miércoles, 30 de abril de 2014

La Canción del bosque perdido y otras historias de magia olvidada.






A mi abuela - la bruja, la sabia -  le gustaba coser, aunque yo nunca entendí por qué. Con mis descreídos ocho años, me parecía que no tenía demasiado sentido crear con hilo y agua - y paciencia, no olvidemos la paciencia - lo mismo que podía comprarse en una tienda. Era un proceso tan laborioso que me parecía incluso misterioso y que más de una vez, me pregunté que sentido podría tener. Mi abuela solía sonreír al escuchar mis comentarios, incrédulos y un poco desconcertados, sobre sus largas horas de labor silenciosa.

- Es una manera de soñar - me respondía a veces - Cuando creas, construyes algo que nadie ha visto nunca, que nació gracias a ti, que se hizo real porque lo imaginaste ¿No te parece eso hermoso?

Me lo parecía claro, aunque seguía sin entender demasiado la belleza que mi abuela veía en el largo proceso de coser y cantar. Porque para ella, era toda una ceremonia: las tardes de los jueves, ibamos al Centro de Caracas para comprar la tela que utilizaría. Recorríamos viejas tiendas del ramo, tan pequeñas que yo sabía formaban parte de esa otra ciudad, antigua y entrañable que abuela había conocido y que yo solo podía imaginar. Revisaba con sus dedos expertos la textura de la tela, comparaba sus colores y diseños. Compraba los carretes de hilos, mirándolos a la luz con atención de ojo experto. Finalmente, una anciana sonriente le vendía los botones: casi siempre de nácar, diminutas piezas de arte que mi abuela apreciaba especialmente.   Yo lo observaba todo boquiabierta, asombrada que algo que me parecía tan simple y cotidiano como la ropa llevara tanto esfuerzo y dedicación.

- Crear es abrir puertas en tu mente - solía decir mi abuela. Sobre su mesa de trabajo, conservaba en papel de cebolla los patrones que usaba para confeccionar sus ropas favoritas. Los había heredado de mi bisabuela y eran una curiosa mezcla de lineas y dibujos que yo entendía muy poco. Más de una vez, levanté la delicadas hojas de papel cebolla al sol para intentar comprenderlo, sin lograrlo. Pero para mi abuela, eran un mapa de ruta al fino arte de construir algo bello y profundamente personal. Los colocaba con cuidado sobre la tela, los aseguraba con alfileres y entonces, comenzaba a cortar, con una delicadeza infinita la tela. De pie a su lado, miraba todo con ojos asombrados. El Chas chas de la tijera al cortar parecía lanzar destellos en medio de la luz del mediodía, como si la tela tuviera vida propia o aún mejor, comenzara a despertar de su sueño tranquilo gracias a las manos de mi abuela.

- La ropa es una parte de tu historia. Muestra quien eres, por sencilla y anónima que sea. De manera que coser a mano es una visión de quien eres desde el origen. Una reflejo de tu mirada al mundo a través de que llevarás puesto, lo que contará a todos los que te miren pequeñas historias sobre ti - me explicó una vez. Luego de cortar las piezas que formaban la prenda, venía el laborioso trabajo de coser, puntada a puntada mangas y esquinas, borlas y tiros. Abuela lo hacia con una delicadeza manual envidiable y también con una atención al detalle que tenía mucho que ver por el amor que le brindaba a lo que asumía como una manera de crear. Para ella, se trataba de crear un lenguaje silencioso, puntada tras puntada, la tela convertida en el lienzo de lo que creía era una forma de crear un tipo de belleza muy particular.

Sin embargo, seguía sin comprender su esfuerzo, incluso cuando me maravillaba siempre del resultado: los hermosos vestidos que parecían flotar en el aire de la tarde, las blusas delicadas que se ajustaban como un guante a su cuerpo, las delicadas obras de pasamineria que llevaba como un simbolo de su manera de pensar y de comprender la ternura de lo artesanal. Por entonces, yo aún no escribía o fotografiaba, aunque ya estaba medio enamorada de las palabras, de las narraciones en voz alta que escuchaba en la cocina de mi abuela y de esos paisajes enigmáticos que los libros guardaban en sus hojas. Pero aún no comprendía lo esencial del milagro de crear, de brindar un lugar en el mundo de las cosas a los sueños. Tal vez por ese motivo mi abuela siempre sonreía ante mi asombro y esa juvenil incredulidad.

- Vendrá el tiempo en que traerás a la luz lo que vive en tu mente - decía. Con cuidado, doblaba el vestido que pieza de ropa recién nacida de sus manos. La envolvía en papel y la guardaba con enorme delicadeza en los gabinetes de madera de su habitación - y entonces comprenderás porque cada cosa que haces tiene un lugar especial en el tiempo que transcurre, en la belleza de lo que se ama, en el poder de la imaginación.

El sonido de su voz, ondeando bajo la luz del sol.


La primera vez que leí un libro, era muy pequeña, de manera que en ese recuerdo, el libro me parece muy grande, tanto como la vida misma. Lo sostengo entre las manos, y saboreo las palabras con cuidado. Los ojos muy abiertos para no perderme de nada, los dedos palpando la hoja para disfrutar de su textura, del sonido de las palabras entre los dedos. ¡Y la historia! ¡Ah, que extraordinaria belleza! sinuosa y elegante, alzandose a mi alrededor, creando castillos desconocidos, montañas anónimas, un nuevo paisaje en mi espiritu. Cuando acabé de leer la última frase, apreté el libro muy fuerte contra el pecho y pensé que aquello era un milagro, algo fuera del mundo de las cosas normales. Magia pura.

Y pensé que eso era lo que deseaba para mi. Lo supe muy claro los días siguientes, cuando leí el libro de nuevo y tuvo un sabor distinto. Las palabras flotando a mi alrededor, las páginas susurrandome secretos. ¡Eso quiero! pensé asombrada por lo evidente, lo fácil que resultaba la idea. ¡Quiero unir palabras con palabras! ¡Quiero crearlas! ¡Quiero que nazcan en mi! ¡Quiero que me canten viejas canciones olvidadas! ¡Quiero tomarlas entre mis dedos y lanzarlas al aire para verlas volar! ¡Palabras! ¡Las quiero todas, las atesoro todas! ¡Quiero que sean mías, parte de mi vida, parte de todo lo que hago, de cada sueño, de cada despertar, del sonido de mis pasos, del olor del viento en la ventana, de los pequeños y grandes conquistas! ¡Quiero el poder de verlas nacer, de acunarla entre mis brazos, de cuidarla con cuidado, de acariciarla con una sonrisa! ¡La quiero todas para mi!

Me obsesionaba la idea. Me seguía a todas partes. Me la encontraba al mirarme en el espejo, mientras bebía un poco de te mirando por la ventana. ¿Y las palabras? ¿Me escuchan? ¿Están allí? La siguiente ocasión en que acompañé a mi abuela para comprar telas, le pedí en voz muy bajita y avergonzada, si podía comprarme un cuaderno. No para la escuela. Un cuaderno para mí, con rayitas pero donde no escribiría tareas. Ella me miró con una sonrisa, tan alta y radiante como el sol de esa tarde agosto de una Caracas olvidada.

- Por supuesto. Y también te regalaré un lapiz.

¡Un lapiz y un cuaderno! lo miré todo sin poder creemerlo. Un cuaderno con todas sus hojas en blanco donde podría escribir lo que quisiera. Un lugar para llevar a vivir mis palabras recién descubiertas. Sentada en el escritorio de mi abuela, tomé el lapiz y respiré muy hondo. Ella me dedicó una mirada atenta y cariñosa, desde su mesa de coser. El brillo de la aguja entre los dedos, el hilo flotando enredado en su muñeca. Me sonrío y supe que ella entendía ese mínimo silencio que yo disfrutaba, el sabor de la emoción que me llenaba la boca. Y las palabras, allí, al borde del lapiz, tan cerca del mundo real que casi podía escucharlas, susurrando. Cerré los ojos. Intenté escucharlas mejor. El murmullo de un sueño, una puerta abriendose en mi mente. Entonces ocurrió. Lo sentí con tanta claridad que se escapó un jadeo de emoción.

La primera palabra.

El lapiz apoyado en el papel, creando, creando. Las palabras brotando. Y esa sensación portentosa, de nacer otra vez, de construir algo nuevo, que nadie ha visto nunca, que comienza a cobrar sentido porque yo se lo brindo. Mi abuela mirandome, la tela entre las manos. Sus dedos hábiles creando también, un sueño, un lenguaje secreto. ¿Esto es? ¿Esto es la magia que nace de entre las manos abiertas? ¿Las que brota, como la semilla de la Tierra? ¿Como el árbol que estira las ramas hacia el cielo?

Magia verdadera.

Cuando escribí la primera hoja estaba llorando. No recuerdo bien que escribí, si fue un corto relato torpe o simplemente uní las palabras a Capricho, pero si recuerdo haber llorado, feliz, asombrada, desconcertada. Las manos vibrando de calor, de ese poder inaudito recién descubierto. Acaricié la hoja con la punta de los dedos, con cuidado. El olor de las palabras flotando a mi alrededor.

- Crear es una manera de soñar - repitió sonriéndome - ¿Ya lo entiendes no? Esa semilla que brota de un lugar muy profundo, inolvidable. Esa necesidad de construir lo que será, lo que en el futuro será tuyo tanto como lo es tu mente. Cada cosa que creas...
- Es magia - murmuro. Lo hace la mujer que toma el lápiz con los dedos doloridos, la sonrisa emocionada. Lo hace la mujer en la que me convertí, creando y soñando, que mira el mundo a través de las palabras y las páginas de un libro. La mujer que aprendió que cada obra de la imaginación es un sueño, es una muestra de voluntad de trascendencia, es una forma de poder real.

Silencio. Las manos extendidas sobre la hoja. El sonido del viento y del sol danzando en mi cabello. Silencio, soy este poder, esta sensación pura y ferviente. Soy esta sonrisa al despertar de lo que sueño, de lo que admiro, de lo que deseo. Tomo otra vez el lapiz, me inclino. La vela encendida a mi lado chisporretea, la pequeña llama se eleva en un pequeño chisporreteo. Y las palabras brotan, las palabras nacen.

La sonrisa en mi espíritu. El placer de soñar.


La canción del tiempo olvidado: Paisaje de sonrisas.

Para la Tradición de Brujería que practica mi familia, toda forma de arte es una manera de crear poder y magia. En diversas tradiciones y creencias de origen pagano, los artistas son considerados no solo como visionarios sino también, constructores del lenguaje divino. Con frecuencia se llevan a cabo rituales que celebran esa poder y esa conexión con lo trascendental, una celebración a ese poder de mirar el tiempo y la propia historia personal como una obra de arte. Uno de ellos es el siguiente:


Necesitarás:

* Una vela Blanca.
* Hojas de Laurel (al menos diez)
* Cualquier obra artistica que hayas creado, de cualquier tipo.

Disposición:

Toma las hojas de Laurel y forma un ciculo con ellas. Sientate en el centro y enciende la vela mientras invocas:

"Que el poder del Universo bendiga mi visión
Que la Tierra recuerde el color de la historia
Que el viento cante mi canción
Que el mar atesore mis secretos
El fuego baila en mi corazón
Así sea".


Ahora toma tu obra de arte y levantala. Invoca de la siguiente manera:

"Soy mis palabras
Soy mis ideas
Soy el tiempo infinito
Que el Universo escuche mi voz
Así sea"

Disfruta un momento de tu propia necesidad y capacidad para crear. Escribe, pinta.  esculpe a la luz de la vela y recuerda que hace ese momento de especial belleza, esa emoción que te brinda construir tu propia opinión sobre el mundo y lo que te rodea. Una forma de comprenderte, quizás.


La palabras cantan desde la hoja en blanco. Y siento, en medio del silencio que nace después, que es parte de mi mente, que construye paisajes y rostros en mi imaginación, genuina paz.

C'est la vie.



La bruja que miraba las páginas abiertas de un libro y otras historias de sonrisas.






El cementerio le pareció desolador, aunque no precisamente triste. Era un lugar apacible, con sus cruces torcidas y las piedras rodeándolo, como pequeños deudos silenciosos. La muchacha miró el paisaje, con el libro entre las manos y creyó encontrar el lugar que había buscado durante tanto tiempo y que le permitiría escapar del dolor, del trasiego de las cosas normales, de la tristeza....

Parpadeé. La imagen había sido tan clara en mi mente, que por un momento, no me encontraba en la cocina radiante de mi abuela, sino en ese paraje de pesadilla que describía mi abuela, rodeada de hierba muerta y con la silueta de tres cruces torcidas levantándose a la distancia. Sonreí, mientras continuaba escuchando la historia de la muchacha que huía de la severidad de sus padres entre las páginas de un libro y como había encontrado el cementerio más triste y solitario del mundo. Escuché el rumor del viento en las palabras de mi abuela, la manera como el paisaje parecía surgir del génesis mismo de sus palabras y me asombró su poder.

Desde niña, me acostumbré a escuchar las historias que se contaban en la cocina de mi abuela. Incluso antes de entenderlas completamente, era un público cautivo de la costumbre de narrar en voz altas pequeñas narraciones, que no solo formaban parte de la tradición de Brujería, sino incluso de la imaginaria popular. Era un deleite, quedarme sentada muy quieta, mientras las palabras me elevaban, me envolvían para llevarme a un lugar lejano, extraordinario, donde podía ocurrir cualquier cosa. Con los ojos muy abiertos y mi taza de café en la mano - siempre con leche y muy diluido en honor a mis pocos años - veía con claridad los lugares y personas que mi abuela y tias contaban, que describían con tanto detalles como si realmente existieran. Y quizás era así sin duda: Por un momento el velo entre la realidad y la fantasía se descorría para construir algo más sustancioso, real y hermoso. Un mundo donde los matices de las cosas, parecían transformarse en algo bello y dúctil, que luego podría atesorar. Una puerta abierta en mi imaginación.

Con el transcurrir de los años, me enteraría que la costumbre de contar historias ha formado parte de la Tradición de Brujería por siglos. Una manera no solo de transmitir conocimientos, sino de construir una nueva dimensión de cada una de las historias que la creencia conserva. La idea me parecía fascinante y cuando le pregunté a mi abuela de donde provenía, sonrío, como si pudiera comprender mi curiosidad, ese entusiasmo mio por un habito que parecía unir generaciones de hombres y mujeres en un hilo de imágenes y sueños. Una versión de la realidad que se construía pedazo a pedazo, sueño a sueño, palabra tras palabras.

- El conocimiento se ha transmitido por vía Oral desde las primeras culturas primitivas - me explicó, sentadas juntas compartiendo el olor lozano del Romero que hervía en el puchero y el de la Caracas en pleno Verano, derramándose por la ventana abierta - primero de padres a hijos, después de maestros a pupilos. En realidad, la palabra fue la primera forma de conocimiento, la piedra ángular de toda tradición y visión posterior sobre el tiempo y quienes somos.
- Pero antes la gente no escribía - pregunté. Recordé las imágenes sobre los simbolos rupestres que llenaban Europa y me pregunté si eran parte de esa noción de contar nuestra propia historia que parece parte del espíritu humano.
- No, pero si recordaba - respondió abuela - la memoria colectiva fue la primera forma de conocimiento. Y también de sabiduría. Para muchas tribus, el conocimiento que se heredaba, se conservaba y se asumia como parte de la identidad de los miembros de la familia y de la Aldea, era sagrado porque consagraba la palabra a contener todo conocimiento y acontecimiento de la historia que todos compartian. Era un momento supremo, de profunda belleza, cuando todos los miembros de la aldea se sentaban alrededor del fuego para escuchar las viejas historias. Un renacimiento, una experiencia colectiva que creaba una identidad sobre quienes eran y de donde provenían.

Imaginé la escena con tanta claridad que me hizo sentir escalofríos de asombro: las familias y amigos sentados alrededor de un fuego muy alto y brillante. Iban desnudos, o quizás, solo tocados por los ornamentos ceremoniales. Y todos, escuchaban con atención las palabras del viejo sabio. O la mujer, me dije a mi misma con una sonrisa. Ambos, sentados uno junto al otro: ella muy vieja y con el cabello blanco cayéndole sobre los hombros, el con el rostro lleno de arrugas. Las palabras fluyendo en figuras, recuerdos, mitos, pequeños fragmentos de miedo y asombro. Todos unidos por una linea incadescentes de conocimientos que se transmitía de generación en generación.

- ¿Y en la brujería es parecido? - pregunté. Me entusiasmaba el tema. Desde mi niñez, había disfrutado siempre de las veladas de escuchar historias, pero una vez que había comenzado a aprender los rudimentos del viejo arte, la narración oral se había convertido en algo más, en una expresión profundamente sentida de mis creencias. Me gustaba escuchar los cánticos, que hablaban sobre la Luna y el Sol y que celebraban los rituales que llevábamos a cabo. O las historias sobre héroes y mitos tan antiguos que parecían confundirse unos a otros, mezclarse para crear algo mucho más esencial y hermoso. Una historia cien veces contada, una idea tan profundamente espiritual, delineada con cuidado por cientos de voces, por todos los recuerdos que creaban y se sujetaban unos a otros para existir en un único instante, en una extraordinaria visión del ahora.

- La historia de la Brujería es la historia del conocimiento, de la curiosidad y el poder del espiritu humano - dijo mi tia L. cuando me escuchó comentar sobre el tema. Como artista, para ella la brujería era un testigo del arte de creer y construir visiones de la realidad a través de la fe. Un bello concepto que siempre me pareció asombroso - Puedes llamarle brujería, o simplemente esa necesidad natural que todos tenemos de creer en nuestra visión del mundo, en la Tierra que nos sostiene, en la historia que compartimos. La Tradición Oral es parte de esa insistencia en recurrir una y otra vez a esa palabra Universal para contar la misma historia.

Tal vez por esa interpretación suya sobre la fe y la devoción, era que sus esculturas siempre eran mujeres sin rostro, primitivas y muy bellas. Tia L. en realidad no era mi tia, sino una de las amigas más queridas de mi madre y la admiré siempre por su necesidad de buscar sus propias ideas y definiciones. Era una rebelde nata, como se definía con frecuencia, pero sobre todo, una libre pensadora, una mujer capaz de asumir el valor de su propia visión de la verdad y del cuestionamiento individual. Y sus pequeñas obras de arte - siempre mujeres de cuellos largos, cuerpos voluptuosos, cabellos largos - era un simbolo de algo mucho más profundo y esencial: el origen de su fe en el mundo de las ideas, quizás.

- Todos queremos ser recordados - dijo. Su taller tenía una enorme ventana desde donde podía verse el paisaje de una Caracas desconocida, una ciudad muda, hija de la montaña y de la Tierra. Era un buen lugar para pensar y soñar - Todos queremos ser parte de una historia más grande que la nuestra, que nos sobrepase, que forme un ideario lleno de cada fragmento del yo iniciático que forma parte de nuestra identidad. Y las creencias, forman parte de esa necesidad. La brujería resumió esa fe devota de pueblos enteros por la naturaleza desconocida, por las montañas furiosas, por la lluvia violenta. Por el silencio plácido del viento. Les brindó rostro, un sentido. Las conservó para el futuro, las instauró como parte de la memoria popular.

Pero ¿Era tan simple? me pregunté pensando en sus palabras. ¿Una aspiración de trascendencia? pensé en lo que me hacia sentir las narraciones que contaba mi abuela y mis tias, en la manera como sentía un emoción genuina al conectarme y comprender de la memoria que se divulga. Mi tia E. asintió escuchándome, mientras cosia con dedos hábiles en su lugar favorito de la casa.

- Puede ser, pero también es una feroz necesidad de crear - dijo - no todo es tan simple como un vinculo entre lo absurdo y nuestra necesidad de brindarle orden. Hay algo más elemental, una visión profunda que nace de la Tierra, de esa memoria poderosa que te pertenece a ti y a mi. Que se crea, se construye, se entremezcla, se asume, se eleva, se individualiza. Somos, parte del mundo pero también de nuestra mente. Y la Tradición Oral nos lo demuestra.

Sonreí. Y pensé en los rituales de Luna Llena, donde abuela cantaba en voz alta, contando historias, como quizás lo había hecho en el pasado miles de mujeres. Quizás con las mismas palabras u otras muy parecidas, con el poder iniciático de soñar, de asumir la fuerza de esta Tierra fértil que nuestro espiritu, de la fe que ese expresa en la imaginación.

Y son palabras, claro, para soñar, para encontrar significado. Palabras que construyen las historias, que asumen un peso profundamente significativo en esas pequeñas tradiciones, que se llevan entre los dedos, en las manos que se abren al futuro. En los ojos cerrados de la mujer que baila bajo la Luz de la Luna, de la que grita su nombre al mar.

Imaginé entonces eras enteras donde las palabras unieron a madres e hijas, esposos y esposas, cada hilo diminuto que se entretejió hacia el futuro, que se elevó por encima de las tristezas, de las lágrimas, de lo finito, de lo que se pierde y está destinado a morir. Porque la historia brilló muy alta  y siguió su camino, en el fuego de la tribu, en el silencio de la sala de la vieja casa, en el claro del bosque. Y allí y allá, en medio del silencio de la noche, encontró voces que repitieran su nombre, la magia de creer y confiar.

La muchacha continuó visitando el cementerio una y otra vez, aunque sabía que los espíritus la escuchaban atentos. Pero no sentía temor, sino asombro, por esas miradas invisibles, por sus canciones enredadas en el viento. Regresó muchas veces,  con un libro entre las manos, para leer en voz altas las palabras que no quería olvidar. 

Como siempre al final de una historias de mi abuela, los ojos se me llenaron de lágrimas de emoción. Magia pura, pensó la niña de once años que fui, que celebró la historia que ahora le pertenecía que recordaría muchos años después. Magia pura, piensa la mujer en que me convertí, mientras escribe esto, recordando para obsequiar una herencia de palabra y sonrisa a quien pueda leerme, a los nuevos hijos del Sol y de la Luna, a quienes como yo, confian en esa pequeña magia de sonreír.

C'est la vie.

Proyecto Una película cada Viernes: El discreto encanto de la Burguesía de Luis Buñuel.







Enfant Terrible, incorregible por naturaleza, Luis Buñuel siempre pareció al borde de lo que el arte, por necesidad, consideraba comprensible. Por supuesto, no se trata solo de la especialísima personalidad del aragonés, sino también de esa visión desconcertante que tenía sobre la realidad, fruto y consecuencia directa de esa necesidad suya de reconstruir el discurso artístico. Ya lo dijo más de una vez: "No nos importaba si el cine era arte o no. Eso sí, nos gustaban el humor y la poesía que encontrábamos en él." Y es que para Buñuel la expresión artistica formaba parte de algo que sobrepasaba la simple lógica, la idea más elocuente, incluso la simbología visual más profunda. Para el director y escritor, el arte era sin duda ya la mayor forma de subversión y el cine, su conclusión más directa.

Quizás por eso, a Buñuel se le reconsidera un reformador del lenguaje visual, aunque en esencia sea más un gran espontáneo de la imagen, que una observador subversivo de la realidad. Desde la desconcertante "Un perro Andaluz" hasta sus visiones más elaboradas como "Ese oscuro objeto del deseo" Buñuel creó un lenguaje cinematográfico a su medida, una revisión de la estructura visual que recreó esa extravagante opinión del director sobre el mundo y sus simbolos. Y no obstante, Buñuel jamás pareció estar satisfecho con esa recreación del yo creador, y mucho menos, con esa insistencia del cine en definirlo, en comprender ese mezcla casi caótica de construcción visual en el sentido puro y surrealismo. Rebelde y contestario, Buñuel se enfrentó una y otra vez al dogma de la estética, para crear algo totalmente nuevo, profundamente significativo y burlón. El cine sin sentido o mejor dicho, el lenguaje cinematográfico convertido en puro egoísmo estético, en esa interconexión subjetiva entre el creador y su expresión artística.

El mejor ejemplo de esa visión del absurdo con un sentido personalísimo, es sin duda "El discreto Encanto de la Burguesía", una elaborada y caótica visión a los lugares comunes, lo cotidiano y la reinvención del mito estético de lo absurdo. En ella, Buñuel dio una vuelta de tuerca no solo a su lenguaje visual, sino también a su propuesta del surrealismo. Ya no hablamos de una escena y un trasfondo netamente absurdo, sino algo más esencial, mucho menos evidente, pero tan o más efectivo que sus anteriores recreaciones de universos anarquicos.  Con un pulso que asombra por su destreza visual y apoyado en uno de sus guionistas favoritos Jean-Claude Carrière, Buñuel decide explorar ya no el caos narrativo ni tampoco la superposición de ideas visuales que desbordan lo rutinario, sino algo más concreto: esa linea que divide lo cotidiano y lo habitual, que lo desborda y lo erosiona. Es entonces que el escenario de "El Discreto encanto de la Burguesía" comienza a tomar sentido: de las brutales visiones del tiempo irracional que Buñuel ha hecho gala en otras películas, aquí lo absurdo es mucho más sutil. Un juego de espejos donde lo cotidiano se distorsiona y se tranforma en algo más, en una contradicción a esas escenas de una aparente cotidianidad que se entremezclan en un mosaico casi construido a la medida para desconcertar. Porque Buñuel ya no necesita, como en su juventud, impactar frontalmente al espectador. Ahora opta, por una interpretación sutilísima de la paradoja, de lo que sobresalta, de lo que no parece encajar en lo que se mira. La historia de fondo - desabrida e incluso lineal - se desarrolla y a su vez, otra transcurre al mismo tipo, justo bajo el limite de lo aparente. Es ese juego de realidades, perspectivas e intepretaciones el mayor acierto del director. Una reinterpretación inusual de lo que consideramos real a través de su obsesión con lo chocante y lo inquietante.


Con frecuencia se insiste que "El discreto encanto de la Burguesía" es sin duda, el film más "maduro" de un Buñuel en estado de gracia, y sin embargo, no se trata realmente de una evolución estilística ni mucho menos una reconstrucción del lenguaje visual del director. En realidad, la película es solo una nueva de afrontar las obsesiones del director, una nueva forma de ridiculizar la normalidad, en esta ocasión personificada por el refinamiento de un mundo perfectamente medido que debe enfrentarse con el absurdo. Y Buñuel lo hace usando sus habituales guiños de puro cinismo conceptual: desde su menosprecio a la burguesía, resumiendola a una colección de clichés que rayan lo caricaturesco, hasta su evidente necesidad de convertir su opinión sobre la Iglesia en un símbolo de apostatia y un claro rechazo a cualquier mito cultural.

Y a pesar de esta reinvención del estilo Buñuel, el director no olvida sus propias ideas y esa necesidad suya de convertir cada historia visual que cuenta en una nuevo análisis sobre la sociedad en que vive. De la misma manera en que lo hizo en la película "La Edad de Oro" (1930) Buñuel trasforma un escenario aparentemente caótico en una escena, un espejismo donde se entremezcla la metáfora visual y el discurso esencial que desea construir a partir de ese caos a medio sugerir. El argumento de "El Discreto encanto de la Burguesía" va más allá de las diversas situaciones que convergen en las numerosas escenas para elaborar algo más consistente, un una especie de interminable reflexión sobre la realidad, lo tópico, lo corriente, lo que nos asombra y nos confunde. Las situaciones absurdas se suceden unas a otras, pero sin embargo, no se contradicen entre sí, transcurren en una especie de orden misterioso que logra sostener el guión, a pesar de los momentos donde el caos argumental parece hacer presión sobre la simple continuidad del film. Pero Buñuel sabe lo que hace e insiste: el caos aumenta y también su insistencia en asumir lo surreal como vehículo de expresión idóneo para ese mensaje entrevisto que desea transmitir y que finalmente, parece rebasar incluso la simple intención de la película de contar una historia.

Por supuesto, al final Buñuel triunfa. El espectador abrumado por el juego de luces que supone su lenguaje visual, se cuestiona lo que ha visto, incluso lo que ha comprendido sobre el film. ¿Una sucesión de escenas que transcurren sin sentido? ¿Un elaborado mensaje sobre la moralidad frágil del mundo que creemos normal? ¿O quizás algo más enigmático que no llegamos a comprender del todo? Buñuel no responde a ninguna de esas preguntas. Es probable que tampoco fuera su intención. Pero la obra permanece en la memoria, para asumir ese desconcierto de una brillante puesta en escena y a su vez, una combinación de simbolos que trascienden incluso a su mismo creador. Un trampa exquisita y carente de sentido que el espectador no llega a comprender en realidad.

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Todos los rostros de la Venezuela contemporánea: ¿Quienes somos?



Mi abuela paterna era una ferviente "Copeyana", como se le llamaba hace un par de décadas a los militantes del partido político social Cristiano "COPEI" (acrónimo de Comité de Organización Política Electoral Independiente) y no se molestaba en disimularlo. En su casa, tenía una fotografía del ex Presidente Luis Herrrera Campins y siempre que podía, alababa la visión tan tradicional del llamado partido verde. Mi abuelo, por el contrario era un "Adeco", un militante del partido Acción democrática desde su juventud.  Se unió a las filas de la organización durante los años posteriores a la caída de Perez Jimenez y acudía a la conocida "romería blanca" puntualmente cada año. Más de una vez, me hizo reír al vociferar para quien quisiera escucharlo "Adeco hasta en el otro mundo".

No obstante, en casa de mis abuelos jamás se hablaba de política. De hecho, era un tema que se tocaba tan poco que era inexistente, a pesar del retrato de Herrera Campins en el estudio y de la gorra con el emblema de acción democrática en la habitación de las herramientas del abuelo. Porque la política no trascendía ese limite silencioso y sutil entre lo domestico y lo usual. La política, quizás por costumbre o simplemente porque no se comprendía como parte de la cultura, era una idea que parecía muy lejana, incluso desconcertante. Parecía resumirse a momentos muy puntuales: Los meses previos a cualquier evento electoral, las esporádicas retransmisiones de algún mensaje presidencial o esa rareza comunicacional como por entonces se consideraba a las llamadas "Cadenas". Tanto en casa de mis abuelos como en cualquier otra parte, la política no trascendía más allá que una conversación rutinaria, una idea casual que de vez en cuando tropezaba con lo cotidiano. Una visión desdibujada del poder, invisible pero presente a medias, en la vida corriente de cualquier Venezolano.

Siendo una adolescente, comenzó a interesarme la política más allá de ese hecho circunstancial de la elección y del personaje esporádico en la pantalla del televisor. Nunca supe muy bien que despertó mi interés: tal vez se deba al difícil momento histórico que sufría Venezuela, con esa herencia de la convulsión social que simbolizo el 27 de Febrero de 1992 o el hecho notable, que de pronto la política se había convertido en algo más que elecciones, en una idea mucho más orgánica y fundamental que esa interpretación un poco lejana que hasta entonces había tenido. Recuerdo que por entonces, había una cierta efervescencia en torno a la figura de la reivindicación social - que yo no entendía demasiado - y más aún, luego que Aristóbulo Isturiz ganara la alcaldía del Municipio Libertador, venciendo de manera sorpresiva a la maquinaria electoral de los partidos tradicionales en un golpe de efecto que asombró a propios y extraños. Tengo una imagen muy clara de la noche de su triunfo: Isturiz, emocionado y desconcertado, fue llevado en hombros por una multitud. Finalmente, alcanzó entre tropezones la tarima, rodeado de periodistas. Sonriendo, tomó uno de los microfonos que le ofrecían y grito: "¡ganamos coño!"

A mi abuela, la copeyana, no le gustó el triunfo del candidato de la Causa R (Causa Radical) y mucho menos aquel espectáculo de multitudes, esa aclamación entre vitores de puños cerrados y efervescencia pública. Mi abuelo la llamó "criticona" (llevaba la gorra de Acción Democrática cuando lo hizo) y ambos rieron por el inusual espectáculo de un alcalde que no llevaba traje ni corbata. Mi abuelo, lo olvidó rápido pero mi abuela, siguió preocupada unos meses después.

- ¿Que te molesta del profesor Isturiz? - le pregunté. Mi abuela se encogió de hombros.
- No sé, hija Yo creo que un buen funcionario público debe gustarle lo que hace y no llegar de improviso - dijo - pero eso ha pasado siempre. En Venezuela, la política es cosa de oportunistas y pocas veces de gente inteligente.

El ídolo de mi abuela - a pesar de que no era copeyano, me aclaró más de una vez - era Jóvito Villalba, uno de los propulsores de la Junta Patriótica que se crea en Caracas en el año 1957 y que se enfrentó desde el exilio a Perez Jimenez. Un hombre comedido, inteligente y sobre todo profundamente comprometido con el país, mi abuela lo consideraba una especie de héroe diminuto y anónimo de la escena política nacional. Respetable como pocos funcionarios, fue siempre para ella un ejemplo de lo que lo que un funcionario Venezolano debería ser.

- Pero además, era un hombre que sabía que el poder puede dañar. Que estaba profundamente convencido de la responsabilidad que se lleva sobre los hombros cuando se representa a un país - me explicó - todo funcionario debe recordarlo de vez en cuando: No son héroes. Son servidores del ciudadano.


Pensé en esa frase por semanas enteras. Y es que esa bipartidismo poco claro a la Venezolana, el servicio público no parecía ser una de las prioridades para el funcionario público. En nuestro país, el funcionario era tramposo, oportunista. Una figura ambigua que utilizaba el poder en beneficio propio, que mover los hilos para convertir el pesado aparato estadal en un monstruo burocrático para su propio beneficio. Quizás por ese motivo, me sorprendió comprobar que en otros países, la administración publica era parte de una visión de país mucho más moderada y sobre todo eficiente. Cuando comencé a leer sobre experiencias de trabajo político en España, Suiza e incluso la cercana Argentina, descubrí que la política podía ser mucho más que una imagen eventual en la pantalla de televisión, un voto a ciegas. La preeminencia de una idea clientelar sobre otra.

Por entonces, Hugo Chavez era candidato presidencial. Había un aire de efervescente enfrentamiento de ideas, una discusión publica sobre la refundación de la República. La constituyente, la apolitica, el enfrentamiento directo con las ideas tradicionales sobre el Estado Venezolano estaba en boca de todos. Incluso de mi abuelo adeco, ahora viudo y convertido en un tranquilo jubilado que escuchaba con atención lo que ocurría en las calles del país.

- Me preocupa sea un militar - me dijo cuando le pregunté su opinión sobre Hugo Chavez - hay una insistencia enorme en el tema del Militar como símbolo de prosperidad.
- Por Perez Jimenez - comenté. Mi abuelo se encogió de hombros. Nos encontrábamos en la tranquila sala de su casa, escuchando al candidado Hugo Chavez conversar en voz comedida y elocuente con un periodista. Lo recordé como la primera vez que lo había visto: Sobreviviente a su propia historia de violencia. ¿Quien era este hombre que representaba un tipo de aspiración social desconocida hasta entonces en Venezuela?
- Y también porque el Venezolano aclama al guapetón de barrio, al que insulta, al que habla a gritos - respondió mi abuelo - y este hombre encarna todas estas cosas.

Tenía razón. Años más tarde, el verbo pugnaz de Hugo Chavez transformó a Venezuela en un campo de batalla ideológico de consecuencias imprevisibles. Y es que la política rebasó la linea invisible de lo doméstico y se hizo parte de cada conversación, de cada aspecto del país, de cada detalle y expresión pública que formara parte de la vida cotidiana. De pronto, la política se discutía con fiereza no solo en el que se consideraba su ámbito natural, sino más allá, una especie de consecuencia imprevisible de la utilización del simbolo político por un gobierno de claro corte ideológico. Y es que Hugo Chavez, metáfora contradictoria de la antipolítica, de la lucha de valores, del amor acendrado por la disputa del gentilicio sacó a la política de sus medidos parámetros para transformarla en algo más, en una idea elaborada a base de la dispuesta, el enfrentamiento y la exclusión. La política convertida en más que un lenguaje, en un elemento de enfrentamiento esencial entre ciudadanos, una contraposición de la visión del otro. Una crítica social que se nutre de las más preocupantes grietas de la sociedad y de su interpretación cultural.


Durante años, mi amiga Amada (no es su nombre real) se llamó así misma "socialista". Lo hizo de buena fe, con años de lecturas académicas a cuestas. Durante nuestros años Universitarios, sacudidos por los efectos de la Constituyente y más allá de la diatriba política, se llamó Chavista con orgullo. Y lo continuó haciéndolo incluso cuando el clima del país comenzó a enrarecerse, a carecer de confines, a elaborar una visión de Venezuela sacudida por los prejuicios, por una turbia relación entre el ciudadano y el poder. Poco a poco, mis criticas al gobierno nos enfrentaron en verdaderas discusiones ideológicas, hasta que finalmente, la tensión entre ambas fragmentó esa fina linea entre la tolerancia y la comprensión de las ideas ajenas.

- El Chavismo es el mejor gobierno que puede aspirar un país como el nuestro - sentenció. Nos encontrábamos en un café de la ciudad y nuestra discusión en voz alta, llamó la atención del resto de los comensales que se encontraban en el lugar - necesitamos un gobierno que sea reflejo de quienes somos, de lo que seremos y sobre todo del gentilicio.
- El Gobierno de Hugo Chavez solo representa a una parte del país. El Gobierno debe representar a todos, apoye o no su tendencia ideológica - le rebatí - Todo funcionario público...
- El Gobierno es nuestra vanguardia - me interrumpió - no se trata de algo tan simple como un funcionario escogido que desempeña un trabajo. Es una representación de nuestras ideas.
- Pero fue escogido por un grupo de ciudadanos que lo asumen como servidores publicos - insistí - ¿No lo ves? Estas ignorando a la población que no apoya al gobierno y que tiene legitimas razones para no hacerlo.
- ¡Explotadores! - me criticó - esa es la oposición de este país.
- Soy estudiante como tu - le recordé - y me opongo al gobierno porque lo creo moralmente correcto ¿Eso me hace menos ciudadana?
- Te hace complice de la historia alienante - me dijo casi a gritos - ¡Este país necesita igualdad!
- ¡Tu no me consideras tu igual! ¡Menosprecias mis ideas políticas! - ahora yo también gritaba - ¿No lo ves?
- El poder debe usarse para crear algo nuevo - me respondió - incluso a costa de lo viejo.

Fue mi última conversación con Amada. Durante los años siguientes, continué teniendo noticias suyas, sobre su radical posición política. Y mirandola a ella, no podía menos que preguntarme si mi posición también se cada vez más reaccionaria, cada vez más emocional y menos racional. La política, convertida en sesgo, transformada en algo más duro e incontestable. La ideología transformada en una expresión de enfrentamiento, en la contradicción misma de su razón esencial para construir una visión conjunta del país.

De vez en cuando, recuerdo las conversaciones risueñas entre mi abuela y mi abuelo. Ella echando miraditas cómplices a la fotografía de Luis Herrera Campins, colgada casi de manera inverosímil en medio de las cosas corrientes de la casa, y él llevando la gorra blanca, con el emblema del partido Acción democrática bien visible. Y me pregunto que ocurrió para esa visión de la política casi intangible se transformara en una guerra de argumentos sin resolución alguna, en una improbable y desconcertante visión del país dividido a pedazos, convertido en una mapa de grietas irreconciliables que supera cualquier tolerancia, incluso el reconocimiento del gentilicio mutuo. Y pienso que Venezuela asimiló la sacudida histórica del chavismo, como una ruptura esencial de su propia identidad, de la mirada más profunda a su valores más esenciales e incluso algo más originario: la concepción del país como legado cultural.

C'est la vie.

Lo que somos, lo que seremos: El guión inquietante de una perspectiva anónima.





Cuando era niña, me asignatura favorita en la Escuela era Historia de Venezuela. Tal vez se debería a que mi maestra hacia la asignatura divertida o a mi natural curiosidad. Cualquiera fuera la respuesta, lo cierto es que siempre me pareció una manera extraordinaria de comprender al país, a la Venezuela heroica que parecía construida a base de amor, de esfuerzo y de una profunda pertenencia. Con diez años, no lo pensaba en términos tan complejo, pero si tenía algo bastante claro: La Historia de Venezuela estaba viva y en muchas maneras.

La primera vez que visité la Casa del Libertador Simón Bolivar me desconcertó los espacios, la ternura, la normalidad de ese lugar donde había nacido y crecido el llamado hombre más grande de la Patria. Lo miré todo, con una curiosa sensación de desamparo y es que comprender que el Héroe Patrio tuvo una cama donde dormir y un patio donde jugar, te brinda una nueva perspectiva de esa visión de la Venezuela que nace de los libros, la heroíca, la que te cuenta la identidad Nacional. Pero también, me hizo pensar por primera vez, en la importancia de la veracidad de la historia que se cuenta, el peso consistente de lo que conocemos como expresión real de quienes somos como parte de nuestras propias vicisitudes y el país que nació en consecuencia.

Tal vez por ese motivo, me obsesioné mis años de la Universidad con la historia del País. Lo hice a la manera de los Universitarios, con esa devoción ciega y académica de comprender. Leí los viejos textos de Gil Fortoul y Siso Dominguez con otra visión, la esperanzadora, la creativa, es que me brindó una nueva opinión sobre la Venezuela como parte del devenir de la cultura y la sociedad. Visité el Campo de Carabobo y pensé, asombrada, en nuestra portentosa capacidad para el mito histórico. Me senté bajo la cúpula del Salón Elíptico en el edificio de la Asamblea Nacional y reflexioné sobre la evolución de este país, desigual, en ocasiones confuso, a veces sin sentido. Y creí firmemente en esa Venezuela posible, la real, la que se construía a pasos firmes a pesar de los errores, no obstante los traspiés y las lamentables omisiones. Una pensamiento inocente, sin duda, pero que tenía mucho que ver con esa perspectiva histórica, esa necesidad de asumir a Venezuela como consecuencia de su errores y triunfos, un proyecto de Nación, nacido bajo esa matiz inevitable de la herencia cultural.

Tal vez por ese motivo, años más tarde me preocupé con la candidatura presidencial de Hugo Chavez Frías. Me preocupó de nuevo la nueva preeminencia de lo militar en la sociedad Venezolana precisamente, porque conocía la debilidad de esta país adolescente por el ideario cuartelario, militarista y oportunista. En plena insistencia de la necesidad  de un "hombre fuerte" que "pusiera orden en Venezuela",  temí que el país de nuevo confiara su identidad a esa visión dura y vertical del militar sin recordar el pasado inmediato, las heridas abiertas de una democracia endeble. Pensé en Marcos Perez Jimenez, que había llenado Caracas de una prosperidad de folletín para ocultar la represión, la violencia y la muerte. Y aún así, el ciudadano Venezolano continuaba insistiendo en la visión militarista como conclusión a lo perfectible del sistema político, de la cultura del desorden que forma parte de nuestra interpretación de país. Cuando triunfó con una holgada ventaja electoral, me dolió de nuevo esa fe restricta del Venezolano en el poder sin opinión, en la desigualdad de origen de una consideración política a medio camino entre la imposición y la incertidumbre. Me pregunté, mirando la imagen del hombre incómodo en traje de civil, cuando la bota militar aplastaría - como siempre lo había hecho - la pluralidad en un país que quizás se acostumbraría con rapidez al silencio.

Pensé en todo lo anterior mientras la llamada "Colección Bicentenaria" de textos escolares es motivo de discusión en redes Sociales debido a la evidente y tendenciosa manipulación de la historia que lleva a cabo el Gobierno a través de sus páginas. Leo con preocupación no solo el hecho que el oficialismo está procurando elaborar no solo una nueva visión de la historia - re interpretada y revisada a conveniencia - sino además, que construye un nuevo escenario histórico donde la ideología es el punto de unión en la opinión futura. Con un escalofrío, miro las ilustraciones donde la figura del Difunto Presidente Hugo Chavez aparece como parte conclusiva de la historia que se cuenta, que formará parte de la futura visión del país y siento temor. No solo por las implicaciones de lo que puede significar una intrusión semejante en medio de la educación básica, sino además el simbolismo de crear una opinión política desde la niñez. El país de pronto, el posible, el que se debate en aulas, el que se sueña en figuras y escenas, se desdibuja, carece de sentido, se desmorona. Se hace una única conclusión cultural.

- Es una técnica habitual en todo sistema político que se base en una transformación ideológica. Educas para fomentar el agradecimiento al poder, para instruir al futuro ciudadano en las ideas que beneficien la autopreservación del poder - me dice Luis (no es su nombre real) antropologo y que durante los últimos meses, se ha dedicado a investigar las consecuencias directas de la ideologización temprana que lleva a cabo el gobierno. Desde sutiles muestras de simpatía política en la primera y segunda enseñanza, hasta una inexcusable identificación con símbolos partidistas y personajes históricos determinantes en la nueva visión histórica - ideológica Luis encontró que la maniobra del gobierno es mucho más dura, directa y peligrosa de lo que supone un primer análisis. Todo un proyecto de inducción educativa que incluye no solo a la educación, sino a la visión del país que se elabora a partir de una visión social.

La idea me produce escalofríos. Luis levanta el libro que sostiene entre las manos para mostrarme la imagen que llena una de sus páginas: Chavez, caricaturizado y llevando la reconocible banda que lo distingue como presidente, sostiene en brazos a una niña que lee muy atenta bajo la sombra de un árbol. La imagen resulta grotesca, inquietante. Hugo Chavez parece incluido a la fuerza en ese paisaje de las primeras letras infantiles, en la recién nacida visión del mundo del niño que sostendrá el libro.

- Y esto es solo un ejemplo de lo que se lleva a cabo - comenta - carteleras, actos de colegio alusivas al gobierno y su desempeño. Textos escolares donde se exalta la obra partidista. El Himno escolar cantado por la voz de Hugo Chavez. El oficialismo intenta englobar la idea política con la noción de país. Crear un todo indivisible que convierta al chavismo, más allá de una fuerza política, en una forma de comprender a Venezuela.

Pienso en el concepto de "Patria" que el gobierno usa con frecuencia. Esa perspectiva sobre la nación, que parece incluir no solo su historia, el gentilicio, las caracteristicas y detalles que forman esa gran noción sobre la Venezuela simbólica, la metáfora cultural, sino también la ideología. La "patria" que define a un nuevo tipo de país, uno cónsono con la insistencia ideológica, del patrioterismo barato y como no, el militarismo a despuertas. Ese socialismo vago e insustancial que sostiene una idea de Gobierno basado en la exclusión del disidente. Unos pocos meses después de la muerte de Hugo Chavez, la ciudad se llenó de imágenes en blanco y negro de su rostro, una alegoria a lo Urbano que parecía incluir el rostro del difunto lider político en cada espacio cotidiano. Miro de nuevo el libro: el dibujo de Chavez me sonríe desde cada página, enseñando las primeras letras, mostrando el país desde una óptica única. Elaborando una nueva idea de Venezuela sin matices. Siento un escalofrío.

- El gobierno está creando un caldo de cultivo cuidadoso para conservar su ideología - dice Luis y me muestra la fotografía de una Escuela Pública de Caracas, donde un grupo de niños posan frente a una fotografía de Hugo Chavez. Los niños miran la cámara con sus sonrisas desdentadas, ninguno tendrá más de seis años. Pero todos hacen un saludo militar, en una imagen de pesadilla - lo está creando a partir de lo esencial: de desmerecer y desaparecer cualquier otra opinión contraria a la suya. Poco a poco, el nuevo Venezolano asumirá que el Chavismo no es solo un partido político, sino una parte esencial de la identidad Venezolana. Para ser buen Venezolano, deberás ser chavista. Para de hecho, llamarte Nacional, deberás asumir que Chavez es parte de tu historia y como un funcionario político, sino como una visión esencial del país.

Imagino entonces a la generación que crecerá en Venezuela en la década siguiente. Una generación de jovenes que estará convencido recibe dádivas del gobierno, que debe agradecer la visión del hombre que le brinda el gobierno, la ideología como principal motivo y motor de conclusión sobre lo que vive, lo que es. Un país donde la disidencia sea contraria a la concepción misma de nación, que deba mirarse así misma como un elemento ajeno a la visión del país, al hecho mismo del gentilicio. Un país donde la juventud no tenga otra interpretación de la realidad y del futuro que la que le brinda la política. Un país de ideología. Un país sin argumentos ni debate. Un país silencioso.

Y siento miedo. Miedo que Venezuela comience a desdibujarse en el entorno de una posición ideológica prestada, a pedazos, sin sentido. Cuando camino por las calles sucias y caóticas de Caracas, miro a mi alrededor con un nuevo sobresalto: el rostro de Chavez me mira desde todas partes, una presencia omnipresente desde Vallas amarillentas, carteles rotos. El rostro flotando entre lineas de pintura en proclamas casi imprescindibles del rostro urbano. Y la política allí, en todas partes, como un temor, como una visión del desconcierto. La ideología rebasando una idea simple y convirtiendose en algo más, una grieta pesarosa e irreconciliable del país posible, de la esperanza, de la simple necesidad de concebirnos como una de idealización del sueño histórico.

¿Quienes somos? Me pregunto de nuevo, en medio de esta fragmento de realidad sin nombre, en la tierra arrasada del ciudadano anónimo. ¿Que es esta Venezuela que comienza a vislumbrarse,  herida y visceral, a un futuro borroso? No lo sé, quizás no haya respuesta para ese cuestionamiento recurrente. Para esa incertidumbre dolorosa que sustituye la necesidad de futuro. Un país sin norte.

C'est la vie.

martes, 29 de abril de 2014

La utopía del ideal: Venezuela en medio del debate metafórico.





Un hombre levanta la bandera con los puños cerrados. La enarbola con un gesto casi inocente, desenfadado. También lleva los colores patrios en el rostro y en la camiseta. Hay algo en el gesto, en su lenguaje corporal, que remite a una idea más profunda sobre el ciudadano y la identidad nacional. Cuando avanza en medio de la multitud, se envuelve los hombros con la tela. De nuevo, grita una consigna a gritos. Las palabras se pierden entre el coro de voces que parecen responderle a su alrededor, pero aún así el mensaje es bastante claro "Soy Venezuela". O mejor dicho "Venezuela es mía".

El mismo día, en otra parte de la ciudad, un hombre también lleva la bandera en medio de una multitud vociferante. La levanta, aferrándola con el puño, como si quisiera puntualizar cada una de sus frases con el tricolor patrio. En esta ocasión, quien lo hace viste una camiseta roja, donde los ojos del Difunto Presidente Hugo Chavez parecen observar con atención lo que sucede a su alrededor.  El hombre grita, insiste en vocifera consignas de corte ideológico y de nuevo, la bandera ondea, quizás otorgándole un sentido casi profundo a las triviales frases de corte casi electoral. Aún así, el símbolo insiste en la misma idea que se repite una y otra, vez, que se asimila como parte de esa otra contienda que parece llevarse a cabo en la Venezuela actual: El sentido de la pertenencia, del gentilicio y la identidad nacional.

Se habla de "Patria" para definir una nueva visión y reinterpretación del país como parte de un concepto de nación basado en la política, se habla de un nuevo despertar de un nacionalismo con tintes chauvinista que se alimenta directamente del discurso ideológico. Y no obstante, Venezuela nunca ha sido tan dependiente a nivel económico, jamás ha sido tan deudora de la filosofía foránea. Pero una y otra vez, se insiste en ese replanteamiento de lo folclórico, de lo Nacional - o lo que asume como tal - como parte de un proceso de reconstrucción individual y social. Lo Venezolano como visión única y aglutinadora, como justificación y sustancia de un modelo político y cultural que reinvidica a medias la interpretación del ideario nacional.

Pero no todo es tan sencillo. O al menos, no es suficiente. Lo pienso, mientras camino por las calles del Casco Histórico de Caracas, remozado durante sucesivas administraciones municipales sin mucho acierto y que actualmente es una combinación de la ideología del poder y algo más sutil, una mezcla poco coherente de estilos y visiones de la ciudad. O al menos así lo piensa Juan Francisco, uno de los guias del Panteón Nacional, un observador de Caracas curtido por años de asistir a esa lenta transformación del paisaje histórico en algo menos ideal y sí, mucho más prosaico.

Juan Francisco tiene sesenta años, veinte de los cuales han transcurrido en los alrededores del panteón Nacional y la Biblioteca Nacional. Al principio era un guía "por entusiasmo", me cuenta con su voz elocuente, resonante. Sus conocimientos no proviene de libros de historia o mucho menos de las aulas de clase "No soy profesor ni quiero serlo, solo Venezolano" me puntulaliza con una sonrisa. Pero lo que si es, es un gran amante de "La Venezuela bonita" añade.  Comenzó a hacer el recorrido "para contarle a los turistas que el Panteón no era una Iglesia" y además, dejarles claro "del patrimonio guardan sus insignes paredes".

- Después me contrató la alcaldía por 200 bolívares, cuando eso era plata. Me contrató el licenciado Aristóbulo Isturiz que entonces era alcalde recién elegido - me cuenta, sentados ambos al pie de la bella construcción. Un grupo de niños con uniforme de colegio corre en la explanada y el sonido tiene un toque inocente, radiante, en medio de la mañana calurosa - entonces lo hice formal. Investigué sobre la construcción del edificio y luego, de los ilustres que allí reposan. A la Alcaldía le gustó y a mi quedé.

No obstante, el trabajo de Juan Francisco no es en realidad formal o estrictamente histórico. Forma parte del color local del monumento, de esa especie de veneración que algunos venezolanos sienten por sus simbolos nacionales. Pero no todos sienten el mismo entusiasmo, me explica y de hecho, parte de su labor - me insiste - es recordarle a los visitantes que el Panteón y lo que simboliza, es parte de la historia que sostiene el país actual, la visión de una identidad concreta que todos compartimos de algún modo.

- Pero no mucha gente lo entiende - me explica con pesar - eso se ha perdido mucho. Ya Venezuela no es de todos o nadie la ve así. Venezuela es de quien la mira, de como la mira y de cuanto le beneficia verla así.

Me cuenta que luego de la remodelación del antiguo edificio del panteón y sobre todo, la inauguración del reciente edificio aledaño - una extraordinaria construcción de concreto y basalto que resalta por sus líneas limpias en mitad del aspecto colonial de la zona - los visitantes han disminuido mucho. Tal vez se deba a la perdida de interés de las nuevas generaciones o al hecho que los lugares patrios han adquirido una connotación totalmente nueva, una reinterpretación a medida de la ideología mililante en la que insiste el poder. Se lo comento y Juan Francisco me dedica un largo suspiro pesaroso, mirando el edificio del Panteón, elegante y solitario en medio de la leve loma de concreto donde se levanta, con cierta nostalgia.

- Antes no era así - me cuenta - antes era otra cosa. Antes era una admiración por los grandes hombres de la Patria. Y no solo el Libertador, que ya es grande y admirable, sino todos los demás: el Doctor Vargas, ejemplo para generaciones. Paez, que dejó en alto los llanos Venezolanos. Pero ahora todo es otra cosa. Todo tiene que ver con política y yo no entiendo eso.

Hace unos meses, un hombre que llevaba la bandera nacional como camiseta, le propinó un empujón a Juan Francisco mientras una manifestación pública se llevaba a cabo en plena calle. Lo acuso de "vendido" y de "apátrida" porque Juan Francisco evitó colgara un cartel electoral en uno de los faroles que rodean El Panteón. Los militares que vigilan la zona se limitaron a mirar y luego intervinieron, incómodos y a regañadientes, para pedirle al hombre de la pancarta se alejara de la zona "por seguridad". Nadie miró a Juan Francisco, que ofendido y dolido, miraba la escena sin terminar de creerselo. Me explica que por días no se pudo quitar de la cabeza el insulto.

- Decirme "apátrida" a mi ¿usted se imagina algo asi? No hay nadie que quiera esta Tierra más, que la admire más, que la cuide más  - dice. Se le contrae el rostro amable de furia. Se endereza, para arreglarse la camisa bien planchada y curtida por mil lavadas, los pantalones de lino que vieron mejores épocas. Y es que todo en Juan Francisco tiene un aspecto de humilde dignidad, de una respetabilidad discreta - no entendí nunca porque me llamó ese muchacho así.

No respondo. Miro de nuevo la larga escalera que conduce hacia la Avenida Panteón y de donde puedo ver, casi con dificultad, el paisaje de la Caracas moderna, de la que parece ignorar esta otra, la que aún sobrevive al caos urbano a pesar de todo, a esa anarquía simple de la improvisación. En uno de los edificios el monograma de la revolución ideológica, los ojos de Hugo Chavez, parecen mirarlo todo con crítica atención. Un simbolo nuevo en el rostro herido de la ciudad.


María (no es su nombre real) dobla la bandera con mimo. Lo hace cuidando que las esquinas coincidan en un cuadrado perfecto y que la tela no se arrugue a los costados. Observo el delicado proceso, asombrada por la habilidad de las manos callosas de María y sobre todo, el profundo respeto que percibo en cada uno de sus gestos. Cuando termina de doblar la bandera, la guarda en un bolsa de papel, la cruza con una cinta de nylon y la coloca con cuidado en un montón que se levanta a su lado.

- A la bandera hay que tratarla con Cariño - me cuenta - no ese bochinche que cargan ahora.

María tiene un oficio muy inusual: cose banderas. Tiene un local de casi veinte años de antiguedad en una de las calles aledañas a la Casa Natal del Libertador Simón Bolivar y se enorgullece de su poco común vocación. Porque para María, coser banderas - crearlas, desde el origen - tiene un sentido profundamente importante. Sonríe, cuando me muestra su primera bandera, una muy pequeña con siete estrellas bordadas en plata que confeccionó para la festividad de un colegio de la capital.

- No es coser tela, es coser historia mija - comenta - es coser con los colores correctos y el tamaño de las estrellas exactos eso que nos representa a todos. Lo hago todo medido, con un gusto tremendo. No sabe usted cuanto me gusta.

Me enseña su mesa de trabajo. Tiene muestras de tela amarillo, azul y roja cuidosamente colocadas, junto con hilo de Nylon y de seda color plata. Todo tiene un aire a orden y disciplina que me asombra y también me provoca un poco de ternura. María está muy orgullosa de lo que hace y lo deja claro. Me explica que para coser una bandera, comienza con una oración.

- Le pido a Dios proteja a este país y a toda su gente - dice y sonríe. Una sonrisa como de niña en su rostro arrugado - y después comienzo a cortar. Lo hago siempre con el mismo patrón: las medidas son muy importantes. Deben ser franjas exactas, porque si me excedo un poco podría confundirse con otra bandera.

Me cuenta que antes, las banderas de su pequeño negocio solo se vendían a organismos públicos y luego, a colegios y otras instituciones educativas. Pero después, la bandera se convirtió en un simbolo popular. Cuando me lo dice, María aprieta los labios, irritada y sin duda preocupada.

- El Presidente Chavez trajo a la bandera de nuevo a la calle, hizo que todos los Venezolanos se sintieran con derecho a usarla y a quererla, eso es bueno - me explica. Toma una de las cajas del mostrador y la abre. Me muestra una bandera muy bella, con el escudo bordado y los bordes orlados con muchísimo cuidado - esta fue una de las que cosí cuando el Comandante ganó la Presidencia. Se las quise mandar de regalo pero al final, no pude.

Para María, el uso de la bandera en marchas y manifestaciones resulta desconcertante. Le duele y sobre todo le molesta que el simbolo patrio se haya convertido en una especie de objeto de cultura pop por el cual no se guarda ningún respecto, ninguna reverencia. Le molesta, además, la sensación preocupante que de alguna forma, la bandera, en toda simbología nacional, se hizo más que parte de una visión ciudadana, un objeto de reclamo político. Me lo dice mientras me muestra alguna de las banderas que ha cosido durante los años: La de la Gual y España, que bordó a mano para una conmemoración en el Museo Bolivariano, la amarilla y negra que uso Miranda en 1800 y también la llamada Bandera Madre de 1806, que aún no incluía las estrellas. Para Maria, la pequeña selección es un tributo a ese amor suyo por la patria intangible, la abstracta, la profundamente arraigada en su manera de comprender las cosas.

- Ahora la bandera es la pa' la marcha, pa' ponerselo en la gorra, en la ropa interior, en las uñas - se queja con amargura - la bandera que es parte de quienes somos, del Venezolano que llevamos dentro. ¿Ahora que es?  Es como si ya no tuviera valor, como si todo fuera tres colores y estrellas para que unos y otros se sientan contentos y como si el país fuera de ellos nada más.

Suspira. Me explica que cuando era niña, la bandera simbolizaba algo tan profundo que la hacia llorar. Y cuando me lo dice, sé que no habla de patriotismo, ese nacionalismo endeble que actualmente justifica cualquier desmán, sino algo más sentido. Algo emocional, que la identifica con Venezuela como una parte de su historia, de su visión de si misma. Para María, la bandera, la metáfora de país es mucho más personal que la simple visión de lo inmediato, de ese espejismo de chauvinismo carente de valor que se esgrime en el país actual. Una interpretación del país a medias, a pedazos.

- Es una tristeza que duele - me dice - es una sensación de perder algo sagrado. Ya la bandera no nos representa. Es solo lo que queremos ver, el dolor de lo que se pierde. Este país se perdió asi mismo. No se mira a los ojos. Nadie tiene nombre y eso da tristeza. Eso no tiene sentido.

María me regaló una bandera. La miro, con sus puntadas delicadas y las estrellas finamente bordadas y siento tristeza. Una muy intima, sencilla. Porque la primera imagen que tengo de la bandera, no incluye consignas políticas, tampoco puños alzados o sonido de disparos. Es una imagen muy vieja, borrosa. Estoy de pie, en el patio del colegio donde estudie la primera enseñanza, mirando asombrada la bandera que hondea, los colores extraordinarios recortándose contra el sol. Y la sensación es de perdida, de sencilla angustia. Una melancolía diminuta, como de un trozo de identidad que perdí y quizás no volveré a recuperar.

La del gentilicio que rebosa cualquier idea política, la del simbolo capaz de darle sentido y rostro a quienes somos. La Venezuela que es de todos, la visión de paz.

C'est la vie.

lunes, 28 de abril de 2014

El arte y la metáfora: La fractura histórica y el temor a la verdad.





De jovencita, tenía el "pelo malo" o al menos ese era mi temor. Mi melena rizada, abundante y desordenada, se resistía a cualquier intento de domarla y eso me hacía sentir curiosamente angustiada, como si el hecho de no disfrutar del cabello liso y sedoso que se suponía debía tener, fuera un defecto preocupante. Y lo era: a mis jóvenes diez años, mi aspecto físico me importaba lo suficiente como para que me hirieran las criticas, como para que me abrumara esa sensación de ser "inadecuada". Me recuerdo pálida y entristecida, en una escena que parece haberse repetido muchas veces, pasándome el cepillo por el cabello, luchando con mis rizos de la mejor manera de podía. El tirón casi doloroso, cepillada tras cepillada,  la frustrante sensación de mirarme en el espejo y no encontrar en el reflejo, lo que deseo, lo que necesito, lo que aspiro. Y las lágrimas, que amargas.  En la niñez, todos los pequeños dilemas parecen dolorosos y enormes, profundamente desconcertantes.

Pensé en esa escena de mi niñez mientras veía la película "Pelo Malo" película de la directora Venezolana Mariana Rondón y que utiliza con gran acierto esa simbología de la presión estética,  para crear un discurso sobre la tolerancia, el prejuicio y el odio a lo diferente con profunda inteligencia. Y es que no se trata ya, de la discusión sobre la apariencia física, ese planteamiento superficial que en Venezuela parece tener un peso especifico y una ideal social propia, sino algo mucho más esencial y duro. Esa sociedad que aplasta y que destruye esa identidad  personalisima a través de toda una serie de agresiones minimas que parecen formar parte, ya no de la sociedad como emblema, sino de la cultura como esencia. Ese desconocimiento de la individualidad en beneficio de una visión anónima de la sociedad.

Porque Venezuela es un país prejuicioso, eso nadie lo duda. Y no es data reciente, el prejuicio en Venezuela es una idea asimilada, que forma parte de esa otra visión del país como un todo que se construye a pedazos prestados de cultura y opinión. En una ocasión escuché que somos una copia muy barata de la cultura Europea y una muy simplificada de la americana, un híbrido entre dos tendencias contradictorias que nunca terminamos de asimilar lo suficiente. O quizás algo más: una urbe incompleta, con bordes apenas construidos, sin verdadera definición. Un retrato envejecido del país que pudo ser y no fue.

- Venezuela aún vive los coletazos del Boom petrolero, una especie de grieta insalvable entre el país que comenzaba a florecer y que no pudo continuar. Un abrupto retroceso en mitad de una experiencia social fallida y algo más grave - me dice Carlos (no es su nombre real) articulista en una revista colombiana y gran observador de la realidad latinoamericana. Carlos emigró del país hace casi doce años y aún así, su interés por la circunstancia Venezuela, como llama a todas las vicisitudes del país real, continúa siendo el suficiente como para analizarlo largamente.
- ¿Una especie de proyecto de país incompleto? - pregunto. Desde la pequeña pantalla del Skype, Carlos sacude la cabeza, entristecido.
- Ese es el problema. Venezuela nunca ha sido un proyecto. Venezuela es una casualidad mal estructurada, una improvisación perpetua. Un experimento sin sentido. En Venezuela, nadie que ha llegado al poder ha creído en la necesidad de un plan Nacional, de una propuesta firme. Venezuela es el otro lugar, el escondido, el tenue, el desconcertado. Un país que no tiene identidad.

Parpadeo, recordando la conversación con tanta claridad que me deja la misma sensación amarga de la primera vez que la sostuve. La película de Mariana Rondón avanza con lentitud y delicadeza, muestra un país aterrado, disminuido entre rejas. El país del temor, el país claustrofóbico donde nadie está seguro. La trama avanza lentamente, mostrando desde el niño del "pelo malo" que desea fervientemente tenerlo liso. Una imagen pequeña, minima, de un país en desastre. Pero más allá de él, la película muestra esa sociedad paranoica, de espacios reducidos, el temor en todas partes. Las grandes rejas cierran los lugares y las formas. Y el niño lo mira todo, con los ojos abiertos, asombrados, inquietos. El niño que se mira así mismo como un símbolo, como el rostro reconocible de esa Venezuela invisible que se ignora, que muchas veces pasa desapercibida. Pero es tan real. La Venezuela cautiva.

En el edificio donde vivo, se debatió por años colocar una reja de seguridad doble en puertas y el muro exterior. Nadie lo consideraba necesario...hasta que los sucesivos asaltos y finalmente una balacera inesperada, obligó a los vecinos a aceptar la idea a regañadientes. Los bellos jardines exteriores y el muro de la fachada, que durante años fue una especie de pequeño símbolo de la ciudad posible con sus murales y rocas desnudas, se transformó en un intricado paisaje de rejas negras. Un hilo de metal que cierra cada milimetro, que brinda seguridad a cambio de una curiosa sensación de desamparo. El día en que todas las rejas estuvieron en su lugar, las miré en silencio, con una ligera sensación de miedo, de vulnerabilidad. Porque las rejas pueden intentar protegerme del peligro que me espera en la calle, de esa violencia caraqueña que se inflige a ciegas. Pero también me deja encerrada en un territorio mínimo, irrespirable. Recuerdo haber pensado que había perdido un fragmento de belleza, en medio de la ciudad cada vez más árida y violenta.

En "Pelo Malo", la directora Mariana Rondón mira a esa Venezuela aterrorizada con un ojo implacable. Dibuja imagen tras imagen, una visión de país resignado, cansado, fragmentado en el miedo, esa violencia sutil que a pesar de no mostrarse de manera concreta, reconstruye la realidad del temor, de esa inocencia que termina rota en trozos irrecuperables. El sonido de los disparos, esa visión de la Caracas detenida en el tiempo, una especie de recuerdo borroso de la ciudad que pudo haber sido. Una metáfora cruda de un país en agonia.

Uno de mis profesores Universitarios, insistía en que la Caracas actual, es el reflejo de la ciudad que casi llegó a ser. Una idea dolorosa, si se construye desde la visión Urbanistica: Caracas adolece de una interpretación arquitectónica viable. Con sus calles desordenadas, sus laderas cubiertas de construcciones caóticas y esa visión de si misma anarquica, la ciudad es el rostro de la Venezuela improvisada, la espontánea, la que carece de un simple objetivo. La sensación parece acentuarse con el transcurrir de las década, mientras la pobreza, el abandono, la lenta marea del descuido transforman a Caracas en otra cosa, en una compleja visión del temor ciudadano, de esa planteamiento del país que continúa sin tener verdadero sentido.

- Caracas fue la primera de disfrutar de los petrodolares - me cuenta José (es su nombre real), quien se llama así mismo "Crónista de Caracas". En realidad, José vende periodicos en una esquina céntrica del Casco histórico de la ciudad y tiene una visión privilegiada del ahora discontinuo y espontáneo del día a día en sus calles - Perez Jimenez decidió que la solución para la crisis de la pobreza eran bloques. Bloques enormes, multifamiliares y que pudieran crear un clima de ciudad moderna.

Habla, por supuesto, de los Bloques del 23 de Enero y de otras tantas "soluciones habitacionales" que de alguna manera u otra, transformaron el rostro del país a mediado de los años 50 y 60. Una reconstrucción eficiente de esa Venezuela rural. El dictador Marcos Perez Jimenez parecía obsesionado con la idea de utilizar la ingente renta petrolera para disimular la represión y el miedo con belleza Urbana. Y lo hizo: llenó la ciudad de nuevas y modernas edificaciones, de autopistas y vías alternas que brindó a Caracas un renacimiento en mitad del terror de las calles desiertas y de los medios de comunicación censurados. Quizás por ese motivo, sea tan inquietante que esa visión de la Caracas como posibilidad se desmoronara en esa reinterpretación agresiva y sangrienta. La estadistica roja convertida en reflejo de la ciudad, la estructura Urbana como cárcel y limite. El temor como forma de sobrevivir a la idea más profunda de la identidad como ciudadano.

En "Pelo Malo" esa Caracas dura y cruda se muestra en escenas lentas, meditadas y significativas. Tal pareciera que la directora, más que asumir el rol de la ciudad como paisaje de la historia que se cuenta, es parte de la historia como un personaje difuminado en las sombras. Caracas entre susurros de las paredes que parecen derrumbarse lentamente, en las habitaciones mínimas y sombrías. Y en la mirada del niño, que sufre, que teme, que se mira como un reflejo inocente de esa otra realidad, de esa compresión del país a trozos irreconciliables. La película parece transcurrir en un baremo cada vez más duro sobre el tiempo, la idiosincrasia y el dolor que no se plantea inmediato ni tampoco directo. Pero existe, es real, punzante y profundamente desconcertante.

De nuevo, el niño se mira al espejo. El cabello rizado le acaricia las mejillas. Se contempla, angustiado y pesaroso, se hace preguntas silenciosas. Y de pronto, no se trata solo del niño, con los ojos asombrados que cuestiona su propio aspecto físico, sino el país que se entrecruza en medio de su mirada, que alecciona con una combinación de rasgos e interpretaciones sin verdadero orden y razón. Porque Venezuela, es más allá, una pregunta sin respuesta, un temor. Esa soledad absurda del que no puede comprenderse a través de ella. Del aislamiento, del miedo tan real, tan físico, que termina siendo parte de lo que se asume real, de lo que se acepta, de lo que se admite e incluso lo que se esconde. El país como la mirada cansada y preocupada del niño, de ese miedo suyo a no ser aceptado, a la necesidad de comprender a la madre que lo rechaza y esa desdibujada idea sobre si mismo.

Y al margen de toda idea, el dolor del país perdido, del que no fue, del que pudo ser, del que se olvida, del que se derrumba. Del país donde la palabra se cambia por balas, donde el temor se transforma en lenguaje Donde la violencia es parte de cada calle. Somos los sobrevivientes, los que asumen el país que se derrumba y la herida abierta del dolor de la violencia como parte natural del gentilicio.

Cuando la película acaba, permanezco sentada unos minutos en la semi penumbra, abrumada y desconcertada. Y tengo la curiosa sensación de no solo haber visto una película sino además, una forma de comprender quien soy, el país donde vivo e incluso, la realidad que ahora mismo padezco y me enfrento a diario. Una imagen durísima de la Venezuela secreta, del país a dos visiones, del temor como forma de expresión.

C'est la vie.

domingo, 27 de abril de 2014

En el canto del viento: Historias de magia y sonrisas.





La primera vez que escuché la palabra "Bruja" era muy pequeña para entenderla bien. La escuché en el jardín de la casa de mi abuela, ese tan antipático, mientras mi tía E. se ocupaba de desbrozar los rosales. Recuerdo la escena con los colores brillantes de mi imaginación recién nacida: El sol brillaba muy alto rozando la montaña, el aire olía a verde y azul, la hierba recién cortada murmuraba muy bajito una canción al viento. Y mi tía, de pie, con su viejo vestido de lana azul, sonreía, sosteniendo las viejas tijeras de podar, mirándome.

- Eso somos, mi niña. Brujas.

¡Vaya que palabra fantástica! Me quedé muy sorprendida, sosteniendo mi pequeño caballo de plástico verde entre las manos, mi juguete favorito de por entonces. Escuché a tía contarme sobre las rosas que crecían desordenadas y vaporosas contra la muralla del jardín, esperando que repitiera la palabra, que volviera a hablar sobre ese misterio entre las paredes de la casa y su sonrisa, entre su cabello trenzado y su manera de acariciar con delicadeza los pétalos rojo encendido de las flores. Pero no lo hizo. Cuando acabó de mimar al jardín me llevó adentro. Miré el rosal de nuevo y luego a ella, con sus mejillas regordetas, los ojos brillantes, la mano cálida.

Bruja.

Eso somos.

Me repetí la palabra bajito una y otra vez. Me gustaba su sonido. Me hacia pensar en valles verdes y montañas radiantes, en el olor de la cocina de mi abuela, en las velas encendidas las noches de Luna Llena, en el sabor de las galletas de avena. En las tardes plácidas bajo el mango, escuchando a mi prima M. cantar, a los días de domingo donde todas las mujeres de mi familia nos reuníamos para reír y almorzar juntas. El sabor a luz del jugo de naranjas, la risa feliz que parpadeaba por la mesa, decorándola con dulzura. Bruja. ¿Eso eramos? ¿Que era una bruja entonces? La respuesta parecía encontrarse allí, en medio del jardín antipático de mi abuela, en los ladridos de su perro Capitán, en la sensación de caminar descalza en la tierra humedad. Una conexión profunda, perfecta con ese silencio que abarca la tierra, un pequeño fragmento que muere y nace entre mis dedos, que se funde con un lugar de mi imaginación desconocida. La bruja, la mujer, la sabia, la poderosa, la desconocida, la Dama de Blanco en mi jardín.

- Bruja es una mujer dientona y narigona de piel verde - me gritó una de las niñas en el colegio - ¿eso es tu abuela? ¡Que asco!

No supe que responder. Aterrorizada, retrocedí. La niña me miró entre el miedo y algo parecido a la confusión. ¿Que veía en mi? Quizás a otra niña como ella, con el Uniforme de colegio sucio y arrugado por correr y saltar, las rodillas sucias, el cabello despeinado. Entonces ¿Por qué esta cólera? Sacudí la cabeza, con los labios apretados, los ojos llenos de lágrimas de angustia.

- Mi abuela es una señora buena que me cocina galletas - le respondí - ¡Eso es mi abuela! ¡Y también es una bruja!

Nos encontrábamos en el patio del colegio, rodeada de otras niñas que nos escuchaban en silencio, asombradas por los gritos e improperios, susurrando y soltando risitas entre sí. Cuando me arrojé sobre la niña para tirarle del cabello, nadie intervino. El grupo nos miró rodar en el suelo, entre polvo y gritos, como si la escena perteneciera a otro tiempo, como si fuera algo que no pudieran entender. Todas corrieron a esconderse cuando la hermana Rosa, con el rostro enrojecido de furia vino por nosotras y nos separó a tirones.

- ¡Una señorita no hace jamás esto! - exclamó. Tenía un delicado acento francés e incluso en medio de su disgusto, las palabras tuvieron una belleza que me asombro, me dolió - ¡Jamás una niña debe...!
- ¡Ella dice que es bruja! ¡Quizás lo hace por eso! - gritó la niña. La monja abrió desmesuradamente los ojos, como si la palabra la golpeara en pleno rostro, la ofendiera de una manera que no pudiera comprender.
- ¡No llames así  a nadie en esta escuela! ¡Nunca! ¡Es ofensivo y vulgar! - le regañó. Me solté de sus dedos y la miré boquiabierta.
- Pero es que soy bruja...o lo seré - respondí titubeante. La niña que lloraba, con su raspón en la mejilla, me miró asombrada, como si no creyera mi osadía. La monja me encaró, con una expresión muy dura y amarga en su rostro arrugado.
- ¡No digas esas cosas para asustar a las demás! ¡Estás castigada!
- ¡Pero no es una mala palabra! - insistí - ¡No lo es!

Seguí repitiéndolo a solas, sentada en la penumbra del cuarto de castigo. No lo era. Bruja no era una mala palabra. Cerré los ojos fuerte, muy fuerte, para recordar el jardín radiante de mi abuela, el olor a hierbas y cosas bonitas de su bonita, pero lo recordé fue la expresión espantada de la niña, la mirada de miedo y furia de la monja, el silencio asombrado de las niñas que nos rodeaban. Se me hizo un nudo en la garganta de angustia y lloré con los puños apretados contra la boca para que nadie me escuchara. Un hilo de dolor caliente e insoportable recorriendome el corazón.

Mi madre estaba muy disgustada cuando vino a recogerme por la tarde. No me miró cuando me subí en el automóvil y tampoco lo hizo cuando llegamos a casa. Me sentía avergonzada, desconcertada, de haber hecho algo que le diera esa expresión preoocupada a su rostro, esa palidez. Finalmente en casa, me acarició la cabeza, casi con ternura.

- No quiero que algo así vuelva a ocurrir - dijo. Con una toalla húmeda me limpió las mejillas sucias, las manos llenas de barro y tierra - ¿Entiendes? Al colegio se va a estudiar, no a pelear.
- Ella dijo que mi abuela tenía verrugas y la piel verde - dije por fin. El dolor se me derramo en las palabras, en el cuerpo inclinado por lo pesada que era la tristeza que sentía - ella...
- ¿Tu abuela tiene la piel verde? - Preguntó mi mamá. Me miró expectante, como si realmente fuera importante la respuesta a aquello. Me encogí de hombros.
- Pero...
- Dime ¿Tu abuela tiene verrugas y la piel verde? ¿Es cruel y te asusta¿
- ¡No! - respondí, muy escandalizada - abuelita es bella. Sonríe siempre y hace galletas. Canta hermosa y dice cosas muy...

No sabía como describir la manera de hablar de mi abuela. Ahora era muy niña para saber el significado de la palabra "elocuente" pero cuando pensé en nuestras charlas en su jardín o en su biblioteca, donde me sentaba en sus rodillas y me hablaba de cosas que nadie antes me había dicho, sentía asombro. Porque cada palabra tenía el color y el sabor de la luna y el sol, la belleza del Ávila imponente, la belleza de la linea de Caracas que se asomaba en la muralla de la casa. Esa era mi abuela, esa era su voz. Miré a mi papá, frustrada, sin saber como explicarle todas aquellas cosas en una sola palabra.

- Mi abuela es mi abuela - dije por último, apesadumbrada - eso es mi abuela. Es bruja y también es todo lo bonito que puedo ver, de lo que veo a través de ella.

Mi mamá me escuchó en silencio y luego me beso en la frente. Su olor cálido me envolvió y noté de pronto, que era muy similar al de mi abuela, que era dulce y un poco ácido, como el de la albahaca y las ramas de Laurel recién cortadas. Un aroma precioso que yo imaginaba venía del sol y las estrellas, formaba parte de las cosas más secretas e importantes del mundo. Cuando mi mamá me abrazó, sentí que el mundo volvía a la calma, que el miedo se alejaba de mis manos abiertas. Un silencio solemne en las sombras de la tardes.

- Entonces solo piensa que tu abuela te ama y es parte de tu vida - murmuró a mi oído - lo que digan los demás, no tiene importancia sobre lo que creas y en lo que confíes. Recuerda eso.

Lo recordé muchas veces en las semanas que siguieron. Lo hice cuando volví al colegio y la niña volvió a burlarse de mi, llamándome "niña verde" a gritos. Pero la ignoré, mirándola y pensando en que el jardín donde crecían rosas y árboles extraordinarios de ramas retorcidas. Cuando me acerqué a ella, me miró desafiante, con los labios apretados y quizás esperando un nuevo jalón de cabello, un empujón, un grito. Pero no hice nada de eso, aunque realmente lo quería. Me contuve como pude, con las manos apretadas en puñitos tensos junto al cuerpo y solo la contemplé, a esa niña de rostro enrojecido, la sonrisa burlona. El olor del jardín de mi abuela brillando radiante en mi imaginación, el olor del viento cantándome muy bajito entre los mechones del cabello que me rozaban el rostro.

- Mi abuela es una bruja - repetí en voz baja. Sin gritar, me dije, sin gritar - y también es mi abuela. La que me hace las galletas, las que me duerme con canciones cuando tengo miedo. La que me regaló un libro tan bonito que no dejo de mirarlo. La que que sonríe cuando me ve. Y también es una bruja, que conoce el nombre de las plantas, que sabe como llamar al viento, que cuida la tierra con sus manos, que acaricia el rosa. Es mi abuela y es bruja. Y yo la quiero así.

Nadie dijo nada. Ni la niña colérica ni el grupo de mironas que nos rodeaban. Alguien murmuró algo a mi espalda, hubo algunas risitas. Pero el silencio continuó hasta que lentamente se transformó en otra cosa, menos doloroso. Una de las niñas que miraba se acercó, con cautela.

- Pero ¿de verdad es bruja? ¿De las de verdad verdad? - preguntó. Los ojos muy abiertos de asombro. A su lado, su amiga me observaba como si no hubiese nunca nada más raro que yo, con mi falda doblada, la rodilla llena de raspones y el rostro lleno de pecas - ¿De las que vuelan...y esas cosas?
- De las verdad...pero ella no vuela - respondí - hace el mejor bizcocho de chocolate del mundo y se sabe todas las historias de los libros.
- ¿Y por qué se llama bruja? - insistió otra.
- Ya te lo dijo, porque se sabe el nombre de las plantas y eso - comentó otra - ¿Y tienen muchos gatos?
- Tenemos un perro muy bonito.

Y la conversación siguió, entre risas y ese asombro de la niñez, esa curiosas extraordinaria y pequeña que parecía no tener limites, que era tan brillante como el cielo azul Caracas de esa tarde de abril olvidada. Y sonreí, contándole a mi pequeño público de mironas, sobre la casa blanca de paredes llenas de fotografías, del Jardín antipático, y el enorme árbol de Mango que se elevaba sobre la muralla. Y sobre todo sobre las mujeres de mi familia, las que sonreían con los brazos llenos de flores, las que creaban belleza a partir de pequeñas cosas, las que bailaban al viento.

Las brujas.

Como yo.


- Así que eres una bruja - comenta él. El hombre de ojos tristes me observa con una mezcla de escepticismo y desconcierto.  Me encojo de hombros y sonrío, tomando un sorbo de café. El azul Caracas se alza a nuestro alrededor como el sonido del viento, como el viejo canto del viento que recuerdo siempre. Lo escucho tan claro, tan mio. Esa sensación de prodigio, de asombro. El mundo enorme se abre entre mis dedos, en mi espíritu. En mi corazón.
- Lo soy - respondo - como mi abuela, como mi madre. Como todas las mujeres de mi familia. Eso soy.

Nos miramos. Un silencio quebradizo, exquisito. Y este diminuto secreto que nace y florece, aquí, más allá de toda palabra. Una nueva página que comenzar a escribir.

- ¿Me cuentas la historia?

Sonrío otra vez. El verde Ávila es cada vez más radiante y lo miro, con la sensación que mi espiritu se eleva hacia ese brillo, hacia mi propio nombre en medio de quien fui y quien seré.

Así sea.

sábado, 26 de abril de 2014

La bruja que sonríe a la noche y otras historias de Luna Llena.




Con cuidado, coloco uno a uno los libros en los anaqueles. Aún soy tan pequeña, que lleva mucho esfuerzo levantar el enorme volumen y colocarlo en su lugar. Pero vale la pena, pienso, mirando el paisaje de lomos de cuero pulidos, alienados sobre la madera. Vale la pena recordarlos así, bien colocados, todos guardando sus secretos. Menos uno. El que aún sostengo.

Lo abro. Nadie ha escrito en sus páginas amarillentas. No tienen ningún nombre, ni tampoco otra identificación que la brillante estrella de plata en la solapa. ¿A quien perteneció? ¿quién cosió sus hojas con cuidado, pulió el cuero, delineo con cuidado los arabescos de la solapa? No lo sé, me digo, pero me gustaría que fuera mio. Un libro que escribir y soñar. Una manera de comprenderme a mi misma a partir de las palabras.

Despierto. Aturdida, miro la oscuridad sin saber si continúo dormida o despierta. Finalmente, el sabor del aire nocturno me reconforta. Bebiendo a sorbos un poco de agua, pienso en las imágenes del sueño. Lo he tenido muchas veces en el pasado, aunque no sepa que signifique o si se trata de algo más elaborado que una escena de mi imaginación. ¿Se tratará de un recuerdo? No lo creo. No he visto jamás ese libro con hojas en blanco, con su reluciente solapa de cuero y su estrella grabada. Lo recordaría, sin duda. ¿Como olvidar algo tan bello? Cierro los ojos para mirarlo otra vez, la niña que soy en el sueño sosteniéndolo con delicadeza. Las hojas murmuran cuando las hago correr. Pequeñas grietas en medio de ese silencio. Me quedó dormida, la mujer que soy en esta penumbra dulce, mientras la niña baila con el cuaderno aun apretado contra el pecho, en mi mente.

Un libro de las Sombras, eso es. Lo pienso, con un sobresalto durante el día. ¿Como no lo había pensado antes? me recrimino. Sin duda es un Libro de las Sombras, esperando a ser escrito. Una de esas maravillas de cuero y hojas gruesas que se guardaban en casa de mi abuela, llenos de los recuerdos y pensamientos de todas las mujeres de mi familia. Recuerdo la imagen de la biblioteca, repleta de libros, algunos tan viejos que se caen a pedazos los trozos de cuero y cartón del empastado. Otros muy nuevos, recién construidos por manos sabias. Siempre me gustó mirarlos. Pero ¿Y ese que veo en sueños? me pregunto mientras camino distraída por la ciudad.  Caracas tiene un aspecto azul y verde, reluce de dulzura en una tarde donde casi puedo creerla hermosa, inquieta. Sigo pensando en el libro mientras miro el cielo, tan diáfano con sus rebordes grises y manchones de azul añil. ¿Era real? seguramente sí. Desde muy niña, solía esconderme en la biblioteca de mi abuela a leer. Y muy pronto descubrí el placer de leer esos pensamientos ajenos, conservados en pequeños fragmentos de tiempo en las hojas de los libros. ¡Cuanto me sorprendió descubrir que cada Libro de las Sombras es escrito por la bruja que lo hace! Cuanto me conmovió, imaginar las manos de mujeres desconocidas trabajando en crear una diminuta obra de arte que cuidara sus pensamientos. Una forma de magia.

Mi abuela solía hacer los suyos en septiembre, cerca del Equinoccio. Era todo una ceremonia: compraba el cuero y lo decoraba con minuciosidad por semanas enteras. Después, cosía las hojas, una a una y a mano. Por último lo perfumaba con especias y albahacas, antes de bendecirlo ante la luna. Una vez tuve la osadía de preguntarle si no era más sencillo comprar un cuaderno en una librería. Mi tía M. me miró inquieta, irritada pero mi abuela solo sonrío.

- ¿Quien es lo que más te gusta en el mundo? - me preguntó. Continuó cosiendo la penúltima página del libro de ese año. El cuero era amarillo, remachado con cobre y tenía un aspecto radiante, con sus soles sonrientes en las esquinas y las ramas de arboles de fantasía rodeando la solapa.

Lo pensé. Al principio, casi respondí que leer. Me imaginé en mis horas felices, la más exquisitas, la más bellas, sentada con un libro en las rodillas, arrobada de emoción por las historias que los libros me contaban. Pero entonces después recordé que también amaba a escribir, que me asombraba esa sensación de crear como si de un proceso misterioso se tratara, paso a paso, palabra por palabra. Construir mundos que no existían hasta que yo les brindaba un lugar en el mio. ¡Ah!...¿Y la fotografía? recordé el momento en que levantaba mi cámara barata y capturaba un instante, que me robaba un momento al siempre, al ahora, a esa sustancia del tiempo de los sueños. Al final me encogí de hombros. Esa si que había sido una pregunta difícil.

- No lo sé, hay muchas cosas que me gustan - respondí. Abuela movió la cabeza, hincado la aguja de nuevo en el cuero. Era una aguja grande y curva, tan antigua - o así me lo pareció que me asombró no se rompiera en dos entre los dedos de mi abuela. La vi entrar y salir del cuero, airosa, brillante, la punta afilada y volver a sumergirse, creando, siempre creando. Me gustó el pensamiento y pensé que lo escribiría después.

- Eso está muy bien...¿Y no te parece que todas esas cosas que te gustan merecen un buen lugar para estar? ¿El lugar más bonito? ¿El más preciado?

Me tomó por sorpresa la pregunta. Mi abuela levantó los ojos para mirarme. Mi tia M., a su lado, también lo hizo. Y me sentí muy pequeña, con aquellas dos mujeres observándome así, desde la profundidad de su silencio, de ese misterio que las unía y que nunca supe bien de donde podía provenir.

- Bueno, claro - tartamudeé - me gustaría que tuvieran algo muy bello donde guardarse...pero...
- Entonces cuidarás ese lugar, lo harás confortable y cómodo. Para que los libros estén seguros y secos y tus palabras bien protegidas - dijo entonces abuela - Querrás mirarlo crecer y prosperar bonito, seguro, entre tus manos. Querrás que sea el fruto de algo tan profundo que sueñes con lo que ocurrirá, que le brinde sentido. Así demostrarás lo que te importa, lo que asumes como valioso en cada pequeña cosa que haces y que te llena de felicidad.

La escuché con los ojos muy abiertos. Vaya que sonaba importante, grandioso lo que decía. Recordé la manera como yo limpiaba casi a diario mi pequeña colección de libros, como ordenaba una a una las hojas de papel donde escribía. El lugar de honor que tenían en mi habitación mis fotografías. Y de pronto comprendí lo que mi abuela quería decirme, se hizo tan claro que me avergoncé de lo que había dicho antes. Miré el cuaderno a medio terminar entre sus manos: era hermoso por ser único, era bello por ser homenaje a lo que amaba y la hacia feliz. Valía la pena los pinchazos en los dedos, el trabajo de horas, inclinada sobre el cuero, para brindar hogar a ese poder especial, a esa idea tan profunda suya sobre la brujería.

- Lo siento - dije - cuando dije lo del cuaderno...no quería ofenderte. Solo quería...

No sabía lo que quería. Mi tía M. puso los ojos en blanco pero mi abuela sonrío con cariño. Ella me entendía o así lo pensé. La miré seguir cosiendo, puntada a puntada, asombrada de su paciencia y delicadeza. Un libro que contuviera todos los secretos de tu corazón.

- Mamá ¿Tienes un Libro de las Sombras?

A mi mamá no le gustaba hablar sobre brujería. Aún tampoco le gusta, pero de niña parecía que el tema le heria, le recordaba cosas que a diario trataba de olvidar. No me respondió de inmediato y pareció muy incómoda, sentada erguida en el Sofá del apartamento que compartíamos.  Los labios apretados, las manos muy tensas sobre las rodillas.

- De niña, sí - respondió por último - después, perdí el habito.
- ¿Por qué?
- Porque estudiaba y trabajaba. Después te tuve a ti. No hay mucho tiempo para esas cosas cuando tienes un bebé y estas sola.

Hizo un gesto agrio con los labios e inclinó la cabeza. Mi papá nos había abandonado cuando yo era aún un bebé, pero mi mamá no parecía superar el pequeño dolor que le suponía la herida aún abierta. Esa tarde en casa, la noté profundamente cansada, como si el viejo sufrimiento aún le pesara sobre los hombros.

- Pero mi abuela tiene uno. Todos los años hace uno - insistí - tu también...
- No quiero hacerlo ¿Esta bien? - dijo con voz dura. Me sobresalté - de necesitarlo, lo haría. Pero realmente...

Se levantó, en un movimiento rígido y lento que me entristeció. Porque era angustia, era dolor ese gesto de los brazos livianos rodeandole el cuerpo, esa diáfana fragilidad de inclinarse un poco, como si la angustia la dejara sin aire. La vi alejarse por el pasillo a su habitación y lamenté haberla provocado.  Permanecí sentada, preocupada y herida por las palabras de mi madre.

Pensé en ella mucho en las semanas que siguieron. Mi abuela terminó su Libro de las Sombras nuevo y como cada año, lo bendijo ante la Luna levantándolo al cielo en su jardín antipático. La observé maravillada y conmovida. Me pregunté si yo haría alguna vez un gesto tan simbólico. Y también por qué mi madre no querría repetirlo otra vez. Quise preguntárselo a mi abuela pero no me atreví. Cuando me permitió sostener su libro, lo miré arrobada y confusa. Un hogar para el corazón.

Esa noche soñé por primera vez con el libro de hojas blancas. Lo soñé tan claro, que desperté con las manos apretadas sobre la almohada, como si lo sostuviera. Volví a soñar con él unos días después y así, por meses. Pero era muy pequeña aún para que esas cosas pudieran impresionarme, para que pudiera comprender su significado. Lo atesoré y creí que se trataba de un deseo, uno muy fuerte, de que llegara el momento en que confeccionaría mi propio libro y escribiría en él. Sonreí hasta el pensamiento. En mi mente, ya mi libro me esperaba, aguardaba por mi en algún rescoldo del futuro.

Pero incluso después de tener mi propio Libro de las Sombras, continué soñando y asombrándome por la belleza del libro entreabierto en mis sueños, con el que seguía soñando de vez en cuando, al que veía con tanta claridad que despertaba con las manos extendidas. ¿Que era? ¿Que simbolizaba? Nunca lo supe. El sueño comenzó a ser menos frecuente y las preguntas sobre él más simples, hasta que finalmente lo olvidé, en medio de las imágenes y los sueños de todos los días.

Hasta que volví a despertar, con las manos extendidas en la oscuridad. Sosteniendo el libro de mis sueños en el vacío. Y de pronto, pensé en mi Madre. En mi madre que también era bruja, que llevaba la herencia a pesar de su silencio, de mirar hacia otra parte, de rechazarlo siempre que podía. Pensé en ese lugar vacío que esperaba por un libro de páginas en blanco. Y súbitamente lo comprendí todo, se hizo tan claro que me sorprendí no comprenderlo antes. No haberlo visto con tanta claridad. Me dormí de nuevo, plácida, el cabello flotando alrededor de mis sueños. Soñando de nuevo quizás con el libro que esperaba por mi a no tardar.



Mi madre me miró un poco extrañada, cuando le extendí el paquete bien envuelto en papel blanco y una cinta verde. Lo sostuvo y lo sacudió un poco entre risas.

- No es una joya - bromeó. Sacudí la cabeza. Mi mamá dejó el paquete a un lado y me sirvió un poco más de vino en la copa semi vacía - ¿Que es entonces?
- Ábrelo.

Cada año conmemoramos la muerte de mi abuela con una cena juntas. Un noche donde olvidamos nuestras viejas rencillas, nuestro dolor mutuo, quizás la desconfianza para sonreír y simplemente ser una parte de la otra. Amo a mi madre como el enigma que es, pero también, me sorprende su dulzura, su inocencia. Y también su fuerza. Con el transcurrir de los años, he aprendido a conocerla y a apreciarla. La miro, con su abundante cabello rubio cayéndole sobre los hombros, los ojos verdes chispeantes. El rostro hermoso a pesar de las primeras huellas de la edad. Y me reconozco en ella, en sus expresiones, en su modo de moverse, en lo intangible que la define. La amo, con absoluta sinceridad, con la sencillez de los niños. Sonrío otra vez cuando toma el paquete entre los manos, curiosa.

- Veamos - dice. Rasga el papel y entonces hay silencio. Uno muy significativo y profundo. El cuaderno, con sus solapas de cuero y su estrella plateada, tiene un aspecto solemne. Me llevó semanas confeccionarlo. Un esfuerzo elemental, solitario. Puntada a puntada, trozo a trozo. Recuerdo a recuerdo. Mi mamá lo sostiene entre las manos. Suspira.  Luego acaricia con los dedos la estrella, abre sus páginas en blanco, un poco imperfectas. Y temo que veré cuando me mire. Que dirán sus ojos, por ese pequeño atrevimiento mio, esa palabra silenciosa que no sé como admitir pronuncio a través del cuaderno.

Pero cuando levanta el rostro sonríe, y en sus ojos hay lágrimas. Y también inocencia, una tan pura y dulce que me conmueve, me llena de una sensación de comprensión. Atrás quedaron los años de discusiones, de pequeñas disputas. La diatriba incesante, el resquemor. Ahora solo hay estas lágrimas, esta ternura y este silencio que compartimos las dos.

- Me tienes que ayudar a escribirlo - comenta. Le tiembla la barbilla. Cuando la abrazo, esta temblando de emoción. Yo también - ya olvidé algunas cosas.
- Las cosas buenas realmente jamás se olvidan - le digo. La beso. Le seco las lágrimas. Reímos juntas - uno siempre conserva lo más valioso para guardarlo en buen lugar.

Reímos de nuevo, felices, por una vez cómplices. Una sensación delicada, exquisita, que nos une, que nos brinda un nombre, que nos llena de un poder secreto y sincero,  humilde pero tan real. En medio de esta noche de Luna Llena, de esta ternura de una historia que compartimos, del futuro que se escribe y de la esperanza que florece. Un secreto diminuto que ambas protegemos, la primera palabra entre las páginas abiertas de un libro que nos pertenece a ambas.

Un sueño a medio recordar.



La niña de mi sueño se sube con dificultad sobre la silla. Lleva el libro entre las manos. Con cuidado, lo alza y lo coloca en el lugar que lo espera desde hace tanto tiempo, entre tantas otras historias, entre las voces de la herencia que aguardó por él pacientemente. La niña mira entonces a los libros con una sonrisa, el corazón exultante, las mejillas coloreadas de emoción.

La mujer en que me convertí, sonríe en sueños. La noche le acaricia los párpados cerrados. Más allá de la ventana, la luz de la Luna Llena canta y recuerda.  Un resplandor de dulzura, una promesa de paz.

C'est la vie.