viernes, 7 de julio de 2017

Una recomendación cada viernes: Never Let Me Go de Kazuo Ishiguro.




Con frecuencia, la distopía suele confundirse con el reflejo de los temores colectivos. No obstante, es mucho más que eso. Se trata de una mirada selectiva a la inquietud cultural sobre el futuro, a través de la cual la literatura crea una hipótesis no sólo sobre lo que ocurrirá sino también, de sus implicaciones morales y sociales. Un mapa de ruta elaborado para comprender la trascendencia del presente y sobre todo, el análisis de lo que consideramos realidad y su posible distorsión desde cierta distancia moral. Como resultado, la distopía termina convirtiéndose en una mirada hacia los terrores secretos de la identidad cultural y algo más cercano al temor como forma de expresión formal.

Esa inquietante visión sobre la incertidumbre, es la que sostiene a la novela “Never let me go” del escritor británico Kazuo Ishiguro. Una historia triste, desconcertante y dura que analiza desde una perspectiva casi cruel la memoria, los lazos familiares y los dolores invisibles que sostienen la posibilidad del porvenir. Para Ishiguro, el futuro es una recombinación de pequeños terrores y esperanzas en una percepción mucho más amplia sobre la identidad ética y moral de la cultura. Sobre todo, la novela plantea todo tipo de interrogantes sobre lo que consideramos ético, moral y los invisibles sufrimientos de la transgresión. El resultado es un espejo deforme en el cual se refleja la noción sobre el individuo y la soledad contemporánea desde un punto de vista tenebroso. No hay sencillo ni tampoco agradable en esta gran imagen sobre una sociedad dividida y fragmentada desde el horror invisible. Y mucho menos, sobre la concepción de la identidad como una herramienta de control.

La trama avanza con buen pie, llena de secretos que se desvelan con lentitud y buen pulso y una noción sobre el enigma que brinda enorme solidez al discurso entero de la novela. El pesimismo que se adivina entre líneas — Ishiguro no disimula el dolor y el miedo que se esconde detrás de las pequeñas anécdotas que cuenta — funciona como un catalizador para dilemas existencialistas profundamente desgarradores. No se trata de Ciencia Ficción clásica — aunque su núcleo se sostiene sobre la especulación — sino que de una mirada filosófica y elemental sobre el bien y el mal bajo un complejo sustrato simbólico. La desazón de la mortalidad, la fugacidad de la vida e incluso temas tan sutiles como la pérdida y el desarraigo se analizan bajo un cariz progresivo, sensible y conmovedor que convierte la historia en algo más que una mirada hacia un futuro trágico.

Aunque la paranoia y la desconfianza hacia lo tecnológico son elementos presentes en la novela, es lo menor importante en una narración íntima, profundamente sentida e intuitiva. Las grandes preguntas del ser humano se superponen unas a otra hasta crear capas de significado que el escritor utiliza con una enorme elegancia. Pero más allá de eso, Ishiguro reflexiona sobre la nostalgia, una tristeza discreta y simple que avanza a través del libro con una sutileza engañosa. Con sus tintes levemente góticos y una mirada lenta sobre la posibilidad de la redención a través de la belleza y la sensibilidad, Ishiguro avanza a través de todo tipo de reflexiones sobre el origen de la existencia, el hecho de la identidad y la persistencia de la memoria en un discurso lírico que por momentos se hace dolorosamente crudo. Es además, un punto de vista desprovisto de toda religiosidad: la percepción de la existencia no necesita sostenerse sobre la posibilidad de lo divino ni tampoco de lo misterioso. Y ese es quizás su mayor triunfo argumental.

Porque Ishiguro parece muy interesado en exponer el reverso de las ideas formales sobre la bondad, la maldad y las motivaciones éticas que sostienen el mundo como ideal. Y lo hace además, con una conclusión básica sobre la identidad humana: nuestra mente aspira a una idea superior no necesariamente mágica o divina. A partir de allí, Ishiguro condiciona la tragedia de sus personajes como una mezcla de análisis y conclusiones sobre el contexto que les rodea. Con una precisión estilística impecable, Ishiguro construye un escenario de dolor y tristeza que parece más interesado en lo que sugiere — en esa lenta sucesión de pequeñas tragedias y descubrimientos en apariencia sencillos — que en lo que muestra. Los personajes parecen atrapados en medio de un terror que se anuncia y esa comprensión de lo invisible como una forma de sufrimiento bucólico y desprovisto de toda estridencia. El escritor se atreve a mostrar la penumbra escondida en la historia de a trozos, con toda la intención elemental de sostener una premisa aterradora que se hace casi insoportable por su nítido planteamiento. Ishiguro no disimula el cinismo que subyace bajo la historia y ese doble discurso — el evidente y el simbólico — lo que proporciona a sus novelas sus momentos más complejos y dolorosos.

Para Ishiguro, la cuestión del alma es una búsqueda incesante que atraviesa la novela como una línea fina y dura hacia una conclusión devastadora. Desde una frialdad dolorosa, el autor propone el tema de la vida, la muerte y la destrucción paulatina de las convicciones morales casi con delicadeza. El engañoso y precario fulgor humanista de la narración termina convirtiéndose en una red agobiante y cruel. Con sus personajes convertidos en huérfanos de una futuro hiper tecnificado y dominado por una percepción existencia sobre la supervivencia de la memoria, Ishiguro consigue crear un ambiente en el que la naturaleza humana se revela en toda su angustiosa fragilidad. La novela desafía cualquier análisis simplista y remota el mero debate moral con una compresión angustiosa del tiempo y el contexto social. La maldad — que jamás se adivina ni se muestra — subyace en una posibilidad perversa. No hay un sólo elemento sencillo en esta búsqueda de la verdad y la inconsciencia ulterior, que el autor asume como una larga y meditada reflexión sobre la debilidad de nuestra cultura en busca de la trascendencia.

La novela es aterradora en muchos niveles y lo es, por la habilidad como el escritor combina el miedo en un escenario tan frugal como quebradizo. Los verdaderos villanos de la historia aparecen y desaparecen en medio de sombras medio sugeridas y contextualizan al lector sobre lo que ocurre, sin develar jamás los verdaderos terrores escondidos entre los largos diálogos en apariencia inocentes y la placidez primaveral que rodea a los personajes. El recurso tiene una enorme efectividad: el lector tiene una comprensión progresiva de lo que ocurre y sólo al final, logra unir las piezas y construir una conclusión aterrorizada sobre lo que la novela cuenta. En medio de esa mirada al absurdo y la complejidad, la historia de Ishiguro encuentra sus mejores momentos.

Quizás, lo más siniestro de la novela es su capacidad para reflejar lo peor del pensamiento humano sin pontificar, juzgar o emitir una opinión directa. El autor construye una notoria estructura de ideas y conceptos, que describe y muestra sin jamás involucrarse en exceso con lo que muestra y sugiere. Y es esa frialdad definitiva — la manera como Ishiguro enfrenta a los dilemas seculares, tecnológicos y culturales de nuestra época con cierto pragmatismo cruel — lo que convierte a la visión de la novela sobre el futuro en todo un manifiesto sobre el costo — intelectual y espiritual — de las promesas del futuro. En una desconcertante mezcla de aparente compasión por la humanidad y una violencia misteriosa, “Never let me go” crea un contraste definitivo que muestra — sin querer pero con enorme pulcritud — la hipocresía de nuestra época. Las infinitas implicaciones de la panacea tecnológica.

¿De qué trata entonces una novela en la que nada es lo que parece y se sustrae toda explicación a un dilema complejo? Sin duda, de la pérdida de la esperanza, la caída progresiva en el horror y el miedo cultural como parte de lo que asumimos como futuro. Debajo de las delicadísimas descripciones, de la noción sobre el arte y la belleza que redime, lo terrible avanza como una enfermedad contagiosa. El paisaje bucólico — el bosque temible que Ishiguro utiliza como alegoría de lo posible y lo que oculta la tierra prometida imaginaria — oculta una rabia candente, un dolor inenarrable y la promesa rota de la vida como último refugio de toda percepción de la realidad. En medio de la alienación casi resignada que la novela describe, hay una poderosa posibilidad vida. Pero ¿A que costo? ¿Con que sentido? ¿Y bajo que paradigma? Ishiguro logra no sólo que nos planteamos las grandes preguntas históricas, sino que las analicemos desde otro punto de vista. Y esa combinación desconcertante, movediza y en última instancia grotesca, lo que dota a la novela de su profundidad filosófica. De su profundo sentido y más allá de eso, del terror mudo que habita en algún lugar de la memoria colectiva. Todo desde la perspectiva simple y casi delicada de un mundo a la periferia.

0 comentarios:

Publicar un comentario