jueves, 12 de marzo de 2015

La trágica y demente historia de la mujer que sólo existió cuando dejó de existir.





Hasta hace menos de una semana jamás había escuchado el nombre de Anna Allen y mucho menos de su trabajo como actriz en la televisión española. Sin embargo, desde hace varios días, su nombre no sólo se convirtió en Trending topic en su país sino que además, traspasó la fina línea entre la popularidad y el escándalo. De pronto, su nombre está en boca de todos, pero no, como supongo Anna lo habría deseado, sino como todos tememos. Y es que Anna se convirtió en el símbolo de lo que puede ocurrir cuando la obsesión por la imagen y el reconocimiento público traspasan los límites de lo que se asume comprensible y se extiende hasta el terreno desconcertante de lo extravagante. Porque Anna Allen, actriz y ahora comidilla de buena parte de los medios de su natal España, se ha convertido — supongo que muy a su pesar — en la metáfora de lo que puede ocurrir cuando los limites de la realidad y la fantasía se confunden en esa mezcla de lo imaginario y lo deseable que simboliza una red social. Esa zona gris que todos bordeamos peligrosamente casi a diario por obra y gracia de esa gran conversación virtual, anónima y brumosa que llamamos virtualidad.

En una vuelta de tuerca casi irónica, el escándalo publico que protagoniza Anna Allen es muy semejante a las historias que le llevaron al candelero de la crítica y el escarnio: la actriz básicamente se inventó — en el sentido más literal del termino — una vida como la que disfruta una auténtica celebrity de Hollywood, a partir de una serie de pequeñas mentiras mediáticas que fueron aumentando en importancia y gravedad hasta desembocar prácticamente en toda una carrera profesional ficticia. Hasta hace unas pocas semanas sus redes sociales incluían fotografías en compañía de reconocidos actrices y actores, entrevistas en cotizadas vistas, guiños a una lujosa cotidianidad que no sólo no es suya sino que parece recrear todo un mundo ficticio que la actriz construyó a su medida. Allen, hasta entonces conocida en su país por unos cuantos papeles menores en seriados televisivos locales, creó una visión sobre su vida por completo falsa, gracias a una serie de montajes torpes y de cuestionable calidad que distribuyó en sus redes sociales personales. Desde supuestas actuaciones en reconocidos shows americanos como The Big Bang Theory, White Collar hasta invitaciones a los premios Oscar, Allen construyó lo que parece ser toda un recorrido hacia un éxito ficticio que por supuesto, se sostuvo precariamente hasta que el engaño se vino abajo por su propio peso. Anna fue descubierta y arrojada al centro de todas las miradas, luego de la publicación de un artículo en La Otra Crónica de El Mundo que demostrara que cada una de sus fotografías y afirmaciones sobre su carrera profesional eran falsas. Desde entonces, Anna Allen desapareció no sólo de las noticias, sino que pareció hacerlo también de su propia vida. Desde que el diario publicara su reportaje, Allen virtualmente dejó de existir, tanto en sus redes sociales e incluso, de su vida cotidiana. Un gran silencio parece ser la única respuesta de la actriz al mundo que la cuestiona.

El comportamiento de Anna Allen se ha intentado comprender desde todo punto de vista: un análisis apresurado que atraviesa desde un posible trastorno psiquiátrico hasta pura necesidad profesional. No obstante, nadie parece tener una respuesta concreta para explicar, por qué una actriz joven y prometedora arriesgó su futuro profesionalidad y credibilidad con un método casi adolescente para recibir atención pública. Y sin embargo, su caso no es único y mucho menos excepcional: la industria del espectáculo y las artes parece el terreno perfecto para que situaciones semejantes — en diferentes graduaciones de importancia e impacto cultural — ocurran una y otra vez, ante un mundo fascinado no sólo por el hecho que alguien pueda engañarle sino con las motivaciones que pueden llevar a hacerlo.



La española Elena Arnao es una de las directoras de casting de mayor reconocimiento en España. Y fue ella, quien contrató por primera vez a Anna Allen para su primer papel como actriz en una telenovela local española. En su opinión, lo ocurrido con Allen no es otra cosa que un viejo hábito artístico, una visión distorsionada sobre la popularidad y el reconocimiento y sobre todo, un antiguo vicio en el mundo del espectáculo. “La noticia se ha inflado. En España no es tan habitual que los actores hagan esto, pero en Hollywood es muy frecuente. Aquí los intérpretes inflan en el currículum constantemente” insiste Arnao, para quién el escándalo alcanzó proporciones artificiales “yo misma me he encontrado a actores que en su historial ponían producciones de las que yo había hecho el reparto y en las que sabía perfectamente que no habían estado. Y a mí eso ya no me enfada. Me enternece. Si son o no buenos actores se demuestra en la prueba” añade con cierta practicidad. Aún así y a pesar de la reflexión objetiva de Arnao, lo ocurrido con Allen sigue no sólo desconcertando sino además, provocando toda una serie de cuestionamiento sobre la veracidad de la información que se consume a través de los medios de comunicación y no sólo eso, sino la frecuencia con que los medios se nutren de las redes sociales sin ningún tipo de método de verificación que permita verificar la imagen que se difunde.

¿Es lo ocurrido con Anna Allen una demostración de la fragilidad de la conexión y la interacción entre las redes sociales y los llamados medio de comunicación tradicionales? Hasta ahora, nadie se ha responsabilizado por el hecho que la información sobre Anna Allen no sólo resultó ser inexacta sino por completo falsa. Aún más, la gran mayoría de los medios de comunicación que no sólo celebraron las hazañas mediáticas de Allen sino que además fueron su plataforma prefirda de difusión, guardan un escrupuloso silencio con respecto a lo ocurrido. Cuando se analiza la situación es desconcertante, cuanto no directamente preocupante.

No es un caso único: en el año 1996, la modelo de portada de la revista Esquire fue una bella actriz que la revista llamó “la Nueva estrella en el firmamento Hollywoodense”. Allegra Colleman, rubia, hermosa y sobre todo, prometedora actriz, cumplía todos los tópicos de la actriz recién descubierta: inicios humildes, romance con una estrella (en este caso David Schwimmer, quien por entonces se encontraba en el tope de su popularidad) un prometedor papel con un reconocido director y otros tantos que admitian estar muy interesados en dirigirla. Un panorama que aseguraba el estrellato seguro, las puertas de la fama para esta actriz de reconocido talento que estaba a un paso de conquistar la meca del cine.

Sólo que, todo era falso.

Resultó que Allegra Colleman no era otra cosa que un personaje ficticio creado por la revista para demostrar la fragilidad de la información y sobre todo, la manera como lo que consideramos real forma parte de una interpretación brumosa de lo que consideramos real. La revista Esquire llevó a cabo el experimento social y lo hizo, con impecable y meticulosa dedicación: contrató a la actriz Ali Carter para interpretar a Allegra Colleman en la portada y publicó la información, con nombres y detalles específicos, con la convicción que no sólo no serían desmentidos — como de hecho, ocurrió — sino que serían tomados por ciertos por el sólo hecho de ser publicados por el tabloide, como también sucedió. A pesar que Allegra Colleman había sido inventada por la revista para su controversial Portada y que ninguna de sus credenciales o conexiones con el mundo del espectáculo era comprobable, la redacción de la revista no tardó en recibir llamadas de cazatalentos y agencias para interesarse sobre su carrera y logros. Nadie cuestionó la información y mucho menos, la contrastó. A los efectos del público, la ficticia Allegra Colleman existía.

Otro tanto ocurrió con Anna Allen. Durante más de un año, la actriz mostró toda una serie de fotografías, informaciones y noticias falsas de origen que los medios de comunicación no sólo asumieron por ciertas sino que difundieron sin la menor comprobación. Eso, a pesar de los burdos montajes plagados de errores fotográficos evidentes, de las entrevistas realizadas en Inglés con multitud de errores gramaticales. Durante una buena cantidad de tiempo, Allen no sólo dio declaraciones a quien quiso escucharla sobre su “meteórica” carrera sino que además, frecuentó programas de televisión, dio declaraciones sobre sus “triunfos” a quien quiso escucharla. Y la información rebotó y fue tomada por cierta por multitud de medios españoles. Aún más desconcertante resulta que la actriz celebró “encuentros” con actores con una numerosa base de fans españoles, la mayoría de los cuales, formaban parte de los 200 mil seguidores de Allen en sus redes sociales. ¿Qué ocurrió para que nadie contrastara la información? ¿Sospechara sobre su veracidad? la idea que subyace al fondo del planteamiento desconcierta, cuando no, preocupa por su gravedad.

No obstante, el mundo del espectáculo — acusado de frivolo y superficial — no es el único terreno en el cual la mentira mediática parece prosperar con relativa facilidad. En el año 2003, el diario estadounidense The New York Times (NYT) sufrió quizás el mayor revés de credibilidad cuando descubrió que Jayson Blair, uno de sus redactores estrellas, había plagiado, copiado, inventado, exagerado y falsificado muchos de sus artículos, algunos de ellos en portada, a lo largo de seis meses. La noticia provocó un escándalo mayúsculo y elevó el debate sobre la credibilidad de las fuente y el medio a nuevos niveles. El periódico se disculpó publicamente pero al parecer, el daño causado por Blair resultó mucho más cuantioso de lo que el periódico admitió para el momento: Blair, no sólo había engañado al periódico y sus lectores, sino que había demostrado que la prensa americana adolecía de toda una serie de fallas y problemas de inconsistencia que afectaban directamente la credibilidad de las historias y la información que difundían.

La historia de Jayson Blair sin duda parecía demostrar que no sólo el NYT sino el ambiente periodístico norteamericano, parece más inconsistente de lo saludable. Durante sus tres años como reportero, no sólo robó y manipuló información de artículos periodísticos firmados por otros autores, sino que inventó 36 de los 73 artículos publicados bajo su rubrica en el periódico. El escándalo y posterior despido del periodista no se hicieron esperar.

El caso recordó precedentes no menos preocupantes e igualmente: En el año 1981 el periódico Washington Post renunció al premio Pulitzer que había ganado en el año, al descubrir que su periodista estrella Janet Cook, había exagerado y falseado datos de un artículo sobre un niño drogadicto, que hizo a la redacción del rotativo merecedor del premio. Una y otra vez se repite el esquema de la información que se da por cierta, que se difunde y que más allá, se sostiene sobre sucesos poco contrastados o directamente, irreales que el medio y mucho el público, desmiente o desconfía.

En España, nadie parece entender muy bien como una actriz medianamente reconocida logró a engañar a buena parte de la prensa Nacional, conocida por su avidez y su agresividad al momento de lograr exclusivas. Por supuesto que, la mayoría insiste en que Allen logró triunfar a medias en su engaño porque en realidad a nadie le importaba. En una cultura hiperinformada y sobre todo, que se alimenta de la inmediatez, la noticia de Allen y sus correrías en el mundo del espectáculo era una más, una de tantas, que pasaron a engrosar la actualidad movediza del mundo moderno. Y es que Allen, trágica en su vulgaridad y sobre todo, precaria en su capacidad para el engaño es justamente noticia por haberse permitido ser descubierta. Nadie tiene el menor interés en sus motivaciones, métodos o que ocurrirá después. La noticia es su ingenuidad, su atolondrada osadía. Y es por ese motivo, que Anna Allen, consiguió lo que no logró a través de sus mentiras mediáticas: Hacerse la mujer más famosa de España. Al menos de momento.

Una paradoja que sin embargo es el mejor reflejo del mundo y su visión sobre la realidad, la fantasía y la brecha entre ambas ideas.

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