jueves, 1 de septiembre de 2016

De nuevo, a la calle. Brevísima declaración de principios.





Despierto. Me sorprende el silencio de las avenidas vacías, el tránsito lento y casi inexistente.  La sensación de intranquilidad que llena la ciudad como un aroma inquieto. Miro por la ventana para contemplar esa estampa de tranquilidad aparente, engañosa. Y me pregunto si este temor que siento - latente, real, doloroso - es algo más que una premonición sorda de algo más peligroso. Caracas otra vez, es el rostro visible del malestar, del agotamiento moral y espiritual de un país que avanza a ciegas hacia ninguna parte. Un paisaje a fragmentos de una historia mucho más amplia y complicada, esta sensación abrumadora de encontrarme a mitad de camino entre una resolución de conciencia y algo más simple.


Hoy, primero de septiembre, marcharé de nuevo por las calles de Caracas. De nuevo, sostendré la esperanza como un símbolo que el país - su identidad - aún sobrevive, que avanza a través de la historia en la búsqueda de un significado en medio del caos. La incertidumbre me sofoca. La sensación de avanzar hacia ninguna parte. Pero de nuevo, la convicción parece llenar los espacios en blanco de este agotamiento moral que por tantos años he llevado a cuestas. No es sencillo asumir que eres invisible en medio de este dolor que une a cada Venezolano en una misma idea, que te empuja y te derrumba en medio de una debacle invisible y cotidiana.

Pero aún hay un motivo para continuar, me digo con la bandera entre las manos. Con el corazón latiendo tan rápido que apenas puedo respirar. Hay un motivo para insistir en recorrer este trayecto complicado y peligroso hacia una consigna, una búsqueda de algo más concreto que la simple desesperación. Y por ese motivo, decido que cualquier esfuerzo vale la pena. Incluso este mínimo y pesimista. Este recorrido torpe hacia una decisión irrevocable: un país que necesita reconocerse a sí mismo.

Marcho, luego de dos años sin hacerlo.

A pesar de mis dudas, la incertidumbre, las interminables preguntas, el insistente cinismo.

Marcho a pesar del miedo. Que siempre me atormenta, que está en todas partes.

Marcho a pesar de lo mucho que me cuestiono la validez de la vía electoral. Del recurrente pensamiento que soy una especie de rehén de una circunstancia insostenible.

Marcho a pesar de mis achaques, mis excusas y justificaciones. Marcho porque debo hacerlo.

Salgo a la calle. El oeste de la ciudad - ese tradicional bastión chavista que tanto peso histórico parece sostener - se vuelca también a la caminata. Me encuentro con una multitud entusiasmada de rostros cotidianos. De hombres y mujeres tan agotados como yo pero incombustibles, inaccesibles al desencanto. O quizás, más allá de la frustración. Caminamos todos juntos, hombro con hombro, en una especie de fraternidad del desesperado, del que lucha porque no tiene otro remedio más que continuar haciéndolo. Somos los sobrevivientes pienso con cierta nostalgia amarga. Somos los que continuamos en Venezuela, a pesar de todo. Somos los Venezolanos que demuestran que hay un ideal borroso y confuso por el cual insistir. ¿Qué tan valioso es eso? me digo, mientras a mi alrededor corean consignas, ríen y levantan banderas. Yo no lo hago. ¿Qué tan significativo es este recorrido para recuperar la visibilidad, la voz y la representatividad?

No lo sé. Un grupo de hombres vestidos de rojo carmesí nos insulta en una de las esquinas. Nadie les mira, ni les responde. Pero el odio me golpea, me deja un poco tambaleante. "Apátrida, golpista". Cuanto odio. "Desgraciados escuálidos". El resentimiento sigue allí, se hizo más duro de sobrellevar, más espeso. Han transcurrido casi veinte años desde que el despecho social se convirtió en política. Esta lucha de clases anecdótica e inútil. Me enfurezco y por un momento deseo detenerme, gritar también mi cuota de pura cólera. ¿Qué derecho tiene cualquiera de ustedes en juzgar mi amor al país? ¿Quién les permite ofender y destruir esa línea difusa que incluso nos une en la diferencia?

Incluso me detengo. Los altísimos edificios de la Misión Vivienda - única obra insigne del Gobierno - se levantan a mi alrededor. Una mujer me mira y gesticula. También estará insultándome, pienso. También me odiará, por el mero hecho de representar todo lo que teme, todo lo que asume es parte de la grieta que nos separa. ¿Que ves cuando me miras? me pregunto, de pie en mitad de la multitud. Con la bandera apretada entre las manos, el rostro caliente de furia y angustia. ¿No ves a una Venezolana? ¿No te reconoces a ti misma?

La mujer de la ventana parece notar que la miro y los insultos se hacen más audibles. Me muestra el puño, sacude los mofletes con una cólera abrasadora que casi me toca. Siento su odio y pienso en el mio, bien guardado y sensible. Pienso en mi odio hacia ella y lo que representa. Pienso en el suyo. En ese vinculo obsceno que nos une. Venezolano contra Venezolano. Anónimos contra anónimos. Y siento dolor. Una angustia inconfesable. ¿En que nos hemos convertido? ¿Quienes somos más allá del gentilicio roto?

Alguien me empuja. Un brazo me rodea la cintura. Me encuentro caminando antes de saber que lo hago. La multitud se acelera, se entusiasma, asustada y embravecida. Corro, a ciegas. Las consignas me rodean, me siento envuelta y abrumada por el calor humano, por las palabras que salen de todas partes. Avanzo. Avanzo. Y sigo con la bandera en la mano. Cuando miro por encima del hombro, la mujer continúa mirándome desde la ventana. Levanta la mano, me enseña el dedo medio. Aquí no hay reconciliación inmediata.

Marcho. Lo hago porque es la única manera en que tengo de expresar mi desconcierto. Tomar la calle, como una ola. Como una multitud de dolientes de un país en agonía. Lo hago porque estoy furiosa, decepcionada, frustrada, aterrorizada. Porque me produce pánico el futuro en un país donde el poder no me reconoce como ciudadana, que me menosprecia, que me arrebata incluso el gentilicio a conveniencia.

Marcho, a pesar que sea inútil en apariencia. Aunque la propaganda gubernamental lo convierta en un logro menor. Aunque desaparezca en las miles de noticias diarias.

Una segunda multitud se une en una calle aledaña. De pronto somos miles en lugar de cientos. Las voces gritan hasta quedarse sin aliento. Hay miedo, hay alegría y de nuevo, la esperanza. Los brazos levantados hacia el cielo azul veteado de gris de esta Caracas inhóspita. Hay odio, claro que sí. Pero también, un desencanto más parecido a una solidaridad bulliciosa y cálida. Vamos todos juntos, todos los rostros de este país pesaroso y cansado. Vamos juntos otra vez, consolandonos unos a unos. Abrazados en la conciencia, sin saber a dónde nos conduce este amor súbito, esta conciencia inmediata de un deber moral brumoso.

Marcho a pesar del temor y la posibilidad de las balas, de la represión, de la prisión. Voy a marchar aunque me queda muy poca esperanza en una solución pacífica, aunque comienzo a admitir que quizás Venezuela ya no puede ser mi casa grande.

Marcho sin que nadie me lo pidiera, sin ninguna afiliación política. Marcho porque quiero hacerlo, porque deseo hacerlo, porque necesito hacerlo. Porque la frustración y la angustia me superan, son un peso insoportable que me lleva esfuerzos manejar a solas. De manera que marcho, lo hago en busca de solidaridad, de comprensión. De mirar el dolor compartido como un mapa sin retorno hacia mis principios y algo más confuso que me lleva esfuerzo comprender.

Alguien grita que hay un grupo de militares uniformados unos metros más allá de donde me encuentro, donde la marcha se bifurca y se abre en dos: la calle nos espera con todos sus peligros. Me inclino, aprieto la bandera entre las manos. La garganta se me cierra de pánico. Corro sin saber hacia donde lo hago. Alguien me empuja con firmeza. "Avance mija, no sabemos que pueda pasar". Quiero mirar, quiero saber que ocurre. Pero opto por obedecer. Pura inercia desesperada. Pero continuó caminando y de pronto, de nuevo caminamos con paso firme. El miedo se quedó en alguna parte que no logro distinguir. Cuando me vuelvo, tres hombres uniformados de verde me dedican una mirada rápida. Pasan de mi, observan a la multitud. Venezolanos también, pienso en medio del trajín, de calor sofocante, de este temor denso que me cierra la garganta. ¿Qué piensan al mirarnos? ¿Qué piensan al ver esta multitud enardecida y desordenada?

Marcho. Lo hago de luto. Lo hago en silencio. Lo hago cansada, agotada, agobiada. Con tanto temor de lo que pueda sucederme. Lo hago a pesar de las amenazas. Del hecho que seguramente tropezaré con la violencia en cualquier esquina. Que soy carne de cañón o quizás, sólo chivo expiatorio. Marcho con la bandera entre las manos pero,sin otra cosa que esta tristeza profunda que llevo en las manos como un estigma.

La multitud se funde en un abrazo a una tercera, que aparece bajando una esquina concurrida. Ahora somos tantos que al mirar atrás, el blanco y azul de la consigna se pierde a la distancia. Y avanzo, temblando ya de cansancio pero sin pensar en detenerme. Marcho mirando al frente, gritando algo confuso, sin verdadero significado. El puño en alto, la bandera descolorida. ¿Cuando lo hice por última vez? ¿Cuando sentí este furor sobre el asfalto? No lo recuerdo, me digo y de pronto, siento una cólera caliente que corroe hasta casi el dolor. Y siento más que nunca, la necesidad de estar aquí, en medio de esta multitud también enfurecida, triste y quizás tan necesitada como yo de consuelo. Estoy aquí y de nuevo, el propósito parece tener una directa relación con esa necesidad de ser visible. De recordarme algo mucho más profundo del temor en todas partes. ¡Estoy aquí!

Marcho por mi familia, la que está en el país y tiene miedo de hacerlo. Por la que se fue y a veces siento, perdí. Por todos mis amigos ausentes, por los que han muerto en estos veinte años de horror de y degradación del Venezolano. Voy a marchar por las víctimas, por los niños enfermos, por los hambrientos, por el grupo de venezolanos desesperados que comen comida a seis cuadras de mi casa. Por mi vecino que recibió un disparo y está en coma. Por mi primo que sufrió un asalto y ahora no se atreve a salir de casa. Por el muchacho que murió víctima de una granada y a quien nunca conocí. Por todos los dolientes que no conozco. Por los que me pesan y me duelen. Por mi círculo, por los silenciosos, los desesperados. Los aterrorizados. Por mi tía que no encuentra sus medicamentos, por el miedo de mi madre a morir por no encontrar los suyos.

Avanzo y en la calle siguiente, una marea de rostros cansados, afligidos pero persistentes nos espera. Todavía hay un largo trecho que recorrer, una visión enorme de país por construir. Quizás sea pura esperanza engañosa, me digo mientras corro con los brazos abiertos hacia esos miles de venezolanos que me esperan más allá. Quizás no tenga mucho sentido este nueva necesidad de comprender la esperanza a través de un gesto de fuerza. Quizás este pequeño espacio de consuelo en medio del dolor no tenga otro valor que el anecdótico.

Pero marcho, me digo cuando brazos me rodean y camino en una pared firme y compacta hacia el frente. Marcho por lo que espero, por lo que necesito crear, por lo que espero asumir como parte de mi responsabilidad por este país que aún es mio.

Marcho y seguramente volveré, a hacerlo. Por todas las ideas confusas y fragmentadas que ahora me hacen llorar, mientras camino entre esta multitud enfurecida, furustrada y sencilla. No sé si son buenas razones. Son las mías. Y hoy, en la calle, me vuelvo a recordar que esta transición no será sencilla. Que este trayecto es un proceso escarpado y violento.

Pero también recuerdo que soy terca. Terquísima. Una loca terca. Que soy Venezolana.

Y que sigo aquí.

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