sábado, 15 de julio de 2017

La voz del viento que llora y otras historias de brujería.




Cuando era niña, mi lugar favorito para leer era  rosal de mi abuela. Pequeño, tupido y oloroso, se encontraba en la muralla más alejada de su jardín antipático. Era un buen lugar para estar, con su hierba mal cortada, la sombra del árbol de mango y ese olor a montaña fresca que bajaba en ráfagas durante las tardes cálidas. Pasé muchas horas de mi infancia allí, con un libro en las rodillas, escuchando las ramas de los árboles entrechocar entre sí y el ruido de la ciudad, que parecía flotar en el aire radiante. El olor de las rosas era como un palpitar lento, exquisito, inolvidable.

Era también el lugar favorito de mi abuela. Solía sentarse en el banco de metal que había hecho construir al borde mismo de la muralla, para coser, escribir o simplemente dejar el tiempo pasar. En una ocasión, le pregunté si como a mi, le gustaba la tranquilidad húmeda y silvestre de aquel rincón olvidado de la casa. Me dedicó una de sus miradas penetrantes.

- En realidad, no. Vengo porque me recuerda quien soy.

Miré a mi alrededor, intentando no ser grosera pero supongo que sin demasiado éxito. Contemplé con el ceño fruncido la pared llena de grietas, el musgo enredado entre las piedras pulidas por el viento y la lluvia. Una larga hilera de telaraña bajaba desde la rama más baja del árbol de mango hasta la rosalera de madera mohosa. Las rosas se encaramaban allí, con esfuerzo, enormes y radiantes, pero en realidad no eran especialmente hermosas. Eran bellas, como todas las flores, pero tenían algo de descomunal, un poco extravagantes, con sus pétalos quizás demasiado grandes y sus espinas bien visibles. No supe que pensar de aquello.

- ¿Te...piensas como una rosa? - le pregunté intentando no parecer sorprendida. Porque no me refería a las rosas bonitas de los libros o las fotografías, sino a esas, con su aspecto mundano y poco elegante, las mismas rosas de color de encendido cuyos pétalos tapizaban por completo el rincón del jardín. Siempre había pensado que eran flores arrogantes, altivas, un poco chocantes. Nunca supe muy bien a que debía la antipatía. Aunque tenía muy claro que era mutua: en una ocasión intenté cortar una para obsequiarsela a mi madre, y más había tardado en extender la mano que la rosa en pincharme, con enorme crueldad. Me pareció que sonreía, con sus pétalos enormes, que me observaban con una sonrisa ciega. No, definitivamente, esas rosas no me gustaban demasiado. ¿Por qué a la abuela sí?

- No, nada tan poético - río mi abuela de buen humor - en realidad me gusta pensarme como una criatura viva que intenta luchar contra su propia historia.

Con nueve años, esa frase me desconcertó. Nunca había escuchado nada semejante. ¿Qué historia tenían esas rosas? Por lo que se sabía, habían estado en la casa desde su construcción. Me parecía recordar que una de mis tías de Villa de Cura, habían traído las semillas - heredadas a su vez de las primeras mujeres de la familia que llegaron al continente - y las había plantado justo allí, para venerar al jardín con su belleza. La historia solía contarse de vez en cuando, con cierto aburrimiento. No era una historia que me interesara, la verdad. A veces veía los jarrones de cristal de la casa repletos de las rosas y me preguntaban porque todas mis tías las consideraban una especie de símbolo, una forma de comprender la casa. ¿A eso se refería mi abuela? me pregunté. Claro está, no lo analicé en términos más complejos. Miré el rosal polvoriento y provocador y supuse que mi abuela también se consideraba parte de la casa, de las habitaciones brillantes, las ventanas enormes y un poco destartaladas. El jardín inmenso y descuidado que tanto me gustaba.

- ¿Como si...la casa fueras tu?

- No exactamente - me respondió - en realidad, me imagino como parte de una historia más vieja que yo misma. Como todo lo que nace y muere. Nos gusta imaginarnos que el mundo nació apenas nacimos. Que antes de nosotros, no existía otra cosa que la promesa de nuestra existencia. Estas rosas me recuerdan que no es así.

Echó a andar por el jardín. Cerré el libro que leía y me apresuré a seguirla. Me gustaba que mi abuela caminaba muy rápido, con un paso elástico de la mujer joven que ya no era. Y que no se detuviera para esperarme. Eso me hacía sentir un poco más adulta, tan cerca de esa joven que deseaba ser que la mera sensación me causaba impaciencia.

- ¿Cuando comienzan las historias? - pregunté. Era una pregunta rara y apenas la formulé, pensé que no tenía respuesta. De manera que sacudí la cabeza, me miré las manos  y traté de ordenar mis confusos pensamientos - ¿En donde comienza nuestra historia?

Me refería claro, a la historia de las brujas de la casa. Me gustaba esa palabra, la noción que había algo misterioso y antiguo en esa larga línea de mujeres que se llamaban así misma con aquel nombre ancestral y hermoso. Más de una vez, me había preguntando quien se había llamado así por primera vez. Quien se había mirado quizás en las aguas de un río y había descubierto era hija de la Luna. Un pensamiento portentoso, enorme. Profundamente significativo. ¿Quién de las mujeres de mi familia se consideró bruja por primera vez? Era una idea singular, como si el mundo tomara un nuevo cariz, enorme y complejo, que yo sólo podía entrever en pequeños hilos, a través de mis preguntas, de esa mirada curiosa hacia el pasado.

- Nuestra familia proviene de Europa, de un pequeño pueblo de Italia. Aunque tenemos parientes diseminados en España y Francia - me explicó. Rodeamos el árbol de mango y alcanzamos la pequeña loma donde dormía Capitán, nuestro perro. Mi abuela se sentó a su lado, cuidando de no despertarle y me hizo una seña para que la imitara - en realidad, no es una historia grandiosa.

- Pero somos brujas.

- Por supuesto.

- Eso es algo grandioso.

- Lo es porque te parece extraño y exótico - comentó - en realidad no es otra cosa que una manera de llamar al conocimiento heredado de generación en generación. De mano en mano, de libro en libro, de invocación en invocación. Simplemente cada mujer de esta casa, decidió que había algo importante para decir, para recordar y atesorar. Llámale magia o llamale amor, la brujería en nuestra familia próspero por la decisión de cada una de nosotras que lo hiciera.

Imaginé a esas brujas anónimas que mi abuela describía entre líneas. Las mujeres de pueblos y caseríos europeos, copiando palabra por palabra y con enorme dificultad, viejos rituales que no recordaban de donde podían provenir. Las imaginé aprendiéndolos a fuerza de repetirlos, de jugar con las palabras. De aprender los ciclos de la Luna mirándolos y percibiendo el cambio del sol en las cosechas. Y la magia, la real, la pura, manifestándose en esa promesa intima. Aprende, crece, hereda. La imagen me hizo sonreír.

- ¿Todas las brujas deben transmitir su conocimiento? - pregunté. Mi abuela suspiró, mirando el perfil que se dibujaba más allá del jardín.

- La magia es un tipo de poder creativo. Es la capacidad de transformar lo que hay a tu alrededor en un esfuerzo de voluntad - me explicó - de manera que enseñar, es el paso evidente, el paso lógico. Lo que enseñas, forma parte de esa idea mucho más grande que heredas. Que conviertes en sabiduría, en experiencia y quizás en amor.

- Pero abuela, tia M. dice que antes, las brujas no podían continuar sus secretos - le dije con cierta impaciencia. En una ocasión, tia M. me había contado que mucho tiempo atrás, las brujas habían sido encarceladas y asesinadas por su conocimiento. La historia me había provocado pesadillas y terrores nocturnos y por muchos meses, me angustió esa noción de secreto, no por decisión, sino por libertad. Mi abuela me dedicó una sonrisa triste.

- Lo secreto es parte de esa tradición de poner la sabiduría en las manos correctas - me explicó - de construir una idea que pueda construir algo muy bello y armonioso a través del saber. Hace siglos, el conocimiento del uso de plantas, pócimas y bebidas curativas, estaba reservado sólo a los varones y a los hombres del Dios Cristiano. Las mujeres que poseían ese conocimiento, eran acusadas de delitos graves, de asumir y usar un tipo de sabiduría peligrosa. Por ese motivo, empezó a hacerse secreto.

Me recorrió un escalofrío. Con los ojos de la mente, vía a las brujas antiguas corriendo por bosques y senderos impracticables, aterrorizadas, llevando bajo la capa o el abrigo roído plantas y pequeñas botellas con medicamentos rurales. Morir por el conocimiento, pensé con cierto sobresalto. Morir por el dolor y la angustia. Por el temor de quienes no pueden entender el valor del conocimiento y al libertad.

- ¿Y entonces? ¿Nadie podía saber de la brujería? - pregunté en un jadeo aterrorizado. Abuela sacudió la cabeza.

- En realidad, nadie le importó mucho conocer sobre la brujería de verdad. Las costumbres rurales de pueblos y aldeas. La Diosa femenina que celebraba el poder de la mujer, de su vientre y de su mente, de sus manos abiertas, del poder de su inteligencia y su espíritu. Las autoridades eclesiásticas crearon un idea sobre la bruja a su medida, una figura temible y peligrosa a quien pudieron achacar sus culpas. Y fue esa imagen de la mujer peligrosa, la que llevó a la muerte a curanderas, a mujeres sabias e independientes, a las que curaban el dolor, a las que cuidaban de los enfermos. Todo el conocimiento de la Luna, de los rituales que celebraran el cuerpo de la mujer, lo esencial de lo femenino, fue castigado y convertido en algo terrible, atemorizante.

Recordé las brujas de los cuentos de que solía leer. Mujeres malignas y vengativas que solían vivir en bosques y acechar a niños inocentes. Imaginé esa imagen multiplicada cientos, miles de veces. En todas partes. Las mujeres señaladas, acusadas por esa perversión invisible, creada para aplastar la libertad, la independencia y el conocimiento. Sentí un dolor profundo, angustiado, como reflejo de esos pensamientos tan adultos que era incapaz de comprender y que no podría ordenar en mi mente sino muchos años después.

- Entonces ¿El conocimiento...se perdió? - dije con voz temblorosa.  Abuela soltó una carcajada.

- Ningún conocimiento se pierde, sino que se transforma en algo más poderoso. La Madre Diosa fue llamada demonio por la Iglesia Católica y las brujas, convertidas en figuras terribles para provocar terror. Pero claro que se conservó: es imposible contener lo que se aprende, los deseos de aprender, de crecer y de mirar el mundo con libertad. Y eso es lo que es la brujería: el poder esencial de construir mundos, de mirar el infinito a través de nuestros sentidos y aprender de él. Celebrar lo que te hace creativo, único, poderoso en tus capacidades.

Desvió la mirada hacia su rosal. Tenía un aspecto exquisito, a la distancia, elevandose como una enredadera carmesí sobre la piedra. Pensé que desde donde nos encontrábamos sentadas, tenía un aspecto casi inocente. Recordé sus espinas, las arañas escondidas entre las hojas. Y sin embargo, también paladeé la belleza, como si hubiese en la mezcla de todas esas cosas, un mensaje. Un sentido. Una idea muy profunda. Sacudí la cabeza. ¿Me estaba imaginando cosas?

- Por siglos, las mujeres de la Diosa, de la Diosa que habita en cada una de nosotras, siguió libre. Porque cada mujer fuerte aspira a crear y construir. Por cada mujer que asume la libertad como un elemento indispensable de su espíritu, crea magia. Crea poder. Crea la capacidad para mirar el mundo de manera distinta. Como la Rosa que brota a pesar de todo, entre piedras y tierra magra. Lo mismo la brujería: esa sabiduría femenina, portentosa, originaría, está en cada una de nosotras. De todo el que aspire a la capacidad del pensamiento independiente y su valor. Pero sobre todo, su poder.

Miré boquiabierta el rosal. No sabía aún - y sólo lo sabría mucho después - que para la brujería, las Rosas rojas son el simbolo de la pasión, el poder, la creación y el ardor del aprendizaje, de la voluntad. Y más allá, de la Diosa misma. Que para la brujería, el conocimiento se representa con esa sutil belleza de la rosa envuelta en  pétalos aterciopelados, de espléndida y peligrosa belleza. Pero a pesar de no saberlo, tuve la sensación que el rosal era un mensaje. Una idea plena y pura que se extendía en todas direcciones para que yo pudiera comprenderla alguna vez. Me pregunté cuando sucedería eso.

- Todos tenemos poder en nuestro interior - me dijo mi abuela cuando se lo pregunte - sólo necesitas creer y asumir que lo tienes, que lo puedes construir. Que tu voz interior tiene la capacidad de soñar y ser cada vez más fuerte y poderosa. Esa es la primera gran lección en brujería: eres el poder de lo que crees, de lo que sueñas y de lo que aspiras a crear.

Recordé esa frase por años. Muy clara y firme en mi mente la primera vez que fotografié. Pura y fuerte cuando comencé a escribir, a toda hora, por todos los motivos. La vida en palabra. Una y otra vez, creando poder y magia a través de mi necesidad de aprender, de esa curiosidad innata que parecía brotar de algún lugar de mi mente. Una forma de comprender el sentido de esa gran voz interior que forma parte de cosa que hago o sueño. Una forma de soñar.

De vez en cuando, recuerdo el olor de las rosas del jardín de mi abuela. Su aspecto extraño, tan vivo e imperfecto. Y sonrío, por lo que evocan, lo que simbolizan pero sobre todo, por esa mirada tan amplia sobre mi propia historia que me brindan. El conocimiento más allá de mis dedos y de lo que puedo recordar.

C'est la vie.

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