recibía las lecciones que según el sabor popular escolar, me convertirían en una Dama de perfecto comportamiento y mejor educación.

Nada de eso me importaba en absoluto, claro está. Tenía doce años y acaba de decidir que rebelarme contra cualquier idea y cualquier imposición adulta era el mejor de todos mis pasatiempos. Y no se trataba de sólo rebeldía, sino una convencida necesidad de enfrentarme, oponerme, contradecir y desconocer cualquier autoridad. Así las cosas y mientras parecía que pelearme se había convertido en uno de mis habitos predilectos, sólo fue cuestión de tiempos que las clases de "salud y buenas costumbres" comenzaban a convertirse en motivo de burla y finalmente de franco conflicto. Después de todo, la intención de la mentada asignatura era "domar los básicos instintos de desafuero y caos" de todo niño y "conducirlos a la Senda de la correcta y amable contemplación" según constaba en el libro de texto obligatorio que todos debíamos repasar. El caldo de cultivo ideal para provocar a una  adolescente impaciente y malhumorada como lo era yo.

De manera que, comenzó a suceder a inevitable. Al principio se trató sólo que dejé de disimular mi aburrimiento durante las largas dos horas y medias de clase. Nada grave por cierto y algo  que el resto de mis compañeras no hicieran con cierta regularidad. No obstante, en mi caso, se trató de una lenta toma de conciencia que lo que las monjas insistían en llamar "buenas costumbres" no era otra cosa que una invitación a la resignación y a la sumisión o al menos, así llegué a concluir. Con ese irremediable dramatismo de la adolescencia, comencé a preguntarme si la asignatura no era sino otra de las tantas maneras en que las monjas intentaban encerrarnos en el mundito restringido de la Escuela, con sus largos silencios polvorientos, su salones disciplinados y su larga letania de deberes y responsabilidades. Era una idea tétrica, angustiosa. O al menos, así comenzó a parecerme, entre bostezos muy evidentes, chasquidos de lengua y risitas burlonas. ¡No y no! no estaba dispuesta a aceptar ninguna norma de educación, ¡No estaba dispuesta a admitir me dijeran como pensar y vivir!

Al principio, la Hermana Beatriz trató de ignorarme. Del grupo de residentes de la Escuela, era quizás la más callada y sin duda, la más severa de todas las monjas. Con su cabello corto y canoso,  grandes ojos verdes y manos callosas - alguien me contó una vez que había sido una experta guitarrista antes de entregarse al habito - tenía un aspecto curiosamente áspero que me intrigaba. También sabía que era una devota lectora - siempre le veía llevar un libro entre las manos - y que le agradaba la buena música. Pero al fin y al cabo era una monja, como el resto de las que pululaban en la Escuela, con la misma aridez chirirante y malhumor constante. De hecho, me parecía incluso más dura, con sus largos silencios de labios apretados y ese hábito suyo de exigir silencio golpeando con los dedos extendidos la madera del pupitre. Había algo en ella tirante, al borde de algo más turbio que yo no podía comprender muy bien.

Insistí en mis desplantes. Cerraba el libro justo cuando nos pedían leer el mismo capitulo. Me dedicaba a dibujar garabatos cuando se suponía debía estar copiando. Conversaba con Flor entre cuchicheos audibles, un zumbido incómodo en mitad del silencio del salón. Por último, cometí la última de las barbaridades: abrí la ventana a mi derecha y dejé que el viento fresco del cercano jardín me golpeara el rostro. Puede parecer poca cosa, pero para Beatriz, había algo de sacramental en mantener las ventanas del salón cerradas, como si se tratara de cierto orden interno que yo no podía entender con exactitud.  No sé si por que el momentáneo alivio se salía de las normas del salón o porque realmente Beatriz ya tenía suficiente de mi, que aquel gesto rebasó sus escasa reserva de paciencia.

- ¡Aglaia, basta de provocaciones! ¡Ven aquí!

A pesar de mis infulas de rebelde, me sobresaltó que Beatriz me gritara de esa manera. De hecho, casi nunca alzaba la voz y tenía una manera sutil pero infalible de impartir disciplina. Me apresuré a obedecerle, entre sobresaltada e irritada. Todo el salón me dedicó una mirada de pura conmiseración. Como yo, todas sabían que Beatriz no era una mujer sencilla y que muy probablemente me esperaba un largo y arduo castigo por mi comportamiento.

- Me vas a esperar de pie en el salón de música. No te muevas, no toques nada, no hagas nada, hasta que yo llegue para conversar - siceó con los dientes apretados. Los ojos verdes brillando de disgusto - y ni te atrevas a decir nada más.

Le obedecí. En realidad, me inquietó un poco su rostro tenso, la manera como se había inclinado hacia mi rostro para explicarme el castigo. De manera que caminé arrastrando los pies hasta el salón de música y me quedé allí, tal como me había ordenado, rodeada de instrumentos musicales medio desdibujados en la oscuridad y escuchando las voces amortiguadas del resto del colegio. Tuve un rápido y atolondrado impulso de huir a la carrera por el salón, con los brazos sobre la cabeza. De cometer la última y definitiva rebeldía. Pero no lo hice, claro está. Con cierto desánimo, descubrí que mi rebeldía era mucho más aburrimiento que verdadera necesidad de enfrentamiento.

El salón de música era un lugar pequeño y abigarrado, lleno de todos tipo de objetos en diferentes estado de deterioro. De alguna forma me recordaba a la casa de mi abuela, con sus venerables muebles colocados de cualquier manera en salones y habitaciones, pero a diferencia de allí, en la escuela el ambiente no era brillante por la luz del sol de las ventanas abiertas, sino claustrofóbico y asfixiante. Me hizo sentir un raro escalofrío esa silencio brumoso y polvoriento, el crujido de las paredes calentandose en el sol de la tarde, el lento traqueteo de un ventilador de pie en una esquina. Había algo triste y ruinoso en el salón, como si no sólo estuvieran abandonados los objetos, sino incluso sus historias. Un pensamiento triste.

Pareció transcurrir mucho tiempo hasta que Beatriz apareció por la puerta. Nunca había notado lo alta que era o quizás sólo me lo pareció por efecto de la luz lenta y densa del salón, del sonido chirriante de la puerta. Se acercó a donde me encontraba con paso rápido. El rostro pecoso e impávido de nuevo tenso y serio.

- Me parece una enorme grosería lo que hiciste en el salón de clase - comenzó sin preámbulos - llevas semanas faltandole el respeto a tus compañeras...
- Es que la clase...
- No te estoy hablando sobre la clase. Lo hago sobre tu comportamiento - me interrumpió - te interese o no, perteneces a un grupo que intenta recibir educación. Y te burlas de eso.
- ¡Pero sólo abrí la ventana! - me quejé. Pero yo sabía que no se trataba sólo de eso y Beatriz también. Sacudió la cabeza con un gesto firme.
- Se trató de quebrantar las normas del salón por gusto. Las ventanas permanecen cerradas porque la acustica es terrible y la única manera que todas puedan recibir las clases bien, es manteniendo las ventanas cerradas - me explicó rapidamente. Me sorprendió su firmeza, su precisión. Su voz era práctica, inteligente. Recordé lo que había escuchado de ella: era músico hasta que decidió dedicar su vida a Dios. ¿Por qué alguien haría algo semejante? ¿Por qué abandonarías algo que amabas por servir a los demás? Entendía el sentido espiritual de la idea, pero no podía creer que alguien actuara de manera tan desinteresada. O al menos, no lo creía.
- Odio la clase... - dije sin contenerme. Y era verdad. La consideraba inutil, superficial, con sus interminables lecciones sobre como cruzar las piernas cuando llevabas faldas o cual era el cubierto correcto que debías utilizar - de verdad que...
- Te lo repito, no se trata de la clase. Se trata de respeto. Le faltaste el respeto a mi y a tus compañeras.

No respondí. La miré con cierta timidez a los ojos. Beatriz me observó con atención.

- Sé que escribes. Dice tu maestra que lo haces bien.
- Sí, escribo - la emoción y un vacilante orgullo me subió a las mejillas.
- Tu castigo será decirme por qué lamentas lo que hiciste. Si realmente no sientes arrepentimiento, no me entregues nada. Y lo aceptaré. Pero si de verdad amas la escritura, deberás entregarme algo sincero.

Parpadeé. Era el castigo más raro que nadie me había dado. Abrí la boca para contestar - ¿Qué debía escribir? ¿Cómo debía ser ese escrito? - pero volví a cerrarla, desarmada. Beatriz me dedicó una última mirada - un leve parpadeo verde - y salió del salón. Me quedé de pie, incómoda y furiosa, hasta que me decidí a salir.

No sabía que pensar sobre lo que Beatriz me había dicho. Al principio, me dije que no me arrepentía de nada y que no escribiría nada al respecto...pero sabía que si lo haría. Sabía que en realidad me sentía profundamente responsable por mi comportamiento - a la manera hiriente e incomoda que te hace sentir algo que sabes está incorrecto aunque no quieras admitirlo - pero no sabía exactamente que podía escribir. Como disculparme. Además, Beatriz había dicho algo que me había dolido muchísimo: "sí de verdad amas la escritura, deberás entregarme algo sincero". Sus palabras me resultaban ofensivas, dolorosas, incluso hirientes. Pero tampoco sabía por qué. Era todo como una mezcla de sensaciones y emociones cada vez más incómodas y confusas.

- ¡No soporto esto!

Arrojé la séptima bola de papel rota sobre la mesa de la cocina. Mi abuela me dedicó una de sus miradas perspicaces.

- ¿Nada todavía? - preguntó. Me encogí de hombros, furiosa.
- ¡Nada! ¡Es que yo no sé que quiere Sor Beatriz! ¿Que clase de castigo loco es este?

Abuela continuó cortando con un gesto rapido los trocitos de zanahoria para la sopa que preparaba en una de las hornillas del fogón. Inclinó la cabeza, meditando sobre mis palabras. Luego sacudió la cabeza.

- Creo que el problema radica en que crees tienes la razón.
- ¡La tengo! - sabía que eso no era exactamente cierto, pero me aferraba a ese pensamiento con la malcriadez pura y sencilla de una niña - ¡Yo sé que la tengo!
- ¿Importa que la tengas?
- ¿Cómo? - balbuceé - ¡Claro que importa! Es decir...
- Piensa en esto...¿Por qué exactamente te rebelas contra la clase, la escuela, todas esas cosas que me has dicho durante los últimos días?

Apreté los labios. Deslicé el lapiz sobre la hoja. Tracé una fila línea recta que atravesaba la página entera de un lado a otro.

- ¿No se supone que las brujas debemos ser rebeldes?
- No es eso lo que te pregunto.
- Bueno, te pregunto eso ahora - musité con cierta urgencia. Abuela soltó una carcajada.
- Una bruja es rebelde pero no sólo por el placer, sino por un motivo. Aunque también puede serlo por placer - volvió a reir. La miré desconcertada. Pareció que se divertía por algo que ella solo podía ver. Después volvió a mirarme - el caso es mi niña, que la rebeldía implica un nivel de comprensión profunda contra lo que te opones, la idea contra la que te enfrentas. Tu te rebelas contra la clase porque no la entiendes, en realidad.

Contuve la respiración. Quise protestar, quise decirle que claro que entendía la clase, un aburrido recital de reglas de educación. Pero había algo en lo que Beatriz me había dicho que encajaba mejor en lo que mi abuela había dicho, en lo que ella insinuaba y deseaba que le respondiera. Tomé una larga bocanada de aire.

- Sor Beatriz dice que le falté el respeto a la clase - comenté - que me rebelé sólo por gusto.
- Que puede ser muy válido. Pero según me insistes, te rebelas a lo que representa la clase - dijo mi abuela. Me encogí de hombros - respondeme algo ¿Te gusta aprender?

Asentí. Ella lo sabía mejor que nadie. Pasaba horas trasteando en su biblioteca, leyendo todo lo que me caía entre las manos, haciendo preguntas. Amaba aprender más que cualquier otra cosa en el mundo.

- Entonces debes saber que enseñar también es un privilegio. Y que ambas cosas, aprender y enseñar crean una mirada profunda y una comprensión muy espiritual entre quien aprende y quien enseña - dijo - En Brujería, aprender es parte de la Tradición, pero también enseñar. Trasmitir conocimientos, asumir los riesgos de brindar lo que sabes y lo que haz aprendido a alguien más. Es un ciclo interminable que mantiene viva y saludable la Brujería.
- ¿Y que tiene que ver eso con las buenas costumbres?
- Las costumbres de cualquier sociedad son parte de su lenguaje, como se comprende - respondió mi abuela - son parte de su historia. Y lo que Sor Beatriz intenta enseñarte es a manejar los códigos que hacen que la sociedad donde naciste sea funcional o como se mira así misma. No es que debas cumplirlo ni que luego de casa clase, te conviertas en la niña más educada y disciplinada de la ciudad...

Solté una risita, ella también. Ambas sabíamos que eso no ocurriría pronto. Quizás nunca.

- Ahora bien, debes entender algo concreto, evidente e importante: aprender es un acto de voluntad, de disciplina y de coherencia. Pero no con la sociedad o que implique obediciencia, sino que hace más poderosa tu visión sobre lo que te rodea, sobre lo que eres y quien eres.

- ¿Entonces falté el respeto a Beatriz y al resto por asumir que es poco importante lo que aprendemos?
- Por menospreciarlo sí. Aunque nadie entienda tus razones, ni las tuyas para aprender ni las suyas para enseñar. Es un ciclo. El conocimiento es valioso. Es poder, es capacidad para crear y construir. Incluso en las cosas más frugales y sencillas.

Tracé otra línea sobre el papel, que bordeó la anterior. Oblicua, abierta. Luego dibujé otra línea simple y pura, apuntando hacia arriba. Un arco y una flecha. Mi abuela sonrío, mirándolo a la distancia.

- Ya sabes ¿No? porque se dice que las brujas son extraordinarias con el arco y la flecha.
- Porque es un deporte que mezcla la fuerza, la inteligencia y la intuición - recité. Lo había leído en su Libro de las Sombras hace poco - porque el Don de la Diosa es crear y construir.
- Aprender y enseñar. La misma cosa.
- O sea que Sor Beatriz tenía razón - me quejé. Mi abuela rió.
- Eso ya lo sabías.
- Pero admitirlo...me fastidia un poco.
- Haz tu tarea.
- Si señora.
- Que obediencia.
- Ya sabes que aprender es un ciclo y - hice una floritura de aburrimiento con la mano. Mi abuela río de nuevo, esta vez una gran carcajada musical, estruendosa, impregnada del sol de la tarde. Un sonido luminoso e inolvidable.

***

Beatriz miró la hoja doblada sobre su escritorio con el arco dibujado encima. La tomó con cuidado. La abrió con un gesto lento y casi ceremonioso. La clase entera me miraba expectante y curiosa. Mi amiga Flor parecía nerviosa y tensa. Yo también lo estaba, en realidad. La miré inclinarse sobre lo que había escrito y leer.

Se trataba de una frase que había encontrado en uno de los Libros de las Sombras de la casa: "Todos amamos a los rebeldes, pero le deseamos algo más profundo que la simple rebeldía". Una única frase que parecía resumir lo que había aprendido durante los últimos días, la forma como había comprendido los matices de mi deseo brumoso de enfrentarme a mis propias ideas. Aguardé, mientras Beatriz leía moviendo los labios. Luego, le pasó un dedo a la frase escrita en tinta en un gesto lento y amable.

- Regresa a tu lugar.

La obedecí. Me senté en el pupitre con el corazón latiéndome muy rápido y con una extraña sensación de alivio. El resto del salón me dedicó algunas miraditas curiosas, un poco sobresaltadas y luego, me ignoró, con cierta precaución. Beatriz también lo hizo. Me pregunté si le había molestado mi osadía de sólo entregarle una frase o si había entendido el sentido de lo que había querido saber. Le dediqué miradas un poco preocupadas durante la frase. No me miró ni una sola vez.

- Aglaia, acercate.

La clase había terminado y todas las alumnas  salieron en tropel. Me acerqué al escritorio. Beatriz me dedicó una de sus sonrisas ladeadas.

- No sé si alguien te lo ha dicho - me dijo - pero toqué mi guitarra hace mucho tiempo. Me pregunto si te gustaría aprender. Creo que te ayudará a encauzar toda esa energía tuya en algo más provechoso...que la simple rebeldía.

Me quedé en una pieza. No supe si sonreír, agradecerle o negarme. Por supuesto, acepté, desconcertada, un poco timida. Ella sonrío. Noté que la hoja de papel sobresalía del austero morral de lino en el que llevaba sus libros.

- A veces crear es la mejor forma de rebelarte.

Me sorprendió la frase. En el futuro, aprendería que Beatriz no sólo era una mujer inteligente, sino un espíritu libre de una forma que me llevó muchos años comprender. Pero eso esa es otra historia que prometo contar más adelante.

C'est la vie.

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