sábado, 7 de marzo de 2015

El olor de la nostalgia y otras historias de brujería.



De niña, no me gustaba jugar con muñecas. No podría decir el motivo, pero no sentía el menor interés en vestir, alimentar o pasear aquellas sonrientes criaturas de rostros plásticos como lo hacian el resto de mis contemporáneas. Y aunque en casa, a nadie le parecía especialmente importante ese rasgo de mi personalidad, había quien pensaba que era algo para preocuparse. Como mi maestra de biologia, por ejemplo.

P. era una mujer enorme. No puedo describirla de otra manera. Era rolliza, de mejillas sonrosadas, con enormes manos siempre muy acicaladas y una sonrisa amplia de dientes muy blancos y regulares. Todo ella era blando, cálido y...también rosa. Rosa sus camisetas rotuladas con frases religiosas  - su favorita "Dios es el mejor cientifico" - y rosa su labial, siempre impecable. El caso era que para P., era poco menos que antinatural que yo no sintiera la menor inclinación por el mundo de las muñecas, las cocinitas, los vestiditos quita y pon, los cochecitos y todo esa pléyade de objetos que necesariamente debían encantar a las niñas y que para mi eran pocos menos que pequeñas curiosidades.

- ¿Y con qué juegas? - solía preguntarme.
- Con libros, piedritas, hojas de papel, pelotas. No sé, con lo que encuentre.

Solía mirarme con sus grandes ojos castaños muy sorprendidos cuando le decía esas cosas. Después, me insistía que no podía ser así, que seguramente no había encontrado "mi" muñeca ideal. Aquellas conversaciones ocurrían justo después de la clases de los viernes, cuando todo el mundo abandonaba la escuela lo más rápido que podía y la clase de P. con aún más impaciencia. Quizás por ese motivo, a mi me agradaba quedarme con ella, escuchar sus extrañas peroratas sobre muñecas, Santos y niños celestiales, mientras guardábamos el Globo Terráqueo y el esqueleto de plástico que solía utilizar en cada una de sus clases - aunque no viniera a cuento ni tuviera relación alguna - en el anaquel del deposito. Ella siempre me lo agradecía con una sonrisa y luego venían esas extrañas conversaciones que siempre me hacian reír, aunque intentara no hacerlo delante de ella.

- Las muñecas te entrenan para ser mamá - me explicaba muy oronda, con su respiración de asmática que en ocasiones tenía un aroma a caramelo fundido. Después sabría que se trataba de una de las tantas medicinas que debía tomar por su precaria salud - y te hacen comprender todas las gracias que Dios dio a las mujeres.
- ¿No hacen esos libros?
- Un libro no puede ser tan importante como un bebé.
- Para mi lo es.


Las clases de P. eran muy divertidas. O al menos, a mi me lo parecía. En realidad no le gustaban mucho a nadie. La mayoría de las niñas del salón consideraban a la paquidérmica P. como una rareza anticuada, una mujer con olor a vainilla y voz aflautada cuyo único objetivo era hacer tediosa la valiosa última hora de los viernes. Pero a mi me agradaba. Me intrigaba su entusiasmo, su gran energía, esa bondad dulzona que no conocía en nadie más. Era extraño que alguien que enseñaba ciencias exactas fuera tan creyente, pero para P. la ciencia y la religión se encontraban a la distancia de la inspiración divina. Ni las monjas bigotonas que dirigían el colegio eran tan entusiastas en los asuntos religiosos como lo era P. , lo cual me parecía de lo más extraño y confuso. Para las monjas, la religión era algo utilitario, que debía enseñarse, que debía inculcarse a gritos y lecciones. Para P. era algo más, algo sutil y glorioso. Una idea extraordinaria que  quería compartir.

- La vida debe ser la aspiración de cualquiera niña. Es un gran honor que el Altísimo nos brindara la oportunidad de crear vida. ¿Te lo imaginas? Un bebecito nacido del amor. No entiendo por qué ya nadie lo agradece en esta época - se quejó una vez, mientras movíamos una de las mesas del salón hacia una esquina. Nos había estado hablando sobre la concepción y los bebés. y lo había hecho de una manera tan cursi e insipida que la mayoría de las niñas de la clase estallaron en risas y se burlaron de ella a escondidas durante buena parte de la clase. Yo la escuché un poco asombrada por su ingenuidad. Y me pregunté - no era la primera vez - si la ingenuidad de P. era tanta como para ignorar que todas las niñas de la clase eramos educadas por la televisión y a veces incluso por internet. Que teníamos a disposición para perder la inocencia muy pronto. Pero para P. quizás esas cosas eran muy lejanas y poco importantes. En su mundo delicadisimo y almibarado, las niñas de doce años aún creían en el Niño Jesús con su bolsa de regalos, se aterrorizaban con la mera idea de salir a la calle y aspiraban a un Príncipe azul. Siempre me impresionaba su inocencia, su dulzura y esa extraña cualidad suya de pura esperanza que yo no sabía muy bien como entender.

- Creo que no es necesario, digo yo pensar sólo en bebés para celebrar la vida - opiné. Arrojé en una caja de cartón las muñecas de plástico que habíamos utilizado para la clase: todas muy viejas, con los rostros manchados de suciedad y sus ojos de vidrio un poco estrábicos. La imagen me dio escalofríos - todo es capaz de celebrar la vida. Desde lo que sueñas hasta lo que comes. Todo se une para que recuerdes que es muy bonito estar vivo.

P. frunció los labios y me dedicó una mirada apreciativa. Ese día tenía un aspecto mustio, como una flor un poco marchita. Llevaba el cabello apretado a la nuca, mucho maquillaje en el rostro y una expresión de tristeza que de yo haber sido mayor, habría comprendido quizás. Pero era una niña y sólo me pareció cansada por la larga semana, el día caluroso o cualquiera de las razones extrañas y duras que dejaban exhaustos a todos los adultos y que yo no conocía.

- Un hijo te da la oportunidad de saber lo bonito que es estar vivo - dijo en voz baja. Me limpié el polvo de las manos en la falda, con un gesto fastidiado. Comenzaba a aburrirme esa conversación y quería irme a casa.
- Pero no sólo los bebés. Hay muchas más cosas en el mundo.
- La mujer tiene un deber divino.
- Sí, claro. Ser feliz - contesté. Ella parpadeó.
- ¿Quién te enseña esas horribles ideas? - me sobresaltó su tono furioso. Los dientes apretados. Los ojos pequeños entrecerrados de pura cólera mal contenida.
- Nadie - me apresuré a responder.

No era exactamente la verdad. En casa, mi abuela insistía que cada mujer y cada hombre del mundo tenía la capacidad de crear y celebrar la esperanza en cada cosa que hacíamos. Desde las más pequeñas y discretas hasta las más serias y respetables, vivir era recordar constantemente que somos artífices de nuestro futuro, que construimos nuestra historia a diario, por todos los motivos y por todas las ideas. Que avanzar en nuestro camino cotidiano es una manera de celebrar la belleza y nuestra forma de ver el mundo. De soñar.

Pero por alguna razón que no tuve muy clara entonces, decidí que P. no entendería todas esas cosas. Que no las entendería esa tarde calurosa de un mayo olvidado, de pie en el salón de biología, con la luz polvorienta entrando por los ventanales. Que no lo comprendería con esa mirada que bizqueaba entre los resplandores del sol, con la respiración un poco jadeante. Había algo levemente desconcertante en ella, como si bajo la patina de rosas y encajes, una mujer muy dolorida intentara llegar a la superficie. El pensamiento me sorprendió. Me sobresaltó. Apreté los puños contra las caderas. De pronto, tuve una idea extraña, que no había tenido antes.

- ¿Usted tiene hijos?

No sé por qué pregunté eso. Sin duda, no debí haberlo hecho. Ella pareció sacudirse por el impacto de las palabras, retroceder con la mano apoyada en el pecho con un gesto melodramático, con la piel del rostro empapada en sudor. Pero más allá del gesto falso, había un dolor muy real. Una visión muy dura y angustiosa que me mostró a una mujer nueva y desconocida bajo la piel de la maestra aburrida y cursi que conocía.

- ¡Eres una niña grosera y desconsiderada! - me gritó. Un grito de verdad. No uno de sus susurros amables de labios color rosa. Esto era cólera, brotando a borbotones de la piel muy maquillada y la camiseta de un insoportable tono amarillo chillón - ¡Eres maleducada e insoportable!
- Pero...
- ¡Vete! ¡Y estás castigada! - se limpió el labio superior con el dorso de la mano. El maquillaje se le corrió y una mancha de color pálido le corrió por la mejilla. Toda ella parecía temblar y desplomarse, una imagen muy triste que me dolió muchisimo - ¡Vete a tu casa ya!

Me fui. Corrí como un vendaval por los pasillos del colegio, temblando de una sensación muy parecida a la amargura. Mi abuela me miró desconcertada cuando la alcancé en la puerta del colegio. Sacudí la cabeza, sobresaltada.

- Te cuento después - ella enarcó las cejas. Tomé una bocanada de aire - por favor.

Ssupiró. Me puso la mano en el hombro y echamos a caminar juntas, por la calle radiante de sol y polvo del verano eterno de Caracas.

***

Por supuesto, ya yo necesitaba que mi abuela viniera a buscarme cada día al colegio. Pero a mi me gustaba que lo hiciera. Casi siempre la caminata terminaba en una taza de café en cualquiera de sus restaurantes favoritos o en una de mis amadas librerías. Además, era el momento idóneo para conversar, debatir sus siempre interesantes e ideas o solamente quedarnos calladas de una manera como no podíamos hacer en casa. Eramos como dos amigas muy ancianas que disfrutaban de su mutua compañía.

El día que discutí con P. fuimos a la librería Suma de Sabana Grande, con distancia uno de mis lugares favoritos de Caracas. El viejo librero nos miró por encima de sus anteojos de pasta y nos saludo con un breve movimiento de cabeza. Luego volvió a sus listas de libros y cajas y nos olvidó, mientras caminábamos por la librería. Eramos viejas conocidas suyas, sobre todo abuela que visitaba la librería desde hacia muchos muchos años. Era uno de sus refugios, de sus lugares privados. Con el tiempo, se convirtió en uno de los mios también.

- Abuela ¿Tu crees que sólo a través de los hijos se pueda ser feliz? - le pregunté en voz baja. Mi abuela se detuvo y me dedicó una de sus miradas brillantes.
- Son gran parte de mi alegría. Pero lo que me hace feliz lo decido yo, nadie más.

Mi abuela era una gran madre. O a mi me lo parecía. Siempre sabía cuando escuchar, cuando aconsejar o cuando no hacerlo. Cuando abrazar o cuando hacer galletas. También sabía cuando sonreír, cuando ser severa. Era una madre de brazos abiertos, de corazón amable y sobre todo, esa sonrisa cálida suya que curaba y consolaba casi cualquier herida. Una bruja extraordinaria, una mujer amable y vivaz.

Así que me gustó escucharla decir eso. Me gustó la manera como admitió que mi madre y mis tios eran parte importante de su vida pero no toda su vida. Era esa mirada tan clara suya hacia la vida lo que siempre me sorprendía, me desconcertaba, me dejaba con muchas cosas que pensar. Tomé una novela de uno de los anaqueles y la sostuve con un gesto delicado.

- Al Faro, de Virginia Woolf, te va a gustar.
- Ya la leí.
- ¿Te gustó?
- No.
- ¿Esto es rebeldía?
- Más o menos.

Reímos en voz baja. Aguardó con la cabeza ladeada a que yo terminara de decirle lo que me preocupaba.

- Mi maestra de biología insiste a toda hora en que todas las niñas debemos estar agradecidas por poder ser mamás y que deberiamos querer serlo siempre - le expliqué por último - pero yo no...es decir, no es que...
- No te interesa mucho el tema - dijo. Me encogí de hombros y apreté el libro de Virginia - que sí me había gustado y mucho - contra el pecho.
- No lo sé. Nunca lo pienso.

Abuela asintió. Seguimos nuestro paseo por la librería. El bullicio de la avenida entraba por las puertas abiertas. Un mundo aparte, pensé. Un mundo más allá de los libros.

- Para muchas mujeres, la maternidad es obligatoria, no optativa - me dijo - es una herencia histórica. Por siglos la mujer sólo fue doncella, después madre y por último abuela. Y allí acababa el ciclo. Pero las mujeres siempre hemos aspirado a mucho más que eso. Sobre todo, a comprendernos más allá de nuestros hijos. Necesitamos hacerlo.

Pensé en P. que acunaba las muñecas de plastico, vestida de rosa. Y que no tenías hijos. Me pareció una idea muy triste y desgarradora, aunque me llevaba esfuerzos comprender por qué.

- Creo que para la Maestra P. tener hijos simboliza muchas cosas - intenté explicarle - es como si fuera su gran idea sobre lo bueno en la vida. Y más allá de eso...

Apreté los labios. Devolví a Virginia a su lugar. Me gustaba esa soledad atenta de la biblioteca. Ese silencio amable y cálido. Me permitía pensar con claridad.  Abuela aguardó, junto al anaquel donde se apiñaban las novelas históricas, esas que tanto disfrutábamos juntas. Sor Juana Inés me miraba desde la portada de un libro. Su rostro delicado de Camafeo, serio y preocupado. Ella había nacido en una época donde las mujeres no tenían la opción de escoger, de crear su propia vida. Una visión muy triste de la realidad.

- Ser madre debe ser una opción, jamás un requisito para celebrar tu vida - dijo mi abuela - un hijo merece que lo ames, no sostener tu propia personalidad y temores. Educas porque deseas expresar el infinito amor que te brinda un hijo enseñándole a ser libre, a buscar su propio camino. Eres madre porque es uno de los aspectos creacionistas de tu vida, no el único.

Abuela se quedó callada, con la mandibula apretada y los ojos muy abiertos, perdida en sus pensamientos. Pensé en todo lo que había leído en su Libro de las Sombras sobre la maternidad, la manera como sus ideas parecían haber evolucionado y crecido a medida que ser madre se convirtió para ella en una manera de construir ideas muy precisas y elaboradas. Para la brujería, ser Madre es una celebración de su capacidad para crear, nunca la capacidad de crear misma. Es una visión sobre todo lo que podemos aspirar, trascender. Una reafirmación de la libertad.

- Para muchas mujeres, ser madre se convierte en una obsesión, en un objetivo. Jamás en una aspiración - me dijo entonces - ¿Que necesitas para mirarte a ti misma más allá de tus límites? ¿Que aspiras encontrar en ellos? Hay una leyenda en Brujería que habla que la Diosa en una ocasión le extendió la copa de la vida y de la muerte a una sacerdotisa. "Bebe de ella, paladea su sabor, aspira a la esperanza". Le dijo. La Sacerdotisa bebió, convencida disfrutaría de grandes visiones, de conocimientos fabulosos. Pero despertó y soñó con un hijo que concebiría a no tardar. "¿Debo esperar que mi hijo me enseñe? preguntó a la noche. La Diosa desde la Luna sonrío. "Espera que crear te permita comprender el poder y la libertad de tu propio espíritu", le contestó.

Conocía la historia. Siempre me había gustado justamente porque me llevó años comprenderla. Sacudí la cabeza. Recordé a P., tan fascinada con los misterios de la biología y también de la religión.

- O sea que tener un hijo es un viaje del espíritu, una travesía de conocimiento, como lo concibe la Tradición de Brujería - dijo mi abuela - recuerda eso. Nada de lo que haces o crea debe ser una obligación, sino una celebración de la belleza.
- Y el conocimiento - completé. Abuela me hizo un guiño.
- Eso, siempre. Pero recuerda: cada espíritu desea aprender algo distinto. Ni tu verdad es la mia, ni la tuya la de los demás. De allí la libertad de crear.

Pensé en esa frase mientras me decidía a entrar al salón de Biología donde P. me esperaba para presumiblemente, decirme cual sería mi castigo. Ella estaba detrás del escritorio, rodeada de papeles y con gesto enfurruñado. No me miró cuando finalmente me obligué a entrar.

- Sientate - me pidió con su voz educada y calma. Le obedecí y me instalé en uno de los pupitres a su derecha - ¿Sabes por qué te castigaré?

Lo había pensado durante todo el fin de semana. Había analizado los motivos de su furia, de su angustia. Pero más allá de eso, la había comprendido mejor. O eso creía yo, al menos. Suspiré y la miré con gran franqueza a los ojos.

- Creo que le falté el respeto al preguntarle algo privado - le dije. Aunque sabía era una excusa muy frágil para su estallido de furia - y me disculpo.

Ella apretó los labios. Parecía cansada, abrumada, un poco dolorida. Parpadeó.

- No puedo tener hijos - dijo entonces. Lo dijo en un tono calmo, controlado. Me lo dijo como si yo fuera una adulta y no una niña en uniforme que la escuchaba desde un pupitre - me dolió recordarlo. Me pareció que había sido una crueldad tuya. Pero no creo que lo fuera.

No dije nada. En realidad, no sabía que decir a eso. Mi habito de preguntar nunca era cruel ni tampoco insidioso o al menos, yo no lo consideraba así. Lo hacía por mi necesidad de comprender, de unir piezas. Pensé que ella no entendería esa curiosidad mía o la tomaría simplemente como una impertinencia. Y quizás lo era, me dije mirandome las uñas mordisqueadas y rotas.

- La respeto mucho. Creo que usted es una buena maestra. Me gusta como enseña - le dije. Y era verdad: ella se sentía feliz de enseñar y eso para mi era importante, a pesar del rosa, los encajes y sus parrafas cursis - me gusta aprender con usted. Tiene paciencia, le da importancia a que entendamos las cosas que explica. Eso para mi es muy importante. Es fundamental.

Me gustaba esa palabra. Era fuerte y concisa. Y además, parecía resumir muchas cosas. La maestra P. me observó con los ojos muy abiertos, el rostro enrojecido de emoción.

- A mi no me importa si usted tiene hijos. O si no los tiene. A mi me importa es que usted es una maestra inteligente, que ama enseñar y quiere enseñarnos - continué - me agrada que disfrute de enseñar como otra forma de crear. Enseñar es como un  hijo para usted, uno muy querido y que cuida mucho. Eso es bonito.

No dijo nada. Yo tampoco. No quise mirarla, mientras el tiempo transcurría con lentitud, gota a gota. Me pregunté que sucedería a continuación, que me diría. Era un momento extraño: por primera vez en mi vida me sentía una mujer, más allá de mi niñez. Un espiritu inquieto tratando de mirar más allá de si misma.

- Tu castigo será leer conmigo dos capitulos del libro - dijo entonces. Cuando la miré, me pareció triste, cansada. Pero extrañamente, no exactamente angustiada o abrumada, como antes. Había algo plácido en ella, una cierta tranquilidad que me resultaba desconocida pero me gustó - te quedas aquí, lees y me haces preguntas. Eso es todo.

Sonreí. No sé porque lo hice y me pregunté si ella lo consideraría una forma de burla. Pero sonrío también: un gesto amplio y radiante que me conmovió casi hasta las lágrimas. Me apresuré a sacar mi libro para que no notara estaba a punto de llorar.

Pasarían muchos años para pudiera comprender la tristeza de P., su soledad a fragmentos. Para mirarla no desde la atolondrada inocencia de la infancia, sino desde esa perspectiva amable de la primera juventud. Y siempre me hizo sonreír esa tarde en que me sonrío, porque era su alumna, porque deseaba enseñarme y porque para ella, enseñar era una forma de trascendencia. Y la imagino, tantos años después, quizás una anciana atildada y de sonrisa amable, pensando en que crear y construir es algo más allá que un don biológico. Que puedes parir ideas y dar a la luz la esperanza. Es un pensamiento que me reconforta y que siempre me hace pensar que crear es un don de las estrellas. Una aspiración a las estrellas. Una manera de soñar.

C'est la vie.

1 comentarios:

nada dijo...

Tu relato me conmovio porque tuve un caso parecido, no soy muy de institnto maternal latente y una vez alguien me dijo que probablemente yo que no queria pudiera tener muchos bebes y alguien q los anhelaba con el alma no, que eso es parte de la injusticia biologica del mundo,
No creo que solo con bebes se cree vida, creo que una madre tambien es la que adopta, una madre tambien es la que enseña a otros sin que sean relacionados por sangre.

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