miércoles, 5 de julio de 2017

La violencia como visión cultural: ¿Por qué el “Club de la Pelea” — libro y película — sigue siendo teniendo vigencia?





Han transcurrido casi dos décadas desde la publicación de una novela que se convirtió de inmediato en un controvertido ícono: “El club de la pelea” de Chuck Palahniuk, con toda su carga simbólica y profética sorprendió y escandalizó por su capacidad para deformar la realidad hasta crear algo por completo nuevo. La película llegó poco después y en un reflejo inevitable, se transformó en una percepción en una obra referencial. Ambas visiones se convirtieron en un bastión de la contracultura transformada en espectáculo y también, en redención de lo absurdo y de la deconstrucción de lo social a través del método simple de contradecir lo esencial. No obstante, ambas obras — separadas por su versión de la realidad y su interpretación de la identidad colectiva — parecen sufrir la inevitable distorsión del tiempo y sobre todo, enfrentarse a una muy poco común noción sobre su importancia y trascendencia. Para bien o para mal, la percepción sobre el desarraigo, la soledad moderna y la transgresión que inmortalizó la novela y película, aún conservan una notoria importancia y peso. Como si un elemento indefinible de nuestra cultura — quizás pesimismo y el dolor oculto entre los pliegues de las dimensiones ambiguas de la historia reciente — pudiera definirse con facilidad desde un punto de vista por completo desconcertante.

Quizás por ese motivo, “El Club de la pelea” en cualquiera de sus versiones, continúa siendo inspiración y guía para un considerable número de personas. Una idea que resulta sorprendente cuando se analiza la historia desde una perspectiva simbólica y más allá de eso, como expresión cultural. Porque la novela — y después la película — no fueron concebidas como metáforas sociales sino justamente, una burla satírica a la supuesta rebelión de la masa contra el esquema que la oprime. Una reflexión inquietante sobre el sentido de la existencia contemporánea, su banalidad y la grieta que separa la expresión del yo de la historia colectiva. Pero la admiración por la trasgresión que sugiere Chuck Palahniuk Ver — y que Filcher supo captar con una puesta en escena deslumbrante y desigual — no es otra cosa que una lectura parcial del valor simbólico de la novela. De su verdaderas intenciones y poder como revancha circunstancial contra la percepción de la normalidad que asume como núcleo central de su argumento.

En una ocasión, el escritor Bret Easton Ellis comentó que le parecía hilarante que el personaje de Tyler Durden (concebido como una pieza irrisoria de un mundo fragmentado y corrosivo) fuera considerado un héroe. Mucho menos un antihéroe. Después de todo, Durden no sólo no llega a triunfar sino que además, tiene una visión abominable que desmitifica al rebelde clásico. Con toda su carga de intención y alegoría, el personaje no está construido para metaforizar ningún concepto de lucha ni mucho menos, una oposición consciente a las infinitas nociones de la normalidad que le rodean. Durden — y sus acciones — crean una atmósfera anómala que tiene por única intención recordar que incluso desde la periferia, nuestra sociedad está sometida a un descalabro moral asfixiante y desesperado. La autorrealización a través de la transgresión de Durden es mucho más que una mirada al miedo colectivo hacia la norma y la necesidad de la ruptura como una forma de comprensión de la identidad. Es un retorcida mirada sobre lo que hacemos — o deseamos — cuando la norma social deja de tener valor o al menos, representar una frontera que define la vida cotidiana.

De manera que la tragedia, la normalidad y sobre todo, la percepción de la periferia cultural que la novela y película analizan desde la mordacidad, termina siendo un gran malentendido. Una burla grotesca y absurda sobre lo que somos y aún más, lo que habita más allá de los límites culturales que nos rodean. Como obra, “El club de la Pelea” tiene el raro privilegio de transitar un espacio oscuro que parece convertir a la novela y a la película en un clásico de nuestra época, aunque no lo sea. Un trabajo oscuro, violento y pendenciero que retrató la percepción casi inocente de las últimas décadas del siglo pasado sobre la identidad, el individuo que prospera a la sombra de los terrores y motivos de la banalidad. La premisa del reflejo y el alter ego como forma de luchar contra la alineación, continúa teniendo cierta vigencia pero aún más, sigue sosteniendo la premisa ideal del hombre que destruye al hombre. Una fantasía retorcida y traviesa, que mostró la inocente visión del ciudadano criado bajo el Capitalismo — y sus implicaciones — como elemento distorsionado de la estructura que permite sostener. Pero por supuesto, nos e trata de ninguna proclama ideológica y ese es quizás, el punto más fuerte de “El Club de la Pelea” como propuesta. Se trata de una reivindicación del individuo como figura enajenada y violenta, pero también de la capacidad para retrotraerse del mensaje moral y convertirse en algo más complejo. Con su sentido de la ironía, sus visiones estereotipadas de la masculinidad ultra violencia y su percepción sobre la consciencia cultural como punto de partida para la rebelión invisible, tanto novela como película crean una hipótesis inquietante y oscura sobre nuestra época. Una buena historia que continúa sorprendiendo, pero también, creando una revisión tardía sobre lo que interpretamos como conducta social y sus pequeñas grietas aparentes.

De la página a la pantalla: La rebeldía como forma de expresión.
David Fincher se llama así mismo “Un hombre sencillo”, definición cuando menos dudosa para un hombre que basa su trabajo artístico en una complejísima red de referencias y reflexiones visuales que convierten su trabajo en mundos personales. Pero a pesar de eso Fincher, comedido y la mayoría de las veces discreto, se considera así mismo un tipo “normal”. No obstante, esa aseveración parece contradecir lo que ha constituido el éxito de su interesante filmografía: su capacidad para construir escenarios inquietantes, lóbregos. Esa habilidad suya para el metamensaje y la conspiración visual. La elaboración de un lenguaje artístico basado en lo sutil antes que lo evidente. Un genio de las medias tintas y los misterios a punto de revelarse.

Por eso no sorprende que fuera uno de las primeras opciones al momento de dirigir la por entonces, obra más conocida de Chuck Palahniuk, un escritor conocido por su corrosiva versión de la realidad y que como el director, basa su visión sobre el mundo en toda una reflexión sobre la referencia y un conocimiento enciclopédico sobre los símbolos de nuestra época. Pero además, a Fincher le gusta el suspenso, eso nadie lo duda. También lo enigmático. Pero sobre todo, parece sentir una especial predilección por esa capacidad ambigua del cine para mostrar sin mostrar, para entablar discusiones esenciales a través de símbolos no demasiados claros. Y su filmografía está llena de esa obsesión suya por el doble sentido, por la apariencia y lo supuesto, por lo evidente que se desploma ante lo supuesto. Desde “Seven” — considerada por buena parte de la crítica y el público como su obra más comercial — hasta la reciente “Gone Girl”, David Fincher ha dejado claro que su lenguaje cinematográfico es una rara combinación de la sutileza y la elegancia, lo notoriamente inquietante y algo más desagradable, difícil de definir. Porque Fincher no es un director que intente explicarse, aunque la mayoría de sus películas tienen una clara necesidad de contradecir ideas populares, sino más bien busca la controversia por mera omisión. Con una mirada crítica pero también cínica de la historia que se cuenta, Fincher logra construir una reflexión sobre la realidad a medio camino entre una sinceridad cercana a la crudeza y una sutileza casi socarrona. Con Fincher no hay nada sencillo: cada imagen que construye parece sostener una capa de interpretación propia, mezcladas hasta obtener una feroz visión de lo que asume real — y que puede no serlo — y más allá, una confusa interpretación sobre su lenguaje personal.

Sin duda, “Club de la Pelea” es su película más personal. Se trató de una apuesta arriesgada de mostrar el género de la ultra violencia bajo la clave del cine comercial, un experimento que no siempre ha salido airoso tanto en imágenes como en propuesta. Sobre todo, tratándose de un libro que por más de un lustro, se consideró no sólo desagradable sino directamente inquietante: símbolo de la literatura abyecta e incómoda, el “Club de la Pelea” causó cierto desconcierto al momento de su publicación, sobre todo por su reflexión cínica sobre la soledad del hombre contemporáneo y la violencia en estado puro. Una noción que Fincher asimiló por completo al momento de llevar a la gran pantalla la historia y que plasmó a pulso hasta lograr un escenario malsano con un argumento cultural de inestimable valor.

A la película se le ha llamado en numerosas ocasiones “ícono del mal gusto” y también “clásico moderno”. Entre ambos extremos, la historia que cuenta parece continuar despertando susceptibilidades y sobre todo, una extrañísima identificación y reacción no sólo en el público sino en la crítica especializada. A Fincher se le acusó de utilizar imágenes de violencia explícita para disimular inconsistencia del guión e incluso, de crear un sátira fácil sobre el consumismo y la marginal social. Pero más allá de eso, Fincher demostró que el cine no puede mirarse desde la fácil interpretación de lo moral y lo inmoral, sino que construye un argumento donde la realidad y la simbología que surge de ella lo es todo, es parte de un complejo entramado de ideas que sostiene a sí misma, no obstante la crítica. Y quizás gracias a ella.

De la misma manera que la novela, la película se encuentra a mitad de camino entre una comedia sangrienta y algo más ambiguo, “El club de la Pelea” se burla de todos y de todo, pero sobre todo de su propio contexto. Muy probablemente, el mayor mérito de la versión cinematográfica de una novela icono sea no tomarse en serio, observarse así misma con ojo crítico y casi nihilista. Osada e irreverente, Fincher prueba todo tipo de códigos visuales y se permite múltiples concesiones argumentales, logrando que esa insistencia en la autodestrucción y la desesperación sean un elemento visual más dentro de su propuesta. La capacidad de Fincher para crear atmósferas malsanas, logra que aún en sus momentos más salvajes, crueles y duros, “El Club de la Pelea” sea una minuciosa mirada al temor, a lo consideramos real, veraz en contraposición a lo aparente. Manifiesto visual anarquista, antisistema, anti — reglas, incluso anti — cine, es una vuelta de tuerca a lo radical, ya no desde el enfrentamiento contra los símbolos de la cultura, sino usándolos como método de burla, como elemento insustancial, como símbolo de esa nada existencialista que define al argumento. Porque en el “Club de la Pelea” la lucha no es sólo contra la cultura, sino además, es un enfrentamiento directo, sin concesiones y con absoluta audacia, contra lo establecido, lo emocional. Un sacudón argumental contra lo establecido y esa línea desdibujada que consideramos normalidad.
La película “El club de la Pelea” tuvo la rara oportunidad de cerrar una década cinematográfica muy representativa. Los años ’90 fueron los años donde la formalidad edulcorada de los años ’80 se transformó en algo más, en una búsqueda de cierto deseo por encontrar nuevas libertades expresivas, formales y textuales. Del cine meditado y un poco acartonado de la década anterior, nace una nueva propuesta cinematográfica que intenta reformular desde los cimientos el cine como propuesta creativa. Y es el “Club de la pelea” la culminación de esa aspiración por el poder renovado de lo visual, por la búsqueda de crear líneas alternativas a lo que asume necesario. Fincher asume la dirección sin ningún complejo y transforma las líneas de una de las novelas más controversiales de la década en todo un manifiesto social por derecho propio.

Lo más intrigante es que la película, a pesar de su estructura cada vez más frenética, desenfadada y directamente ofensiva, jamás deja a un lado la crítica social. Fincher, utilizando su estilo visual como una forma de expresar ideas muy claras, logra golpes de efecto sorprendentes, pero sobre todo, crear un asfixiante sensación de desconcierto que no abandona la película en ningún momento. En ese estilo del claroscuro urbano, de la escenas a medio construir entre las sombras y un panorama de pesadilla, Fincher logra un ataque directo, sin retóricas y medias tintas a la normalidad. Una y otra vez, la película abre una brecha, se inmiscuye en esa noción de lo aparente y lo vital, de lo que consideramos aceptable y lo que subyace al otro lado de la retórica de lo cotidiano. Una doble visión que se sustenta no sólo del argumento del libro en que se basa sino en esa capacidad de Fincher para reinventar la noción — esa idea que palpita bajo lo aparente — en imágenes.

A “El Club de la Pelea” se le ha comparado con frecuencia que también analiza, desde una perspectiva mucho más depurada quizás, la violencia en estado puro, ese yo salvaje y destructor que habita en el espíritu humano: son inevitables las comparaciones con la Naranja Mecánica (Kubrick, 1971). Y no obstante, entre ambas hay una diferencia sutil pero apreciable: Mientras Kubrick despliega sus obsesiones técnicas y estéticas para crear un manifiesto visual que irrita pero que intenta no brindar un punto de vista concreto — o quizás todos a la vez — con Fincher ocurre todo lo contrario. Hay un aire de desfachatez, una inusual burla que pareciera convertir a la película en una experiencia catártica antes que un mero análisis sobre la brutalidad y la agresión. Porque para Fincher, lo realmente importante no parece ser la sustancia filosófica sino algo más brutal y duro de digerir: esa cualidad secreta y misteriosa de la violencia para revelar el verdadero rostro del hombre, donde la única esperanza parece ser una hecatombe de proporciones Universales que destruya la razón y el sentido de todo lo que se considera real. Y lo que no, quizás.

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