jueves, 3 de mayo de 2012

De la Moda y la Pertenencia: pequeños apuntes de compradora compulsiva





Como cualquiera que me conoce lo sabe, sufro de una desgraciada inclinación por las comidas carbohidratas y de hecho, la reposteria en general. Quizá se deba a mi naturaleza ansiosa  - neurótica - o cualquier otra explicación que pueda justificar este pequeño vicio, pero el hecho es que lo tengo y es virtualmente incontrolable. Como consecuencia lógica del tema, exhibo unos cuantos kilos de más, lo cual podría ser normal en cualquier país del mundo, pero que en el mio, cuna de las mujeres más hermosas del mundo - o así reza el refrán - hace que la circunstancia sea motivo de análisis y comentario de familiares, amigos y demás fauna del día a día. No pasa un día sin que reciba recomendaciones de dietas mágicas - no, mi querido lector, ninguna resulta - , programas de ejercicios y un sin fin de pequeñas variables de la idea, todo lo cual intenta empujarme a entrar por "el redil" de mis hermosas conciudadanas o al menos, eso parecer ser la idea concreta del tema.

Cuento esta anécdota general, porque Venezuela últimamente se ha convertido en una especie de cuna del estereotipo. Desde la militancia ferrea por la vida saludable - cosa muy loable por otra parte - hasta el culto a la marca - algo que no es nuevo - , la sociedad Venezolana parece navegar entre una supuesta revolución cultural que critica el consumismo y una vertiente muy concreta de puro y duro mercadeo. Y en medio de todo, sobrevive una población mayoritariamente joven, con gran influencia Globalizada y sobre todo, una identidad en formación. Lo cual es caldo de cultivo para una cultura excéntrica, llena de matices y con una cierta tendencia a la extremo que de alguna forma, nos define como grupo, para bien o para mal.

De la Blackberry al Iphone, de todos sanos a todos bellos:

Hará quince años, cuando yo era una adolescente extraña de rodillas huesudas y mucho cabello sin peinar, me encapriché con unos zapatos Reebok. Debo decir, que hasta entonces, mis caprichos habían sido de un indole bastante intelectual: libros, cuadernos, lapices, colecciones de creyones, y objetos de memorabilia de mis películas favoritas. Pero de pronto, me enamoré de unos zapatos de correr Reebok ( blancos para más señas ). Por supuesto, que mucho tendría que ver, el hecho que comenzaba la Secundaria con un nuevo grupo de chicas, quienes me hicieron sentir de pronto aun más más extraña que de costumbre. Porque esa presión social de lo bello y lo que no lo es, de los popular y lo simplemente aburrido, comenzó a importarme, de una manera tan súbita que yo fui la primera sorprendida. No tenía idea de porque quería aquellos zapatos -  porque es  que ni siquiera en mi época adolescente era fanática del ejercicio - pero el hecho es que comencé a obsesionarme progresivamente hasta que solo podía pensar en como tenerlos. La más sorprendida debió ser mi madre supongo, que de complacer mis habituales obsesiones de libros y otros menesteres semejantes, se vio acosada a toda por el tema de los dichosos zapatos. Al principio le pareció gracioso, luego intrigante y al final, francamente fastidioso. Y quizá para sacarse de encima el comentario y la insistencia de la adolescente dramática que fuí, me obsequió el ansiado par de zapatos.

Todavía recuerdo la sensación de emoción - muy vaga y bastante ridicula por cierto - que senti cuando llegué al colegio llevando los zapatos puestos. Pertenecía, era parte de el grupo. De hecho, de inmediato todas las chicas me celebraron la nueva adquisión y los compararon con los suyos. Y por unos días, aquello fue suficiente para mí. Los  zapatos eran una especie de tarjeta de aceptación de un club exclusivo de niñas a las que unas semanas antes ni conocía de nombre ni mucho menos agradaba. Pero el caso es que los zapatos fueron la puerta de entrada a esa idea de "soy parte de"o al menos, "quiero serlo". Hasta que unas semanas después, apareció un nuevo objeto de adoración que vino a revelar los flamantes zapatos. Un morral de determinada marca.

Por supuesto, volví a empeñarme en continuar perteneciendo. Pero esta vez, mi madre no estuvo tan dispuesta a complacerme la subita necesidad. Y fue mi abuela, luego de soportar por días enteros llantos y recriminaciones, la que vino a explicarme lo que se convirtió en una especie de idea global de mi vida más adelante. Recuerdo que me escucho explicarle, lo mucho que necesitaba aquel morral de Jean, porque de otra manera, las "otras chicas" no me volverían a hablar. Mi abuela me escuchó paciente, incluso lamentó mis lagrimas - aunque creo que se burlaba de mi en algún lugar de mi mente - y cuando ya no tuve nada que agregar a la historia, me observó de esa manera suya que me hacia sentir adulta.

- Siempre habrá algo más que el grupo necesite. Porque es una especie de monstruo que devora a diario todo lo que hay a su paso. Y mejor aprender a vivir con la idea que la gran mayoría no somos parte del grupo o el monstruo popular nos devora. Además, ¿realmente necesitas tanto formar parte de algo así?

Quise gritarle a todo pulmón - como había hecho con mi mamá - que sí. Que por supuesto deseaba ser parte de un grupo de chicas de mi edad que de alguna manera, me hacian sentir mejor conmigo misma. Pero el caso es que a mi abuela no podía decirle esas cosas por las buenas y sin mayor explicación. Me sentía tan incomoda, tan simplemente triste que le solté lo que era la mera verdad:

- Me da miedo no ser parte de nada.
- Ninguno lo somos - dijo. Y como me gustaron esas palabras, aunque no sabía exactamente porque - en realidad es bueno no formar parte sino aprender de todo lo que encuentras. Formar parte implica cierta sumisión, y es algo que creo no es una buena manera de vivir.

De manera que, y aunque no comprendía exactamente porque lo hacía, dejé de insistir en el tema del morral. Por supuesto, las chicas que antes me habían alabado los zapatos de correr, me ignoraron después por no tener el morral de moda. Y de alguna manera, esa actitud me respondió muy concretamente una pregunta que empezaba a formularme: ¿Que es necesario para pertenecer? ¿Para formar parte de un grupo social que te acepte y del que sientas parte integral? Tal vez nada, o quizá una serie de cosas pero el hecho es que comprenderlo hace que comiences a ver las cosas en perspectiva.

Y es que en nuestra cultura, las ideas siempre vienen acompañadas de un objeto que las represente. Las chicas populares llevan ropa hermosa, los chicos más deseables, se peinan de determinada manera, las mujeres de éxito usan un perfume en particular, los hombres triunfadores prefieren una marca concreta de relojería. No es una idea nueva por supuesto, y no estoy diciendo que lo sea, pero cuando comienzas a analizar la raíz de todo, el hecho que todos intentamos desesperadamente encontrar un lugar en medio de la miriada de ideas de la sociedad, de la manera que los símbolos pueden comunicar ideas muy especificas sobre todos nosotros. Una idea que ha sido estudiada y vuelta a analizar cientos de veces en el pasado y lo seguirá siendo en el futuro pero que nos permite comprendernos de una manera muy particular como individuos y también como parte de ese gran mecanismo de conceptos y percepciones que llamamos sociedad.

Después de eso, intenté no caer de nuevo en el interminable ciclo,  aunque no niego, me volví a encapricharme de vez en cuando con algunos objetos sin otro valor que el de significar "algo" en un momento dado. Pero con todo, la idea nunca volvió a ser "necesaria", sino algo más relacionado por el puro gusto. Más adelante, ya como joven mujer en mis años Universitarios, estuve siempre muy consciente de esos arrebatos concretos, y entenderlos de la misma manera que mi adicción por los dulces: una manera de sugerir el exceso, paladear la banalidad y disfrutar de la necesaria superficialidad que creo todos necesitamos alguna vez en la vida, pero sin permitir que la idea pudiera definirme o al menos, someterme a ella.

¿Y que ocurre en mi país de mujeres bellas, gente con caros hábitos de consumo y militancia por los excesos? Somos una población joven, sin duda y parte de eso, creo que hace que vivamos en una eterna adolescencia llena de símbolos de estatus y tendencias que van y vienen, tan volubles como la opinión popular y la propia necesidad de identidad. De manera que nuestra sociedad se nutre la mayoría de las veces de esa ambigüedad, esa idea concreta sobre el ser o pertenecer mejor dicho, que forma parte de nuestra vida en común como cultura a partir de ciertas ideas que parecen repetirse con cierta frecuencia. Y es no es malo ni bueno supongo, sino hasta cierto punto normal. Pero no deja de ser intrigante la manera como la idea se crea así misma, se transforma, y toma otro rostro de generación en generación.

Y mientras, miro una fotografía muy vieja, donde luzco los célebres zapatos de correr blancos, y me hace reir esa inocencia casi ridicula, esa necedad de los muy jovenes, que tal vez sea la clave para entender el mundo en que vivimos. A pesar de todo, este mundo nuestro, tan violento y descarnado, continua siendo simplemente joven.

C'est la vie.


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