lunes, 28 de abril de 2014

El arte y la metáfora: La fractura histórica y el temor a la verdad.





De jovencita, tenía el "pelo malo" o al menos ese era mi temor. Mi melena rizada, abundante y desordenada, se resistía a cualquier intento de domarla y eso me hacía sentir curiosamente angustiada, como si el hecho de no disfrutar del cabello liso y sedoso que se suponía debía tener, fuera un defecto preocupante. Y lo era: a mis jóvenes diez años, mi aspecto físico me importaba lo suficiente como para que me hirieran las criticas, como para que me abrumara esa sensación de ser "inadecuada". Me recuerdo pálida y entristecida, en una escena que parece haberse repetido muchas veces, pasándome el cepillo por el cabello, luchando con mis rizos de la mejor manera de podía. El tirón casi doloroso, cepillada tras cepillada,  la frustrante sensación de mirarme en el espejo y no encontrar en el reflejo, lo que deseo, lo que necesito, lo que aspiro. Y las lágrimas, que amargas.  En la niñez, todos los pequeños dilemas parecen dolorosos y enormes, profundamente desconcertantes.

Pensé en esa escena de mi niñez mientras veía la película "Pelo Malo" película de la directora Venezolana Mariana Rondón y que utiliza con gran acierto esa simbología de la presión estética,  para crear un discurso sobre la tolerancia, el prejuicio y el odio a lo diferente con profunda inteligencia. Y es que no se trata ya, de la discusión sobre la apariencia física, ese planteamiento superficial que en Venezuela parece tener un peso especifico y una ideal social propia, sino algo mucho más esencial y duro. Esa sociedad que aplasta y que destruye esa identidad  personalisima a través de toda una serie de agresiones minimas que parecen formar parte, ya no de la sociedad como emblema, sino de la cultura como esencia. Ese desconocimiento de la individualidad en beneficio de una visión anónima de la sociedad.

Porque Venezuela es un país prejuicioso, eso nadie lo duda. Y no es data reciente, el prejuicio en Venezuela es una idea asimilada, que forma parte de esa otra visión del país como un todo que se construye a pedazos prestados de cultura y opinión. En una ocasión escuché que somos una copia muy barata de la cultura Europea y una muy simplificada de la americana, un híbrido entre dos tendencias contradictorias que nunca terminamos de asimilar lo suficiente. O quizás algo más: una urbe incompleta, con bordes apenas construidos, sin verdadera definición. Un retrato envejecido del país que pudo ser y no fue.

- Venezuela aún vive los coletazos del Boom petrolero, una especie de grieta insalvable entre el país que comenzaba a florecer y que no pudo continuar. Un abrupto retroceso en mitad de una experiencia social fallida y algo más grave - me dice Carlos (no es su nombre real) articulista en una revista colombiana y gran observador de la realidad latinoamericana. Carlos emigró del país hace casi doce años y aún así, su interés por la circunstancia Venezuela, como llama a todas las vicisitudes del país real, continúa siendo el suficiente como para analizarlo largamente.
- ¿Una especie de proyecto de país incompleto? - pregunto. Desde la pequeña pantalla del Skype, Carlos sacude la cabeza, entristecido.
- Ese es el problema. Venezuela nunca ha sido un proyecto. Venezuela es una casualidad mal estructurada, una improvisación perpetua. Un experimento sin sentido. En Venezuela, nadie que ha llegado al poder ha creído en la necesidad de un plan Nacional, de una propuesta firme. Venezuela es el otro lugar, el escondido, el tenue, el desconcertado. Un país que no tiene identidad.

Parpadeo, recordando la conversación con tanta claridad que me deja la misma sensación amarga de la primera vez que la sostuve. La película de Mariana Rondón avanza con lentitud y delicadeza, muestra un país aterrado, disminuido entre rejas. El país del temor, el país claustrofóbico donde nadie está seguro. La trama avanza lentamente, mostrando desde el niño del "pelo malo" que desea fervientemente tenerlo liso. Una imagen pequeña, minima, de un país en desastre. Pero más allá de él, la película muestra esa sociedad paranoica, de espacios reducidos, el temor en todas partes. Las grandes rejas cierran los lugares y las formas. Y el niño lo mira todo, con los ojos abiertos, asombrados, inquietos. El niño que se mira así mismo como un símbolo, como el rostro reconocible de esa Venezuela invisible que se ignora, que muchas veces pasa desapercibida. Pero es tan real. La Venezuela cautiva.

En el edificio donde vivo, se debatió por años colocar una reja de seguridad doble en puertas y el muro exterior. Nadie lo consideraba necesario...hasta que los sucesivos asaltos y finalmente una balacera inesperada, obligó a los vecinos a aceptar la idea a regañadientes. Los bellos jardines exteriores y el muro de la fachada, que durante años fue una especie de pequeño símbolo de la ciudad posible con sus murales y rocas desnudas, se transformó en un intricado paisaje de rejas negras. Un hilo de metal que cierra cada milimetro, que brinda seguridad a cambio de una curiosa sensación de desamparo. El día en que todas las rejas estuvieron en su lugar, las miré en silencio, con una ligera sensación de miedo, de vulnerabilidad. Porque las rejas pueden intentar protegerme del peligro que me espera en la calle, de esa violencia caraqueña que se inflige a ciegas. Pero también me deja encerrada en un territorio mínimo, irrespirable. Recuerdo haber pensado que había perdido un fragmento de belleza, en medio de la ciudad cada vez más árida y violenta.

En "Pelo Malo", la directora Mariana Rondón mira a esa Venezuela aterrorizada con un ojo implacable. Dibuja imagen tras imagen, una visión de país resignado, cansado, fragmentado en el miedo, esa violencia sutil que a pesar de no mostrarse de manera concreta, reconstruye la realidad del temor, de esa inocencia que termina rota en trozos irrecuperables. El sonido de los disparos, esa visión de la Caracas detenida en el tiempo, una especie de recuerdo borroso de la ciudad que pudo haber sido. Una metáfora cruda de un país en agonia.

Uno de mis profesores Universitarios, insistía en que la Caracas actual, es el reflejo de la ciudad que casi llegó a ser. Una idea dolorosa, si se construye desde la visión Urbanistica: Caracas adolece de una interpretación arquitectónica viable. Con sus calles desordenadas, sus laderas cubiertas de construcciones caóticas y esa visión de si misma anarquica, la ciudad es el rostro de la Venezuela improvisada, la espontánea, la que carece de un simple objetivo. La sensación parece acentuarse con el transcurrir de las década, mientras la pobreza, el abandono, la lenta marea del descuido transforman a Caracas en otra cosa, en una compleja visión del temor ciudadano, de esa planteamiento del país que continúa sin tener verdadero sentido.

- Caracas fue la primera de disfrutar de los petrodolares - me cuenta José (es su nombre real), quien se llama así mismo "Crónista de Caracas". En realidad, José vende periodicos en una esquina céntrica del Casco histórico de la ciudad y tiene una visión privilegiada del ahora discontinuo y espontáneo del día a día en sus calles - Perez Jimenez decidió que la solución para la crisis de la pobreza eran bloques. Bloques enormes, multifamiliares y que pudieran crear un clima de ciudad moderna.

Habla, por supuesto, de los Bloques del 23 de Enero y de otras tantas "soluciones habitacionales" que de alguna manera u otra, transformaron el rostro del país a mediado de los años 50 y 60. Una reconstrucción eficiente de esa Venezuela rural. El dictador Marcos Perez Jimenez parecía obsesionado con la idea de utilizar la ingente renta petrolera para disimular la represión y el miedo con belleza Urbana. Y lo hizo: llenó la ciudad de nuevas y modernas edificaciones, de autopistas y vías alternas que brindó a Caracas un renacimiento en mitad del terror de las calles desiertas y de los medios de comunicación censurados. Quizás por ese motivo, sea tan inquietante que esa visión de la Caracas como posibilidad se desmoronara en esa reinterpretación agresiva y sangrienta. La estadistica roja convertida en reflejo de la ciudad, la estructura Urbana como cárcel y limite. El temor como forma de sobrevivir a la idea más profunda de la identidad como ciudadano.

En "Pelo Malo" esa Caracas dura y cruda se muestra en escenas lentas, meditadas y significativas. Tal pareciera que la directora, más que asumir el rol de la ciudad como paisaje de la historia que se cuenta, es parte de la historia como un personaje difuminado en las sombras. Caracas entre susurros de las paredes que parecen derrumbarse lentamente, en las habitaciones mínimas y sombrías. Y en la mirada del niño, que sufre, que teme, que se mira como un reflejo inocente de esa otra realidad, de esa compresión del país a trozos irreconciliables. La película parece transcurrir en un baremo cada vez más duro sobre el tiempo, la idiosincrasia y el dolor que no se plantea inmediato ni tampoco directo. Pero existe, es real, punzante y profundamente desconcertante.

De nuevo, el niño se mira al espejo. El cabello rizado le acaricia las mejillas. Se contempla, angustiado y pesaroso, se hace preguntas silenciosas. Y de pronto, no se trata solo del niño, con los ojos asombrados que cuestiona su propio aspecto físico, sino el país que se entrecruza en medio de su mirada, que alecciona con una combinación de rasgos e interpretaciones sin verdadero orden y razón. Porque Venezuela, es más allá, una pregunta sin respuesta, un temor. Esa soledad absurda del que no puede comprenderse a través de ella. Del aislamiento, del miedo tan real, tan físico, que termina siendo parte de lo que se asume real, de lo que se acepta, de lo que se admite e incluso lo que se esconde. El país como la mirada cansada y preocupada del niño, de ese miedo suyo a no ser aceptado, a la necesidad de comprender a la madre que lo rechaza y esa desdibujada idea sobre si mismo.

Y al margen de toda idea, el dolor del país perdido, del que no fue, del que pudo ser, del que se olvida, del que se derrumba. Del país donde la palabra se cambia por balas, donde el temor se transforma en lenguaje Donde la violencia es parte de cada calle. Somos los sobrevivientes, los que asumen el país que se derrumba y la herida abierta del dolor de la violencia como parte natural del gentilicio.

Cuando la película acaba, permanezco sentada unos minutos en la semi penumbra, abrumada y desconcertada. Y tengo la curiosa sensación de no solo haber visto una película sino además, una forma de comprender quien soy, el país donde vivo e incluso, la realidad que ahora mismo padezco y me enfrento a diario. Una imagen durísima de la Venezuela secreta, del país a dos visiones, del temor como forma de expresión.

C'est la vie.

1 comentarios:

Fernando Luis Arraez dijo...

Sin duda, lo más interesante de todo es leer por primera vez a alguien que no sólo acepta que la película muestra esa cruda realidad que en Venezuela no terminamos de aceptar, sino que además muestra afinidad por la historia debido a experiencias personales que evidentemente le dan un plus al disfrute de la misma. Un artículo sin desperdicios.

Publicar un comentario