miércoles, 30 de abril de 2014

La bruja que miraba las páginas abiertas de un libro y otras historias de sonrisas.






El cementerio le pareció desolador, aunque no precisamente triste. Era un lugar apacible, con sus cruces torcidas y las piedras rodeándolo, como pequeños deudos silenciosos. La muchacha miró el paisaje, con el libro entre las manos y creyó encontrar el lugar que había buscado durante tanto tiempo y que le permitiría escapar del dolor, del trasiego de las cosas normales, de la tristeza....

Parpadeé. La imagen había sido tan clara en mi mente, que por un momento, no me encontraba en la cocina radiante de mi abuela, sino en ese paraje de pesadilla que describía mi abuela, rodeada de hierba muerta y con la silueta de tres cruces torcidas levantándose a la distancia. Sonreí, mientras continuaba escuchando la historia de la muchacha que huía de la severidad de sus padres entre las páginas de un libro y como había encontrado el cementerio más triste y solitario del mundo. Escuché el rumor del viento en las palabras de mi abuela, la manera como el paisaje parecía surgir del génesis mismo de sus palabras y me asombró su poder.

Desde niña, me acostumbré a escuchar las historias que se contaban en la cocina de mi abuela. Incluso antes de entenderlas completamente, era un público cautivo de la costumbre de narrar en voz altas pequeñas narraciones, que no solo formaban parte de la tradición de Brujería, sino incluso de la imaginaria popular. Era un deleite, quedarme sentada muy quieta, mientras las palabras me elevaban, me envolvían para llevarme a un lugar lejano, extraordinario, donde podía ocurrir cualquier cosa. Con los ojos muy abiertos y mi taza de café en la mano - siempre con leche y muy diluido en honor a mis pocos años - veía con claridad los lugares y personas que mi abuela y tias contaban, que describían con tanto detalles como si realmente existieran. Y quizás era así sin duda: Por un momento el velo entre la realidad y la fantasía se descorría para construir algo más sustancioso, real y hermoso. Un mundo donde los matices de las cosas, parecían transformarse en algo bello y dúctil, que luego podría atesorar. Una puerta abierta en mi imaginación.

Con el transcurrir de los años, me enteraría que la costumbre de contar historias ha formado parte de la Tradición de Brujería por siglos. Una manera no solo de transmitir conocimientos, sino de construir una nueva dimensión de cada una de las historias que la creencia conserva. La idea me parecía fascinante y cuando le pregunté a mi abuela de donde provenía, sonrío, como si pudiera comprender mi curiosidad, ese entusiasmo mio por un habito que parecía unir generaciones de hombres y mujeres en un hilo de imágenes y sueños. Una versión de la realidad que se construía pedazo a pedazo, sueño a sueño, palabra tras palabras.

- El conocimiento se ha transmitido por vía Oral desde las primeras culturas primitivas - me explicó, sentadas juntas compartiendo el olor lozano del Romero que hervía en el puchero y el de la Caracas en pleno Verano, derramándose por la ventana abierta - primero de padres a hijos, después de maestros a pupilos. En realidad, la palabra fue la primera forma de conocimiento, la piedra ángular de toda tradición y visión posterior sobre el tiempo y quienes somos.
- Pero antes la gente no escribía - pregunté. Recordé las imágenes sobre los simbolos rupestres que llenaban Europa y me pregunté si eran parte de esa noción de contar nuestra propia historia que parece parte del espíritu humano.
- No, pero si recordaba - respondió abuela - la memoria colectiva fue la primera forma de conocimiento. Y también de sabiduría. Para muchas tribus, el conocimiento que se heredaba, se conservaba y se asumia como parte de la identidad de los miembros de la familia y de la Aldea, era sagrado porque consagraba la palabra a contener todo conocimiento y acontecimiento de la historia que todos compartian. Era un momento supremo, de profunda belleza, cuando todos los miembros de la aldea se sentaban alrededor del fuego para escuchar las viejas historias. Un renacimiento, una experiencia colectiva que creaba una identidad sobre quienes eran y de donde provenían.

Imaginé la escena con tanta claridad que me hizo sentir escalofríos de asombro: las familias y amigos sentados alrededor de un fuego muy alto y brillante. Iban desnudos, o quizás, solo tocados por los ornamentos ceremoniales. Y todos, escuchaban con atención las palabras del viejo sabio. O la mujer, me dije a mi misma con una sonrisa. Ambos, sentados uno junto al otro: ella muy vieja y con el cabello blanco cayéndole sobre los hombros, el con el rostro lleno de arrugas. Las palabras fluyendo en figuras, recuerdos, mitos, pequeños fragmentos de miedo y asombro. Todos unidos por una linea incadescentes de conocimientos que se transmitía de generación en generación.

- ¿Y en la brujería es parecido? - pregunté. Me entusiasmaba el tema. Desde mi niñez, había disfrutado siempre de las veladas de escuchar historias, pero una vez que había comenzado a aprender los rudimentos del viejo arte, la narración oral se había convertido en algo más, en una expresión profundamente sentida de mis creencias. Me gustaba escuchar los cánticos, que hablaban sobre la Luna y el Sol y que celebraban los rituales que llevábamos a cabo. O las historias sobre héroes y mitos tan antiguos que parecían confundirse unos a otros, mezclarse para crear algo mucho más esencial y hermoso. Una historia cien veces contada, una idea tan profundamente espiritual, delineada con cuidado por cientos de voces, por todos los recuerdos que creaban y se sujetaban unos a otros para existir en un único instante, en una extraordinaria visión del ahora.

- La historia de la Brujería es la historia del conocimiento, de la curiosidad y el poder del espiritu humano - dijo mi tia L. cuando me escuchó comentar sobre el tema. Como artista, para ella la brujería era un testigo del arte de creer y construir visiones de la realidad a través de la fe. Un bello concepto que siempre me pareció asombroso - Puedes llamarle brujería, o simplemente esa necesidad natural que todos tenemos de creer en nuestra visión del mundo, en la Tierra que nos sostiene, en la historia que compartimos. La Tradición Oral es parte de esa insistencia en recurrir una y otra vez a esa palabra Universal para contar la misma historia.

Tal vez por esa interpretación suya sobre la fe y la devoción, era que sus esculturas siempre eran mujeres sin rostro, primitivas y muy bellas. Tia L. en realidad no era mi tia, sino una de las amigas más queridas de mi madre y la admiré siempre por su necesidad de buscar sus propias ideas y definiciones. Era una rebelde nata, como se definía con frecuencia, pero sobre todo, una libre pensadora, una mujer capaz de asumir el valor de su propia visión de la verdad y del cuestionamiento individual. Y sus pequeñas obras de arte - siempre mujeres de cuellos largos, cuerpos voluptuosos, cabellos largos - era un simbolo de algo mucho más profundo y esencial: el origen de su fe en el mundo de las ideas, quizás.

- Todos queremos ser recordados - dijo. Su taller tenía una enorme ventana desde donde podía verse el paisaje de una Caracas desconocida, una ciudad muda, hija de la montaña y de la Tierra. Era un buen lugar para pensar y soñar - Todos queremos ser parte de una historia más grande que la nuestra, que nos sobrepase, que forme un ideario lleno de cada fragmento del yo iniciático que forma parte de nuestra identidad. Y las creencias, forman parte de esa necesidad. La brujería resumió esa fe devota de pueblos enteros por la naturaleza desconocida, por las montañas furiosas, por la lluvia violenta. Por el silencio plácido del viento. Les brindó rostro, un sentido. Las conservó para el futuro, las instauró como parte de la memoria popular.

Pero ¿Era tan simple? me pregunté pensando en sus palabras. ¿Una aspiración de trascendencia? pensé en lo que me hacia sentir las narraciones que contaba mi abuela y mis tias, en la manera como sentía un emoción genuina al conectarme y comprender de la memoria que se divulga. Mi tia E. asintió escuchándome, mientras cosia con dedos hábiles en su lugar favorito de la casa.

- Puede ser, pero también es una feroz necesidad de crear - dijo - no todo es tan simple como un vinculo entre lo absurdo y nuestra necesidad de brindarle orden. Hay algo más elemental, una visión profunda que nace de la Tierra, de esa memoria poderosa que te pertenece a ti y a mi. Que se crea, se construye, se entremezcla, se asume, se eleva, se individualiza. Somos, parte del mundo pero también de nuestra mente. Y la Tradición Oral nos lo demuestra.

Sonreí. Y pensé en los rituales de Luna Llena, donde abuela cantaba en voz alta, contando historias, como quizás lo había hecho en el pasado miles de mujeres. Quizás con las mismas palabras u otras muy parecidas, con el poder iniciático de soñar, de asumir la fuerza de esta Tierra fértil que nuestro espiritu, de la fe que ese expresa en la imaginación.

Y son palabras, claro, para soñar, para encontrar significado. Palabras que construyen las historias, que asumen un peso profundamente significativo en esas pequeñas tradiciones, que se llevan entre los dedos, en las manos que se abren al futuro. En los ojos cerrados de la mujer que baila bajo la Luz de la Luna, de la que grita su nombre al mar.

Imaginé entonces eras enteras donde las palabras unieron a madres e hijas, esposos y esposas, cada hilo diminuto que se entretejió hacia el futuro, que se elevó por encima de las tristezas, de las lágrimas, de lo finito, de lo que se pierde y está destinado a morir. Porque la historia brilló muy alta  y siguió su camino, en el fuego de la tribu, en el silencio de la sala de la vieja casa, en el claro del bosque. Y allí y allá, en medio del silencio de la noche, encontró voces que repitieran su nombre, la magia de creer y confiar.

La muchacha continuó visitando el cementerio una y otra vez, aunque sabía que los espíritus la escuchaban atentos. Pero no sentía temor, sino asombro, por esas miradas invisibles, por sus canciones enredadas en el viento. Regresó muchas veces,  con un libro entre las manos, para leer en voz altas las palabras que no quería olvidar. 

Como siempre al final de una historias de mi abuela, los ojos se me llenaron de lágrimas de emoción. Magia pura, pensó la niña de once años que fui, que celebró la historia que ahora le pertenecía que recordaría muchos años después. Magia pura, piensa la mujer en que me convertí, mientras escribe esto, recordando para obsequiar una herencia de palabra y sonrisa a quien pueda leerme, a los nuevos hijos del Sol y de la Luna, a quienes como yo, confian en esa pequeña magia de sonreír.

C'est la vie.

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