sábado, 1 de julio de 2017

La danza de los secretos y otras historias de brujería.





Coloco la última vela que completa el circulo. Las llamitas parpadean en la oscuridad y el olor del mar me rodea, como un abrazo cálido. Más allá, la Luna péndula sobre el horizonte, roza la superficie rizada como una caricia y sonrío, en esta intimidad callada y plácida de la noche. Tantas historias en este único momento, en cientos de momentos que recordar.

La casa de mi abuela en Higuerote (Estado Miranda) no era bonita y mucho menos, cómoda. Eso sí, como todo lo que le pertenecía, tenía mucho que contar. Era una construcción ruinosa de cuatro paredes de bahareque, techo de paja y cuando la conocí, una pequeña cerca de alambre que rodeaba un jardín descuidado lleno de peonías y buganvilias. Unos metros al norte, se extendía la playa.

La escuchaba al despertar, envuelta en mantas en la hamaca de tela en la que solía dormir cuando visitábamos la casa. Un rumor suave, primitivo, profundamente dulce. Lo escuchaba mientras corría por la vereda de piedritas blancas, como si la voz de las olas fuera una forma de bienvenida. Lo escuchaba cuando me detenía a pocos metros de cruzar el último rescoldo del camino, con los ojos cerrados y el sol cayéndome a plomo sobre la cara. Era el mar, apacible y cercano, con los brazos abiertos, esperándome como siempre. El mar que parecía sonreír cuando me veía correr descalza y gritando de felicidad, para arrojarme a las olas con los brazos abiertos. El mar que me recibía envolviéndome en agua cristalina, el rumor exquisito de las olas, la arena rasguñandome la piel. Era como entrar en un mundo desconocido, una espléndida visión de luz y color que siempre lograba hacerme sentir viva, tan viva. Y feliz.

Quizás por ese motivo, seis meses después de la muerte de mi abuela, comencé a pensar con frecuencia en el mar y en la vieja casa de Higuerote. No lo había hecho desde hacía muchísimo tiempo. Desde que la salud de abuela se había hecho más frágil, nadie había vuelto a visitar la casa y cuando murió, prácticamente olvidé existía. O quizás no quería recordarla. Pálida y atormentada por un dolor que apenas podía comprender, dejé de pensar en los viejos recuerdos de infancia, en las noches fragantes de agosto, mirando el mar. En los rituales junto a la arena: la lenta caminata de mujeres llevando vestido blanco y una vela entre las manos, para homenajear a la Luna. Las brujas, mis brujas, riendo en la oscuridad, susurrando. Y de pronto el mar, espléndido y caliente, saludándome a los lejos. El mar, acariciándome los dedos de los pies, con una sonrisa misteriosa. El mar, levantando los brazos de encaje de espuma para rodearnos a todas.

Parpadeé. Me encontraba en el salón de clases caluroso de la Universidad y de pronto, me encontré recordando con muchísima nitidez la escena. Apreté los labios para contener la tristeza, volví al presente frío y árido. Apreté las manos sobre el cuaderno abierto. El corazón se me aceleró de una emoción amarga y dura que me llevó esfuerzos ocultar. ¿Que haces pensando en esos viejos recuerdos? me dije, furiosa. No debes hacerlo. No necesitas hacerlo. Tienes la vida que deseas, no tienes por qué mirar sobre el hombro a toda esa historia que sólo tu recuerdas...

Porque sólo yo la recordaba. Después de la muerte de mi abuela, mis primas y tias de alguna manera nos habíamos distanciado, como satélites perdidos de su centro de gravedad. Vendida la casa de mi abuela, cada una había tomado un camino y lentamente, nos habíamos convertido en extrañas a la distancia, unidas por alguna que otra llamada telefónica, por un encuentro casual. Mi madre se había encerrado en su ensimismamiento habitual, lejos de todo y de todos y me encontré aislada, solitaria, abrumada por la sensación de no pertenecer a ninguna parte. Mi prima M. lo llamó "la resaca de la perdida".

- Supongo que ocurre en todas las familias cuando muere el pariente que tenía la capacidad de tirar de los hilos correctos para mantenerla unido - me comentó. Almorzabamos juntas luego de casi seis meses sin habernos visto. Me encogí de hombros.
- Sólo se trata de algo natural, supongo - respondí - la vida transcurre hacia adelante y destruye todo lo que encuentra a su paso. Sólo nos queda avanzar.

Un pensamiento triste. Tomé un sorbo de vino con un gesto triste. La bebida tuvo un regusto amargo.

- No creo que sea tan simple - comentó M. jugueteando con su ensalada - creo que simplemente, necesitamos un motivo.
- Eso suena un poco novelesco.
- Oh bueno, algo de tu dramatismo se me tuvo que haber contagiado.

Reímos juntas. Había crecido con prima M. y durante mucho tiempo, no nos habíamos soportado demasiado. De adultas, eramos buenas amigas o quizás, sobrevivientes de la misma tierra arrasada. Tia E.,  Su madre había abandonado el país luego de divorciarse de su padre y ahora ella vivía sola en un pequeño apartamento de la ciudad, como yo. De hecho, su vida era muy parecida a la mía en muchos aspectos: solteras, un poco desarraigadas, avanzando con dificultad en el mundo adulto. Quizás por ese motivo nos llevábamos bien.

- ¿Qué motivo puede ser eso que nos una?
- No lo sé. Pero supongo que eventualmente sabremos cual es.

Pensé mucho en esa frase los días siguientes. O mejor dicho, me la tropezaba en todas partes: abría un libro y la primera frase que leía era sobre la importancia de los recuerdos. O un personaje de una película insistía en el tema. Miraba una pintura y una mujer vestida de blanco me sonreía a la distancia. Más de una vez, me acusé de fantasiosa, de intentar ver pequeñas señales donde no las había. Temí ocasionarme más dolor, o simplemente, tropezarme de nuevo con el silencio.

Entonces comencé a pensar en el mar.

Fue casual. Un día cualquiera, abrí una vieja caja olvidada y encontré una fotogafia instantánea de la vieja casa de Higuerote. La línea azul del mar se extendía interminable, sobre los hombros del rostro sonriente de mi abuela. Acaricié la imagen con dedos temblorosos.

- Hola hermosa - murmuré. La garganta se me cerró de una insoportable angustia. Volví a guardar la fotografía donde la había encontrado. Cerré la caja. Me acosté en la cama con las luces apagadas. En la oscuridad, seguí mirando hacia la caja y lo que sabía contenía. Continué recordando.

Recordé el sabor del jugo de naranjas que mi abuela hacia para esos fines de semanas luminosos, para beberlo junto al mar. Recordé el olor de la ropa secada bajo el sol, el sonido de las risas, de las canciones que cantabamos todas juntas en la Oscuridad. El olor del fuego ardiendo, alto, tan alto. La Luna tan alta que parecía abarcar el mundo entero. El viento cantando entre las ramas de las palmeras extraordinarias. Un recuerdo encadenandose al siguiente, creando algo misterioso, poderoso. Real. Y el mar, allí, al final de todas las cosas, danzando, brillante. La luz derramandose en las olas, liquido y dorado. El sonido poderoso de su cercanía. Las brujas caminando por la orilla, una vela alzada hacia la oscuridad.

El mar en todas partes. El mensaje tan claro y nítido que no pude dejar de escucharlo.

- ¿La casa de Higuerote? - se sorprendió M. cuando le conté lo que me estaba ocurriendo. Los recuerdos incesantes, las imágenes nítidas - Pero ¿todavía está en pie?
- No lo sé. No sé si alguien volvió a visitarla después que abuela...

Carraspeé. Mi prima suspiró al otro lado de la línea.

- Murió Agla. Acéptalo, admítelo, comienza a perdonárselo al mundo.

La ira me subió a las mejillas. Quise responderle alguna cosa hiriente, preguntarle como podía hablar de esas cosas con tanta libertad y tranquilidad, como podía soportarlo. Como podía hablar de la muerte de abuela, sin sentir que un dolor insoportable, abrumador, cerrándole la garganta. Pero no lo hice. Me quedé con la bocina del teléfono apretada contra la oreja, temblando un poco. El dolor fluyó, en lentas sacudidas. Y después, me coloreó las mejillas, brindó significado a las lágrimas tímidas.

- Murió - dije en voz alta. Tomé una bocanada de aire - ¿qué se supone deberíamos hacer?
- Pues ir ¿No?  - respondió mi prima con toda desenvoltura. Me la imaginé sentada en su sofá favorito, con las piernas cruzadas, fumando en la oscuridad. La imagen me hizo sonreír - ¿Quién tiene la llave?
- Preguntemos.

Ninguna de mis tias la tenía, pero todas agradecieron la llamada y se sorprendieron de recordar la vieja casa de Higuerote. Tia M. soltó una carcajada ofuscada, entre las lágrimas, cuando le dije que estaba pensando visitar la vieja casa para la próxima luna llena.

- ¡Ah! ¿si sabías que me inicié en la brujería en la Luna llena de Agosto, justo en la casa? - dijo - fue algo espléndido. Me quedé de pie frente al mar, con las manos llenas de pétalos de rosas y de pronto supe, como si fuera mi nombre, que había una historia que soñar y que contar. Mucho después me seguiría preguntando cual era esa historia.
- ¿La supiste?
- No - río - quizás me imaginé la frase y la sensación. Pero aún dudo que todo sea tan sencillo.

Cada una tenía algo que contar sobre la casa. Risas, llantos. Un corazón roto que se alivió en la arena. Noches de carcajadas, de velas encendidas. Sólo mi madre me dedicó una de sus miradas verdes duras, fulminantes.

- Esa casa solo eran escombros. El recuerdo de una vieja construcción colonial que tu abuela se empeñó en conservar - dijo. Tomó un sorbo del café que compartíamos - realmente no sé por qué la recuerdas con tanta veneración.

No dije nada. Mi mamá se había hecho el firme propósito de alejarse de la Brujería, de cualquier creencia familiar. De manera que no me extrañó su reacción. Ella continuó en silencio, con el rostro pálido de ira.

- Amo esa casa - dije por último - la amo porque abuela la amaba. Y porque fue parte de mi infancia. Es parte de mi.

Mamá sacudió la cabeza. Se empecinó en su silencio. Finalmente se levantó y la vi alejarse por el pasillo de su elegante apartamento. Regresó con una pequeña caja de madera entre las manos. Me la extendió.

- Toma, si quieres ir ve - casi me gritó - pero es una locura idealizar tonterías así. Solo trae dolor.

Tomé la caja sorprendida. Adentro, encontré la pequeña y vieja llave. Una llave corriente, llena de herrumbre, llena de raspones y arañazos en el metal. La apreté entre las manos. Me llegó una vaharada de olor a mar, de cielos radiantes, de pequeños fragmentos de cientos de recuerdo. ¿Como mamá no podía escucharlos? ¿Como...?

- Ve y busca lo que necesites - insistió - pero no insistas en que vea las cosas a tu manera.

Pensé en su frase mientras conducía junto a mi prima a la casa. El sol de la tarde comenzaba a declinar y el mundo tenía una tonalidad rosa y dorada. Apreté de nuevo la llave entre las manos. ¿A mi manera? ¿Como era mi visión de las cosas? No había otra cosa que cielos radiantes, que la sensación espléndida de danzar en torno al misterio, la belleza. ¿Qué era lo que tanto le molestaba a mi madre?

Sacudí la cabeza. Quizás, como yo, necesitaba perdonarle al mundo la muerte de mi abuela. Durante los seis años que habían transcurrido, jamás la había visto llorar, tampoco le había escuchado nombrar a mi abuela de nuevo. Había ocultado sus fotografías, sus cartas y libros. Un espacio enorme, silencioso, inabarcable. ¿Que necesitas mamá? pensé en silencio ¿Que te puede procurar la paz?

La casa estaba en escombro, incluso más destartalada que como la recordaba, llena de insectos y con los pocos enseres podridos y vueltos a podrir. Pero era mi casa, la casa de la playa de la abuela, la casa de las brujas. Mi prima M. debía estar pensando en algo parecido porque cuando encendí la vela y la levanté, la vi sonreír en la luz crepuscular.

- ¡Estamos aquí!

Le devolví la sonrisa. Luego nos quedamos en silencio. El mar susurraba a la distancia. Corrimos hacia él.

Era el mar, el mismo de nuestra infancia, la larga línea cálida y callada inabarcable con una sola mirada. El mar caliente, dulce, furioso, que extendió los brazos para recibirnos, que se elevó en espuma y dulzura cuando nos arrojamos a él. Me sumergí, temblando de alegría, de desconsuelo y también algo muy parecido a la lucidez. En silencio del agua, tuve la impresión flotaba en medio de un abrazo cálido, eterno, inolvidable.

Cuando volví a la superficie, la Luna me miraba de frente. Mi prima la miraba desde la orilla, con los brazos extendidos. Eramos niñas de nuevo. Niñas que se abrazaban y corrían, que levantaban los brazos para recibir la luz plateada del enigma. Y allí estaban, como si siempre hubiesen estado aguardando por nosotras, cada uno de nuestros recuerdos. El sabor de la guayaba fresca, mi abuela riendo sobre el malecón, abuelo a su lado, pasandole el brazo por los hombros. La luz diáfana de la tarde, las risas alborozadas. Hoy, siempre. En mis manos. Una ofrenda bendita y privada. Una mirada diáfana más allá del dolor.

Cuando escuché el sonido del automóvil no me sorprendí. Quizás lo había estado esperando, pensé cuando corrí a abrazar a mis tias, que caminaban con dificultad en la arena, sonrientes, asombradas por el reencuentro que nadie había planeado en realidad, que todas sabíamos ocurriría por fin. Tia M., que llevaba un cesto de frutas en el brazo, tia E. con sus delicadisimas velas azules envueltas en un pañuelo de lino. Incluso mi prima E., a quién por año no había visto, allí, abrazándome, acariciándome las mejillas. Tanto tiempo, tantos momentos. Tanta ternura, en este pequeño momento de infinita paz.

Caminamos hacia la arena, la Luna deslizándose en el Horizonte, como antes, como siempre. Sentadas en la oscuridad la contemplamos, en un ritual privado tan poderoso como doloroso, una intima bienvenida a  lo que creímos perdido. Las velas encendidas sobre las piedras, parpadeando. Y esa sensación de encontrarme más allá del sufrimiento, de las heridas en mi mente y en mi espíritu curándose. Sonreí, entre lágrimas, a solas. Y pensé que quizás los recuerdos eran una forma de soñar.

La escuché acercarse con su paso lento, elegante. Todas la miramos entre sorprendidas y desconcertadas. Mi madre nos ignoró a todas y se sentó a cierta distancia, mirando el mar con los ojos entrecerrados. Cuando mi tia E. le extendió una vela azul la tomó y la encendió con un gesto lento, cálido. Inclinó la cabeza.

- Hay tanto que celebrar, hoy, Hijas de la Luna y de la Tierra, de la Luna y del mar, de la Luna y el viento, de la Luna y el viento - comenzó a recitar. Continuó sin mirarnos, pero de inmediato, levantamos las velas, el intimo homenaje a la Madre de plata, a la Dama sin nombre más allá del cielo Infinito, el secreto en las estrellas. Juntas, como antes, como siempre, como un eslabón más de una larga cadena de conocimiento y creencias tan antigua como trascendental.

Y celebramos Luna Llena, de nuevo, luego de tantos días olvidados y tantos pequeños dolores ocultos. A solas, riendo, las manos apretadas, la sensación de recuperar algo tan valioso como impredecible, de comprender que las heridas del espíritu pueden transformarse en aprendizaje, en una sabiduría intima y ancestral. Incluso mi madre, la herida, la lejana, allí, con su semblante serio y finalmente la dulce sonrisa de quien comienza a creer.

Juntas, las brujas, en medio de la oscuridad plácida del Verano eterno, de la arena silenciosa, del mar cómplice. Las brujas, hijas del tiempo y de la Luna, celebrando el eterno renacer, el ciclo que nace y muere entre las manos, en nuestras creencias, en la historia que se crea a diario. El espíritu que se eleva libre, ardiente, infinito al brillo de las estrellas que se enredan entre los dedos.


Levanto los brazos, en este silencio donde el mar suspira con ternura. Y de nuevo, aquí, a solas pienso en el poder de este pequeño vinculo entre la Tierra que me sostiene y la Luna que se eleva más allá, al borde mismo del azul infinito de las olas. Y sonrío, al recuerdo de la niña que fui, de la mujer que soy, de la bruja en que me convertí. Una mirada infinita a mi propio nombre y a mi historia, al sueño que se crea en mi.

C'est la vie.

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