miércoles, 9 de abril de 2014

De la bruja que sonreía a las tormentas y otras historias diminutas.





Una vez leí que todos tenemos pequeños tesoros, aunque no lo sepamos. Pequeños trozos de risas, lágrimas y sueños que guardamos por aquí y por allá, que conservamos por razones que no entendemos demasiado bien. Es como los bolsillos de los niños pequeños: llenos de objetos sin sentido, que toman y esconden durante el día, para mirarlos después. De manera que quizás, esos tesoros adultos, esos que llevamos de un lado a otro, que miramos esporádicamente y nos hacen sonreír, son parte de esa larga caminata que todos llevamos a cabo por nuestra historia, la privada, la desconocida. Un mapa de ruta a través de nuestra mente, nuestro espíritu y algo tan frágil como nuestras esperanzas. O quien sabe, si solo se trate de la necesidad esencial y tan profundamente humana, de recordar.

Cual sea el caso, los recuerdos y cosas que atesoramos no tiene orden, ni tampoco una verdadera razón de ser. Eso lo descubrí con catorce años, cuando decidí, envalentonada por mi salvaje imaginación, que construiría una capsula del tiempo. Había leído sobre el tema antes, en algún libro y la imagen me cautivó. Se trataba de enterrar una pequeña caja con objetos que representaran algo valioso en el presente, para reencontrarlos en el futuro y recordar quienes habíamos sido. ¡Vaya que pensamiento extraordinario! era algo que parecía superar los aburridos límites del ahora y el después al que estaba acostumbrada. Imaginé mi sencilla caja - una de esas sencillas de cartón - guardando por décadas mis palabras, mis sueños, mis imágenes, incluso mis sueños. Lo imaginé tan claro que aunque continuaba sentada en la orilla de mi cama, sentí que ya había hundido los dedos en la tierra húmeda para escavar el hoyo donde depositaría mi pequeño mensaje al futuro incierto. ¿No era mágico eso? me dije, mirando a mi alrededor, tratando de imaginar que objetos viajarían en ese destino nebuloso hacia la mujer que sería, que cosas desbordarían ese presente de las cosas normales, para esperar por décadas a regresar a la luz. ¡Había tantas cosas que enviar! Mi camiseta favorita, donde se leía "El mundo es para sonrisas", o quizás mi viejo libro de poemas de Eugenio Montejo (¿Verdad que sueñas con los días radiantes que vendrán?) o mi muñeca favorita, esa curiosidad de tela y madera que uno de mis tíos me había traído desde la lejana Rusia. Al final decidí que todos merecían el viaje - el largo trayecto a los sueños que vendrían - y los guardé en la casa, bien sellados y atados. Y también incluí una carta. Unas cuantas palabras para la mujer que encontraría la carta y recordaría a la niña que hoy la escribía.

Era una carta sencilla. La escribí a la carrera, sentada en el parque a dos cuadras de mi casa donde enterraría la capsula del tiempo. La escribí con las manos sucias llenas de tierra, con el sudor cayéndome por la cara. Las manos temblorosas escribiendo sobre las rodillas cruzadas. Pero a mi me pareció era una buena carta, una de esas que dicen cosas importantes para recordar. Un mensaje a una mujer que aún no conocía pero que sería yo. Cuando la terminé, la firme con un garabato lleno de lineas y tachones y la incluí junto con mis tesoros. Lo até todo con pabilo, una bolsa de plástico y después la enterré al fondo del del hoyo que había cavado con las manos desnudas, que me habían llenado las manos de rasguños y pequeños moretones. Lo hice deprisa, aterrorizada me descubriera alguno de los vigilantes del parque o que uno de los niños que jugaban más allá me descubrieran. Pero era lo suficientemente profundo como para recibir mi carta al futuro, mi visión del más allá. Después la cubrí con tierra y como me enseñó mi tia M. una vez, planté también unas cuantas semillas que encontré en el jardín antipático de mi abuela. Lo cubrí todo de nuevo, con los brazos doliéndome por el esfuerzo pero llena de una felicidad radiante, una sensación de portento que muy pocas veces había tenido durante mi vida. Quizás leyendo.

Al principio, pensaba mucho en la caja. Volvía de vez en cuando para asegurarme continuaba allí. Y lo estaba, el montón de tierra continuaba intacto y las piedras a su alrededor - que había colocado en circulo para recordarme donde se encontraba el lugar preciso - seguían allí, como un símbolo de mi impaciencia, esa necesidad de construir lo que esperaba por mi a base de deseos inconcretos. Las semillas pronto comenzaron a germinar y un par de semanas después, las primeras ramitas tímidas de una buganvilia brotaron de la tierra, con sus hojas diminutas tintadas de un verde infinito. Lo miré todo pensando que en también las flores me verían crecer, me verían hacerme mujer. Una imagen asombrosa, a mis catorce años desconcertados.

Pero con ese descuido inevitable de los muy jóvenes, muy pronto olvidé la caja. Y es que mi vida transcurría muy rápido. Dejé de regresar para mirar el montículo de piedras, que unos meses después dejó de estar e incluso de mirar con interés las flores, que prosperaron y treparon en el muro vecino hasta crear una brillante alfombra de flores radiantes. Incluso llegué a olvidar la casa o lo que contenía. Poco a poco la promesa de futuro se convirtió en algo más, en una serie de escenas y de momentos que vivía muy deprisa, un manchón borroso de formas y colores. Olvidé incluso a esa niña de rodillas raspadas y sucias, que se había arrodillado en la tierra, para abrirla con sus propias manos y depositar una ofrenda de fe. Más allá del agitado día a día de la adolescencia y después los primeros años de la adultez, no había mucho espacio para pequeños sueños perdidos.

No sé por qué volví a recordar la caja. Una noche me encontré pensando en ella, en mitad de una cena familiar y me sobresaltó lo nítida que recordé su imagen, la sensación de maravilla que me produjo de niña la idea de un mensaje al futuro. En medio de las risas y voces que me rodeaban, de pronto recordé, con una claridad desconcertante, la camiseta que había guardado en ella, la muñeca de madera, el lápiz verde mordido en la punta...y la carta. Lo vi todo con los ojos de la mente y de pronto, tuve súbita conciencia del tiempo que había transcurrido, de los años que habían pasado desde esa tarde soleada en que había confiado mi tesoro a la Tierra. Y de pronto, me pregunté si seguía allí. Si la caja, atada con torpeza con pabilo azul y envuelta en una bonita bolsa roja, continuaban allí, esperando por mi.

Descarté la idea. La arrojé de mi mente, mientras la mujer adulta que era, me daba razones para olvidarla. ¿Como podía pensar que ese pequeña caja de cartón continuara allí? ¿En esta Caracas que se transformaba con tanta regularidad? ¿Que se destruía y se construía así misma en un ciclo interminable? Seguramente la tierra del parque había sido removida, la Buganvilia arrancada. Quizás incluso habían arrojado una capa de concreto a la tierra. O más simple aún: la caja se había deshecho en la humedad, la tela de la camiseta se había descompuesto, la madera de la muñeca carcomido. Y la carta se había disuelto, tinta y emoción en la tierra. Además, eso estaba bien, me dije. Eso era lo que tenía que ocurrir con las pequeñas escenas de infancia. Eso esa lo necesario, lo normal...

De pie, fuera de la reja del parque, miré el enorme terreno verde con el corazón palpitando muy rápido. Me sujeté a las barras de metal para mirar la enorme buganvilia fucsia que cubría toda la pared trasera del parque, tan hermosa que me dejó sin respiración. ¿Esa era mi semillita? Me dije. Seguramente no. Con toda probabilidad alguien más...Pero lo era. La reconocí al punto. Era la misma flor radiante, fresca y fuerte que crecía en el jardín antipático de mi abuela. Cuando me acerqué, las rodillas me temblaron en una mezcla de emoción y miedo difícil de describir.

Si, el parque había cambiado mucho. Había rejas donde antes había césped verde y basura donde los árboles solían crecer. También había pocos niños, no la muchachada bulliciosa que corría de un lado a otro. Pero era el parque, el mismo parque con olor a viejo, con sus árboles de ramas torcidas enredándose entre sí. Cuando me arrodillé junto a la buganvilias, entre la basura y el mal olor, traté de recordar donde se encontraba realmente la caja perdida. Pero no pude recordarlo. Lo intenté, con los labios apretados de frustración, palpando de un lado a otro el suelo seco. Incluso hundí los dedos en la tierra, escavé hasta lastimarme las manos. Pero no había nada. La bolsa con su mensaje al futuro había desaparecido.

O quizás no. Con la ropa manchada de tierra y una cierta tristeza amarga en los labios, levanté los ojos para mirar el cielo azul Caracas, que en ese momento me pareció deslumbrante e indiferente. Y de pronto, parpadeé, deslumbrada por el fucsia de las flores. Mis flores. Tan hermosas y frescas. Sonreí, un poco confusa. ¿Son mías verdad? Estuvieron aquí, esperándome. Las palpé con cuidado, las manos heridas por la tierra seca, agradeciendo esa ternura deliciosa de un pétalo tierno. ¿Son mías? Sí, lo son. Y son mi historia. Son la historia de la semilla que nace, de la rama que se alza, de las hojas que se abren. De la flor que revienta y crece. Que placer en la belleza, que poder en esta tierra que nace y se abre en pensamientos y sueños. Y es que quizás, la palabra más profunda que pude recibir de esa niña que fui, de la que vive en mi memoria cada día. La de la flor que nace, la de la esperanza que siempre se renueva.

Sonrío mientras escribo esto,  mirando la fotografía de mis buganvilias radiante sobre mis libros, los lápices mordisqueados, las hojas llenas de tachones y los libros abiertos. Y pienso que todos somos el producto de un sueño - el nuestro - , una aspiración de profunda belleza y fe que se manifiesta a diario. O así lo quiero creer.



Sueño de primavera: El despertar de la conciencia.

En brujería se lleva a cabo un ritual que celebra nuestra evolución personal. Se trata de recordar los momentos y escenas que nos brindan una perspectiva de nuestro futuro y tal vez, de nuestras esperanzas. El ritual se remonta a la tradición pagana Italiana y celebra esa memoria colectiva que compartimos, esa idea que todos formamos parte de un ciclo que se repite una y otra vez. Uno de los rituales que se realizan es el siguiente:

Necesitarás:

* Hoja de papel y lápiz.
* Semillas.
* Cinta roja.
* Una planta de maceta (Cualquiera)

Disposición:

Escribe todos los pequeños recuerdos que quieras atesorar para el futuro. Desde tus ideas más queridas, los sueños que esperas realizar e incluso, esos pequeños secretos felices que conservas por alguna razón en privado. Dobla el papel en cuatro partes invocando:

"Te confiero el poder de ver
Te confiero el poder de crear
Te consagro a la Tierra, al agua, al viento y al fuego
Como testigos de mi voluntad.
Que sea el día de mi voz
Y la noche de mi conciencia
Así sea"

Ahora, ata el papel con una cinta roja diciendo:

"Creo poder en mi
Construyo poder en mi
Así sea".

Entierra en la planta el papel con la cinta, intentando que forme parte de la tierra. Deja la planta junto a la ventana durante todo un ciclo lunar. El día de Luna Llena, levantala a la luz de la noche para consagrarla con las siguientes palabras:

"Sueño que soy
Sueño en lo que seré
Bendíceme Universo y construye
mi propia visión del ser
Así sea".

Coloca la planta en el lugar de la casa donde transcurre la mayor parte de tu tiempo. Conviértela en tu manera de recordarte quien eres y sobre todo, quien serás.


Cada recuerdo es un tesoro, pienso con una sonrisa. Una flor, una esperanza, una manera de soñar. Cada deseo es una esperanza y una manera de crear.

C'est la vie.

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