sábado, 3 de septiembre de 2016

La voz del infinito y otras historias de Brujería.






Cada estrella guarda un misterio, solía decir mi tatarabuela. Lo decía muy convencida, mirando hacia el infinito desde la ventana redonda de su habitación. Le gustaba quedarse allí, por horas, contemplando el cielo nocturno para disfrutar de lo que llamaba una "tranquilidad en el infinito de su mente" con aquel reposado hábito.  Cuando me sentaba junto a ella para acompañarla, solía apoyar una de sus manos retorcidas por la artritis sobre la cabeza, el único gesto cariñoso que a causa del profundo dolor que padecía en los dedos, se podía permitir por entonces.

- Un misterio ¿cómo? - preguntaba de vez en cuando, entre asombrada y confusa.
- ¿No lo sabes? Las estrellas están muertas ya cuando las miran. Murieron hace muchísimos años atrás. Pero estamos tan lejos que a su luz le llevó incluso más tiempo que eso alcanzarnos. De manera que cuando miramos el cielo, contemplamos una ilusión. Un mapa celeste que ya no existe. Un misterio.

Esa idea me sobresaltó. Me incliné para mirar por el grueso cristal de la ventana hacia afuera. ¿Muerto? ¿El cielo estaba muerto? Se me cerró la garganta de una angustia tan cortante como dolorosa.

- Pero...¿No hay estrellas vivas? - pregunté. Tatarabuela sonrío.
- La brujería cree que sí. Después la ciencia le dio la razón.
- No entiendo nada.

Tatarabuela soltó una carcajada. Se levantó con dificultad del banco donde estaba sentada. De inmediato, me apresuré a ofrecerle mi hombro para que se apoyara y juntas salimos a la pequeña terracita de su habitación, cubierta de plantas un poco resecas y cactus polvorientos. Tatarabuela se quedó mirando la enorme bóveda celeste que se abría sobre nuestra cabezas.

- Las estrellas mueren en luz. En Brujería, pensamos que toda génesis es un estallido. Un nacimiento ardoroso hacia la realidad - me explicó - y las estrellas lo representan mejor que nadie. ¿Lo imaginas? Un gran estallido radiante y blanco en medio de la quietud del Universo. Así nace y muere una estrella. Así viaja la luz para que podamos contemplarla. Como si eso tuviera importancia alguna. Como si el Universo estuviera hecho de mecánicas celestes.

No entendía nada de lo que quería decir mi tatarabuela, cosa que por otra parte, ocurría con frecuencia. Todas las mujeres mayores de la familia tenían el hábito de hablarme como si fuera una adulta y no la niña que era. No sabía muy bien por qué lo hacían - con el tiempo, llegué a concluir que era una forma de educarme - pero durante toda mi infancia, luché con palabras y conceptos difíciles, en una batalla silenciosa que la mayoría de las veces me regalaba un tipo de conocimiento que sólo mucho tiempo después llegué a apreciar. Con todo, me encantaba que nadie me tomara por una niña, sino por alguien capaz de entender ideas mucho mayores que mis pocos años de edad.

- Pero...¿Viven y mueren y no los vemos? - pregunté, luego de tomarme unos minutos para luchar para entender que me decía.
- Las estrellas no necesitan que nadie las mire, en realidad. Son parte de esa noción del Universo como una obra de equilibrio y no de conciencia. En Brujería creemos que esa gran creación extraordinaria que nos rodea, tiende al equilibrio en lugar de tomar partido por nada. No es parte de la realidad del Universo asumir la existencia de nada o prodigarse en explicaciones. Es poder puro, belleza pura, cruel y poderosa. Buscando un punto medio. Y sí, el nacimiento de las estrellas es uno de eso.

Caminamos un poco al fondo de la terraza, en donde guardaba su viejo telescopio de latón. Tatarabuela arrastraba los pies con dificultad, con los tobillos hinchados por la gota y la espalda dolorida por sus casi cien años de edad. Pero todavía tenía la suficiente lucidez para disfrutar de la noche y quizás de su vida. La seguí, admirada por su fortaleza.

Tatarabuela había traído desde su natal Italia un telescopio muy antiguo, que según me había dicho, recibió por obsequio al iniciarse en brujería. Era una reliquia muy frágil y muy bella: con su cuerpo de metal pulido y su enorme lente curvo. Muchas veces,  me había contado que era una de las pocas cosas que decidió incluir en la única maleta con la que había cruzado el océano. Mientras la miraba acariciar el metal con sus dedos sarmentosos, me encontré pensando que jamás le había preguntado el motivo.

- Vemos estrellas muertas cada noche, pero también estrellas vivas - me dijo - El Universo es sabio en su vejez, en sus historias recurrentes, en su infinita y temible inmensidad. A esa quietud extraordinaria, ese espacio blanco que nos desborda, la brujería le llama la fuente de todos los misterios. El enigma que nos envuelve a todos.

Curvo con cuidado los dedos sobre el cuerpo del telescopio y lo hizo girar hacia arriba. El brillante lente reflejó la luz de la ciudad en un destello y después la oscuridad imponente de la noche. Tatarabuela lo contempló con ojos cariñosos.

- De niña, no entendía nada de esas cosas. Era hija de una curandera campesina y un jornalero. Pero mi abuela, insistía en que el mayor enigma de nuestra existencia estaba en nuestra forma de comprender el Universo. Esa mirada hacia más allá de nosotros que comienza con nuestros parpados cerrados.

Poco a poco, tatarabuela movió la colección de perillas y pequeñas palancas del viejo telescopio hasta que miró en vertical hasta el cielo. Los chirridos del latón tenían algo de antiguo y extraordinario, como el anuncio de algo portentoso. O así me lo pensé con los colores de mi imaginación infantil. Abuela miró la lente, amplia y clara con un suspiro nostálgico.

- Fue ella la que me habló de las estrellas muertas y de las que viven - prosiguió - fue la que me dijo de la luz que llega para recordarnos un cielo antiquísimo que nació antes que cualquier cosa en la tierra. Pero también me habló de la conflagración de luz y sombra que pare una nueva estrella. Que le da sentido y origen a todo lo que somos. Era una mujer muy lista.

Después sabría que la desconocida abuela italiana que había educado a mi tatarabuela, había sido una mujer muy culta, hija de un matemático que le había inculcado el amor por la ciencia. Pero en ese momento, sólo me asombró esa mirada profunda e intrigante sobre lo desconocido. Esa asombrosa visión del tiempo y el espacio que de pronto, me hacia sentir muy pequeña.

- Abuela decía que vemos estrellas muertas, pero que la brujería le enseñó que las estrellas vivas están en todas partes - tatarabuela sonrío y sus ojos claros brillaron de una emoción muy cercana - y la brujería cree lo mismo: todos somos polvo de estrella, recuerdos cósmicos a punto de nacer. Nadie está solo ni aislado en medio de mundo. El origen del Infinito nos une, nos entrecruza y nos mezcla en una mirada asombrada sobre el tiempo al que pertenecemos. Y la brujería lo sabe, mi niña. La brujería, cuya sabiduría nace del espíritu, de la fuerza de la tierra y la mirada hacia las estrellas, siempre lo ha sabido.

Se inclinó sobre el lente del telescopio. Su rostro arrugado se ilumino. Me retorcí las manos curiosa. ¿Qué veía abuela? ¿Qué le mostraba el viejo telescopio?

- Ven aquí, niña bruja. Y mira el origen de todas las cosas.

Le obedecí de inmediato. Me puse de punta de pies y me empiné para rozar con la mejilla el visor del viejo lente. Abuela apoyó sus manos en mi cintura y con una fuerza que me sorprendió, me impulsó hacia arriba con una energía que me sorprendió. Y de pronto, ya no hubo nada que no fuera lo que veía a través del telescopio. Esa enormidad extraordinaria y perfecta que jamás había esperado ver.

De pronto, el cielo no era el cielo ni la noche sólo oscuridad. La realidad entera se había transformado en una colección radiantes de imágenes imposibles, que tachonaban el cielo como el mapa de un paisaje prodigioso. La noche se iluminó de un lado a otro con el brillo púrpura de las estrellas, con la belleza imposible de la Luna Llena, tan cercana que extendí la mano para tocarla, creyéndola al alcance de mis dedos. Se me escapó un gemido fascinado, flotando en esa negrura cuajada de destellos, con el universo entre mis dedos, bailando en la pupila de mi ojo.

- Tu eres una estrella viva y eso también lo ha sabido la brujería hace mucho tiempo - murmuró mi tatarabuela junto a mi oído - cada bruja lo es. Cada bruja es una promesa, un nacimiento, una puerta abierta hacia la osadía y lo desconocido. Cada mujer poderosa, salvaje, puro fuego es hija de estrellas. Es un portento recién nacido, es una llamarada radiante, cuyo nombre será recordado por la oscuridad y la luz. Toda bruja es una mujer que tomó la decisión consciente de alcanzar la Luna Llena con toda su sabiduría, que soñó con llanuras estelares llenas de conocimiento. Cada bruja es un Universo. Un infinito en la oscuridad de sus párpados cerrados.

Sentí el viento de la noche en las mejillas. Cálido y con el olor del verano eterno de la Caracas radiante más allá de la montaña. Y mientras seguía mirando, asombrada y sobrecogida de asombro por el mundo más allá de la realidad que conocía, pensé que las estrellas silenciosas que contemplaba a través del cristal estaban vivas, por un instante, para recordarme el poder de crear y de creer. De volar más allá de mis limitaciones. De ser fuego blanco de un sueño a medio recordar.

***

Tendida sobre mi cama, miro las estrellas a través de la ventana entreabierta. Acabo de cumplir once años y mi tatarabuela lleva muerta apenas dos semanas. Recordar la escena me resulta doloroso. Me doy la vuelta y me quedo mirando la pared llena de sombras triples con los ojos entrecerrados. Los deseos de llorar van y vienen y eso quizás, hace las lágrimas que contengo más dolorosas aún.

Alguien toca la puerta. Mi abuela - la sabia, la bruja - asoma la cabeza por la puerta entreabierta.

- Hija, ¿No deseas cenar?

No respondo. Ojalá crea que estoy dormida, pienso muy quieta, con la cabeza apoyada en la almohada. Ojalá no me haga preguntas sobre cómo me siento, si ya tengo deseos de conversar sobre la muerte de tatarabuela. En realidad, no deseo escuchar nada más sobre la muerte, las ausencias y la conciencia. El dolor aún es muy vivo. Muy real. Muy cercano y rayano en la simple desesperación como para afrontarlo con facilidad.

Abuela no dice nada y cierra la puerta. Se lo agradezco. Cuando me vuelvo, las estrellas siguen flotando en la oscuridad, mirándome quizás. Están muertas, pienso con un temblor doloroso en el pecho. Pero yo estoy tan viva y también soy una estrella, pienso de pronto. Un pensamiento absurdo, que también me provoca sufrimiento. Pero aún así, me consuela. Y lo hace con una ternura que me asombra por su dulzura.

Me levanto y en silencio, salgo al pasillo fuera de mi habitación. Está vacío y oscuro. Camino hacia la habitación de la tatabuela, como en sueños. Quizás sea uno, me digo con las manos temblándome. Quizás no he despertado del todo y estoy aquí, flotando entre la oscuridad.

Pero resulta que si, estoy despierta. Lo sé por el crujido de la madera bajo mis pies, la textura del picaporte de hierro de la puerta cuando giro para abrir. Y allí está la habitación de tatarabuela, intacta y aún llena de su presencia. Me quedo mirando sus queridos muebles viejos, la cama llena de libros y cojines tejidos. Y la cristalera abierta hacia su pequeña terraza de plantas descuidadas. ¿Seguirá allí...?

Sí, allí está el telescopio.  Tan hermoso y delicado como lo recordaba de niña. Lo acarició con la punta de los dedos.

- Lamento que te hayas quedado solo - murmuro. Las lágrimas vienen en oleada, me cierran la garganta. Aprieto los labios para no dejarlas escapar - sé que la debes extrañar mucho. Pero quería que supieras que te quiso mucho. Mucho.

Tomo el pequeño banco de madera que tatarabuela solía utilizar para apoyar sus tobillos doloridos y lo dejo junto al telescopio. Me subo en él y de pronto, el visor de cuero me roza la mejilla. Hay un brillo al final del cristal. Un anuncio de algo más grande que cualquier cosa que puedo imaginar esperándome allí, al borde la imagen que apenas se dibuja.

- ¿Fuiste allí? - pregunto en voz baja antes de mirar - ¿Fuiste a iluminar un cielo nuevo? ¿Naciste como estrella otra vez?

Entonces miro y el Universo aparece ante mis ojos. La luz dorada y plata de planetas y cuerpos celestes desconocidos abriéndose camino en la oscuridad. De súbito, la emoción me abre el pecho y lloro. La emoción de mirar la Luz muerta de un cielo que no existe e imaginar el que está naciendo justo en ese momento, la belleza extraordinaria que palpita en la punta de mis dedos. Y en medio de todo, la voz de mi tatarabuela. Su recuerdo. La sensación de portento que me heredó. La belleza del mundo que nace y muere en el misterio de todas las cosas.

Cuando mi abuela me encontró, horas después, seguía llorando abrazada al telescopio. Herida, atormentada por la angustia pero también, sintiendo el consuelo real y limpio de una idea más grande que cualquier otra. Una intima trascendencia.

***


De pie en medio de la oscuridad, contemplo el cielo nocturno.  Hay mucho de primitivo, un rasgo casi espiritualmente inocente, en sentir asombro ante la cúpula celeste. Cuando lo hago, me imagino a los hombres y mujeres de la antigüedad, que como yo, se sintieron cautivados por su misterio, su belleza y sobre todo, ese mensaje tácito de grandeza que parece transmitir su silenciosa majestuosidad. Me gusta pensar que la idea de la Divinidad, tal como la concibo, tiene mucha relación con esa infinita belleza, esa sensación de portento que me despierta esa visión del amplísima visión de la vida y el Universo. O al menos así me gusta creerlo: Más allá de todo rasgo humano, de toda idea, se encuentra el verdadero misterio.

Me encuentro junto a mi tio L. en el Observatorio Nacional Llano del Hato, en el estado Mérida. El viaje en cuestión fue el  regalo que recibí por mi cumpleaños número veintitrés: gracias a la amistad de mi tío con la mayoría de los científicos que trabajaban en la institución, disfruto de un paseo privilegiado por sus instalaciones. Durante todo el día, mientras esperábamos que la enorme cúpula se abriera para mostrarme el Universo, he soñado con lo que descubriré  gracias a los potentes telescopios del Observatorio.  El misterio me emociona pero aún más, la posibilidad de lo que habría más allá de mis sueños.

Casi medianoche. Caminamos en la oscuridad junto al grupo de científicos hacia la pequeña bóveda que se elevaba en una de las colinas. El cielo se veía azul y plateado. Me detengo varias veces, mareada y abrumada por su belleza. Nunca he visto nada igual y el doctor B., el director del complejo, me explica que esa visión extraordinaria y nítida de las estrellas debía a la altitud en que nos encontrábamos y sobre todo, a la pureza del aire de las montañas.

- Estamos en un lugar privilegiado - me explica - alejados de la luz de las ciudades, de la contaminación y cualquier otro elemento que pueda entorpecer la visión. De hecho, nos encontramos a  una altura de 3.600 msnm, lo que nos  convierte  en uno de los observatorios construidos a mayor altura del mundo.

Me detengo de nuevo. El corazón me palpita muy rápido y me llevaba esfuerzos respirar y aunque el asistente del doctor me comenta que es debido a la altitud del lugar donde nos encontrábamos, yo no estoy tan segura. Nunca me he sentido tan cerca de ese sueño monumental de las estrellas, de los misterios que pueden esconder. Hay algo salvaje en esa visión interminable de estrellas confundiéndose unas con otras, un enorme resplandor plateado abriéndose a la distancia. Camino en la oscuridad con el rostro levantando, como si quisiera paladear esa belleza todo lo que pudiera. Me pregunto que habran sentido los hombres del pasado, al mirar con reverencia esa espléndida inmensidad.

- La cúpula abre a la medianoche - me explica - es el momento idóneo de temperatura y velocidad del viento.

Pero a mi me parece mítico, pienso pero no se lo digo. ¿Me entendería de decírselo? El grupo de científicos me agrada pero a diferencia de mi tio L., tienen una visión muy pragmática sobre el cielo nocturno. Sigo a la pequeña comitiva caminando en silencio, con el pecho oprimido por la sensación de expectativa y asombro que me sigue a todas partes desde que había llegado al observatorio.

Finalmente alcanzamos la Cúpula número cuatro, la más alejada del complejo astronómico y quizás, la más llamativa de toda la estructura. Con su curva muy blanca, la contemplé desde la distancia mientras nos acercabamos por el camino que nos llevaría al observatorio: tiene un aspecto atemporal, como un enclave imposible en mitad de la aridez de las montañas heladas. Ahora, en la oscuridad, tenuemente iluminado por las luces amarillentas de seguridad, me parece imponente. El doctor B. me hace un gesto y le seguimos al interior.

La temperatura ha descendido mucho y me acurruco en el chaquetón que llevo puesto. El interior de la cúpula no tiene calefacción alguna y el aire helado y seco de las montañas andinas entra a raudales. Me parece hermosa su austeridad. Camino en la redoma bajo la cúpula, mirando el mecanismo enorme que se abre a mi alrededor. Ruedas dentadas de metal se entrecruzan en una complicada mañana de destellos y afilados bordes  hasta rodear la cúpula. El asistente del doctor B. me explica que el extraño engranaje permitiría abrir la cúpula.

- Es un proceso lento, pero una vez que comienza, ya no piensas en nada más que lo que verás - me explica.  Me recorre una extraña sensación de miedo y emoción. ¿Que ocurriría después?

A unos minutos para que rompa la medianoche, el Doctor B. me pide que le acompañe al centro de la explanada de concreto bajo la cúpula. Mi tío sonríe cuando lo miro con nerviosismo.

- ¿Debo ir sola?
- No querrás a nadie cerca una vez que comience.

No se que responder a eso, de manera que obedezco. Sintiéndome un poco idiota, me quedo de pie en la oscuridad, mirando a la cúpula con los ojos muy abiertos. Escucho un breve sonido metálico y de pronto, todo parece cobrar vida a mi alrededor.

Un coro de sonido quejumbrosos, el metal chirriante y sacudiendo avanza en la oscuridad. Me llevo un sobresalto pero me obligo a continuar allí, con la respiración agitada y las manos entumecidas de frío. Toda la cúpula parecía palpitar de sonidos y movimientos. El mecanismo que abre la estructura abarcaba el edificio entero y tengo una visión de toda la estructura moviéndose lentamente, danzando en la oscuridad. Recuerdo la frase que tanto me gusta de Galileo: "danzando en mecánicas celestes" y tengo una extraña sensación de emoción que no pude definir. Los ojos se me llenan de lágrimas.

Una fina franja de luz atraviesa la oscuridad. Parpadeo. La cúpula comienza a cuartearse en luz, como si un gran estallido la atravesara. Pero en realidad, lo que está ocurriendo es que se mueve con lentitud, en un movimiento giratorio casi imperceptible, abriéndose a la noche pulgada a pulgada. Siento que el mundo ondula a mi alrededor, que esa pequeñísima franja de luz plateada que se entremezcla con la oscuridad era el anuncio de algo portentoso, extraordinario.

Lo es.

La noche comienza a aparecer en mitad de la planchas de metal y concreto de la cúpula. Una visión tan insólita que retrocedo, temblando, asombrada y hasta asustada. Porque es el Universo de mi imaginación, algo tan inabarcable que me deja paralizada, las manos enguantadas cubriéndome la boca. Poco a poco, en un lento movimiento majestuoso, la cúpula me muestra el Infinito como lo soñaron los antiguos, como lo vieron con arrebolado asombro cada hombre y mujer que temió y amó el misterio a lo largo de la historia. Como lo vio tatarabuela hace tantos años. Y pienso en ella, desconcertada como una niña, mirando el firmamento a través del lente de su telescopio. Pienso en la primera vez que lo miré yo también y en el poder de esa noción sobre los misterios y la esperanza ¡Me siento tan pequeña! La sensación es poderosa, casi cruel. Y sin embargo...natural. Pequeña, ínfima, pero parte del todo, parte de la belleza del tiempo, parte de cada fragmento de historia y de pensamiento perdida en aquella inmensidad imposible.

La cúpula sigue abriéndose. Y el Universo se derrama sobre mi o así me siento. Me quedo de pie, escuchando de muy lejos el sonido del viento, enredándose en la esa luz púrpura que lo llena todo. Y siento una emoción sin nombre cuando levanto los brazos y grito, aunque no recuerdo qué, de pura alegría. Mi voz rebota, se abre y de pronto el eco lo es todo, como la luz, como esa conciencia de prodigio que tengo mientras admiro el rostro resplandeciente de la eternidad.

- El mundo nace en las estrellas - murmura el doctor B. cuando vuelvo al interior del observatorio, tambaleándose, aún sin respiración. Mi tío me abraza y me sostiene, mientras el sonido de la cúpula al cerrarse me devuelve a la realidad - cualquier manifestación de las ciencias, cualquier idea que simbolice la necesidad de conocimiento de la mente humana, nace del asombro y la curiosidad. Y el cielo nocturno representa esas cosas. La inmensidad de lo que no conocemos en realidad.

Pienso en la luz de estrellas muertas que llena el mundo. Y nuestro origen en las estrellas, en el enigma infinito que nos une para siempre a esa inmensidad de planicie atemporal. Pienso en mi anciana Tatarabuela, que ya conocía el secreto mejor de nadie, inclinada sobre su pequeño telescopio de latón. Pienso en su abuela, esa bruja desconocida que miraba el firmamento en busca de respuestas. En cada mujer y hombre que ha vuelto la mirada para concebirse extraordinario a pesar de la fugacidad de nuestra vida. En el poder de fuego de las brujas. En la inmensidad como de sueños que llena por completo nuestra capacidad para comprender nuestra vida.   . Y comprendo que la mente humana procede de las estrellas, que forma parte de ellas, en su necesidad de crear. O así me gusta pensarlo, en la inocencia sublime que aún me hace levantar los ojos para mirar el Universo y sonreír.

Danzando entre estrellas.

***

En mi pequeño departamento de adulta, el viejo telescopio de mi tatarabuela ocupa un pequeño pero significativo lugar: junto a la biblioteca desordenada que comienzo a crear y las ventanas abiertas a través de las que miro el cielo cada noche. Todas las veces en que necesito consuelo. Todas las veces en que necesito soñar el mundo más allá de sus limitaciones y debilidades. Recordar que el fuego en el espíritu de cada bruja procede de las estrellas. Lo hago esta noche, inclinada sobre el visor de cuero de telescopio con un gesto gentil y casi respetuoso.

Y veo las estrellas. Las muertas y las que están a punto de nacer.  Y sueño con belleza, imagino la oscuridad poblada de sueños e ideas. Y es ese Universo amplio e interminable, la idea que me consuela en la simple soledad de quien mira las estrellas esperando encontrar su secreto.

El que vive en cada uno de nosotros. Un sueño de secretos que comienza en este páramo estelar de puro fuego habita en nuestra imaginación.


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