martes, 11 de julio de 2017

El Posterror y otras ideas sobre el cine de género: Unas reflexiones sobre lo macabro en la actualidad (parte I)




Hace unos años, hubo un debate muy extendido sobre los motivos por el cual el cine de género de terror continúa sobreviviendo, a pesar de sus momentos más bajos, el cinismo cultural y toda una nueva generación de espectadores educada por internet y de alguna forma, insensibilizada para el miedo. La gran conclusión de un grupo de expertos — entre quienes se contaban el director John Carpenter y el escritor Stephen King — fue que el terror apela a un sentimiento primitivo de fascinación y curiosidad destinado a prevalecer a pesar de cualquier sofisticación técnica e intelectual. Como si se tratara de una herencia antigua e inclasificable, las películas de terror no sólo reflejan nuestra identidad más violenta sino también, una definición inquietante sobre lo instintivo y lo misterioso que aún se oculta en la psiquis colectiva. De la misma manera en que lo hacían las historias alrededor del fuego, el terror esencial apela a una noción de tribu y de masa anónima — unida por un hilo conductor por completo visceral — de enorme poder de evocación.
Pero ¿Qué hace que nos atraiga la violencia, el horror y el desenfreno que rechazaríamos en la vida real? Se trata de un fenómeno bien conocido que se relaciona con la simulación, la máscara rota del inconsciente y la búsqueda de símbolos y análisis específicos sobre la identidad del hombre como individuo. Los psicoanalistas sostienen que las películas y la literatura de terror, apelan a instintos reprimidos y también, a la percepción de una dimensión mucho más profunda — y peligrosa — sobre nuestra manera de comprender la agresión y el desenfreno. Como si se tratara de un espejo distorsionado, las películas de terror no sólo reflejan la oscuridad interior sino también sus implicaciones. O eso parece sugerir la evidencia.

Por supuesto, nada es tan sencillo. La mente humana y sobre todo, la herencia cognoscitiva que nos define y construye nuestra percepción de la realidad, está más relacionada con la alegoría y la metáfora que con cualquier idea concreta. Las películas de terror son una fábula consciente de lo que tememos, pero también lo que nos atrae y nos seduce desde la oscuridad. El terror es el límite entre lo desconocido y la incertidumbre que se extiende más allá y las películas de género reflexionan no sólo sobre esa identidad oculta y conjuntiva, sino también acerca de las infinitas variaciones de las sombras interiores que representan. Entre ambas cosas, el género se convierte en una herramienta poderosa para analizar la violencia como un síntoma social pero también, como expresión del yo íntimo. Después de todo, una buena película puede provocar el mismo horror que una tragedia o un hecho de violencia real, pero dentro de un parámetro muy específico que permite mirar las causas sin sufrir las inmediatas consecuencias. Como si de una caja de resonancia se tratara, las películas de terror se asumen así mismas como un concepto retorcido sobre la especulación, el deseo e incluso, lo erótico. Una reacción psíquica y física que se mezcla para dotar de significado a incluso los elementos más simples de lo que asumimos como terrorífico.

Pero hay algo más intrigante: La mezcla de repulsión, miedo, angustia y dolor en una película de terror provoca una reacción casi religiosa. Una experiencia cognoscitiva muy cerca del éxtasis frenético. Una pulsión violenta equiparable al órgasmo o una reacción física puramente sensorial que coloca a las películas de terror en una línea muy específica sobre el impulso, el anhelo y una mezcla de insatisfacción en estado puro. El resultado es una necesidad concreta y una reacción que sólo toma sentido a través de las emociones que despierta. Una sed atávica de emociones relacionadas con el antiquísimo instinto por la cacería y la violencia audaz que aún prevalecen en alguna parte del cerebro límbico. Como si se tratara de una frontera entre lo racional y algo más turbulento y duro de asimilar, el terror es una visión modulada sobre lo que se esconde debajo de la sofisticación de la mente moderna.

Una película es información pura. Una gratificación inmediata de los sentidos y del instinto básicos a través de todo tipo de estímulos y percepciones sobre los que tememos pero a la vez, nos atrae y nos subyuga. Se trata de una experiencia controlada en un contexto lo suficientemente seguro como para que podamos paladear el terror como experiencia sin sufrir sus consecuencias. El estímulo a espacios mentales ancestrales que reproducen situaciones límites sin que el peligro sea real. La combinación de ese juego tramposo y sofisticado, es una comprensión del miedo mucho más cercana a la realidad y mucho más visceral que cualquier otra experiencia. Una reinvención de la fantasía del superviviente y sobre todo, una meditada reflexión sobre el peligro. El terror es real pero no lo que lo causa y ese límite hace que los libros y películas de terror, sean un caleidoscopio de la naturaleza humana en estado puro.

Claro está, todo lo anterior hace que las reflexiones sobre el cine de terror aumenten en profundidad y en su capacidad para la alegoría década tras década, lo que equivale a decir que lo que nos asusta se hace más complejo o en el peor de los casos, más cercano a una línea de pensamiento definida. ¿Han sido explorados todos los temores posibles en libros y películas? ¿O aún hay un espacio muy concreto hacia dónde explorar la oscuridad interior que las sostiene? Quizás se trate de un mecanismo más complejo sin duda, que apenas comenzamos a explorar pero que tiene una serie de especulaciones anecdóticas de enorme importancia. Una mirada al individuo desde las sombras y la violencia.

El terror entre las sombras: lo que somos a través de la puerta abierta al caos.
El escritor Stephen King suele decir que el terror es un esfuerzo de imaginación “pleno, saludable y también doloroso”. Toda una declaración de intenciones sobre la posibilidad del terror como ejercicio catártico pero también como elemento simbólico cultural. El escritor insiste que el miedo es una manifestación fundamental sobre la individualidad pero también, una mirada consecuente y efectiva sobre lo que somos y más importante aún, lo que deseamos ser. “Lo que nos provoca miedo es algo personal, relacionado con lo que deseamos y evade toda explicación” dijo en una oportunidad, cuando un periodista le preguntó sobre cómo concebía los miedos personales. “Tememos lo que nos refleja y nos construye como individuos” añadió el escritor de terror más célebre de nuestro tiempos. Una premisa sobre la cual se basa la mayoría de sus historias pero también, esa percepción suya sobre la tragedia privada que suele ser el trasfondo de su visión sobre el bien y el mal.

Además de lo todo lo anterior, King escribe sobre el terror como una manifestación emocional. Lo desmenuza y reflexiona sobre su importancia desde la concepción de lo temible y lo imposible que suele sostener la premisa sobre lo que nos aterroriza. Porque para King, el miedo no es sólo una reacción, una mezcla confusa entre una percepción física y emocional, sino algo más intrincado e Inquietante. Para el escritor el terror es una idea sugerida, a la que el lector da forma y construye. Brinda rostro. Una perspectiva que revolucionó no sólo la manera de concebir el terror sino también de cómo asumirlo como una idea literaria por derecho propio. De pronto, el terror no era sólo imágenes fantásticas, escalofriantes, un poco absurdas. Tampoco la provocación, la sangre, incluso la repugnancia sino algo más. Un planteamiento tan profundo que parecía abarcar no sólo lo que tememos sino por qué nos produce temor. Cuando en 2003 King ganó la medalla National Book Foundation por su contribución a las letras americanas, el crítico Walter Mosley describió su talento como una noción “casi instintiva sobre los miedos que forman la psique de la clase trabajadora estadounidense”. Una reflexión que transforma el terror en parte de lo cotidiano, de lo que consideramos natural. “Conoce el miedo, y no solo el miedo de las fuerzas diabólicas, sino el de la soledad y la pobreza, del hambre y de lo desconocido” añadió.

El autor, célebre por sus novelas de terror, siempre ha insistido que el miedo real poco tiene que ver con la sangre o monstruos asesinos. El escritor invoca ese temor referencial, esa sensación de vulnerabilidad que nos hace a todos creadores de la verdadera escena de terror: la que ocurre una vez que leemos la última palabra del libro. Es nuestra imaginación, ese recinto de luces y sombras, la que parece mezclarse con las palabras, con la historia que se cuenta para crear algo más retorcido, inquietante y sin duda espeluznante. Y quizás es ese juego entre lo imaginario, lo que se cuenta y lo que no es evidente, lo que haga que King sea capaz de transformar lo cotidiano en una escena de terror inquietante y que provoca no sólo miedo sino la inequívoca sensación que hay algo más que lo que podemos ver, acechando, provocando temor. En sus palabras, King comprende el miedo primitivo como una idea que nace y se debate más allá de toda evidencia, un instinto primitivo del temor real: “Lo que hago es atacar las emociones de los lectores. Se me considera un escritor de horror, pero soy básicamente un doctor en emociones. Si apagan las luces y tienen miedo, entonces he ganado.”

En una visión muy semejante de esa percepción sobre el miedo pero llevado al terreno del imaginario cinematográfico colectivo, está la obra del director Roman Polanski, que basa su propuesta en la percepción del miedo y el horror en raíces conjuntivas relacionadas con lo íntimo y lo atávico. Para Polanski, el terror es una aseveración personalísima, que aborda el espacio y el tiempo desde una comprensión elemental sobre el ser humano como individuo. El director, pionero en una reflexión sobre el terror basada en fábulas macabras, desmenuzó el terror desde sus piezas constitutivas básicas. ¿Qué nos produce temor? ¿Qué nos provoca la necesidad de asumir la existencia de lo desconocido? En su película “El Bebé De Rosemary” (1969) el autor crea un obra de arte desde lo mínimo y justo, utilizando el elemento de lo invisible como parte de la obra. Mientras Stephen King muestra y disecciona el horror, Polanski lo analiza como una serie de graduaciones abstractas de la identidad individual. Expresiones del yo que se contraponen unas a otras para brindar sustancia a un elemento tan abstracto como carente de verdadero significado. Al fin al cabo, el Polanski artista intenta concebir el miedo — lo que tememos, lo que nos produce terror — como especulaciones formales sobre nuestra naturaleza y los límites que construimos para delimitarla. Una y otra vez, Polanski se arriesga en elucubrar sobre esa individualidad frágil, quebradiza que define al hombre y más allá, le brinda esa vulnerabilidad inmediata y casi esencial a su manera de ver el mundo. Por ese motivo, el director insiste en la posibilidad del miedo informe — que no existe más allá de quien lo mira — de una reflexión sobre lo asumimos como real y que tal vez, sólo es una distorsión de la realidad. Es justamente esa predilección por lo que no se muestra, lo que se oculta en sutilezas, lo que hace del cine de Polanski un reflejo ambiguo de esa percepción del mundo fragmentada, casi incomprensible. Una visión subjetiva de quien somos y más allá, de lo que comprendemos como real.

En una ocasión, Polanski intentó resumir su interpretación sobre el cine de género en una frase elocuente “nada es seguro”. Cuando se le preguntó cuál era el elemento predominante en su planteamiento cinematográfico, sobre el terror no intentó disimular esa borrosa percepción sobre la imagen y lo que cuenta, que constantemente se le atribuye a su propuesta y el triunfo argumental de su visión sobre el miedo como parte de un sistema de símbolos concretos. “Yo no quiero que el espectador piense ‘esto’ o ‘aquello’, quiero simplemente que no esté seguro de nada. Esto es lo más interesante: la incertidumbre”. Porque para Polanski, lo que asume real es mucho menos importante que la realidad en sí misma, y es de esa dualidad que surge esa fractura de su cinematografía con el cine tradicional. Polanski forzó las líneas de la construcción narrativa hasta lograr una profunda y sentida subjetividad, una reconstrucción del cine que analiza y se muestra como reflejo de lo que mira, antes que brindar una opinión.

Claro está, no es una idea novedosa y el cine, la televisión y la literatura la explora en cada oportunidad posible. Quizás por ese motivo, en una ocasión Polanski comentó que su escena favorita en cualquiera de sus películas, es la última del “Bebé de Rosemary” . Una jovencísima Mia Farrow, temblorosa y confusa, se inclina sobre una cuna oculta a la vista del espectador. En su rostro hay algo inquietante mientras mira la prueba definitiva que su temores no eran fundados: un bebé monstruoso que nunca llegamos a ver. Polanski utiliza con maestría esa visión del miedo primitivo y esencial, tomó el final evidente y muy directo de la novela en la cual se basó en film, y lo transforma en un monumento al miedo. Una insinuación inquietante sobre algo tan espantoso como inenarrable que no llega a mostrarse nunca. Pero el público puede imaginarlo: es esa visión personal del posible rostro del bebé monstruoso lo que le brinda un brillante leitmotiv al metraje, una visión tan amplia como desconcertante del miedo que habita en la mente del espectador. Muchos años después, cuando se le preguntó al director si alguna vez pensó en mostrar al Bebé Maligno, comentó: “habría destruido por completo la película”. Polansky, la cosa está muy clara: el miedo es un secreto, un código misterioso entre lo que lo produce y la mente que construye — o traduce su significado.

Desde ambas perspectivas, el miedo es una construcción de la memoria que nos une de una manera u otra. No hay explicación única sobre la forma de comprender lo que nos atemoriza y tampoco, sobre la manera en que lo analizamos los terrores primarios y esenciales. El cine y la literatura avanzan en direcciones distintas, pero también, asumen la carga simbólica del terror como una idea que subyace a un nivel profundamente humano y ecléctico. Desde los pesares existencialistas — el terror a los misterios y enigmas — hasta la comprensión de la mente humana como último bastión del concepto del miedo (paranoias, psicosis y percepciones de la identidad), el reflejo de miedo para cambiar época con época para transformarse en algo por completo nuevo.

El horror como bandera: ¿Quienes somos más allá de la oscuridad?
Durante buena parte de la historia occidental, el miedo ha tenido rostro y motivo. Por más de cinco siglos, El diablo fue la personificación del miedo para luego convertirse en un instinto primigenio del mal esencial en cada uno de nosotros. Como si la madurez cultural correspondiera a un cierto crecimiento intelectual y cognoscitivo, el miedo evoluciona y se hace más profundo — simbólico — a medida que la psiquis colectiva madura en consonancia. Quizás por ese motivo, ciertas teorías psiquiátricas insisten que terror proviene de los personajes de cuentos de hadas que provocan miedo en los niños. Es decir, que el miedo — como emoción e idea — tiene mucho que ver con lo que recordamos nos produce temor, más que con el miedo mismo. Una idea curiosa: es inevitable cuestionarse si todos nuestros temores a la oscuridad y lo aparentemente peligroso, no tendrá una relación directa con un eco en nuestra consciencia, más allá de lo que somos capaces de recordar. Tenemos miedo porque recordamos haberlo tenido. Y más allá, somos niños al momento de temer: el miedo desencadena esa necesidad de gritar, de protegernos, de mirar el mundo con recelo. Es allí probablemente donde surge el recurso más evidente de toda idea y creación literaria y visual: el temor a algo se puede aprender, que se imitar, que puede provocarse a través de la palabra o el testimonio de otros, sin que necesariamente lo hayas experimentado personalmente.

Todos hemos tenido miedo alguna vez. Quizás a lo desconocido, o a lo que no podemos explicar. Es una idea que tiene mucho que ver con la supervivencia o incluso, la idea de asumir el peligro como parte de lo cotidiano. Y es justamente en esa grieta entre lo normal y lo inquietante, esa predilección por intentar explicarnos por qué sentimos miedo — o que nos lo provoca — lo que hace que nadie sepa muy bien a que teme, pero sabe que lo experimenta. No es casual, por tanto, que oír relatos de miedo o ver películas de terror desata los mismos efectos físicos que el peligro real: se acelera el ritmo cardíaco, aumenta la presión arterial y la respiración se acelera. La adrenalina nos prepara para enfrentarnos a ese miedo invisible, a ese terror oculto que parece sobrevivir a la racionalidad. Una idea tan infantil como quizás inexplicable.
De manera que ese gusto por las películas de terror, tiene mucho que ver con nuestra manera de manejar nuestra propia visión del mundo: el temor como emblema y símbolo, el temor como metalenguaje de nuestra visión del mundo. Es de hecho, bastante probable que lo que tememos no tenga que ver con el monstruo de la pantalla o la escena de nuestro libro favorito, sino con ese terror en sombras de nuestra imaginación.

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