sábado, 12 de abril de 2014

La bruja inquieta y otros cuentos de sonrisas inocentes.






Cuando era niña, no me gustaba usar vestidos. Aunque no existiera una razón real, detestaba las faldas con esa impertinencia de mis diez descreídos años. Tal vez se debía a que eran años de travesuras, de encaramarme en el árbol de mango de mi abuela, de montar bicicleta por la calle frente a mi casa, de las tardes de piernas cruzadas bajo la sombra con un libro apoyado en las rodillas. Y el vestido, con su feminidad y delicadeza, no parecía estar hecho para esas cosas, para la alegría del grito, para el sudor que caia por la cara en ese sol radiante y luminoso de una Caracas olvidada. Eran tiempo de pantalones, rotos, llenos de manchas de pintura y tinta, con los dedos bien marcados sobre la tela en chorretones olorosos a mermeladas y caramelo. Tiempos de risa y de desparpajo que poco o nada tenían que ver con la elegancia y belleza.

O así lo veía yo al menos. Con las rodillas llenas de rasguños y las espinillas siempre llena de raspones, me sentía profundamente triste cuando debía vestir el uniforme de colegio: la blusa blanca impecable y el Junper azul marino, justo sobre la rodilla que de alguna forma, me arrebataba los días de sol, el sabor de las palabras, las risas y la sensación de libertad. Mi abuela siempre reía al verme tan enfurruñada, casi entristecida mientras caminábamos hacia la escuela.

- ¡Es que no me gusta! - me quejaba, con los puñitos apretados contra los costados. Me sentía desnuda, descubierta, fragil, Como si el vestido me hiciera otra niña, mostrara algo de mi que me provocaba una profunda incomodidad - es como si debería llevar la cara de alguien más, como si...no fuera yo misma cuando llevo el uniforme.

Mi abuela solía escucharme con una sonrisa casi amable. Me besaba en la frente y me dejaba en la puerta de la escuela, furiosa e intranquila. Y los días parecían ser más largos, mientras la falda escapaba de mi control, dejarme a ciegas y tropezando con una feminidad desconocida, que nada tenía que ver conmigo, con esa energía inquieta y casi inocente mía. Porque el asunto del vestido no se limitaba solo al uniforme impecable, bien planchado, que mostraba un cierto orden que a mi me costaba entender, sino además una forma de ver el mundo - y a mi misma - que no comprendía. Había mucho de una elegancia asimilada que yo no entendía bien y no podía imitar, aunque lo intentaba. Me sentía ridícula, desmañada, torpe, en mis intentos de controlar la falda que volaba sobre mis rodillas, ese ligero movimiento casi vaporoso que poco o nada tenía que ver con mis torpeza natural, con esa curiosidad mía que me hacía subirme a los árboles, trepar anaqueles para rozar con los dedos el último libro de la estantería, rodar por el suelo para mirar las cosas desde otra perspectiva. Con cierta sorpresa y algo de envidia - todo hay que reconocerlo - miraba a mis compañeras de clase, impecables y tan radiantes, llevando el vestido con una gracia dulce que yo sabía, jamás podría imitar. En más de una ocasión, me pregunté que había de mal en mi, que no sentía esa tranquila serenidad que en las otras niñas era natural. O así me lo parecía. Cuando se lo pregunté a G. mi amiga por entonces, me miró con los ojos muy abiertos y asombrados.

- ¿Qué por qué llevó vestido?
- Sí ¿Te gustan? ¿Lo haces por qué te lo dice tu mamá? ¿O...?
- Es de chicas llevar vestido - me dijo como si tal cosa, como si fuera algo sabido, una idea universal que le desconcertaba yo no comprendiera a la primera - es de muchachas finas, sentarse con delicadeza, cuidando que nada se te vea cuando te sientas, que parezcas bella y linda siempre.

Dijo todo esto mostrándome con gestos lo que ella indudablemente creía era elegancia femenina: sentada, dobló las manos muy rígidas sobre la falda y la sostuvo apretada, mientras con las piernas cruzadas intentaba  mantenerse derecha y erguida. La postura no me pareció ni bella ni sencilla, pero la imité. A G. le causó gracia que me llevara tanto esfuerzo.

- Mira, es así - me tomó de las muñecas, me obligó a cruzarlas. Las rodillas juntas en la misma dirección. La cabeza levantada, la barbilla levantada. Me sentía una muñeca torpe y rota - ¿Lo ves? Esto es bonito, así deben ser siempre las niñas.

La idea me aterrorizó. Me pasé el día intentando imitar la pose sin lograrlo y más de una vez, capté las miradas burlonas y las risitas del resto de mis compañeras de clase que observaban mis intentos. De manera que desistí y me senté de nuevo a mi manera, con las piernas estiradas, la falda arremolinada de cualquier manera, las manos libres para sostener el libro favorito. Pero igualmente me sentía cansada, triste, levemente desconcertada. ¿Que había de mal en mi?

Mi abuela me dedicó una mirada desconcertada mientras almorzábamos, unas horas más tardes. No dijo nada, mientras yo me frotaba las mejillas, confusa y fastidiada. Finalmente dejé escapar un jadeo de tristeza y me encogí de hombros, aplastada por los pensamientos que me habían atormentado durante toda la tarde.

- Abuela, nunca seré una niña bonita - le dije, con ese tono dramático que los niños reservan para los momentos más angustiosos. Mi abuela apretó los labios - supongo que para no reir - y aguardó - no puedo ser como las demás niñas, no soy elegante, ni tampoco delicada. Soy...soy un desastre.

Esa palabra me gustaba. La había aprendido hacía poco en un libro e invocaba para mi, paisajes tormentoso, llenos de árboles retorcidos y tierra seca. Me lo imaginaba como un lugar donde lo bello no podía llegar y tal vez por ese motivo, la escogí para describirme, con mis rodillas llenas de rasguños, las uñas cortas y sucias, el cabello despeinado.

- ¿Por qué piensas eso? - preguntó abuela. Seguía haciendo esfuerzos para no reír. Yo habría reído a carcajadas. Pero ella no lo hizo, como exquisita abuela y bruja que era.

- ¡Porque no puedo usar vestidos! no me quedan bonitos, ni los uso como las otras niñas - me quejé - se me ven las rodillas rotas, y cuando me siento, no cruzo las piernas ni hago nada de esas cosas. ¡No me gustan! Y eso quiere decir que nunca seré una muchacha bonita.

Mi abuela espero que dijera todo lo que tenía que decir. Me sirvió otro vaso de merengada de fresa y espero a que me lo tomara, muy contrita y angustiada por lo que a mi me parecía el dilema más grande del mundo. Cuando terminé el vaso con jugo, me hizo uno de sus gestos cariñosos.

- Ven, te mostraré que los vestidos y los pantalones solo son maneras de mirarte.

No entendí que quería decir pero la seguí. Me llevó a su habitación. La miré rebuscar en uno de los cajones de su encimera, mientras yo aguardaba sentada en mi cama, mirando a mi alrededor. La habitación de mis abuelos me encantaba, por esas razones que a todos nos gustan los lugares desconocidos: tenía enormes ventanas de madera que daban hacia el jardín y el Ávila verde, muebles de madera muy viejos, y también muchos libros. Había libros en la peinadora desordenada, libros en la mesita de noche. Libros apilados de cualquier forma en las esquinas. Libros abiertos en el escritorio. Libros tímidos escondidos en las esquinas. Todos me miraron con curiosidad mientras mi abuela revolvía sus ropas hasta que encontró lo que buscaba. Se sentó a mi lado y me puso sobre las rodillas un paquete de papel de color verde bien envuelto.

- ¿Y esto que es? - pregunté. Mi abuela me hizo un gesto amable.
- Ábrelo.

Lo hice. Rasgué el papel con cuidado aunque sabia que a mi abuela no le importaría si lo rompía. Dentro del paquete, me encontré con unas cuantas bolitas de naftalina...y un vestido. O lo que me pareció era un vestido blanco, con puntadas a la cintura y mangas largas. Lo miré con desconfianza.

- ¿Y esto que es? - pregunté. Abuela lo tomó, lo levantó y lo sacudió para que lo viera bien. Las bolitas de naftalina volaron alrededor de la habitación, como pequeños resplandores blancos.
- Mi vestido de consagración.

Entonces si que miré con atención la pieza de ropa. Era blanca, de una tela fuerte - después me enteraría era lino - y con aspecto venerable. Pero era hermoso: con sus mangas largas y su puntadas en la cintura. Un vestido bonito, elegante...y si, delicado que yo me pregunté como se me vería puesto. Por aquel entonces no sabía si mi abuela me permitiría ser bruja - no me atrevía a preguntarle - pero ese vestido simbolizaba todo lo que yo quería ser y lo que parecía mágico y hermoso de la casa.

- Este vestido fue la primera ropa que cosí nunca - me explicó. Lo tendió sobre la cama, lo acarició con los dedos - está mal cosido, lleno de puntadas dobles. Está mal cortado, las mangas no coinciden. Pero es mi vestido, el que representa el día en que acepté mis creencias, me miré en ellas. Es parte de mi historia.

Con dedos tímidos, palpé la tela. Tenía un tacto rugoso y duro, como si la tela tuviera mucho tiempo esperando que alguien la usara y no se atreviera a moverse. Mi abuela tenía razón: la tela estaba muy mal cortada - yo, que no sabía nada de costura, lo noté - y las puntadas de hilo blanco parecían irregulares y sin sentido. Pero a mi me pareció bello, exquisito. Por todo lo que simbolizaba, por cada cosa bonita que debía significar para mi abuela. Sonreí.

- Cada pieza de ropa que llevas, cuenta un poco de tu historia, de quien eres y probablemente de quien serás - me dijo - incluso algo tan simple como un uniforme escolar, forma parte de quien eres día a día, de la persona que está creciendo. No importa si es un hermoso vestido o son un par de bellos pantalones, la ropa es una manera de mirarte, de analizarte, de comprenderte como una obra de arte. Desde el largo de la falda, hasta la camisa blanca, eres tu, diciéndole al mundo que la falda a la rodilla te fastidia, la camisa blanca te gusta porque está limpia y que el azul del junper te hace ser parte de un colegio y su historia. No es nada tan sencillo, pero tampoco, tan difícil de mirar. La ropa una de las muchas partes de tu historia.

Me contó que de niña, odiaba también los vestidos, hasta que la bisabuela F., le había enseñado a coser. Desde entonces, usaba vestidos que le gustaban, que se parecían a los suyos, que era parte de lo que llamó "su visión creativa", algo que no entendí muy bien pero que estuve segura, era esa sensación plena que me llenaba al leer. Nunca había visto las cosas de esa manera, jamás las había comprendido así. Y me gustó pensarlas así, la ropa como pequeños secretos. Acaricié el vestido y de nuevo quise preguntarle a mi abuela si alguna vez yo lo llevaría.  No lo hice tampoco esta vez, asustada y avergonzada.

Ese día, cuando mi abuela me dejó el uniforme limpio que llevaría al día siguiente en la cama, lo miré sin tanto temor e incomodidad. Miré el vestido azul marido, la blusa blanca, como si hablaran de la niña que quería estudiar, que a pesar de todo, le gustaban las clases, la oportunidad de aprender. Lo acaricié con la punta de los dedos, imaginando que lo llevaría años después y que crecería conmigo, en conocimiento y en mi capacidad para entender. Otra piel, me dije y el pensamiento fue extraño y desconcertante, pero correcto. Otra forma de comprenderme más allá de mi rostro y mi propia manera de crear.

No diré que a partir de entonces disfruté llevando uniforme, mucho menos falda. Pero sí, que de vez en cuando, en medio de la incomodidad de tirar de la tela para cubrirme las rodillas, y sentarme con las piernas cruzadas sin cuidar a donde caía la tela, sonreía. Con esa complicidad del quien sabe a donde va, o al menos lo imagina. Con la inocencia de quien cree lo que construye y quien sabe, recorre un camino que le llevará más allá de lo que imagina. Y aún, los días donde el vestido pareció dejarme encerrada, apretada y escondida en medio de la tela, supe que había algo que decir y que contar, llevándolo. Una historia personal que comprender.

Muchos más años más tarde, mientras me enfundaba en mi vestido de consagración, esperando que mi abuela y mis tias me ayudaran a anudar cada listón y tela, sonreí recordando esa tarde en la habitación de mi abuela. Todo lo que simbolizó, a pesar de ser un momento entre los cientos de momentos que vendrían después. Un renacimiento. Una flor que nace en la sabiduría. Un fragmento de fe. Un camino nuevo a punto de recorrer.  Pero esa es otra historia que contaré en su oportunidad.

C'est la vie.

2 comentarios:

Dianela Padrón Loggiodice dijo...

Mi historia recuerda mi terror y odio por las medias panty.. Las dañaba y al abrir mi gaveta se reproducían. O.o

Dianela Padrón Loggiodice dijo...

Mi historia me recuerda el terror y odio que tenía por las medias panty, las dañaba y en mi gaveta se reproducían.

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