miércoles, 23 de mayo de 2012

Un recorrido de ocho años: Un sentido adiós al Doctor Gregory House





Recuerdo con toda claridad el primer capitulo de House MD. Lo vi casi por casualidad, sobre todo porque Hugh Laurie es uno de mis actores británicos favoritos. Y además, el hecho que una serie viniera de la mano de un director cinematográfico tan particular como Bryan Singer, me despertó curiosidad. De manera que, aunque no soy muy aficionada a las series - soy muy poco constante con respecto a la programación televisiva y es probable que deje a la mitad un seriado que deja de llamar mi atención - decidí comenzar a seguir la historia de este Doctor, tan intencionalmente parecido al Sherlock Holmes ídolo de mi infancia, tan crudo y consciente de su genialidad. Nunca imaginé la manera como comprendería su universo, y como me sorprendería ese trayecto del anti héroe, desde la redención que no existe hasta una simple paz quebradiza desconcertante.

En esta entrada no hay spoilers sobre el último capitulo de House. Pero si algunas referencias sobre lo que ocurrió como consecuencia de la evolución natural de la serie. De manera que leelo bajo tu propio riesgo, aunque como digo, intentaré no mencionar nada que pueda resultar especialmente revelador sobre el final de la serie que de alguna manera, construyó un mundo propio y retomó el concepto de ese personaje antipático, casi cruel, pero que es capaz de fascinar y aun más, despertar ternura.


La dureza y la fragilidad: Los dos rostros de House. 

House es un personaje intrigante. No solo por el hecho que mira al mundo con un distanciamiento tal que le permite escindir la realidad con el bisturí de su mente - y con tanto pulso como en el real - pero a la vez, hay una fragilidad  concreta en toda esa furia, en esa frustración que la vulnerabilidad física le produce. No obstante,  no nos equivoquemos, el Doctor Gregory House no es un personaje agradable ni mucho menos entrañable. De hecho, es esa personalidad borde de House, su dureza, grosería y egocentrismo, lo que hacen al personaje tan desconcertante:  un brillante médico que es incapaz de empatizar con sus pacientes, de sentir la necesaria identificación con quienes están bajo su ojo observador. Un distanciamiento incomprensible quizá, pero que dotan al personaje de una complejidad que asombra: durante ocho temporadas, vimos a House crecer, fragmentarse, destrozar su propia imagen con rabia y frustración, para luego caer en una nítida necesidad de replantearse sus propios demonios hasta llegar a este final en limpio, una vuelta de tuerca de su propia vida, y una forma de construir un nuevo camino hacia donde avanzar.

Porque House es House y esa integridad del personaje, fue lo que sostuvo la serie hasta el final.

De lo evidente a lo sublime: House y su propio simbolismo.

A lo largo de ocho años, hemos conocido todos los rostros de House, pero si algo ha sobresalido siempre, en medio de ese devenir del personaje - como médico, como simple victima de su propia frustración - ha sido su adicción a las drogas. Y no hablo solo de su dependencia del Vicodin  ( otra semejanza con el mítico Holmes literario, drogadicto y a la vez, brillante pensador ) sino la dependencia al dolor, la necesidad de utilizar su propio sufrimiento físico como un arma. House necesita el dolor tanto como la droga: es su disculpa - si es que podría llamarse así - hacía el hecho concreto de su furía, su cinismo, su incapacidad para asombrarse y confiar. Y es que House sonríe con la convicción del genio hacia la simplicidad humana: El doctor escucha, insulta, observa, resuelve casos extraordinariamente complicados, pero a la vez protagoniza una tumultuosa caída a los infiernos. Sin mostrarla directamente, la humanidad de House no se manifiesta en nada evidente, sino en ese dolor silente, en ese caminar torpe, bastón en mano. En las gélidas miradas a los sulbalternos que no soporta, al amigo tan cercano que le produce inquietud, su propia circunstancia. Si algo recuerdo de House, lo que me hizo permanecer durante casi ocho años atenta a su historia fue ese apego así mismo, que muestra desde la primera escena del primer capítulo. Sentado en su diminuto consultorio, jugando con su bastón, le echa una mirada a un paciente pálido y preocupado que espera su diagnóstico. House le dedica una mirada incomoda, un poco aburrida y suelta lo que sería la mejor definición del personaje a lo largo de su historia: "Tumor cerebral. Vas a morir. Aburrido." Un enorme silencio que rodea el personaje, el rostro cansado. Y nada más. Porque House no se disculpa, no admite replica. La inteligencia de House siempre fue un arma y a la vez, su peor condena. Una mirada dura a la esa llaneza que no entiende, esa convicción que todos somos débiles al final y esa es nuestra peor desgracia.

Y Finalmente, un poco de paz: 

 Ocho años después, House continua avanzado a trompicones en su vida. El adicto, el médico, el personaje de mil aristas que se despide sin prodigar una sola explicación. Durante la última temporada, House no solo luchó contra si mismo, sino contra la inevitable necesidad de catarsis y transformación que todo personaje que se precie debe tener para comprenderse así mismo, para tener real contudencia. Pero con una asombrosa belleza, House no solo no sucumbió a la tentación de la simplicidad sino que se hizo más pegado así mismo o peor aun, más conciente que una redención no tendría sentido. Y quizá esa misma redención es ese final abierto, liberador, que pone punto y final a la extraña experiencia de mirar el mundo a través de esa frialdad matizada, fragmentada pero tan hermosa que nos brindó el Doctor Gregory House.

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