miércoles, 9 de abril de 2014

Desde la sombra del resentimiento: Una reflexión sobre la Venezuela doliente.




Hace unos días, la imagen de un estudiante caminando desnudo y herido en los terrenos de la Universidad Central de Venezuela sacudió al país. Fue una imagen que pareció resumir la coyuntura histórica que vivimos: esa grieta que divide a Venezuela, que la hiere profundamente. Y es que de alguna manera, la humillación del joven, la agresión a que fue sometido, mostró otro rostro de la violencia en Venezuela, uno incluso más peligroso que todas sus visiones anteriores. Porque esa desnudez, esa abrasiva humillación a que fue sometido demostró - sin argumento que pudiera justificarlo - que el discurso del odio no solo agrede sino que intenta jugar con elementos mucho más peligrosos de lo que podría suponerse. Una violación - sin matices y directas - a la identidad, la integridad e incluso la esencia misma del gentilicio Venezolano.


A mi amiga J. le pareció que exageraba cuando comenté lo anterior en voz alta. Me dedicó una mirada desconcertada, mirando la fotografía que le mostré con un gesto conmovido.

- La desnudez no es debilidad, es dignidad - dijo.
- Sin duda la desnudez es algo hermoso, pero tiene poco o nada que ver con lo realmente preocupante de todo esto. El estudiante es una victima que fue desnudado durante un acto violento.
- Es lo mismo: salió andando por su propio pie, sin avergonzarse.
- Obviamente. Pero la connotación digna, es nuestra. Me preocupa la otra.
- ¿Cual?
- La de los agresores.
- Solo es un acto salvaje y espontáneo - me comenta entonces, un poco irritada - dudo que un grupo de desadaptados estén intentando enviar un mensaje. El muchacho si lo envió.

No estoy tan segura de eso. Continúo preocupada cuando, el día inmediatamente después del ataque, leo una  serie de opiniones que ponderan de una manera u otra sobre el significado del desnudo. Algunas son profundamente espirituales, otras personales, la mayoría insisten que la agresión que sufrió un estudiante a manos de paramilitares armados, debe desencadenar una respuesta inmediata, una protesta que demuestre que el desnudo nos humaniza. Y ocurre: en la noche, una serie de retratos desnudos con la leyenda #MejorDesnudosQue recorre las redes sociales. Son hombres y mujeres que muestran su desnudez con una completa sencillez. Miran a la cámara, con fiereza, con profundo orgullo. El apoyo es inmediato: casi de manera unánime ese Social Media dúctil de nuestro país celebra que la humillación se transforme en otra cosa, en algo mucho más profundo y aparentemente contundente. Lo miro todo, aún desconcertada.

Por supuesto, con todas las opiniones estoy más o menos de acuerdo, pero me sigue inquietando el hecho que la mayoría de los planteamientos parecen ignorar - tal vez de manera involuntaria - que nuestra interpretación del desnudo - y como expresar el valor de la dignidad - tiene tanto valor como comprender que significa el gesto para el agresor. Recuerdo la breve conversación con J., esa visión de la agresión como una disparidad de opiniones. ¿Es así de simple? Comienzo a investigar un poco sobre el ataque, la agresión, lo que la historia tiene que decirme. Los pequeños fragmentos de historia me golpean, me abruman. Sobre todo, hay una serie de imágenes que me abruman, me desconciertan por el parecido. Una mujer desnuda y con el cabello cortado al rape, golpeada y desnuda en mitad de una Roma desdibujada en sepia. La de un hombre de rostro huesudo, mirando con ojos huecos, arrodillado, también desnudo. Un campo de concentración. Y de pronto,  me parece importantísimo asumir que lo ocurrido no solo tiene un valor interpretativo sino bastante concreto: un tipo de deshumanización del enemigo que no es otra cosa, que otro paso en esa lenta estructura discursiva del gobierno que criminaliza la disidencia hasta convertirla en poco menos que una negación de su propia existencia.

Miro las fotografías por horas. Siento un tipo de miedo muy nítido, sofocante. ¿Que está ocurriendo en Venezuela? ¿Hacia donde avanza el discurso del odio institucionalizado y golpeado por una serie de símbolos recurrentes? La imagen del muchacho desnudo me golpea cada vez que la veo. Su fragilidad, su vulnerabilidad. Los hombros inclinados, la cabeza levemente inclinada. Y eso es aceptable, para un buen número de Venezolanos. De hecho, la imagen parece encarnar un trofeo ideológico, una celebración de un tipo de victoria especifica. La política de la revancha, continúa siendo cada vez más profunda y dura de asimilar.

Por supuesto, la historia da una lección clara. Todo régimen opresor, tiránico y con rasgos fascistoides, deshumaniza y despersonaliza al disidente. Destruye la identidad, lo hace un enemigo sin rostro, anónimo. Tal como ocurrió en la Alemania Nazi, en Italia Fascista, en Ruanda y en otros tantos conflictos donde el odio ideológico usado como arma convirtió al disidente en una victima propiciatoria. De manera que creo que el análisis sobre lo ocurrido ayer, debería enfocarse tanto en analizar como desmontar la matriz de opinión de un diatriba política basada en el resentimiento social como en la forma de construir un mensaje que muestre al opositor no como el enemigo a vencer, sino como parte de la población venezolana, ciudadano de pleno derecho.

- Sin duda, y son comportamientos que se repiten con muchísima frecuencia - me explica el profesor L., historiador y catedrático. Hace unos días, aceptó recibirme un sábado por la mañana para responder mis preguntas sobre el tema de la victima histórica. Le interesó mi planteamiento, o quizás le alarmó mi preocupación. Cual sea el caso, acepta la conversación y me escucha con educada paciencia mientras le explico mi angustia, mi profunda preocupación.

- Estamos al borde de algo duro y de implicaciones imprevisibles - digo por último - tengo miedo que nadie esté midiendo las consecuencias. En Ruanda ocurrió de esa manera ¿No?

El profesor suspira y enciende un cigarrillo. Debe estar un poco harto de escuchar la inevitable comparación, de asumir ese paralelismo inevitable entre sociedades tan distintas. Pero yo espero: durante los últimos días he visto y leído lo suficiente sobre el conflicto africano para que la inquietud no me abandone. Necesito entender que desencadenó un conflicto que asesinó a casi 800.000, que hizo que vecinos e incluso parientes, asesinaran machete en mano, a hombres y mujeres solo por un conflicto de raíz étnica. Una idea que no termino de asimilar, comprender en toda su extensión, estructurar en mi mente.

- El conflicto en Ruanda además de ser un genocidio, es un reflejo de una situación que comenzó mucho antes de recrudecerse - me explica. Toma uno de los libros de su biblioteca, me lo extiende. El titulo me da escalofríos: "Queremos informarle que mañana seremos asesinados con nuestras familias" del autor Phillip Gourevitch. Lo tomo, con dedos temblorosos - no comenzó en 1994 sino mucho antes, y se fraguó por etapas, se construyó en un largo proceso de odio que culminó en una carnicería.

Una vez leí que el ser humano moderno nació justamente en Ruanda, a la orilla misma de los grandes lagos. La idea que el génesis biológico y luego esa tragedia sin limites que parece negar todo lo esencialmente civilizado, me duele, me aplasta.

- Hutus y Tutsis son enemigos históricos incluso antes de la llegada del hombre Europeo a Africa - me explica - los Hutus eran agricultores, y los Tutsis, ganaderos y desde siempre, con enorme poder económico y social. Por supuesto, los Tutsi eran una minoría, como toda élite y transformaron ese poder en control. Hasta la época colonial, la convivencia fue pacifica, aunque con la llegada de los Colonos europeos todo empeoró: entre una peripecia y otra, los Tutsi fueron expulsados luego de la sublevación Hutu del '59, la época donde realmente ambas etnias comienza a hacer evidente. Claro que, desde 1897 Alemania ya insistía en que los documentos de identidad constara si pertenecias a un grupo u otro. Allí comienza realmente la barbarie.

Me recorre un escalofrío. Pienso en la manera como Venezuela se encuentra dividida desde décadas atrás entre una pequeña cúpula política y una oligarquía económica más o menos cerrada, y el pueblo, el llano, el marginado. Entre ambas, la clase media, producto de la Movilidad producida por el boom petrolero. ¿Son semejantes ambas situaciones? Para el profesor J., pueden parecer parecidas, aunque no lo son.

- La raíz es el odio hacia el otro y en Ruanda, hablamos de siglos de enfrentamientos entre dos facciones de la población. En Venezuela, el clasismo es de vieja data, pero el odio afianzado a través del arma política tiene menos de veinte años.

- Lo que tarda una nueva generación en nacer - insisto. El profesor sonríe.

- No es tan simple. Ruanda es un país que se comprende en sus diferencias, que se construye a base de esa grieta vital. Se habló de pureza ética, se habló de un enfrentamiento entre dos grupos que naturalmente se consideran distintos. En Venezuela se habla del poderoso, del otro, del enemigo, del oligarca, pero aún se asume como parte del país.

- No siempre - digo - Chavez siempre gobernó exclusivamente para sus votantes. Maduro radicalizó aún más el discurso.

- Pero el Venezolano de pie, es bastante práctico en esencia - responde - puede que las diferencias sean importantes, pero no te dan de comer. En el barrio, por ejemplo, la diferencia debe existir y es mucho más peligrosa que en las zonas residenciales. Pero incluso allí, la solidaridad es casi forzada, necesaria. Vamos y transitamos de un lado a otro. El muchacho del barrio trabaja en el Este, y regresa en Metro. La clase media del Oeste, se mira así misma como un híbrido entre ambas cosas.

- ¿Y el odio?

- El odio existe, el odio se radicaliza claro - admite - pero también, hay una clara búsqueda de un elemento que unifique. No hablamos claro de los extremos, que siempre serán violentos, y siempre buscarán acciones definitivas y destructoras. Hablamos del hombre y la mujer de pie, que sufre las mismas cosas.

Pienso en las historias de horror que he leído sobre los últimos días: las golpizas, agresiones, la violencia desatada. Y en esas otras, las de Ruanda, sobre asesinatos de cientos de personas a machetazos, perpetrados por los amigos, vecinos, conocidos de toda la vida. ¿Cual es el tránsito entre el desencuentro y esa linea que conduce a algo irremediable?

- Las tácticas de odio son las mismas - digo - el muchacho que desnudaron en la Universidad Central...
- Por supuesto: el totalitarismo se imita, usa las mismas pautas. Pero la escalada del conflicto no será por parte del poder, sino de los bandos en pugna. El gobierno solo utilizará las consecuencias.

- ¿Puede pasar? - pregunto otra vez. Aprieto el libro entre las manos. El miedo otra vez - ¿podríamos un día despertar en medio de un escenario despiadado y sangriento?

- Un estallido semejante no ocurre de inmediato - insiste el profesor - y la sociedad Venezolana, a pesar de los extremos tan violentos de ambas tendencias, está consciente hacia donde transmigra.

- Eso es optimista - le reprocho. El profesor sonríe, sacudiendo la cabeza.

- Sin duda, pero por ahora, es la realidad: la posibilidad de un enfrentamiento entre civiles siempre existe en ambientes de alta conflictividad. Hay por supuesto, ciudadanos que jamás se unirán a una disputa sangrienta. Sí, el riesgo está. Pero tenemos la posibilidad aún de detenerlo.

Aún, me digo mientras regreso. En el autobús, el ambiente de normalidad es casi paradójico, pero ya comienzo a acostumbrarme. Miro a los pasajeros, conversando animadamente entre sí y pienso cuantos de nosotros, en nuestra inocencia y fragilidad, somos conscientes del costo inadmisible de la violencia. ¿Lo he estado yo? me pregunto con dureza y me sorprende no saber la respuesta.

Así que, continúo reflexionando sobre lo que significa lo ocurrido con el estudiante agredido en la Universidad Central y todos los hechos de violencia ocurridos durante 9 semanas de enfrentamientos. Lo hago, con la noción que Venezuela, necesita mirarse así misma con mayor atención.  Sigo en la búsqueda de encontrar un tipo de protesta que construya un dialogo entre Venezolanos y permita comprender, en medio de la radicalización y la polarización que vivimos, que Venezuela necesita tender puentes de inclusión y reconocimiento para curar las heridas abiertas durante estos quince años de enfrentamiento ideológico y sobre todo, destrucción de la identidad Nacional a través de la política del odio.

Un país que sobreviva a su propio mapa del dolor.


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