lunes, 30 de marzo de 2015

De los pequeños fragmentos cotidianos.



Mi pared de agradecimientos es un trozo de yeso rasposo, lleno de pequeños remaches de metal, madera y un poco de corcho de forma irregular. No tiene un aspecto hermoso — o al menos, no a primera vista — pero es probablemente uno de los lugares más significativos de mi casa. El lugar que no sólo me recuerda mis pequeños triunfos y logros, sino que además lo mucho que significan para mi. Y sorprende, todas las ocasiones en que olvidamos cada nuevo paso que construimos y el esfuerzo que nos llevó realizarlo, la manera como comprendemos nuestra vida — esa mezcla de escenas y pequeños momentos privados — e incluso, algo tan simple como nuestra opinión sobre el mundo. Quizás, una visión personal sobre lo que nos rodea y nuestra identidad.

Cuando colgué una de mis fotografías en un pequeño espacio junto a mi escritorio, no sabía que era el comienzo de un hábito, que con el transcurrir del tiempo, me ha demostrado el valor esencial de agradecer. Era una fotografía que me había llevado un buen tiempo llevar a cabo — y un considerable esfuerzo, además — y cuyo resultado, me sorprendió. Como todo fotógrafo, la mayoría de las veces tengo serias dudas sobre la calidad de mi trabajo, de manera que consideré un pequeño triunfo que finalmente una de mis imágenes me gustara. Me gustara de verdad. Pensé que sería una buena forma de recordarme a mi misma que cada esfuerzo tiene un sentido y sobre todo, una conclusión, satisfactoria o no. Miré la imagen en la pared vacía con una extraña sensación de triunfo, que no supe explicar muy bien. Me sentí agradecida de haber podido fotografiar la escena en particular — un pequeño detalle de un ángel de mármol que había descubierto en un viejo cementerio de mi ciudad, de dificil acceso y que además, consideramente peligroso — y la imagen — conservarla en papel — me pareció una pequeña celebración.

Lo siguiente que colgué, fue un artículo de periódico donde se hablaba de mi trabajo. Se trataba de una pequeña nota periodistica — apenas párrafo y medio — donde se mostraban alguna de mis fotografías en un períodico de mi país. Subrayé el par de líneas que me habían dedicado y pegué el artículo justo debajo de la imagen. Sonreí por el conjunto: una manera de mirar el fruto de mi trabajo durante los últimos meses. De pronto, tuve la impresión que el pequeño homenaje de colgarla en la pared, de mostrar mi satisfacción de manera muy visible era una forma de asumir el valor de mis decisiones y también, de mi punto de vista sobre el mundo. Que poético, pensé un poco avergonzada. ¿No será también un poco ególatra? me pregunté también. Por último decidí que se trataba solo de una manera de confiar en mi talento, en mis capacidades. Un reflejo sobre mi misma hecho a través de mis pequeños logros diarios.

Se volvió un hábito. Cuando logré conseguir una publicación a página entera de una de mis series fotográficas, lo colgué en la pared, bien visible y lleno de las notitas de felicitaciones y cariños que mis amigos y vecinos habían escrito sobre el papel. También incluí un correo impreso de uno de mis profesores universitarios, que me felicitaba por uno de mis artículos, publicado en una reconocido página web: el correo no era más que un párrafo conciso y casi escueto que sin embargo me emocionó hasta las lágrimas. Así que decidí que debía formar parte de mi colección de ese agradecimiento silencioso que la pared comenzaba a representar. También incluí una cariñosa nota de mi jefa, una fotografía instantánea de mi padre, el poema que un amigo me obsequio como cumpleaños, el Menu de una pequeña exposición en que participé. Pronto, la pared de Gracias se cubrió de todo tipo de ideas, expresiones, de imágenes, de pequeños símbolos de mi vida, de la forma como me comprendo y miro al mundo.

Al principio, no entendí muy bien porque lo hacia. En realidad, en más de un ocasión llegué a preguntarme a quién agradecía cada hecho y momento feliz de mi vida. ¿A una figura divina? ¿A quienes me rodeaban? ¿A mi misma? En realidad, no sabía bien que sentido tenía ese pequeño espacio de absoluta inocencia, repleto de historia a medio contar, pero si que me resultaba reconfortarte mirarlo, releer los pequeños mensajes del pasado, asumir que incluso los momentos más duros, hay un motivo para sonreír. Aún así, la pared de las Gracias, continuaba siendo un pequeño misterio en si mismo, una interrogante muy concreta sobre quien soy y la manera como me relaciono con la realidad. ¿A quién doy las gracias? y sobre todo ¿Por qué las doy?

— Todos tenemos una noción sobre el agradecimiento casi instintiva — me comentó Judi, cuando le hablé sobre el tema. Judi ha prácticado el budismo durante casi dos décadas y para ella, cada cosa que hacemos repercute y transforma lo que nos rodea en algo más — todos agradecemos, aunque no sepamos a quien ni por qué. Es una aspiración de brindar armonía y bienestar a nuestra mente y nuestro espíritu.
— Eso lo entiendo, pero lo que me suelo es preguntar ¿Cual es el motivo de agradecer sin saber a quien dirigimos esa emoción? — insistí — es una especie de devoción diaria, una pregunta profunda que no llega a encajar bien en ninguna parte. La religión te insiste debes agradecer a Dios, el positivismo que no debes absolutamente nada a nadie que no sea tu propia capacidad de construir. Pero aún continuamos elevando las manos al cielo y agradeciendo la luz del amanecer, o la emoción que te hace sonreír. Es una expresión del yo muy curiosa.
- Hablas de Gratitud — puntualizó Judi — que es el reconocimiento natural que tu vida está sostenida e intimimamente relacionada con todo lo que te rodea y te vincula al mundo. El agradecimiento es esa insistente sensación que aprecias y miras con felicidad lo que recibes. Es el sentido del crecimiento espiritual.

El pensamiento me sorprendió. Lo analicé mirando mi pared de Gracias, llena de todo tipo de pequeños recuerdos sobre la felicidad, el fruto del esfuerzo y momentos hermoso de mi vida. La imagen de un cielo azul, las palabras de un amigo, incluso una servilleta repleta de garabatos de una noche especialmente querida. Lo miré todo y sentí esa emoción informe, plena de sentirme conectada a cada momento, a cada día y cosa de la que podía sentirme agradecida, la que podía celebrar. Un sentimiento curioso y muy puro que seguía sin poder explicar.

Extendí la mano y tomé la polaroid que retrataba un cielo muy azul y radiante. Hace dos años, una de mis amigas más queridas sufrió un gravísimo accidente que la dejó sumida en un coma profundo por más de un mes. Durante casi cuarenta días, temí por su vida. De hecho, la mayor parte de ese tiempo creí podría perderla. Una sensación de pura incertidumbre que me hacia llorar de miedo. Finalmente y casi como un milagro que realmente nadie esperaba pudiera ocurrir, mi amiga despertó del coma y empezó a mejorar.

Recibí la noticia sobre su mejoría conduciendo por una avenida de mi ciudad. El cielo tenía un aspecto radiante y cristalino. Lo miré y los ojos se me llenaron de lágrimas. “Gracias” pensé, aunque no supiera a quién agradecía. “Gracias” pensé cuando tomé mi cámara y fotografié ese cielo luminoso, interminable. Cuando colgué la fotografía en la pared, sonreí con una emoción casi dolorosa: por la recuperación de mi amiga, por la sensación de prodigio que me embargó cuando supe la noticia de su recuperación, por el asombro que me provocó ese cielo nítido. Un símbolo de fe, quizás. Gracias, volvi a pensar acariciando la pequeña fotografía. Gracias, anónimo, sin nombre, sin verdadero destinatario. Gracias porque necesito creer en el poder de agradecer.

— Occidente olvidó el poder del agradecimiento — me comenta mi amigo José, antropólogo, cuando le hablo sobre mi pared de Gracias — la cultura Oriental es muy solícita y emocional. La célebre hospitalidad de los pueblos árabes, la lealtad cultural de ciertas culturas asiáticas, hablan sobre una manera de concebir el agradecimiento como una cuestión moral, una idea profundamente fuerte que provoca cambios concretos en la sociedad que la asimila. Para occidente, la idea es por completo distinta. Somos una cultura basada en el ego, la celebración de la individualidad y de la moralidad basada en la retribución. Te agradezco porque debo, no porque me siento emocional dispuesto.
— Es decir, agradezco como reacción — dije, tratando de entender. José se encogió de hombros.
— Agradecer como convención social, como una manera de saldar cuentas morales. No obstante, culturalmente el agradecimiento es una idea mucho más espiritual que pragmática.
— O debería serlo — comenté.
— Sería extraordinario si lo fuera — añadió José.

Mi amiga Adriana suele decir que la primera palabra que le enseñó a su hija Federica fue la más bella de todas: “Gracias”. Lo dice con orgullo, con una enorme inocencia, pero sobre todo, una profunda honestidad. Y es que Adriana, devota del poder de la bondad, de la compasión, de creer con sinceridad en las cualidades del espíritu, mira el agradecimiento de una manera esencialmente emotiva. Una forma de construir una opinión sobre cada hecho de nuestra vida basada en una complicidad diminuta, sutil pero por completo real, que nos une a todos, que nos brinda la oportunidad de interpretarnos como parte de algo mucho más grande y sentido que la realidad elemental. Y es que dar gracias, es quizás el instinto más desinteresado y elevado, la expresión más cercana a la inocencia pura en que nos miramos como parte de una misma idea. Gracias, por el hecho de asumir nuestra responsabilidad con quienes somos y quienes nos rodean. El agredecimiento como una forma de valor moral.

Todavía sigo sin saber a quien homenajea mi pared de Gracias. A quien elevo mis pequeñas suplicas y sonrisas en cada ocasión que incluyo una nueva escena de mi vida. Quizás, me digo mientras pego una fotografía donde mi madre me abraza cariñosamente, entre risas, sólo se trate de agradecerme a mi misma, al tiempo que vivo, a la vocación espiritual que creo a diario, la oportunidad de crear.

Una forma de soñar.

C’est la vie.

1 comentarios:

Yarim...styleandlife dijo...

Quizás lo relevante no es a quien agradezcas, quizás lo importante es el gesto de agradecer, todos los días a alguien por algo, DAR GRACIAS, es poderoso ...quizás el homenaje es a todos los que te hagan vivir, soñar y reír, desde el señor de la empanada hasta el último pensamiento de la noche!!!

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