miércoles, 7 de septiembre de 2016

La belleza del mal y otros terrores secretos: Hannibal Lecter y la crueldad contemporánea.




Dante escribió una vez que “todo espíritu siente una impenitente predilección por los abismos”. Algo en lo que también insistió Milton en su Paraíso Perdido, en el que miró la maldad “como un tipo de belleza insoportable”. Cual sea el motivo, la atracción y fascinación que ejerce el mal sobre la consciencia del hombre moderno — tan cínico y sin embargo, tan inocente — es mayor a la de cualquier otra época, donde la oscuridad y la luz parecían tan definidas y distintas entre sí. Para nuestra época, maravillada por la soledad y sobre todo descreída de todo dios y demonios, el mal es una deformación intelectual que subyuga, asombra y sobre todo, atrae hacia el fondo de los abismos. Una visión distorsionada de su propio rostro privado.
Quizás por ese motivo, los anti héroes modernos son casi siempre sofisticadas creaciones de la maldad. Los Villanos y enemigos del bien, suelen parecer mucho más atractivos y exquisitos que la moralidad extraordinaria con que nuestra cultura concibe al heroísmo. Y Hannibal Lecter — formidable, violento y exquisito — es sin duda una de las encarnaciones más brillantes sobre el tema. Después de todo, este hombre brillante, con un pasado violento y una afición al mal en estado puro, representa mejor que cualquier otro el nihilismo de nuestra época. Esa mirada un poco cansina y altiva sobre la vulgaridad de esa corriente búsqueda de lo correcto y lo venial. Lecter al margen de toda convención posible, es una poderosa metáfora de la maldad que convive en el mismo centro de la ilustración.

No se trata claro, de un fenómeno reciente. Ya para finales del siglo XVIII Bram Stoker planteaba la misma visión sobre la maldad en mitad de la sofisticación con su Drácula, su esquivo vampiro eslavo que luego de siglos de medrar en las sombras de un oscuro rincón de Europa, decidió cruzar mares y valles para atacar a la radiante Londres, centro de la incipiente industrialización y el nuevo positivismo Europeo. Nada más y menos que Londres, en donde se debatía el nuevo pensamiento moderno con tanto entusiasmo como en la vecina Paris. Londres, con toda su carga simbólica y llena de incredulidad por los viejos Dioses que comenzaban a agonizar y que parecían dejar a su paso una estela de destrucción de la fe y la confianza venial en lo invisible. Y en medio de ese paisaje desolado el Conde Drácula, encarnaba el mal visceral, sexual y potente. Un tipo de horror capaz de profanar las tranquilas noches brumosas de una ciudad moderna. De romper a fuerza de colmillo y horror, la noción sobre la bondad y el poder de las ideas en las que tanto confiaba la nueva generación nacida de la Iluminación. Quizás por ese motivo, Stoker no olvidó esa noción al incluir en su equipo de asesinos de vampiros, a un joven doctor John Seward, enloquecido y adicto al láudano. Un científico brillante pero frágil. Un hijo de la ciencia que debe enfrentarse al horror.
Thomas Harris, autor de la pentalogía que tiene por protagonista al personaje de Hannibal Lecter, hace otro tanto. Crea un personaje extraordinario que asombra por su capacidad para la violencia pero también por su refinamiento intelectual. Y lo hace creando un némesis impensable para esa bondad moderna encarnada en el orden de las leyes y la supuesta justicia cultural. Hannibal Lecter es un psiquiatra pero no uno cualquiera: ayuda a la policía de su adoptiva Baltimore en la lucha contra el horror. Se enfrenta al mal que el mismo representa y en ese juego de espejos y terrores, se crea así mismo como una visión renovada de lo que puede aterrorizar pero más allá de eso, seducir. Lecter es un psicópata, astuto a niveles imposibles de cuantificar pero también un depredador que caza sus víctimas en un coto de caza inquietante: las brillantes calles de una ciudad moderna. En una reinvención del Vampiro clásico, Lecter mata pero también come a sus víctimas. No obstante de canibalismo es algo más que la última transgresión hacia la naturaleza humana. Hay algo de simbólico y ritualista en la afición de Lecter por comer a quienes asesina.

El mismo Lecter lo sabe, porque como buen monstruo creado a partir de la noción moderna sobre la maldad, reconoce las raíces de la maldad con una enorme precisión. En una de los diálogos del libro “ El Dragón Rojo” (situado en línea temporal unos años antes de los sucesos que se narran en “El silencio de los Inocentes) Lecter se analiza a sí mismo con sus propias herramientas psiquiátricas y lo hace con una pasividad que asombra. Se reconoce como psicópata — “Me gusta matar y lo hago con deleite” dice a un asombrado Will Graham — y después remata con una conclusión sobre los horrores de su capacidad para matar. “Todos los asesinos guardan tesoros y premios de sus víctimas. Yo no lo hice. Me los comí” comenta con alegre desparpajo, sonriendo entre rejas. Asumiendo su monstruosa capacidad para la destrucción como un fragmento de su personalidad.

Una de las características que hacen a Lecter un monstruo más que cualquier otra cosa, es su inteligencia y su personalidad agresiva, en las que la violencia es una herramienta que no el medio, para expresar sus pulsiones. Mientras Drácula muerde y posee a través de la sangre (y disfruta haciéndolo por mero placer físico) y Víctor Frankenstein dota a su monstruo de una refinada inteligencia (de manera involuntaria y casi accidental) Harris crea en Lecter una criatura de espacios mentales definidos. Lecter mata porque quiere, no porque lo necesita. Y su mirada existencialista es fruto de su sofisticado punto de vista sobre esa maldad, no un accidente que le condena al dolor moral. De manera que, a diferencia de otros monstruos clásicos Lecter goza de la una visión amplia y pura sobre la raíz del miedo. Aficionado a la extrema violencia y fascinado por sus consecuencias, Lecter es capaz de admirar el dolor que causa como un espectador más. Pero a la vez, se maravilla de su talento para la destrucción y el asesinato. Con frecuencia Lecter disfruta y paladea de esa noción sobre el horror — mato porque lo deseo y puedo hacerlo — y lo convierte en algo más confuso. No se trata de un acto de expiación y tampoco de un sentimiento de enajenación clásico. Los matices en Lecter son interminables y sobre todo, conducen a una reflexión más profunda sobre su personalidad.

Thomas Harris comentó en una ocasión que para escribir a Lecter no se basó en ningún personaje real en específico, sino en muchos para crear un epítome de la maldad. No obstante, logró algo más complejo que eso. Lecter es narcisista pero también, un sujeto pragmático que no se refugia en fantasía alguna para matar. En “Hannibal” Harris deja claro que Lecter siempre supo tendría que escapar por sus crímenes y se tomó grandes molestias para evitar ser atrapado. Ese mero rasgo apunta a un hecho insólito en cualquier monstruo de la literatura: Lecter asume el mal y lo paladea. Lo disfruta y no lo justifica. Harris dotó a Lecter de conciencia — sobre sí mismo, sin ser moral — y eso aumenta su complejidad a niveles asombrosos. A diferencia de Drácula, que constantemente reclama a Dios su condena o Jekyll, que se aterroriza de las obras de Hyde, Lecter se deleita con la maldad sugerida, la que puede provocar y la que de hecho, provoca.

* La esencia del Horror: El núcleo de todos los temores.
La psiquiatra asume que toda personalidad psicópata nace debido a eventos de extrema violencia y todo tipo de situaciones traumáticas durante la infancia. También achaca el trastorno a problemas neuronales: todavía se discute si anomalías específicas en el lóbulo frontal del cerebro de etiología posiblemente genética, pueden producir un comportamiento psicópata. Thomas Harris, quien parece ponderar ambas opciones, no se decide por ninguna y construye una mirada sobre la psicopatía más relacionada con un terror malsano y emocional creado a partir de la infancia pero que además, se alimenta del espíritu y la inteligencia de Lecter como un parásito. Lo construye además, con un pulso extraordinario: Lecter no es sólo una víctima — que lo es en cierto ámbito — de la psicopatía, sino que logra dominarla hasta crear una mirada elemental sobre la naturaleza humana. Y mientras el personaje madura y avanza de novela en novela, su interpretación sobre si mismo, dolores y ausencias se hace cada vez más refinado. De la misma manera que su maldad, violencia y crueldad.

A diferencia de muchos autores que meditan sobre el mal originario, Thomas Harris asume la necesidad del contexto, quizás por sus conocimientos sobre criminalística y su intención de hacer a Lecter lo más realista posible. De manera que añadió a la mitología de Lecter una historia consistente sobre su infancia y primera juventud, que profundizan en el hecho de la maldad sin ofrecer opinión ni mucho menos justificación. En la novela Hannibal Rising (2006) Harris abre el espectro y nos muestra al Lecter niño y pasa a explicar con detalle los hechos y circunstancias que crearon al monstruo. Con la misma mirada obsesiva de Mary Shelley durante la creación de la criatura de Frankenstein, Harris se afana en lograr dotar a su Lecter de una historia a la altura de su futura maldad. Y lo hace desde un ambiente Dickensiano que desconcierta por su profunda dureza: A los seis años, Hannibal Lecter fue testigo del asesinato de sus padres. Convertido en custodio y protector de su hermana pequeña, Lecter avanza en medio de la Segunda Guerra Mundial con la mirada asombrada del niño y también con el temor intacto de la víctima. Pero eso acaba bien pronto: obligado al acto de supremo horror — comer del cuerpo de su hermana — de pronto Hannibal pierde no sólo la inocencia sino su cualidad humana. Y es entonces que acaece el nacimiento del monstruo. Hannibal Lecter se transforma en algo más, se hace una criatura a la periferia y se concibe a sí mismo como la piedra angular del miedo y el horror impensable. Lo sufre y lo provocará en un ciclo interminable.

En más de una ocasión, se ha dicho que Lecter — como monstruo moderno — representa la frustración y el miedo del hombre contemporáneo hacia la sofisticación que sujeta sus instintos naturales. Pero más allá de eso, este asesino de exquisito pulso, que no sólo come a sus víctimas sino que prepara con ellas platos de alta cocina, es la contradicción evidente y frontal al hecho de la maldad como una forma de reacción al dolor. Lecter no desea sólo destruir sino que elabora una idea mucho más compleja. Se toma el tiempo para disfrutar del dolor de sus víctimas y también, para articular un mensaje intrincado a través de la violencia. Y mientras Drácula bebe la sangre de frágiles mujeres victorianas, Frankenstein vaga en la penumbra en una búsqueda constante de humanidad y el doctor Jekyll intenta dominar al monstruo impensable que habita en algún rincón oscuro de su mente, Lecter se regodea en las maravillas del acto de crueldad último. Sosteniendo una copa de exquisito vino y degustando su obra — el asesinato transmutado en una celebración del mal iniciativo — compone de escena sobre el miedo y la violencia que supera con creces a sus antecesores y sobre todo, a la mirada en ocasiones simple del mal como un proceso de justificación de la conciencia rota.

Harris ha insistido con frecuencia, que el único que podría detener a Lecter es el propio Lecter, una idea compleja que podría pasar por efectista a no ser por sus implicaciones. Para Harris la raíz de la maldad de Lecter es algo más supremo y denso que el dolor que le provocó los hechos espeluznantes de su infancia. Hay algo pérfido pero también muy refinado en esa noción del mal por el mal y sobre todo, esa elipsis implacable que convierte a Lecter en un espejo imposible del mal contemporáneo. Lecter se considera a sí mismo grandioso y lo hace desde cierta frugalidad, idealizando su propio Yo “como superior”. Pero no lo hace desde el desvarío, la angustia existencial y la procacidad, sino desde el conocimiento de sus recursos mentales, físicos e intelectuales. Lecter no tiene criterios sociales y cada uno de sus asesinatos alcanzan un nuevo nivel de horror. Mata por el deseo de dominación pero también, en una curiosa mezcla de egolatría y placer. Por ese motivo, los espacios de Lecter carecen de la disolución y el terror de otros asesinos en serie. Para Lecter el acto de matar celebra antes que degrada y así lo comprende.

* Hannibal, el ícono:
En una ocasión, Thomas Harris declaró que cuando escribió “El Dragón Rojo” no sabía el impacto que causaría Lecter a sus lectores. Tanto como para opacar el resto de los personajes de la novela. Después de todo, el celebérrimo doctor aparece tan poco como para resultar anecdótico. Aún así, este Lecter que ataca desde la penumbra y la manipulación no tardó en convertirse en un ícono, primero de la literatura y después del cine. No reduce su impacto el hecho que sea un personaje complejísimo para su adaptación más allá de lo literario — como lo demuestra su reciente aparición en la pantalla chica — sino que por el contrario, parece aumentarlo. La figura de este caníbal exquisito — por refinado, por cruel, por un tipo de violencia que rara vez se analiza en el imaginario colectivo — alcanza una proyección destinada no sólo a personajes de peso y sustancia universal sino algo más anecdótico. Porque Lecter, con su sonrisa torcida, su mirada fija y su voz helada, es la encarnación de lo fatídico, lo aterrador pero también lo fascinante.

Por supuesto que, la criatura que Harris ideó para asumir la profundidad del mal moderno obtuvo su mayor de fama con su llegada a la pantalla grande en la piel del actor Anthony Hopkins, que supo encontrar el equilibrio entre un tipo de frialdad aterradora y violencia apenas sugerida que hizo al personaje cinematográfico inolvidable. Hopkins trabajó por meses para lograr la quietud ultraterrena de la mirada de Lecter — que parece esconder océanos de miedo — y su capacidad para aterrorizar a pesar de encontrarse encerrado en una celda de piedra de dos por dos. Y es que el actor pareció obsesionarse con el elemento que hace a Lecter inolvidable: esa quietud despótica y esa crueldad apenas sugerida que logró expresar en todo su esplendor. Una y otra vez el actor creó para Lecter un lugar espacial e intelectual de enorme valor argumentativo y le brindó además un ingrediente imprescindible: Verosimilitud.

Y es que el Lecter aterroriza por el mero hecho de la posibilidad de su existencia. Detrás de una placa de plexiglás, mira sin parpadear a una frágil Clarice Starling (interpretada por una Jodie Foster en estado de gracia) y la agrede con armas invisibles que resultan de tremenda utilidad para establecer una comunicación dura e hiriente. Lecter no tiene reparos en burlarse del acento sureño de Starling, de su aspecto e incluso su educación, para luego alabar su osadía y arrojo. Todo mientras la estudia con el ojo crítico del cazador, quizás decidiendo cómo la comería, todo un punto de honor para Lecter, quien considera el asesinato como una forma de halago. Para Lecter — tanto en la piel de Hopkins como la de su contraparte literario — el asesinato es un tipo de ritual complejo que implica cierta donación emocional. Por ese motivo, Hannibal insiste a Will Graham que “comería su corazón” y le insinúa a la jovencísima e inexperta Starling que devoraría su “fuerza”, aunque lo más probable que más allá de la abstracción se refiera a algo más concreto. Como el vampiro metafórico que es, la única forma en que Lecter puede poseer a alguien más es a través del canibalismo. Es la piel y no la sangre en la que reside su verdadera fascinación.

Eso hace que la complejidad del personaje — y de su cualidad monstruosa — sea aún más desconcertante. Lecter asume el placer desde lo oral — el ataque argumentativo que dedica a Starling se equipara a su deseo de comerla — y algo más difuso que parece esconderse en sus afiladas armas intelectuales. Como monstruo moderno, Lecter no es ajeno a la capacidad de nuestra cultura para deslumbrar con lo banal y por ese motivo, jamás muestra toda su personalidad y tampoco todo el horror que puede desplegar. Resulta aterrador por su simplicidad la manera como Lecter mata pero a la vez, envía y construye mensajes estéticos al hacerlo: En “El silencio de los Inocentes” se deleita con un placer casi sexual mientras asesina al Teniente Pembry, mientras escucha las variaciones Goldberg. En “Hannibal” crea toda una puesta en escena del horror para atraer a Starling. Pero es en “Hannibal Rising” donde el monstruo real se muestra formidable en su peso real. Lecter mata y lo hace con un placer impúdico que parece reflejar esa adolescencia marchita que atraviesa. Mata sin la sofisticación del adulto pero con la alegría del muchacho que es. El despertar sexual de Lecter — que Harris describe de manera torpe e incompleta en una serie de escenas sin resolución en la novela — se equipara entonces a la manera como perfecciona el arte de asesinar. Como hace del hecho de la muerte — y su belleza sugerida — una idea poderosa y potencialmente sexual.

De adulto, Hannibal permanece al acecho desde las sombras. Primero como el taimado psiquiatra que mira desde la periferia su obra máxima y después, como el prisionero cautivo que manipula los hilos con la habilidad de un tétrico titiritero. Cuando finalmente escapa y el mundo a su alrededor parece empequeñecer su amenaza — la crítica más habitual que suele hacerse tanto al libro como a la película Hannibal — Lecter se hace muy consciente de sus limitaciones pero también de la importancia de su ferocidad al momento de enfrentarse a sus enemigos naturales y al sistema judicial que pendula sobre él como una amenaza abstracta. Pero Hannibal remonta la cuesta con elegancia: Huye a un destino exquisito — una Florencia decadente que Harris construye a pinceladas melancólicas — y entonces mata desde la raíz misma de su capacidad para transformar la muerte en un triunfo. El símbolo acompaña a todas partes y la libertad del personaje se convierte en otra forma de amenaza. Si sólo Lecter puede detener a Lecter ¿Quién define al monstruo que nace de esa batalla a ciegas?

Ninguna de las novelas aclara que ocurre en realidad con Lecter más allá de la brumosa escena final de Hannibal (muy diferente entre libro y película). No obstante este brillante monstruo moderno crea algo más pendular sobre su naturaleza: ya sea a punto de asesinar a su objeto del deseo o deambulando en libertad por un mundo incauto, Lecter es algo más que una amenaza. Es la promesa fidedigna del mal absoluto. Del terror que yace en lo invisible. Un monstruo a la medida de un mundo incrédulo y cínico que apenas cree en su existencia.

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