domingo, 1 de marzo de 2015

Fragmentos de luz y sombra y otras historias de brujería.




En una ocasión, escuché a mi abuela comentar que mi tia K., a quien no conocía, estaba herida por la culpa. La frase me desconcertó, porque según había escuchado, tia era una mujer fuerte y simpática. La había visto en algunas fotografías - rolliza, risueña, con una gran melena cobrizo que le caía por los hombros - y siempre me había parecido feliz, llena de esa energía magnética de quien está muy segura de su lugar en la vida. O así me lo pareció, al menos. Abuela sacudió la cabeza cuando se lo dije, con gesto preocupado.

- Está pasando un momento complicado en su vida y la culpabilidad lo hace aún peor.

El "momento dificil" resultó ser un divorcio. Con doce años de edad, yo sabía lo suficiente del mundo para comprender que el amor no duraba para siempre ni que la vida era sólo sonrisas, pero también sabía y eso lo habría aprendido en casa, que los corazones rotos solían curarse y que los que nos hería con frecuencia nos hacía más fuerte. Se lo había escuchado decir a mi abuela - la sabia, la bruja - más de una vez y también a mis tias, sobrevivientes de mil batallas cotidianas. Lo había leído también en sus Libros de las Sombras que comenzaba a estudiar: La vida es un cúmulo de experiencias, en algunas ocasiones dulces que valia la pena paleadear y otras tan duras y dolorosas, como el filo de un arma muy antigua. Entre ambas cosas, estaba el mundo, la realidad, nuestras aspiraciones y esperanzas. La culpa no tenía un lugar real allí: todos eramos responsables - que no culpables - de lo que haciamos. Y como responsables, asumiamos la consecuencias. Por supuesto, yo era aún muy pequeña para comprender en realidad que quería decir todo eso, pero tenía algo muy claro: el dolor y el sufrimiento, de la misma forma como la alegría y la risa, eran partes de la vida. De las piezas imprescindibles para crecer.

- ¿De qué se siente culpable?
- De todas las cosas que debió hacer y que no hizo, o que cree que debió hacer y no supo como - me explicó mi abuela - a veces la vida nos hiere por lo que asumimos pudo ser y no por lo que es.

No comprendí mucho la frase. Me quedé pensando en ella por días, un poco aturdida. ¿Cómo podías sentirte culpable por algo que no habías hecho? ¿Qué era en realidad la culpa? La idea me parecía extraña, un poco brumosa.  ¿Por qué debía pesarnos y dolerlos algo que ya no tenía remedio? ¿Por qué lamentar lo que ya no podíamos reparar? Era una idea muy joven por supuesto, profundamente infantil. Pero también era parte de esa noción sobre nuestras decisiones morales que mi abuela había tratado de inculcarme desde muy niña. Para ella, cada cosa que haciamos o deciamos, era parte de un enorme mecanismo exacto, muy preciso. Como si cada paso que dábamos o cada palabra que pronunciabamos creaba una intricada y complicada red de opciones y pensamientos cada vez más personales, siempre desconcertantes. Era una manera de ver las cosas interesantes, pero también muy extraña. Poca gente la podía comprender y mucho menos, aceptar como lógica.

Una de esas personas era la mamá de mi amigo P., quien había muerto hacia un par de años por una grave enfermedad. Luego de su muerte, la Señora J. nos había visitado un par de veces y siempre me había sorprendido su enorme y dura tristeza, como un peso sobre sus hombros. Cuando P. estaba vivo, había sido una mujer joven y radiante, de cabello castaño y ojos chispeantes. Ahora parecía casi una anciana, descolorida, abrumada por un tipo de dolor que yo no podía comprender. Siempre que me abrazaba, lo hacia con un apretón flojo, cansado, quebradizo. Luego me tomaba el rostro entre las manos, me acariciaba las mejillas. Sonreía entre lágrimas.

- Estas creciendo muy rápido - solía comentar - cada vez te reconozco menos.

Era una frase extraña, esa. Sobre todo, porque yo me veía exactamente igual cuando me miraba al espejo. ¿Que veía la señora J. en mi que le hacia recordar el paso del tiempo? Yo seguía siendo la misma niña que había visto crecer, con el rostro pálido y cubierto de pecas, los ojos muy abiertos y asombrados, las rodillas huesudas y cubiertas de raspones. No entendía muy bien que había en mí que la hacia suspirar con tanto dolor, que hacia que sus manos temblaran un poco al acariciarme las mejillas. Mi amiga Flor opinaba que quizás, le recordaba a P. de alguna manera.

- Pero soy una niña - le dije con cierto sobresalto. Flor me dedicó una mirada tan calma y pesarosa que recordé que ella también había sufrido la perdida de su hermano, unos cuantos años atrás. Y que seguramente, eso le permitía comprender mejor que nadie a la madre de P., una afinidad profunda que claro, yo no podía entender. Me encogí de hombros - Perdón, debo haber sonado como una tonta.

Flor no respondió. Tomó la pieza del tablero del juego de mesa que jugábamos y la sostuvo en la palma de su mano. Un gesto muy frágil, que me recordó cuando había llorado Flor por la muerte de su hermano y cuanto lo extrañaba siempre. Aquel juego de mesa con su tablero de madera y sus bonitas de metal, había sido suyo. Siempre nos había gustado pero su hermano, que nos llevaba unos tres años y ya era un adolescente malhumorado, nos prohibía jugar con él. Me resultaba muy raro hacerlo ahora, como si de alguna manera, le insultara a la distancia. Coloqué con cuidado la pieza que había estado sosteniendo entre los dedos.

- Nadie entiende lo que siente aquí - se señaló el pecho - cuando alguien que quieres mucho, mucho falta. Si, entiendo a la mamá de P. pero también creo que para ella, es mucho peor. Nos ve a nosotras, sanas y...

Piensa en P., me dije aunque preferí callarme el pensamiento. Por Flor que parecía tan triste, por mis propias lágrimas que me llevaba esfuerzo contener. Me rodeé las rodillas con los brazos, con el cuerpo tenso y adolorido por una rara sensación de angustia. Flor tomó el juego y lo devolvió a su caja. La miré cansada y abrumada.

- ¿Crees que ella cree que tuvo la culpa de algo? - pregunté. No sé por qué lo hice. No entendía mucho de donde había salido esa idea. Pero por algún motivo, recordé a Tia L. y lo que mi abuela me había contado de ella. La soledad, la angustia por el temor de no haber hecho lo suficiente. ¿La mamá de P. sentía algo parecido? ¿Creía que podría haber hecho algo mejor de lo que había hecho? No me atreví a decirle ninguno de esos tristes pensamientos a Flor, pero por la manera como me miró después, seguramente lo notó de inmediato.

- ¿Por qué no hablas con ella?
- Porque soy... - quería decir una niña. Quise decirle que era muy joven y torpe, que las niñas de mi edad no teníamos mucha idea sobre como preguntar ciertas cosas o incluso entenderlas. Pero lo que realmente ocurría es que la mamá de P. me lo recordaba a él y me recordaba mi propio dolor, ese sufrimiento joven y tan simple que llevaba a todas partes desde que había muerto.

Pero lo que me había dicho Flor no dejó de molestarme durante las semanas siguientes. Me encontré pensando en que podría decirle a la mamá de P. o como podría siquiera abordar un asunto que no entendía. De manera que como siempre lo hacia, decidí preguntarle a mi abuela al respecto. Me escuchó con toda atención, sus grandes ojos color miel mirándome directamente a los ojos. Mi abuela siempre consideraba que cada palabra que podías decir era importante y disfrutaba cada una de ellas, las sopesaba con cuidado, las organizaba para entenderlas mejor. Era un habito que yo apreciaba especialmente y que deseaba aprender alguna vez.

- Entonces ¿Crees que la mamá de P. se siente culpable por algo? - comentó cuando ya no tuve nada que decir. Me encogí de hombros y tomé un sorbito de mi jugo de naranjas favoritos.
- Eso dice Flor.
- ¿Tu que piensas?

Pensé en lo que ella había dicho sobre que siempre nos produce culpa lo que dejamos de hacer o lo que creemos debimos haber hecho. Recordé el rostro triste de la mamá de P. cuando me abrazaba, la tristeza de Flor. Todos esos pensamientos parecían conducir a un punto en común que yo no sabía muy bien cual podía ser. Me encogí de hombros.

- Pienso que a lo mejor saber que ella siempre fue una gran mamá la va a ayudar - dije por último - P. siempre me lo dijo. Su mamá era la super mamá.

P. no sólo lo decía, lo creía firmemente. Me hablaba de su mamá con un entusiasmo que me sorprendía y siempre me insistía que su madre no sólo era la mujer más inteligente del mundo, sino la más amable, la más fuerte, la más bondadosa. Me contaba como cada noche le cubría con las sábanas cuando pensaba que él estaba dormido o como lo sostenía en brazos muy fuerte cuando le ausstaban las pesadillas sin burlarse de él. Le preparaba siempre sus platillos favoritos, sabía como escuchar. Para P., su madre era el simbolo de todo lo bueno y dulce, de todo lo querido y brillante.

- ¿Ella lo sabe? - preguntó mi abuela. Parpadeé.
- ¿Como no lo va a saber? Él lo repetía siempre.
- Pero quizás no a ella.
- ¿Por qué no?
- Así somos.

Mi abuela suspiró. Me pregunté a quien no le había dicho en el pasado cosas que deseaba decir. Quise preguntarselo pero ella sacudió la cabeza con una sonrisa amable y cálida.

- ¿Quieres decirselo? - me preguntó entonces. La miré con los ojos muy abiertos.
- ¿Ya? ¿La vamos a llamar por teléfono?
- Vamos a ir a su casa.

Me entusiasmé.

- ¡Claro que sí! - dije. Mi abuela me rodeó con los brazos, me apretó contra su pecho. Escuché su corazón latir contra la mejilla.
- Recuerda mi niña, la responsabilidad es algo importante. Piensa bien lo que le dirás a la Señora J. y por qué. Es un mensaje.
- ¿De quién?
- Ya lo pensaremos.

No entendí que quería decir. Me pregunté si lo haría más adelante.

***

Siempre me ha gustado muchísimo el viaje hacia la ciudad de Maracay. Las montañas verdes y marrones tienen el aspecto radiante de extraordinarias pinturas y el cielo tiene un aspecto interminable. Cuando viajaba con mi abuela, me encantaba mirar por la ventanilla, señalando el camino y todo lo que me llamaba la atención en él. Mi abuela reía y respondía todas mis preguntas, esa incesante curiosidad mía que supongo a veces resultaba irritante.  Pero mi abuela parecía encontrarla graciosa e incluso estimulante: me explicaba cada cosa con enorme detalle y disfrutaba haciéndolo.

Maracay es una ciudad pequeñita, de aspecto Colonial. Sus calles siempre me han parecido pequeñas, muy discretas, con sus árboles retorcidos de calor y el aire con olor a sol flotando como un reflejo dorado. Una vez, cuando había venido para visitar a P., él me había dicho que amaba la ciudad precisamente lo que le hacía sentir incómodo de Caracas. "Es tan pequeña que no te da miedo. Te dan ganas de caminar y perderte un poco, para sorprenderte". Pensé en esas palabras mientras caminábamos hacia la casa de su mamá, que ya no era la suya. Lo imaginé muy claramente, corriendo y riendo en las calles brillantes de sol y de algarabía. La tristeza volvió a golpearme. Suspiré agotada.

- ¿Nunca deja de doler? - le pregunté a mi abuela. Ella apretó mi mano con ternura.
- No - me gustaba que mi abuela siempre me decía la verdad - pero luego se mezcla con amor y con los recuerdos. Algo intimo que forma parte de ti.

Era extraño pensar en P. de esa forma y me hizo sentir incómoda. De manera que decidí no analizar la idea por el momento. Observé a mi abuela mientras tocaba el timbre de la puerta de la Señora J., con un gesto firme. La casa tenía un aspecto callado, con la fachada pintada de un azul muy claro y el jardín reseco por el sol y el calor. Me pregunté si me lo imaginaba o la casa parecía suspirar de tristeza.

La mamá de P. nos recibió con un abrazo muy cálido. Estaba feliz de recibirnos dijo, aunque a mi me pareció que en realidad estaba muy cansada. Se veía más páida que antes y más delgada, con los labios fruncidos en un gesto serio y las manos nerviosas a los costados del pantalón de Jean. Nos sirvió jugo de naranja y también galletas sin sal y luego esperó, mirándonos con sus grandes ojos abrumados.

- Dijiste que era urgente Celia - dijo la señora entonces. No parecía muy interesada en conversar cosas triviales. La podía entender: la casa tenía un aspecto limpio y ordenado, pero era una casa triste, silenciosa. Había fotografías de P. por todas partes - sonriendo, arrojando la pelota, en una playa muy bonita - y verlo allí me dolió tanto que perdí el hilo de la realidad. Apreté los dedos contra mis rodillas y traté de no llorar. De no esperar corriera por la escalera de fondo gritando mi nombre. De no escuchar su risa alborotada. De...

- ¿Agla?

Mi abuela y la Señora J. me miraban expectantes. Tomé una bocanada de aire, confusa y desconcertada. Mi abuela me acarició el cabello con un gesto dulce.

- Le decía a la Señora J. que tu querías decirle algo y por eso vivimos - dijo y al parecer lo repetía por segunda vez - ¿Se lo queires decir?

La señora J. me miraba con el rostro pálido sin mucho interés. ¿Que creería que quería decirle? ¿Qué sentía mucho haber perdido a P., su ausencia? ¿Que podía importarle a ella eso. Carraspee la garganta, me obligue a sentarme muy derecha en la silla.

- Señora J., quise venir porque quería decirle que P. la consideraba la mejor y más querida mamá del mundo - ella parpadeó - más de una vez me dijo que...
- Él no te pudo haber dicho eso - me interrumpió. La piel pálida se le había llenado de manchitas rojas de alguna emoción que yo no conocía - No creo que pensara eso de mi. No sé por qué lo dices.

Miré a mi abuela. Ella me sostuvo el gesto. Respetuosa pero callada. La responsabilidad pensé. Cada palabra que dices, cada palabra que obsequias. Cada cosa que haces. La vida es la responsabilidad de aceptar el poder que tienes sobre crear y aprender.

- Si lo hacia. Yo era su super amiga - dije. Me atraganté tratando de contener las lágrimas - hablabámos de todo, incluso de las cosas que no se le dicen a las mamás. Y él siempre me decía que usted era la mejor mamá del mundo. La que mejor cocinaba, la más inteligente, la más buena y bondadosa. La que sabía más...

La barbilla me tembló. Sentí que me cerraba la garganta con un nudo doloroso y amargo. Sacudí la cabeza mientras el mundo se hacia borroso a mi alrededor, mientras desaparecía y se hacia simple, a fragmentos. No llores, no llores. Recordé lo que había leído en el Libro de las Sombras de mi Abuela: "el poder de la palabra es crear mundos. Todos los mundos imaginables. Toda la belleza y el dolor".

- Él siempre la quiso más que a nada - seguí - pensaba sólo cosas buenas de usted. Pensaba todo lo bonito. Pensé que usted debía saberlo, que...

Ella sacudió la cabeza, sacudió las manos. Hizo un ruidito ahogado por la garganta. Quise levantarme e ir abrazarla, como cuando era más pequeña y venía a visitar a P. y ella me recibía con galletas de mantequilla y café con leche. Pero sabía que ya no podría hacerlo, que había algo roto, irreparable. E infinitamente doloroso.

- Quise que Agla le dijera todo esto, porque es lo que P. habría deseado supieras, mi niña - dijo entonces mi abuela - estás pasando el peor momento de tu vida, el más duro. Y debes saber que era lo que pensaba el niño realmente sobre ti.

La mamá de P. tomó una bocanada de aire pero siguió sin llorar. Tenía los músculos del cuello tensos, la cara muy sonrojada. Le temblaba la barbilla. Parecía que una emoción enorme, monstruosa, le golpeaba. ¿Se la había provocado yo? me pregunté angustiada. Mi abuela, como si hubiese percibido lo que pensaba, me apretó el hombro con cariño. Cuando me volví a mirarla, sacudió la cabeza imperceptiblemente.

- Hija, la muerte siempre es la peor de las tragedias. No es natural que una madre sobreviva a un hijo - susurró entonces mi abuela - pero tu estás viva. Eres una mujer fuerte, hiciste todo lo posible. Hiciste cada cosa que tuvo a tu alcance para que el niño tuviera una vida hermosa y fuerte. Eres una mujer valorosa y buena.

La mamá de J. no respondió. Se levantó con un movimiento brusco y temí se fuera a caer. Pero en realidad abrió la puerta y nos dedicó una mirada helada, que me desconcertó.

- Les voy a pedir vengan en otro momento - dijo con voz fuerte y clara - quiero estar sola.

Mi abuela no respondió pero me tomó de la mano. Entendí que la visita había terminado. No me atreví a mirar a la señora ni tampoco me despedí de ella. Salimos a la calle y escuché la puerta cerrarse con lentitud. El sonido más triste del mundo. Mi abuela suspiró.

- ¿Hice mal? - pregunté angustiada - ¿No debí...?
- Claro que debiste.
- ¿Y entonces por qué... ? - no sabía como explicar el miedo y dolor que me había provocado la angustia de la Señora J, esa fragilidad que antes me habría parecido impensable en ella.
- Porque está triste, está rota y muy herida. Y no quiere escuchar nada bueno sobre si misma.
- ¡Abuela pero P. pensaba eso de verdad! - le dije muy triste - ¡De verdad!
- Lo sé - Abuela se inclinó y me dio un beso en la frente - ahora ella lo sabe. Vamos a esperar lo crea.

Me quedé muy preocupada. Me parecía que a pesar de las palabras de mi abuela, había cometido un imperdonable error al haberle dicho a la mamá de P. esas cosas. Recordaba su expresión de angustia y desazón, sus ojos muy abiertos y angustiados. Flor, por otra parte, opinaba todo lo contrario.

- Se lo tenías que decir.
- No me creyó.
- Si te creyó. Lo que pasa es que seguro pensó que P. se había muerto porque ella no hizo algo. Mi mamá lo pensaba con mi hermano.

Nunca hablabamos del tema. La miré en silencio, masticando las galletas de mango que habíamos comrpado en la esquina. Flor parecía triste pero serena.

- Pero si tu mamá lo cuidó muchisimo.
- Pero igual murió - dijo Flor con sencillez - creyó que algo había dejado de hacer. Dpesués entendió que....

Sacudió la cabeza. Pensé en lo que decía la Brujería sobre el circulo de la vida. En el hecho que cada momento que caminamos sobre el mundo, creamos una historia. Cientos de momentos que construyen lo que amamos y lo que nos define. Y cada ciclo tiene un final. No era fácil entender esas cosas. Mucho menos cuando el dolor era tan cercano y duro de soportar. Me pregunté si la mamá de P. lo comprendería alguna vez.

- Ya dejará de sentirse así - dijo Flor con un suspiro. Sonrío, una sonrisa llena de migajas de galletas - hiciste algo bonito.

Yo no lo creía tanto. Continué pensando sobre la tristeza, la soledad y la culpa por semanas enteras. Me pregunté cómo sobrevivía el corazón a un dolor insuperable, a ideas rotas que podían aplastarse. A veces miraba la luz del atardecer y pensaba en que el mundo era un lugar muy frágil y bonito. Muy solitario y también fugaz.

Un día encontré un paquete sobre mi cama. Mi tia E. me explicó que alguien me lo había enviado. Era un paquete sencillo, envuelto en papel blanco y con un listón dorado. Cuando lo abrí, las manos me temblaron y las lágrimas se me escaparon sin que pudiera contenerlas. Era la camisa favorita de P., la que nunca quería prestarme. La que jamás dejaba de ponerse. La camiseta que llevaba a todas partes. La abracé con fuerza y percibí su olor, su recuerdo tan claro que me encontré riendo y llorando sin saber por qué. Al fondo del paquete había una hoja en blanco. Reconocí la letra de la mamá de P. de inmediato.

"Mi hijo amaba las mañanas soleadas. Le encantaba mirarlas aunque nunca me dijo por qué. Durante su enfermedad le llevé cada día arriba, a nuestra terraza, para que mirara el amanecer. Y sonreía. No te imaginas como sonreía, hija. Como me abrazaba y parecía sentirme mejor, incluso cuando no lo estaba. El amanecer le hacía feliz y yo lo sabía." 

Sostuve la carta entre las manos y la apreté muy fuerte, como si quisiera atrapas entre los dedos las palabras que la mamá de P. me había escrito, esa bella imagen del amanecer que me había obsequiado. Tuve la extraña sensación que lo hacía. Que había luz en esa pequeña hoja de papel. Que algo frágil volaba hacia el resplandor brillante y dorado de un amanecer imaginario. Y me sentí yo también libre y poderosa, liviana y feliz.

A veces, encuentro la camiseta de P. al fondo de algún cajón olvidado. Entre tantos años de crecer y madurar, de tantos hogares perdidos y encontrados, de tantas lágrimas derramadas y consoladas, su recuerdo permanece. Y también esa libertad de haber aprendido que cada palabra tiene un valor y cada idea una poderosa capacidad de sanar.

C'est la vie.

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