miércoles, 31 de agosto de 2016

Las hijas de Afrodita: La trascendencia de la rebeldía.




Hace unos días, un amigo me insistía que ninguna mujer es rebelde — violenta, agresiva, visceral o contradictoria — porque “su código genético no se lo permite”. Según su argumento, la selección natural dotó a la mujer de una pasividad, resignación y bondad apta no sólo para fundar el hogar que los hijos pudieran necesitar para crecer, sino para brindar a la “tribu” a la que perteneciera, un tipo de conocimiento intuitivo que de otra manera, no obtendría. Escuché todo lo anterior entre divertida y un poco desconcertada.

— ¿Me estás diciendo que las mujeres jamás serán violentas o rebeldes porque su código genético así lo dispuso? — le pregunté.
 — Así es — me respondió — la sabiduría ancestral hace que una mujer sea por necesidad el sostén y el hogar.
 — En otras palabras ¿Una mujer no puede ejercer poder militar o personal?
 — Sí, claro que puede. Pero una mujer no puede ser malvada. No a la manera del hombre, por supuesto.

Me pregunto si debo recordarle que en el pasado, el poder y la agresividad femenina eran celebrados como un tipo de atributo no sólo reconocible sino además temible. Que aunque para los hombres las palabras “rebeldía” y “maldad” suelen ser términos distintos y no paralelos, para la mujer la cosa es bien distinta. Que mujeres como Boudica o las Amazonas fueron consideradas íconos de valor en su tiempo, esencialmente por su capacidad para la lucha y la guerra. Que Juana de Arco, fue respetada e incluso admirada justo por las características que mi amigo supone una mujer no puede poseer. Y que de hecho, a través de la historia las mujeres han demostrado ser tan violentas, crueles y malvadas como su contraparte masculino. Lo cual no es un logro en sí mismo pero que demuestra que el género no hace demasiada distinción en las raíces de lo que provoca la violencia y sobre todo, la idea más elemental que sobre la maldad. Más allá de eso, me preocupa esa idea sobre la mujer sumisa y dedicada, abnegada y toda bondad que el concepto que esgrime mi amigo parece describir. Un tipo de mujer irreal que buena parte de la cultura se ha encarado por año de sostener.

La Iglesia católica suele llamar a las mujeres “hijas de Eva”, haciendo clara referencia a esa docilidad y también, “talante pecaminoso” que suene asumirse de la figura de la mitológica primera mujer. No se trata de una comparación amable: a Eva se le atribuye el primer pecado (el de la desobediencia) y por tanto, es el origen de todos los posteriores males que padece la humanidad. De la misma manera que la griega Pandora (cuya curiosidad también nos llevó al desastre como raza) Eva se erige como el símbolo de todo lo que una mujer es y debe evitar ser, por lo que se le debe condenar. Una forma de concebir lo femenino desde lo restrictivo, lo limitado y el castigo posible. Porque a estas mujeres mitológicas, se les condena por esencia y se les acusa por el simple hecho de “rebelarse” (cuando no debieron y en realidad, no pudieron) contra la imagen de la mujer plácida, callada y maleable que la mayoría de las culturas antiguas consideraban necesaria. La mujer, como parte del decorado de la historia. Envuelta — y bien sujeta — en ese anonimato histórico que parecía denigrar su mera existencia.

Y es que el “mal” cultural y la rebeldía, sugieren cierta individualidad que para durante siglos le fue negada a la mujer por la sociedad. La identidad de lo femenino siempre pareció depender de cómo el hombre le concebía, incapaz de subsistir — y existir — más allá de los límites de una imagen ideal confusa. Por ese motivo, la concepción de lo maligno de la mujer siempre está sujeta a algo incontrolable, a su cualidad “incompleta” y la mayoría de las veces, obra de su naturaleza descuidada y pesimista. Como si la decisión moral de lo perverso — sujeta a un objetivo moral y una percepción sobre lo ético intelectualmente compleja — estuviera vedada para la mujer.

Parte de ese argumento sobrevive en las ideas que expresa mi amigo, que de hecho he escuchado cientos de veces, repetidas en todo tipo de contexto. Una y otra vez se usa el determinismo biológico no sólo para analizar el prejuicio sino además, darle al argumento cierta consistencia. Que no lo digo yo, parece insistir esa salvedad sobre los intríngulis del código genético, lo dice el cromosoma que nos separa. Y con eso parece ser suficiente para sustentar una serie de ideas incompletas e insuficientes para justificar la mirada condescendiente sobre la mujer.

— Puede que te parezca un poco loco, pero es así — me insiste — las mujeres que son rebeldes o algo semejante, están enfrentándose a su propia naturaleza. En realidad, es una reacción psicológica más que mental. No existe una mujer realmente “malvada”.

Me pregunto que pensará mi amigo sobre las investigaciones judiciales e históricas que demuestran que la Alemania Nazi, por ejemplo, más de quinientas mil mujeres se incorporaron al servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial para servir al frente y que 3.500 de esas mujeres, se convirtieron en guardias de campos de concentración — casi el mismo número de hombres — siendo tan temibles, implacables y crueles, como sus homólogos masculinos. Que la mayoría de las mujeres nazis ejercían poder de fuego contra los reclusos en campos de concentración y participaron como miembros activos del ejército, en torturas y matanzas. ¿Cómo puede definirse ese tipo de violencia tan pragmática como la de asesinar por métodos científicos, de hambre y frío a un grupo étnico? ¿No se supone que ese especialísimo ADN femenino debería inclinar a todas las mujeres hacia un espontáneo rasgo de protección y cuidado?

— ¿Sabes quien es Ilse Koch? — le pregunto a mi amigo. Parpadea.
 — ¿Es…una ministra Nazi? — pregunta.
 — Era la esposa de Karl Koch, comandante del campo de Concentración de Buchenwald. Fue considerada una de las mujeres más crueles de su época: coleccionaba trozos de piel de víctimas con tatuajes y según rumores, asesinaba mujeres jóvenes para elaborar lámparas con el cuero de su piel.

Mi amigo no dice nada. Me dedica una mirada entre confusa y levemente irritada. Sonrío sin querer.

— Al igual que Irma Grese, pertenecía a las “Guardianas Nazis”- prosigo — un grupo de varias mujeres que fueron reconocidas por la violencia con que sometían a los prisioneros judíos en los campos de concentración.

La violencia femenina existe por tanto y quizás, por las mismas razones obscenas y temibles que existe la masculina. Incluso, parece tratarse de lo mismo: Una percepción sobre la capacidad para la agresión y la violencia que no sólo no distingue el género sino que además, hace evidente esa necesidad impenitente y concluyente de la violencia como rasgo natural. Así, sin más. Sin atenuantes o reflexiones al respecto.
Mi amigo vuelve a quedarse callado. Supongo que no hay mucho que decir a eso. Pero no puedo evitar pensar en cómo esa noción de la mujer bondadosa, suscribe a lo femenino a un límite muy preciso sobre lo que la mujer puede ser. No me refiero claro, al hecho que la violencia pueda definir a la mujer — no creo que pueda definir a nadie, en todo caso — sino que esa insistencia de la bondad como concepto — sin matices y en un estado de pureza cercano al ideal — crea una visión irreal sobre la mujer y le resta complejidad como individualidad. Después de todo, tanto la rebeldía como el “mal” son contradicciones a la norma, al hecho real la moralidad como parte del pacto de convivencia social. Extremos ilegales, temibles, al límite de la frontera de lo comprensible. ¿Por qué la mujer se asume fuera de ese extrarradio primitivo y esencial, tan humano?

Y es que la idea que una mujer pueda ser violenta, agresiva o “malvada”, nos resulta incomprensible. Nos resistimos a ella, intentamos catalogarla en algún estrato que le reste consistencia. Como si se tratara de un rasgo inadmisible. Hasta hace menos de tres décadas, en buena parte de los países de Europa las mujeres que participaron en crímenes junto a sus maridos, eran exoneradas por “obedecer la potestad matrimonial”, aunque su participación en cualquier crimen fuera tan evidente y activa como la de su marido. ¿Por qué esa sutil diferencia entre la violencia entre géneros? ¿La violencia femenina es distinta a la que puede ejercer el hombre? Sin duda, la cultura y sus exigencias, hace que la mujer perciba la violencia de manera diferente al hombre y quizás, ese ligero matiz es lo que haga por completo distinta la manera como se asume.

Hace poco, la escritora Katherine Quarmby comentaba en un artículo que publicó el El País sobre la violencia femenina, que las ramificaciones de lo que hace — o no — violenta a una mujer son inquietantes y la mayoría de las veces, difíciles de analizar. Cuenta Quarmby que la violencia en la mujer tiene un ingrediente sociológico que lo hace inquietante. Y para ilustrar la idea, cuenta un testimonio temible: Durante el genocidio ruandés, había grupos de mujeres que arrojaban pimienta de cayena por las casas, sabiendo que eso haría estornudar a los niños escondidos, lo que permitiría su captura y asesinato. Lo que la autora llama ese “profundo conocimiento de la infancia” y sobre todo, esa natural comprensión sobre el comportamiento infantil, hacen que el crimen tenga una connotación nueva y temible. Desconocida para la sociedad.

Y sin embargo, ¿se trata de la violencia femenina — o la admisión de su existencia en todo caso — algo más enrevesado que la mera dificultad de asumir que la mujer puede llegar a ser violenta? Mi amigo — y toda la idea que maneja al respecto — está convencido que sí.

— El hecho que una mujer o un grupo de mujeres pueda ser violentas no quiere decir que lo que digo carece de razón — argumenta ahora mi amigo, incómodo — el crimen y su posibilidad es algo real. ¿Pero y la rebeldía? Toda mujer es sumisa por necesidad. Y eso no es malo.

Por supuesto, hablamos de dos ideas distintas, pienso con cierto cansancio, aunque por buena parte de la historia una mujer rebelde pudiera ser considerada criminal o algo peor. Pero sí, la rebeldía femenina parece encontrarse al límite de lo que se considera comprensible dentro de las características que se supone definen al género. ¿Qué ocurre con todas las mujeres que han luchado para oponerse a un sistema que las minimiza y las infravalora? ¿Que ocurre con las Simone de Beauvoir del mundo? ¿Las Mary Wollstonecraft? ¿Las Margaret Mead? ¿Las Simone Weil? ¿Las millones de mujeres a través de la historia que han resistido esa noción de la bondad más parecida a la estupidez moral que han querido endilgarle? ¿Son excepciones a la regla? ¿Mutaciones biológicas e intelectuales aún inclasificables? ¿O se trata de algo más complejo, fruto de esa sutil discriminación a la que se somete a toda mujer por el solo hecho de serlo?

Claro está, no es equiparable la violencia de un asesinato con el enfrentamiento ideológico de las ideas, a la lucha del canon tradicional que se le impone a la mujer. Pero ambas cosas parecen sugerir el hecho que la mujer suele ser idealizada como para perder la noción de esa tridimensionalidad de carácter y de temperamento que no hace no sólo humanos, sino además individuos?

La mujer sin rostro: La no existencia venial.
La Diosa Afrodita (Venus para los Romanos) era una Diosa de cuidado. Quizás la más peligrosa del panteón Olímpico. No sólo era capaz de mover los hilos del amor y las pasiones con toda libertad — lo que provocaba todo tipo de consecuencias — sino que además, tenía el poder de provocar el amor como una noción profunda y compleja sobre la existencia. No es casual que Afrodita protagonizara la mayoría de los enfrentamientos entre dioses, creyentes e incluso, formara parte de la mayoría de gestas semi históricas del mundo Antiguo. Afrodita, imprevisible, portentosa y cruel, era la representación de la emoción humana más incomprensible.

Pero más allá de eso, la magnífica Afrodita representaba un tipo de mujer temible, una feminidad agresiva, devastadora e inevitable que la mayoría de las veces resultaba toda una amenaza para la primitiva visión de Grecia y luego de Roma sobre la mujer. Porque la Diosa, con su libertad sexual, intelectual y corporal, su profundo conocimiento de la naturaleza humana de sus fieles creyentes — la hacían heredera directa de los dones de las Diosas primigenias y nutricias que le precedieron. Afrodita además, tenía diversas encarnaciones para representar el “amor” pero también a la mujer: desde la Victrix a la Anadiomene, la Diosa era el poder de la complejidad absoluta sobre lo femenino. Una representación multidimensional de la mujer que apabullaba a las tímidas representaciones de la divinidad femenina en cualquier otra mitología.
Porque Afrodita amaba — y eran tan apasionada como provocar conflictos estelares — pero también odiaba y era todo lo violenta como se suponía podía ser una deidad de su categoría. No había nada bueno ni malo ese poder ancestral que representaba no sólo con su mera existencia como parte de la noción sobre lo sagrado de los griegos y romanos, sino con el poder de su culto. No había región en el mundo antiguo donde Afrodita no fuera temida y admirada. Donde no se suplicara su intervención. Donde no fuera un poder implacable y maravilloso.

Pienso en la Diosa, mientras recuerdo la conversación con mi amigo y todo lo que me hizo reflexionar. En el tipo de feminidad que encarna y simboliza, tan alejada de la frágil, engañosa y taimada Eva. Porque Afrodita, en todo su poderío, era la metáfora de un tipo de poder femenino que nadie desdeñaba ni se atrevía a menoscabar. Una capacidad para la creación y la destrucción que asombraba y atemorizaba a la vez.
Claro está, hablar sobre la feminidad es resbalar un poco por terreno inestable. El tema está en boga — que bueno — pero no siempre es comprendido de manera concreta — que preocupante -. Igualmente, siempre que se analiza, encuentras que la visión cultural y social al respecto tiene muchos rostros, tal vez uno por cada opinión, visión y perspectiva. Y eso si me parece extraordinario. Hasta hace muy poco, la mujer tenía una única dimensión.

Hace unos días, veía una película de la cual nunca supe el nombre que ponderaba sobre la mujer divina. Dos ancianos, sentados en mitad de un bello campo nevado, conversaban sobre la mujer como ente divino. El “Ánima” y esas ideas de pureza que realmente me producen más angustia que interés. El caso es que de pronto, la película cambió de ritmo y apareció una bella mujer curvilínea que se identificó a sí misma como La Protomujer. Y dijo una frase que me encantó: “De la mujer se habla como divina, jamás como sagrada”.
Un buen pensamiento. Tan bueno, que a esas horas — algo así como a las tres de la mañana — tomé portatil, hoja y papel y comencé a redactar una idea al respecto. Por supuesto, me siento en la obligación de antes de comenzar desarrollar mi visión sobre esa disyuntiva tan sutil pero que me parece tan importante, hacer una pequeña declaración de intenciones de intereses. Y es la siguiente : No voy a hablar de la mujer santa, inaccesible, inalcanzable, impoluta, beatifica. Eso es un concepto monoteísta — patriarcal — sobre la mujer con el que no simpatizo. Algo tan concreto como que me resulta difícil hablar sobre la mujer y lo sagrado, sin que se mezclar una serie de conceptos complejos y la mayoría de las veces innecesario. Como si se necesitara situar a la mujer en lo místico, es el atajo para trascender a lo divino burlando la religión. Pero tampoco esto me interesa ahora. Lo que si me interesa y mucho, es hasta que punto la mujer — lo femenino esencial — se puede considerar sagrado.

Claro está, no hago esta distinción por puro capricho, sino porque no deseo asumir la feminidad — y su cualidad divina — como la concebimos en occidente. Una belleza plácida, flotando en medio de luz. De hecho, lo sagrado en las culturas primitivas, tenía mucho ver que con la violencia, la crueldad de la naturaleza, esa idea desconocida y profunda que parecía surgir de algún lugar inquietante en mitad del miedo y la admiración. Entre lo divino y lo maldito, la mujer siempre se encuentra relegada a ese espacio sin mucho valor que pendula entre lo reprobable — nació pecadora — a un tipo de inocencia muy cercana a la estupidez. Y esa “maldad” tenía una relación directa con una naturaleza trampos intrínseca en la naturaleza femenina. El mal en sí, tal como afirmaban los inquisidores Kramer y Sprenger, autores de “El martillo de las brujas” : “Toda maldad es nada comparada con la maldad de las mujeres”.

De manera que cuando hablo de lo Sagrado, hablo de la tridimensionalidad Femenina. El poder de ser y de estar. De desear, crear, construir, destruir. Porque lo femenino, durante mucho tiempo — demasiado tiempo — fue considerado inmutable, dolorosamente silencioso, sin voz. Es temible, esa idea de la mujer del Medioevo como ideal romántico, o la mujer Victoriana, atrapada en su corsé. Y es que lo divino arranca capas de comprensión, resume, disminuye, debilita. Lo sagrado consagra, embellece, brinda poder. Es un pensamiento hermoso sin duda. Un pensamiento poderoso. Pero más allá de eso, se trata del reconocimiento de la individualidad de la mujer. De su complejidad histórica. De su noción sobre su capacidad para ser un individuo por encima de cualquier prejuicio de género. De hecho, es el poder de ser mutable, diferente, la necesidad de transformación lo que hace a lo Sagrado una parte cultural esencial. Lo sagrado — lo excelso, lo esencial y nuclear — es lo que lo hace perdurable. Tal vez por ese motivo, en griego están hierós y hagios, pero mientras la primera significa sagrado en lo que tiene de referencia a lo divino como fuerza y luz, la segunda, hagios, implica también la acepción de maldito.

Mucha tela que cortar, me digo mientras pienso en lo femenino, la complejidad intelectual  — ese poder de crear y construir — y la insistencia de comprender a la mujer a través de esa sutil referencia al poder que parece habitar y disgregarse por el mero hecho de temer su propia fragilidad. Y sin embargo, como diría la ProtoMujer de la película anónima — que por cierto, terminó matando a los ancianos y comiendo sus vísceras sobre la nieve impoluta — lo femenino es poderoso por el simple hecho de ser incomprensible. Lo sagrado en lo misterioso. El enigma esencial.

C’est la vie.

martes, 30 de agosto de 2016

El posmodernismo y el terror iniciático: Unas cuantas reflexiones sobre la obra de Mary Shelley.





En una ocasión, Ursula K. Le Guin, decana de la ciencia ficción, comentó que escribir era crear un Universo en el cual somos Dios y el Diablo a la vez. Una frase muy curiosa para una escritora que ha dedicado buena parte de su producción literaria a la reflexión existencialista a través de la fantasía. Y no obstante, esa visión sobre la ciencia ficción — o quizás la literatura en general — refleja mejor que cualquier otra esa capacidad de la palabra para reflejar nuestros miedos y temores. Esos espacios silenciosos y abstractos que la hoja escrita es capaz de traducir como emociones, pesares y quizás belleza. Un mirada hacia la profundo de la identidad propia — y quizás, la colectiva — y más allá de eso, un análisis insistente sobre nuestra propia capacidad para el miedo y la esperanza.

Lo pienso, mientras leo por enésima vez “Frankenstein” de Mary Shelley, quizás uno de mis libros favoritos. Como si se tratara de la primera lectura, la historia logra cautivarme de nuevo, me desconcierta por esa mezcla de ternura, crueldad y sofisticado horror. No hay nada sencillo en esta declaración de principios sobre el aislamiento, la angustia circunstancial, el debate moral entre la capacidad humana para crear y la ética. Y en medio de esa complejidad, hay una búsqueda de sentido — forma y significado — que avanza hacia terrenos sensibles y dolorosos que pocas veces pueden tocarse más allá de una novela terror. Porque el miedo nos hace frágiles, vulnerables, quizás conscientes de nuestra insignificancia hacia lo desconocido. Esa visión sobre el terror y la belleza que se sostiene en medio de las formas y la expresión de la bondad ideal. No somos otra cosa que nuestros temores o quizás, nuestra necesidad de vencerlos.

Sonrío, acariciando la portada de mi libro, ya muy viejo y manoseado después de docenas de lecturas. Desde el cartón, un hombre con el rostro cosido de manera grotesca, me observa con los ojos entrecerrados. La criatura sin nombre — como le llama la autora a la lo largo de la obra — que de alguna u otra forma, nos representa a todos y también, a esa mínima variación de luces y sombras en nuestro interior que con tanta ingenuidad, llamamos individualidad.

* Una mirada hacia la oscuridad:
Mary Shelley fue una mujer extraña desde que era muy niña. O eso aseguran las crónicas de sus contemporáneos, que la describen como silenciosa, observadora e incluso “un poco lánguida”, un termino confuso muy frecuente en la época que le tocó vivir y que parecía describir un cierto tipo de actitud contemplativa. Y es que Shelley parecía encajar en el estereotipo femenino de su época: Una mujer pálida, delgada, que contrajo matrimonio con un poeta discreto siendo muy joven y llevaba una vida familiar poco menos que anónima. No obstante, Mary Shelley, futura madre de uno de los monstruos literarios más famosos del género gótico, no era una mujer normal. No para la asfixiante y abrumadora sociedad donde nació. Incluso para que le admiraron mucho después. Y es que Mary Shelley, narradora, dramaturga y una convencida filósofa, era un espíritu educado que aspiró a lo intelectual desde su infancia, que construyó un mundo a la medida de su mirada analítica sobre el mundo y que finalmente, legó al futuro una visión profunda sobre su propia vulnerabilidad. Una percepción durísima sobre los peligros de la pérdida de la humanidad y más allá, sobre los terrores del conocimiento carente de moral.

Se trató de un hito dentro del mundo de la literatura. Hasta entonces, las autoras femeninas parecían restringidas al ámbito del hogar, el amor y los sufrimientos emocionales, tópicos de las que pocas escaparon y no siempre con éxito. En más de una ocasión, se insistió en la “novela femenina” para describir un subgénero ficticio, lleno de historias románticas edulcoradas y esquemáticas. De manera que la obra de Shelley, asombrosa, original y brillante, despertó toda la suspicacia de una sociedad donde la voz literaria de la mujer no sólo carecía de sustancia, sino aún de identidad. Se habló sobre que las inspiradas reflexiones de Shelley sobre la ciencia, la ética y los límites del sufrimiento intelectual no eran suyas, sino obra quizás de su marido o incluso, su padre, el filósofo político William Godwin. Y es que Shelley creó en su obra el más inspirado manifiesto contra la segregación y también quizás, un inédito alegado sobre la tolerancia, oculto bajo el cariz de una novela gótica al uso. Un atrevimiento que la llevó no sólo a la fama sino al centro de las críticas. ¿Quién era esta mujer que creó un monstruo más humano y sensible que el hombre que le levantó entre los muertos? ¿Quién era esta discreta editora, que dedicó buena parte de su vida a promocionar las obras de su esposo, el poeta romántico y filósofo Percy Bysshe Shelley? ¿Quién era el espíritu poderoso que dio vida no sólo a una obra perdurable sino a punto de vista único?

Para empezar, Mary Shelley nunca estuvo destinada a ser una mujer normal. Hija de la filósofa feminista Mary Wollstonecraft, desde muy niña, Mary aprendió el valor de la palabra y el poder contundente del pensamiento como una forma de liberación. Además, su padre fomentó su pensamiento político — algo rarísimo para la época — y le permitió analizar y comprender ideas culturales muy complejas desde su primera juventud. El resultado, fue una mujer de vanguardia, una libre pensadora esencial que asumió los riesgos de vivir y construir su propia vida no bajo las convenciones del siglo represor que debía padecer, sino de su ilimitada curiosidad intelectual. Tal vez por ese motivo, su vida avanzo entre el escándalo y el ostracismo social: Fue amante de Percy Bysshe Shelley mientras el poeta continuaba casado y poco después se embarazó de él, lo que al parecer provocó el suicidio de la esposa de Shelley. Finalmente contrajeron nupcias, pero la reputación de Mary — esa idea abstracta y elemental sobre la identidad social que tan perniciosa podía ser — resultó dañada para siempre. Incluso cuando alcanzó el éxito literario, su pasado continuó siendo una grieta insalvable entre la sociedad que continuaba repudiándola y su capacidad como creadora.

No obstante, Mary jamás dio su brazo a torcer ni se rindió a los convencionalismos habituales de una sociedad convencida que debía ocupar el lugar que le correspondía por deber. No sólo se destacó como una competente editora — suyo es el mérito del relativo éxito de la obra de su esposo en medio de un complicado momento del mundo literario Londinense — sino además, como una destacada ensayista y filósofa. Su lúcido punto de vista fue una perspectiva refrescante en una época donde la filosofía parecía obsesionada con ciertas ideas que no parecían encajar en las inmediatas discusiones sobre derechos laborales y humanos, una renovada mirada sobre la idea dignidad del hombre por el hombre y más allá, la tolerancia como un elemento esencial para la comprensión de la cultura. A menudo, las obras de Shelley meditaban sobre la cooperación y la compasión, lo que incluso la hizo enfrentarse directamente a la obra de su padre y su esposo, con quienes se insiste en comparar su obra.

Tal vez por ese motivo, resulta curioso que la autora Mary Shelley escribiera la novela que luego la haría célebre gracias a una apuesta entre escritores — su marido, el poeta Percy B. Shelley y Lord Byron — que terminó ganando casi de manera casual. No se trató de una de sus profundas elucubraciones sobre la filosofía y la convivencia, sino de una fábula levemente siniestra sobre los peligros del mundo moderno. Aún más intrigante es que la autora fuera la única de trío de escritores en completar la historia: según sus propias palabras, el relato del monstruo creado por un científico obsesionado por los misterios de la muerte y la creación, tenía “vida propia”. Como si la escritora encontrara en la ficción — y sobre todo, en esa ambiciosa metáfora sobre el dolor y el rechazo que elaboró con tanta rapidez — un espejo inmediato donde reflejó su propia historia. Una idea seductora y que tiene inquietantes interpretaciones, si recordamos que la desconcertante trama de la novela, intenta reflejar los peligros de la audacia audacia del hombre por rozar los limites mismos del saber, más allá de toda moralidad y sensibilidad. Porque Frankenstein no es una historia de terror tradicional, es un juego de símbolos morales y éticos que intenta llevar la reflexión sobre la identidad del hombre — y el poder de la razón — a una dolorosa comprensión sobre la individualidad y la enorme soledad moderna. El conocimiento destructor, ese que rebasa cualquier interpretación, que se asume asume así mismo como infalible y que intenta definir los limites de la mente humana, solo para sucumbir a su propia destrucción.

Lo más asombroso de “El Monstruo de Frankenstein o el moderno prometeo” — titulo original del libro — es que fue escrito muchos años antes que la tecnología destruyera los últimos Dioses tambaleantes de la mente humana y lo sustituyera por la visión científica. De manera que no se trata de una crítica simple hacia el poder de la ciencia — como se suele analizar — sino a los motivos por el cual el hombre utiliza el poder del conocimiento como arma. Una abstracción tan amplia que no sólo abarca esa noción de Shelley sobre el debate ético sino sobre lo que se pondera como la individualidad como principal riesgo del intelectualismo. No se trata de una idea sencilla. Shelley se enfrenta a una época donde nace la gran soledad moderna, en la que los primeros anuncios de la industrialización destruyen los cimientos elementales de lo que hasta entonces había sido una sociedad obsesionada con el colectivismo. Durante siglos, el mundo se concibió así mismo como una gran mancomunidad donde la soledad era una virtual rareza y lo personal, una idea aún en construcción. Con la llegada de la primera mirada al mecanicismo, esa realidad se transformó en algo más: de pronto el talento era un reflejo de la identidad y el mundo, una combinación de esa presunción sobre lo íntimo y lo privado. Y es entonces cuando Mary Shelley describe un mundo nuevo: una maravillosa posibilidad — el hombre que crea vida, más allá del misterio — y también, el horror de ese descubrimiento.
Una alegoría angustiosa a esa búsqueda de una idea que pueda justificar la perdida de la inocencia, la caída en el dolor del alma humana ante la ausencia de fe. Una visión que inquieta por lo precisa, más allá de su poesía y sensibilidad, por mostrar ese dilema del poder de la sabiduría: el creador que pasa a ser esclavo de sus actos, la osadía del espíritu que puede llevar al desastre y la destrucción. Una moraleja ética. Y no obstante, Mary Shelley no se prodiga con facilidad. En Frankenstein el dilema no es evidente: el Monstruo no sólo encarna el dolor sino la crítica, mientras que el doctor parece ser el símbolo de la moral rota, de la pérdida de las esperanzas de un mundo carente de Dios o de cualquier creencia que pueda sostener esa prodigiosa capacidad. Ese misterio recién descubierto del hombre que se transforma por un momento, en un Dios.

¿De que escribe Mary Shelley en Frankenstein? ¿Sobre una época que se encontraba al borde mismo de una ruptura histórica? ¿Sobre ese papel secundario y eternamente anónimo que le endilgó su género? ¿O incluso sobre su madre, quien sufrió la deshonra y el dolor ser menospreciada intelectualmente durante su vida? ¿Qué se esconde realmente bajo esa monumental visión sobre lo bueno y lo malo, lo temible y lo bello? ¿Que ocurre debajo de esa aparentemente inocente visión de un monstruo benigno que lucha contra el horror que prodiga sin desearlo? ¿Que aspiraba Mary Shelley a crear, como un moderno Prometeo de la palabra, en esa declaración de intenciones tan profunda como dolorosa?

Con frecuencia, se le acusa al libro de sermoneador. Y podría serlo, si los personajes fueran menos complejos o la historia más edulcorada. Pero hay una crueldad subyacente en lo que se cuenta, que parece impregnarlo todo, que destruye la ilusión de solemnidad que abarca la visión del autora e incluso la desborda. Una breve ensoñación sobre el poder del hombre y a la vez, su fragilidad.

lunes, 29 de agosto de 2016

ABC del fotógrafo curioso: Sí, la Fotografía es arte y merece — y necesita — estudiarse.


Henri-Cartier Bresson, el llamado padre de la fotografía moderna.


Recibí mi primera clase de fotografía a los veintitrés años, aunque tenía once la primera vez que sostuve una cámara entre las manos. De manera que durante buena parte de mi vida como fotógrafa, he sido autodidacta y por lo tanto, buena parte de mi aprendizaje se basó en la experiencia, la repetición, la imitación e interés personal en profundizar sobre la práctica y la teoría fotográfica. También equivale a decir que como un considerable número de fotógrafos, comencé a fotografiar por pura curiosidad y afinidad estética, lo cual me hizo tomar decisiones muy específicas sobre lo que deseaba expresar o no con respecto a la fotografía.
Cuando se es autodidacta, el camino hacia el aprendizaje fotográfico es largo, enrevesado pero siempre gratificante. Aprendes por ensayo y error, por esa insistencia de perseverar sobre la imagen inmediata según tus propios términos. Y resulta muy satisfactorio sin duda, asumir que la fotografía es un acto íntimo, una complicada interpretación de lo que la imagen inmediata puede ser a través de tus propios términos. Eso te hace consciente de tus fortalezas y debilidades, de ese crecimiento paulatino pero sostenido que todo fotógrafo atraviesa para convertirse de mero propietario de una cámara en un creador visual a pleno derecho. Además, el hecho autodidacta te confiere poder: decides cuándo aprender, cómo y por qué motivos deseas construir una mirada fotográfica. Y lo haces según el ritmo que impone tu análisis sobre la fotografía. Un aparente control sobre lo que deseas expresar y mostrar en la fotografía que le confiere un inestimable valor no sólo a la captura de la imagen, sino también al resultado de todos los esfuerzos. A esa fotografía ideal que todos aspiramos a crear.

Pasé buena parte de mi adolescencia persiguiendo esa fotografía ideal. Al principio, fotografiaba todo lo que podía, siempre que podía, en una compulsión iniciática y obsesiva que llegó a convertirse en una pasión cuando comprendí sus alcances. El número y la frecuencia de las fotografías que tomaba varió cuando comencé a comprender que buscaba algo específico a través de la imagen, aunque no lo tuviera muy claro y me llevara bastante esfuerzo analizar la idea fotográfica desde un punto más allá de la mera captura mecánica. Por último, encontré que mis fotografías tenían un mensaje que expresar — lo supiera o no — y que esa idea abstracta y conjuntiva creaba una visión elemental sobre lo que necesitaba expresar. Fue entonces cuando encontré que las herramientas que tenía a disposición — los tutoriales, los manuales técnicos, los documentales y la inestimable experiencia diaria — no eran suficientes para acompañar ese mensaje. Para crear algo más profundo y poderoso que lo que hasta entonces había hecho. Que a pesar de mi interés, investigaciones, amor a la fotografía, necesitaba algo más que le brindara una mayor vastedad a ese lenguaje incipiente que comenzaba a crearse y sobre todo, le hiciera aún más consistente de lo que era.

Tomar clases de fotografía me ayudó justo con eso. No sólo porque me vi obligada a confrontar mis ideas y argumentos visuales, sino porque también descubrí que había mucho más en la fotografía de lo que había supuesto. Y es que la experiencia humana, la teoría académica sobre la imagen y sus implicaciones e incluso la historia de la fotografía, me brindó un marco de referencia por completo nuevo, en el que pude elaborar una hipótesis por completo nueva sobre mi trabajo. Tuve que luchar contra mis propios límites — que los tenía y la mayoría, eran autoimpuestos — y además, me vi en la obligación de aceptar que debía evolucionar para alcanzar esa imagen que soñaba obtener. Esa conclusión a años de esfuerzo y dedicación que con tanto empeño había intentado lograr y que aún, no alcanzaba. Para entonces tenía más de dos años estudiando fotografía y de pronto, encontré que mi trabajo era más de lo que había pensado siempre: no sólo era un conjunto de imágenes. Eran un mensaje incompleto.

Uno de mis profesores sobre todo, parecía bastante más interesado en ese mensaje probable de la fotografía que en cualquier aspiración o consideración técnica. Tanto así, que le parecía mucho más importante la fotografía como hecho emocional y artístico, que como subproducto técnico, algo que pocas veces ocurre. Conversábamos con frecuencia sobre el particular y en una ocasión, se rió de mi afán por construir un discurso visual memorable a través de mi capacidad técnica y sobre todo, mi habilidad mecánica para el manejo de la cámara.

— Toda fotografía se basa en un concepto elaborado a partir de las referencias, vivencias y experiencias de un fotógrafo — me dijo Y para crear una expresión creativa consistente, necesitas aprender sobre ti mismo pero también sobre la herramienta creativa que utilizas. Una imagen es mucho más que una capa de significado basado en lo obvio. Es una construcción compleja de una idea que supera lo que puedes ver. Una imagen verdaderamente valiosa conmueve, incómoda, asusta, invita a pensar. Una fotografía que se sustenta sobre un lenguaje consistente, es un documento artístico y visual destinado a trascender. Lo demás, son juegos en ocasiones muy ingeniosos de luces y sombras.

Nunca olvidé esa reflexión. Me obsesionó tanto como para enfrentarme a mis fotografías y sobre todo, a mi visión sobre ellas desde un punto de vista por completo nuevo. Desilusionada, preocupada pero sobre todo, deseosa de encontrar un nuevo significado al universo creativo que intentaba elaborar, pasé meses en un análisis continúo no de la calidad técnica de mis fotografías, sino de ese mensaje oculto, subyacente y muy poco evidente en ellas. Leí sobre la teoría filosófica fotográfica, me interesé por nuevas expresiones y reflexiones sobre la imagen. Y fotografié más que nunca: no en número, sino en calidad. Porque una fotografía no se toma, se hace y fue lo que aprendí mientras pasaba meses esforzándome por transgredir mis propias limitaciones y romper esa línea diametral que me mantenía bajo cierto límite en la confrontación de ideas visuales.

Un día, me enfurecí. Tanto, como para tomar todas mis fotografías impresas y comenzar a romperlas en una secuencia casi demencial. Rompí las fotografías anodinas, que no me decían gran cosa. Rompí el conjunto de simples colecciones de rostros, de formas y reflejos de la realidad sin mayor interés. Y cuando terminé, rodeada de papeles rotos y cientos de trozos de historias, sentí un alivio enorme, insospechado. Sentí que había llegado a la puerta misma de algo muy profundo en mi relación con mi fotografía: lo esencial que me hacia seguir fotografiando.

De manera que continué leyendo, debatiendo y tomando clases de fotografía. Y de pronto, las nuevas fotografías que nacieron luego de ese pequeño deflagración, parecían algo nuevo aunque en realidad era lo mismo de siempre, sólo que mucho más profundo, doloroso y significativo. Un nueva manera de hablar sobre mi misma, del mundo que me rodea, mis opiniones y temores, que es lo que resume y hace poderosa a una fotografía. Cuando les mostré mis imágenes a mi viejo profesor, movió la cabeza entre satisfecho y exasperado.

— Aún te falta un poco de fuerza — aseveró — ¡Rétate! ¡sé osada!
Los ojos se me llenaron de lágrimas de frustración. Él movió la cabeza y entonces hizo algo muy extraño: me tomó de las muñecas y me hizo llevarme las manos a la cara para tocarme las mejillas húmedas.
— Todo esto — dijo mientras mis dedos rozaban mis lágrimas — debe estar en la fotografía. Debe ser contado en imágenes. Comienzas a hacerlo. Encontrarás una manera más poderosa de lograrlo.

Continúo intentándolo, por supuesto. Y en medio de toda esa búsqueda, sigo fotografiando, creando y elaborando ideas complejas sobre mi discurso visual y mi lenguaje fotográfico. Lo hago gracias a la experiencia que adquirí como autodidacta y también, la que obtuve como estudiante de fotografía. Entre ambas cosas, hay una idea que sostiene el todo raquídeo y poderoso que hace a una imagen única. Esa identidad plausible que hace a un fotógrafo poderoso, tenga o no una cámara en la mano. La posibilidad de expresar ideas complejas a través de sus imágenes.

***
Pienso en todo lo anterior, mientras leo un artículo publicado en Pentapixel, en el que el fotógrafo Olivier Krumes recomienda encarecidamente no estudiar fotografía. Y lo hace sobre la base de una serie de razonamientos más o menos argumentados, que incluyen lo costoso que resulta aprender fotografía, el hecho que la fotografía “no necesita aprenderse” y otras tantas aseveraciones que parecen provenir más del desencanto con respecto la educación fotográfica que por cualquier razón meditada al respecto. Y no obstante, se trata de una posición meditada y compartida por un considerable número de fotógrafos que consideran que la fotografía no necesita otra cosa que cierto empeño y una limitada cantidad de esfuerzo para su aprendizaje y sobre todo, su profundización como disciplina artística y discurso estético. Una postura lamentable que sólo demuestra que a pesar de su notable evolución y sobre todo, democratización de la herramienta y el medio de aprendizaje, la fotografía continúa siendo menospreciada lo suficiente como para que se juzgue innecesario no sólo un contexto académico que la sostenga, sino el mero hecho del aprendizaje metódico. Un planteamiento preocupante que parece no sólo asumir que la fotografía no necesita mayor complejidad teórica y conceptual sino que además, no requiere una real profundización en los conceptos filosóficos y académicos que la sostienen.

Se trata de un pensamiento peligroso. Porque en la medida que simplifiquemos lo que la fotografía puede ser, condenamos el futuro de la imagen inmediata a ser una simple consecuencia de un proceso mecánico. Si la fotografía no necesita estudiarse sino que se trata de una colección de conocimientos técnicos y de experiencia a pie ¿Qué evitará que un buen equipo sustituya todo eso? Si ahora mismo hay una buena cantidad de gente convencida que fotografiar — y lo bien que lo hagas — depende de la cámara que tengas o la frecuencia con que lo hagas ¿Qué nos espera el futuro con medios tecnológicos mucho más precisos?
Por tanto, el cuestionamiento continúa: ¿Es necesario estudiar fotografía? ¿Puede la fotografía ser algo más allá que un impecable documento técnico para convertirse en un discurso visual por derecho propio? ¿Qué ventajas puede brindar el estudio fotográfico metódico al hecho mismo de la fotografía como reflejo de lo inmediato? ¿Puede la fotografía ser algo más que un noción directa sobre la realidad?

Tal vez, la respuesta a todo lo anterior se encuentre en algunos de los siguientes planteamientos:

* El amor y el odio a la fotografía:
Krume arguye como razón en contra de la educación fotográfica, el hecho que podrías aburrirte o que el entorno educativo podría hacerte “odiar” la fotografía. No es un planteamiento nuevo: buena parte de los fotógrafos que insisten en que la educación fotográfica no es necesaria, esgrimen como una de los motivos de peso para no aprender fotografía de manera estructurada, es el hecho que la experiencia les parece banal, subjetiva e incluso agresiva con respecto a la forma cómo comprenden la imagen inmediata. Un argumento difuso y confuso, si tomamos en cuenta que la fotografía, como toda disciplina artística, es una expresión emocional de lo estético y lo discursivo. Por tanto, el trabajo fotográfico suele estar relacionado con nuestro punto de vista no sólo hacia la imagen inmediata como recurso y elemento estético, sino con nuestra relación personalísima con los conceptos y la visión del arte como herramienta de expresión íntima. Por tanto, el arte y la manera como lo concebimos — nuestro punto de vista sobre él — tiene una inmediata relación con la forma como asumimos su importancia en nuestro planteamiento individual.

De manera que es muy poco probable que estudiar — o no — fotografía te haga odiar, amar, aburrirte o te provoca cualquier otro sentimiento complejo por la fotografía. El contexto y el entorno de aprendizaje sólo acentúa el hecho real de cómo concibes la fotografía como forma de arte y expresión personal. Cualquier reacción emocional tiene una inmediata relación con la forma como el autor analiza el hecho creativo de la fotografía y muy poco, con cualquier elemento externo que pueda afectar la experiencia personal. Creer lo contrario, presume un conocimiento muy limitado sobre las relaciones emocionales y sensoriales que puede provocar cualquier obra de arte. Y aunque es evidente que un ambiente propicio promueve y facilita el aprendizaje, tampoco es un elemento decisivo al momento de analizar nuestra capacidad artística desde un punto de vista sensible.

* La reivindicación del método tradicional ¿Por qué la fotografía “no se estudiaba antes”?
Eso lo podría responder un jovencísimo dibujante llamado Henri Cartier-Bresson cuando entró al estudio del artista André Lhote en Montparnasse para aprender las nociones básicas sobre la pintura, pero pensando en fotografiar. Sentado a la mesa, en largas tardes tediosas alergatadas por el calor del verano Parisino, Cartier-Bresson no sólo aprendió los rudimentos de la técnica pictórica, sino esos elementos abstractos que brindan a una obra visual su belleza y profundidad. Aprendió sobre composición, el poder de crear escenas a través de decisiones estéticas y conceptuales muy específicas. Como lograr que una pieza artística pudiera no sólo asombrar sino conmover al espectador. En suma, el estudiante Henri Cartier-Bresson aprendió a pensar de manera artística, a utilizar sus recuerdos intelectuales y emocionales para crear obras que aspiraban fueran trascendentes. Y lo hizo a través de la experiencia de un respetado artista que le enseñó por todas las razones concretas por las cuales se educa a un artista en crecimiento: La necesidad de brindar los conocimientos necesarios para que el aprendiz no sólo pueda madurar como artista sino también, como creador de un lenguaje visual personal.

Unos años después, el joven dibujante abandonaría los lápices y tomaría una vieja cámara Krauss para inmortalizar escenas Costa de Marfil. Entusiasmado y asombrado, Cartier-Bresson descubriría esa idea básica sobre la fotografía que seduciría a muchos de los fotógrafos que le sucedieron: la capacidad de la imagen para inmortalizar, pero más allá, para crear y construir ideas profundas a través de lo inmediato.

* El aprendizaje fotográfico es muy costoso:
Nadie lo duda, todo aprendizaje requiere una considerable inversión monetaria, de esfuerzo personal y de tiempo. La fotografía no es la excepción: en la mayoría de los países del mundo la educación fotográfica es muy costosa y suele ser altamente especializada. No obstante, la pregunta que surge luego de analizar ese planteamiento es obvia: ¿Por qué la inversión en la educación fotográfica parece innecesaria cuando en otras disciplinas se considera imprescindible? ¿Qué hace que la fotografía se menosprecie tanto y se considere de tan poco valor como para que que merezca una inversión monetaria? ¿Cual es el motivo por el cual la fotografía, a diferencia de otras disciplinas, no necesite también una visión académica indispensable que requiere un costo concreto?

Más allá de eso, el planteamiento parece avanzar hacia otro más complejo: ¿Por qué la mayoría de los fotógrafos no durarían en hacer una considerable inversión monetaria en equipo y artículos fotográfico? ¿Por qué buena parte de los fotógrafos que denigran de la educación fotográfica están virtualmente obsesionados con la técnica y la especialización de la herramienta? ¿Por qué buena parte de los fotógrafos que insisten en que la fotografía no debe ser estudiada si les parece imprescindible una cámara tecnológicamente avanzada o una óptica de considerable costo? ¿Por qué no se considera igual de necesario o valioso la inversión en el hecho fotográfico como expresión académica?

Además, la accesibilidad de medios y de recursos ha hecho que la educación fotográfica sea parte de una idea comunicacional notoria. Más allá de la multitud de tutoriales técnicos sobre el uso y funcionamientos de las herramientas fotográficas, existe una considerable oferta de cursos, visionados, becas, revisión de portafolios, discusiones, residencias artísticas completamente gratuitas a las que el fotógrafo puede acceder por mínimos requisitos. Se trata de una nueva cultura que insiste en la percepción de la fotografía como una expresión visual consistente más que una serie de ideas técnicas con poco o ningún valor conceptual.

* El estilo, el lenguaje y el discurso:
Otro de los argumentos que arguye Krume para desaconsejar la educación fotográfica, es la posibilidad de perder lo que llama “el personalísimo estilo personal”. Un concepto que sorprende y desconcierta si se toma en cuenta que la manera de mirar de cada fotógrafo es única por necesidad y lo es, por el hecho que se construye a través de todo tipo de referencias, experiencias, reflexiones y opiniones que hacen del mundo visual del fotógrafo algo único. Cada fotógrafo tiene un discurso y un lenguaje fotográfico distinto y lo tiene debido a la necesidad de cada creador visual de analizar la realidad desde lo subjetivo. Ningún aspecto de la educación fotográfica — ya sea técnica o teórica — afecta algo tan profundo como la experiencia vivencial y la construcción de una estructura fotográfica única. De hecho, la educación fotográfica moderna se basa en el análisis de la imagen como obra constitutiva de una expresión temporal y creativa tan íntima que resulta inconfundible. Cada creador visual — porque el fotógrafo es ante todo un artista — se concibe a través de la profundización y creación visual como puente entre el desarrollo ontológico de la imagen como documento y la capacidad expresiva de la imagen como recurso elemental de un discurso estético.

* ¿La fotografía necesita un análisis profundo como expresión artística?
La fotografía es una forma de expresión artística. Necesita contexto, historia, filosofía, conocimientos teóricos y técnicos. La fotografía es mucho más que la cámara que sostienes y la experiencia que obtienes, de la misma forma que la pintura es mucho más que en lienzo y el carboncillo. Durante buena parte de la primera mitad del siglo XX, la fotografía fue una combinación de errores y aciertos mecánicos que brindaron sentido a una serie de inquietudes artísticas, pero nada más. Finalmente y con toda probabilidad, gracias al trabajo sostenido de artistas de diversa índole y preparación, la fotografía se convirtió en una expresión estética y conceptual por derecho propio. Creaciones artísticas como las de Julia Margaret Cameron, Oscar Gustav Rejlander, Henry Peach Robinson, Man Ray y otros tantos, lograron brindar a la fotografía una percepción real como obra de arte. En su magnifica obra “Estética de la fotografía” André Adolphe Eugène Disdéri insiste en que la imagen fotográfica no sólo es un reflejo de la realidad, sino también una visión profunda y conceptual sobre la visión y la capacidad del fotógrafo para crear. Una percepción que convirtió a la fotografía de técnica química, en arte.

* ¿La fotografía puede aprenderse? ¿O se trata sólo de buen ojo y mucha práctica?
Como cualquier otro arte — sobre todo uno tan relacionado con otras disciplinas artísticas mucho más antiguas — la fotografía puede y debe aprenderse. Puede y debe pulirse bajo la experiencia, la dedicación y el esfuerzo. Puede y debe comprenderse como una propuesta académica que implique procesos de aprendizaje. Puede y debe comprenderse como una estructura de conocimientos que enriquecen la propuesta y brindan al fotógrafos las herramientas para construir una idea fotográfica. Una visión sobre la fotografía que no sólo resume su indudable necesidad de asumir la importancia de la técnica, sino también el mundo privado del fotógrafo, su capacidad para la expresión artística y la comprensión de la fotografía como idea estética.

No se trata de un concepto moderno. Los fotógrafos Hilla y Bernd Becher son considerados de manera casi unánime como los padres de la fotografía contemporánea y la educación fotográfica. Ambos fundaron la escuela de Düsseldorf, convertida en referente de varias generaciones de artistas fundamentales hoy. No sólo fue el primer acercamiento de la fotografía como arte que merecía una metodología propia — y uno una combinación de factores tanto pictóricos como artísticos — y la dotaron de un método de enseñanza. Años después, Bernd Becher insistiría que la educación fotográfica era el complemento idóneo “para la experiencia consecuente” y sobre todo, una nueva comprensión sobre “la fotografía como expresión artística con independencia de cualquier otra rama de los saberes humanísticos”.

Fue un paso decisivo para convertir el conocimiento autodidacta en parte de la experiencia y no sólo, un único trayecto para el aprendizaje fotográfico. Pero sobre todo, fue un reconocimiento efectivo que la fotografía como método y arte, necesita un tipo de aprendizaje académico estructurado, como cualquier otra disciplina artística. Y aunque el conocimiento autodidacta es esencial para la comprensión de la fotografía como experiencia personal, también resulta imprescindible esa necesaria enseñanza de la fotografía como cuerpo de trabajo académico e idea que se sostiene sobre su propia historia, técnicas y sensibilidad. La fotografía no sólo como un suceso anecdótico y accidental, sino como una estructura sostenida bajo la idea que conceptual que la hace profunda y parte de una percepción artística concreta.

* Los libros son grandes maestros:
Y es la única frase rescatable en el artículo de Krume. Sí, los libros de fotografía pueden ser una de las formas más aprendizaje más completas que existen para aprender fotografía. Pero claro está, no me refiero únicamente a manuales técnicos ni mucho menos a los que asumen que la fotografía sólo es un conjunto de ideas mecánicas que requieren una cierta habilidad artesanal. La fotografía es mucho más que eso y por tanto, la biblioteca del fotógrafo debe incluir un compendio de conocimiento profundo que le permita comprender a la imagen como una forma de expresión formal.

¿Y cuales son esos libros que todo fotógrafo debe ojear al menos una vez? Quizás los siguientes:

* La cámara lúcida de Roland Barthes:
Publicado en 1980, es uno de los ensayos más completos sobre el aspecto emocional de la fotografía que he leído. Como autor y fotógrafo, Barthes recorre con opinión critica y creativa su propia mitología personal y gracias a este meticuloso análisis, crea teoría diversas sobre la motivación del fotógrafo, su aspecto creativo y sobre todo, su capacidad para expresar ideas conceptuales e intimas a través de la imagen. Recomendados para todos aquellos que desean comprender no solo el como fotografiar, sino el porque hacerlo.

* Fotografiar al natural de Henri Cartier-Bresson:
Cartier Bresson creó una manera única de construir un lenguaje visual: construyó alrededor de su propia capacidad de observación un estilo fotográfico único. Crítico y un extraordinario filosofo de la capacidad visual del fotógrafo, sus obras sobre la fotografía y su forma más esencial son una influencia decisiva dentro del mundo del creador visual contemporáneo.

Fotografiar al natural recopila sus textos principales y más debatidos, como lo son “El instante decisivo”, “Los europeos” y numerosos relatos sobre sus distintos viajes a diferentes partes del mundo. La intensidad de la narrativa así como sus certeros análisis visuales constituyen un documento único sobre el mundo visual contemporáneo.

* Sobre la fotografía de Susan Sontag:
Sontag, con su enorme capacidad para el análisis y la reflexión sobre sucesos sociales abstractos, nos ofrece en Sobre la Fotografía un concepto refrescaste sobre la fotografía: su relación con la sociedad y el sujeto cultural que intenta recrear a través del lente. Aunque durante mucho tiempo, se criticó el texto por su carencia de uniformidad y consistencia — la estructura toca en ocasiones puntos extremos y los puntos de vista de la autora se imponen sobre las ideas principales, más allá de la visión fotográfica — el libro posee una visión única y valiosa sobre la fotografía como documento histórico y cultural. Sontag, con su enorme necesidad de cuestionamiento, crea un debate particularmente interesante sobre la belleza, el simbolismos, los aforismos visuales y sobre todo el poder evocador de la fotografía.

* Joan Fontcuberta, La cámara de Pandora:
Fotografo, critico, profesor y gran observador, Fontcuberta comprende la fotografía como el símbolo y la metáfora de la capacidad del fotógrafo para crear. De manera que, en este estupendo libro, toca temas tan dispares como la idiosincrasia, la cultura y la sociedad como elementos preponderantes del planteamiento fotográfico actual. Aborda la refundación de este medio en el nuevo entorno digital para repensar aquellas cuestiones que van más allá de lo estrictamente fotográfico y para abrirse a los nuevos principios que se plantean con la nueva fotografía.

* El beso de Judas, Joan Fontcuberta:
En el mundo contemporáneo las apariencias han sustituido a la realidad. No obstante la fotografía, una tecnología históricamente al servicio de la verdad, sigue ejerciendo una función de mecanismo ortopédico de la conciencia moderna: la cámara no miente, toda la fotografía es una evidencia. A partir de vivencias personales, Joan Fontcuberta critica esta creencia y reflexiona sobre aspectos fundamentales de la creación y la cultura actuales.

* The lines of my hand de Robert Frank:
Descrito como una autobiografía Visual, es un libro profundamente hermoso y critico sobre la visión del autor acerca de la fotografía, no solo como herramienta documental, sino creadora de discursos visuales consistentes. Me pareció interesantísimo además por su capacidad de comprender la fotografía no solo como arte, técnica y su capacidad de transcender como documento creativo, sino además por crear formas visuales profundamente intimas.

* Un arte medio: ensayo sobre los usos sociales de la fotografía de Pierre Bourdieu:
Un libro que intenta analizar la fotografía como objeto de uso social. De la comprensión de las ideas fotográficas a la evaluación de su impacto e implicaciones, Bourdieu no sólo explora las posibilidades del documento inmediato como reflejo sino también como ventana de la realidad. Más allá de eso, la comprensión de la imagen como un medio creativo por derecho propio y una yuxtaposición de elementos constitutivos de un mensaje concreto que se expresa a través de la creación de discursos fotográficos complejos.

* Fotografía y sociología de Howard Becker:
El sociólogo Howard Becker analiza la fotografía como una visión hacia la cultura, cuyas implicaciones parecen directamente relacionadas no sólo con el punto de vista de su autor, sino las infinitas condiciones y elementos que transforman la fotografía en un reflejo de su entorno. En su ensayo, Becker no sólo debate sobre el valor intrínseco de las imágenes como punto de partida del argumento sobre el que se construye una hipótesis social. En unas otras palabras, concibe la fotografía como una serie de ideas consistentes sobre el entramado cultural y la analiza como un reflejo fidedigno de ideas complejas sobre la persistente idea de la personalidad humana.

* Hacia una filosofía de la fotografía de Vilem Flusser:
Flusser fue quizás el primer investigador fotográfico en analizar la fotografía como subproducto social de su época, su entorno y su visión creadora. Para el escritor , la fotografía separa la época pre y post Histórica — la imagen directa y la imagen que se crea a través de la técnica — y construye una consistente visión de la fotografía como discurso y documento. Se trata de un texto ideal para todos los que conciben la fotografía no sólo como una comprensión de valor artístico, sino también como un manifiesto de ideas visuales esenciales que crean una noción profunda sobre la realidad.

* Each wild idea: Writing, Photography, History de Geoffrey Batchen:
Se trata de un curiosísimo planteamiento sobre la visión, la creación y las implicaciones de la fotografía como recurso creativo. Más allá de eso, una elaborada investigación sobre las implicaciones y relaciones entre las artes, como expresión estética formal y también, como objetivo creativo. Batchen no sólo analiza la fotografía como producto tecnológico sino que además, debate las ideas esenciales sobre lo fotografiable y lo fotografiado como esencia de un argumento ideal sobre lo que la fotografía puede ser. Con una visión mucho más amplia que otros autores, Batchen se plantea la posibilidad que la fotografía no sólo complementa otras artes y visiones, sino que además, las cimienta como creación flexible de una idea en constante evolución.

* El ojo y el espíritu de Maurice Merleau-Ponty:
Merleau Ponty analiza desde su particular punto de vista como fenomenólogo de la percepción las múltiples relaciones entre la visión, lo que el ser humano percibe como real y la realidad objetiva, para crear una hipótesis intrigante sobre el valor del documento visual como expresión del yo y la identidad creativa. Para el investigador — que basó su reflexión en la pintura pero cuyos parámetros son aplicables a la fotografía — lo visual interviene en la realidad como una metáfora substantiva de lo creativo, lo conceptual y la expresión autoral como identidad formal de lo que se crea. El autor intenta analizar y reflexionar sobre el medio creativo como una parte elemental de la identidad del creador. Una pieza imprescindible en la mirada simbólica de todo el que elabora un discurso visual.

* Modos de ver de John Berger:
“La vista llega antes que las palabras” es la primera frase y propuesta en el texto de John Berger. Y a partir de allí, el autor no sólo asume la comprensión de la vista y lo sensorial creativo como un lenguaje por derecho propio, sino una expresión estética de considerable peso autoral. Para Berger, la imagen es el medio primordial de comprensión del mundo y también, el lenguaje más antiguo y comprensible de todo. Un argumento que además, sostiene su visión sobre el hecho creativo en estado puro y la comprensión de la imagen como expresión elemental de la cultura del hombre y para el hombre.

* Cultural Ram de José Luis Brea:
Brea analiza en una obra intrigante y sobre todo controversial, las implicaciones de las ideas visuales con respecto a los nuevos medios de difusión, almacenamiento, reconstrucción y construcción como valores creativos basados en lo inmediato. Para el autor, la memoria fotográfica y sobre todo, sus implicaciones se reconstruyen como un documento de infinitas variables, debido a la transformación del medio que muestra y conserva. En una interesante alegoría sobre los elementos culturales que sostienen lo que llama “la memoria constelación”, Brea no sólo reflexiona sobre el cambio definitivo en la forma como concebimos “el dato” — como elemento conjuntivo de la imagen — sino también, la complejidad del concepto artístico en constante enfrentamiento con el entorno — medianamente hostil — de la tecnología.

* La fotografía se aprende viendo buen cine, leyendo mucho y escuchando buena música:
Decía el fotógrafo y matemático Paco Vera que fotografiar era un ejercicio de imaginación. Por años insistió que la mejor manera de aprender fotografía es alimentar tu imaginación tu imaginación con todo tipo de espíritus. De hecho, una de sus frases célebres parece resumir esa mirada curiosa al mundo “Vaya mucho al cine, vea muchas obras de arte, lea mucha poesía y después en dos horas yo le enseñaré a hacer fotos”. Así que una de las maneras más intuitivas de aprender fotografía es crear y construir toda una visión sobre el mundo a través de sus referencias artísticas. Toma fotografías sobre tus libros favoritos — los que te inspira, las escenas que creaste en tu imaginación -, sobre las escenas de tus películas predilectas, sobre la música que te apasiona. Disfruta de esa combinación de sensaciones y estímulos para crear una comprensión sobre la imagen mucho más profunda y elemental. Sobre todo, individual.

¿La fotografía puede aprenderse o no? ¿Es necesario aprenderla o no? La disyuntiva continua supongo y quizás, es necesario su planteamiento y discusión constante. Lo que puede resultar destructor a cualquier propuesta fotográfica es la infravaloración de la imagen como concepto y sobre todo de la fotografía como disciplina. Una visión desigual e incompleta sobre lo que la fotografía puede ser y sobre todo, lo que aspira a crear. Un lenguaje de ideas mucho más amplio que la simple propuesta técnica y más aún, que la mera idea de la fotografía como reflejo de la realidad.

domingo, 28 de agosto de 2016

Plumas pérdidas en la oscuridad y otras historias de brujería.





Tomo la primera caja de libros y la abro con un gesto lento y casi ceremonioso. Del interior brota un viejo olor melancólico, mezcla de polvo y albahaca. Las lágrimas me cierran la garganta y de pronto, toda mi infancia parece hacerse real en una única escena, en una única mirada al pasado, al tiempo perdido y que he vuelto a encontrar. Mi tia P. me dedica una de sus miradas apreciativas, casi dulces.

- Los guardé para ti - me dice - sabía que querrías tenerlo.

Los libros nunca mueren o eso me gusta creer. Es un pensamiento que tengo con frecuencia y me hace sonreír. No solo por mi amor a la literatura sino por el hecho, que imagino un futuro promisorio, donde las ideas nos sobrevivan, a pesar del cinismo de una época que no se comprende demasiado así misma o peor aún, que se simplifica cada vez que puede. No podría decir que sucede en realidad. Lo que sí he aprendido que la palabra sobrevive a cualquier cosa, trasciende, elabora mundos nuevos. Y quizás esa sea su magia, su valor, su sueño. Su manera de construir el futuro.

Tomo el primer libro. Las solapas verdes están rotas por los bordes, algunas hojas comienza a romperse y a combarse por efecto del tiempo. Pero aún conserva el fuerte olor a mirra y a romero que siempre tuvo.  Lo recuerdo con enorme claridad. Mi abuela me lo mostró unos días después de llegar a su casa: Su primer libro de las sombras. Lleno de sus pensamientos e ideas. De sus pequeños dibujos de niña, de sus largas reflexiones adolescentes sobre la vida, la magia y el poder de creer. Lo sostengo con dedos temblorosos y siento con toda claridad como mis recuerdos más preciados toman forma, se hacen más fuertes y trascendentales. Se me escapa una risa nerviosa, salpicada de lágrimas. Mi tia me pone una mano amable en el hombro y me dedica un apretón afectuoso.

- Ella los guardó para ti, no lo dudo - me dice en voz baja y confidencial - después de todo, eras la bruja más pequeña, la que comenzaba a crecer. Estoy segura que pensó...

Sacude la cabeza. Ahora, ella también llora. No sé cómo consolarla, no sé como explicarle que sí, también estoy segura que abuela decidió obsequiarme su conocimiento a la distancia, una forma de sobrevivir a la muerte que sorprende por su belleza lírica. La recuerdo como la última vez que la vi, de pie en su jardín antipático, de pie frente al sol dorado y carmesí del atardecer. El cabello trenzado cayéndole sobre el hombro. La sonrisa amable y astuta.

- Hay algo muy privado y orgánico en escribir nuestros pensamientos - me había dicho, mientras podaba el rosal de enorme rosas deformes que tanto le gustaba - es un acto de voluntad, un acto creativo. Escribir a mano es una obra de arte a pequeña escala. Es dibujar y circunscribir los pensamientos a una idea profunda. ¿Imaginas algo más hermoso que tomar tus ideas y crearlas de raíz? Hay algo poderoso, íntimo. Parir una idea.

La escuché en silencio, divertida por su apasionamiento. Ella notó mi incredulidad.

- Sí, ya sé, eres una hija de tu edad y de tu época - me contestó - te debe parecer ridículo ese hábito de lo manual y lo artesanal. Pero tiene su valor. Tiene su poder.
- Lo tiene claro - le contesté sin comprometerme - pero no veo por qué no facilitarse las cosas. Por qué no hacerlas menos complicadas y sí más directas.
- ¡Qué nihilista! - dijo con una pequeña carcajada - a veces el camino más largo es el más intrigante. Lo descubrirás con el tiempo

Estoy convencida que por ese motivo, las brujas escribimos nuestros libros de la Sombra. A mano. Inclinadas con dificultad sobre la hoja, la muñeca dolorida. Los dedos tensos. Cuando era más pequeña, estaba convencida que aquello era perder el tiempo: ¿Para qué escribir a mano si en la computadora era mucho más sencillo? Eran tiempos de rebeldía claro, donde todo lo tradicional me pesaba como un fardo de historia que no comprendía muy bien porque debía llevar a cuestas. Recuerdo que muchas veces me pregunté por qué debía escribir un Libro de las Sombras, por qué debía continuar una tradición sin mucho sentido. ¿No era más sencillo acumular la información de cualquier manera? Soy una hija de una época tecnológica. Una mujer de su época. Con catorce años, la idea de recopilar mis vivencias de aquella manera desordenada y personal me parecía más romántica que otra cosa. Una especie de costumbre caduca sin demasiado sentido en tiempos donde todo tiende a simplificarse, a carecer de valor.

- Me lo pensaré - le aseguré. Ella puso los ojos en blanco.
- Ese escepticismo tuyo te llevará al aburrimiento, ya verás.
- ¡La Diosa me libre! - dije entre risas. Ella río también.

Y así nos despedimos. Un día después, abuela estaba muerta y yo atesoraba aquella conversación como el último fragmento de nuestra historia. Con el corazón hecho pedazos y abrumada por un tipo de dolor que jamás había conocido, pensé que ni ella ni yo habíamos supuesto jamás que esa sería su última enseñanza, la última lección que me enseñaría.

- Aquí están todos - dice mi tía,  mostrandome las tres cajas cerradas a mi alrededor. No sé que decir, abrumada por los recuerdos y el pecho cerrado de pura emoción - cuídalos y llévalos contigo como una lección.

Sigo sin saber que decir. Abrazo el libro verde contra el pecho. De pronto, el dolor se convierte en una cosa. Quizás, en una forma de sabiduría.

***

Los libros de las Sombras de mi abuela tienen un aspecto antiguo y venerable en mi fea biblioteca de madera barata. Parecen incluso un poco incómodos, rodeados de nuevos clásicos del terror, chucherías de diseño y todo tipo de pequeñas curiosidades que he acumulado con los años. Pienso que los viejos volúmenes deben sentirse un poco fuera de lugar, en medio de ese nuevo mundo que le rodea. Y la idea me hace sonreír casi con inocencia. Con esa sensación de posibilidades infinitas que siempre me ha hecho sentir la brujería. Que siempre me ha brindado esa firme creencia en lo mágico y lo imposible que me inculcó mi familia.

Pasé algunos años de mi adolescencia convencida que el hilo de conocimientos que une a las brujas es más una idea anecdótica y sobre todo, abstracta. Que más allá de lo que asumimos como conocimiento - y sobre todo como herencia - hay un espacio interpretativo, una forma de concebir la magia, la realidad y el poder de las ideas que puede resultar confuso y en ocasiones, directamente caótico. Lo pensé sobre todo, cuando comencé a rebelarme contra la oralidad de la brujería, contra el hecho que sus tradiciones, rituales y conocimientos se transmitieron como una herencia emocional. En mis momentos más festivos e intransigentes, me llegué a preguntar si era necesario toda esa metódica necesidad de trasvasar conocimientos de una generación a otra. De crear un vinculo imperecedero entre el pasado y el presente de esa manera casi artesanal.

Pensaba todo eso hasta que empecé a leer los libros que mi abuela guardaba: los suyos, los de otros miembros de la familia, los que incluso no llevaban nombre, perdidos en el tiempo y el anonimato involuntario. Tenía dieciséis años y de pronto, comprendí que había algo profundo y complejo en la brujería que lo que creía. Que había algo más poderoso y trascendental en el conocimiento que se lega como parte de una idea mucho más grande, antigua y generosa.

Soy una apasionada lectora. Leo muchísimo y por cualquier razón. Me acostumbré a leer para sonreír, para llorar, para construir mis propias opiniones, para no tener ninguna. Para enfurecerme y para calmarme. Muchas veces, me pregunté si esta necesidad mía de leer, con voracidad, deglutiendo las palabras lo más rápido que podía era una forma de evasión. De pensar en otra realidad para evitar pensar en la propia.Crecí en un mundo complicado, en un país agrietado por la violencia. Me recuerdo leyendo, hundida entre párrafos e historias, mientras el mundo parecía moverse muy rápidamente al otro lado de la ventana. Pero al crecer comprendí que el mundo entre las páginas avanzaba más rápido todavía, me proporcionaba una visión de la historia - y de mi misma - más profunda que cualquier otra cosa. Me enseñaba a mirar.

Así que quise mirar al pasado de la misma forma como me miraba a mi misma o a mis propios mundos. Comencé a leer los libros de las Sombras de a sorbos. Un libro de las Sombras no es una historia que se cuenta. O quizás si lo es. Un Libro de la Sombras es un fragmento de muchas historias, es una larguísima conversación con mujeres y opiniones que durante mucho tiempo no tuvieron otro refugio que la palabra. Pero en realidad, no te cuenta nada: Nadie comienza un Libro de las Sombras intentando hablar de si misma. Piensas en quién te leerá. Piensas en quien aprenderá a través de ti la historia que no conoce. Y eso fue lo que me enseñaron todas las mujeres que heredé a través de palabras. Todas las maneras como cada una de ellas se asumió así misma y a la divinidad a través del deseo de hablar al futuro. Una manera de soñar.

El primer Libro de las Sombras que leí fue el de mi tía abuela R. No la conocí en vida - llevaba varios años de muerta cuando nací - pero me hizo reír su visión del mundo. Su Libro comienza contando el primer ritual que llevó a cabo y cómo las cosas se salieron de control, pero no por nada mágico, sino por torpeza: "De haber sabido que las velas podrían caerse con tanta facilidad, las habría atornillado al suelo", contaba luego de describir el pequeño incendio que había provocado al intentar seis velas a la vez. Después, reflexionaba un poco sobre el arte de reír: "Hay que reír. Siempre. Incluso llorando. Hay que reir para decirte a ti misma: "Si puedo reir, ¿no puedo vencerlo? Me gusta mi risa, aunque sea estupida. Me gusta saber que la risa te rescata, aunque no lo sepas". Me imaginé a la regordeta R., de quién conservo fotografías y su colección de cartas del Tarot, riendo a carcajadas. La letra temblorosa, seguramente estaba bromeando al escribir aquello. Y que tachones. Los dibujitos sobre la página. Una mujer real.

Después leí el Libro de las Sombras de F., una de mis primas cuartas o algo semejante, ese parentesco que cuesta reconstruir a la manera normal. Para ella, las cosas eran más serias: se casó muy joven con un hombre muy cristiano que le preocupaba su práctica de la vieja Tradición. Pero aún así, ambos encontraron un punto medio para entenderse, para hablar a los hijos de la Luna y el Sol, de Jesús resucitado, de la Virgen y la Diosa.

"Cabemos en la misma casa. El crucifijo y la estrella. A J. le angustia que dirá mi suegra de encontrar mis bolsitas de yerbas por todos lados, las piedritas metidas en las gavetas y la albahaca en la ropa. Pero él no dice nada. Cuando plancho, lee el Última Noticias sentado junto a la mesa y me pasa las hojitas. Las agarro, las huelo y las meto en la ropa. Nosotros nos entendemos".

Ah, porque el amor es la magia más antigua de todas, decía P. Mi tatarabuela cosía y lo hacia maravillosamente bien y en muchas de sus anotaciones de su Libro de las Sombras, hay pequeños dibujos de ropas, de patrones, de aguja e hilo. Trozos de tela. Me gusta su letra temblorosa. Me gusta de vez en cuando abrir su libro y recordar las tardes largas y soleadas en su tendedero atestado de cosas. Me sentaba a mirarla, asombrada por la rapidez de sus libros al coser. Ella decía que era magia, que era brujería. Yo siempre pensé era amor.

"Coser es hablar un idioma - escribió en su Libro de las Sombras el 22 de Febrero de 1965 - no lo entiendes al principio. Te equivocas, tanto que quieres dejarlo. Yo tiré más de una vez en el zaguán la labor. ¡No puedo con esto! ¡No tengo paciencia! Pero volvía a coser. Lo hice tantas veces que las manos me quedaron callosas pero cuando hice mi primera blusa, de tafetán, me sentí tan orgullosa que quise tejer dos y tres. Muchas cosí. La magia está en continuar, no pararse. La magia está en seguir".

Lo sabría ella, mi vieja querida, que murió a los ciento tres años, sonriente y rodeada de su familia. Las manos cruzadas sobre el pecho. Sonriendo de satisfacción. Y cosió hasta el último día: Mi abuela llevó a su funeral la blusa hermosa que no llegó a terminar, con la manga derecha un poco descosida, pero tan hermosa que me hizo sonreír en lugar de llorar.

Y todas ellas, las brujas, cuentan su historia en lo cotidiano. Para mi, quizás, o así me gusta imaginarlo. A K, una lejana pariente que murió décadas antes que pudiera conocerla y que le encantaba jugar fútbol aunque su madre no se lo permitía. O a H, que celebraba la Luna sentada en su jardín, con las manos llenas de tierra, empapada en barro y sonrisas. O mi propia abuela Celia, que amaba cocinar pero también bailar y que escribía siempre que podía que la brujería sería fuerte "siempre que alguien recuerde que la magia nace del poder de crear y construir tus ideas. De soñar cada noche y cada día, que el mundo es posible gracias a los que piensan, a los que se atreven, a los que teniendo miedo dan el primer paso. A los que se levantan de madrugada para ir a la calle a trabajar, a los que duermen hasta tarde porque durante la noche hicieron el amor, a los que se asombran, los que tropiezan y se burlan de su torpeza. Todos los que ríen a carcajadas, los que cierran los ojos para degustar una buena sopa. La magia está en casa cosa posible porque la sueñas, porque eres quién la crea, porque para el espíritu, el poder y la pasión".


Tomo de nuevo el libro verde de mi abuela. Me tiendo en mi cama, abrazándolo contra el pecho. Y Sonrío, leyendo la historia de mi abuela, la mía, la de  todas. Porque juntas construimos un camino de ideas y pensamientos que sobrevivirán al desamparo, la desesperanza y quizás, al simple silencio. Sonrío, sí,  cada vez que me siento a solas, desnuda y bajo la luz de la Luna a escribir. No sé quién me leerá en el futuro, no sé quién será la niña - o el niño - que se asombrará y se reirá de mi letra extraña o que pensará que mis dibujos de palitos son torpes. Lo que sé, es que cada palabra, construyo un mensaje más allá de mi misma, más allá del tiempo que puedo aspirar a mirar y a soñar. Construyo un mensaje al Infinito, a cada cosa hermosa con que sueño y es simple, tan pequeño, que cabe en una palabra. Fe. Que nace cada vez que escribo.

El poder de crear.

Así sea.

sábado, 27 de agosto de 2016

La voz en la luz y la sombra y otras historias de brujería.



Hace poco, ordenando mis libros de las Sombras - que ya son veinte y espero sigan aumentando en número - encontré  entre las páginas de uno de los primeros que escribí, una vieja carta del tarot que había escondido entre ellas. Con esa torpeza de la niña de once años que comenzaba su largo aprendizaje como hija de la Diosa, dibujé a la Emperatriz como una silueta borrosa que apenas podía distinguirse en medio de la Luz de una Luna irregular. Me hizo sonreír el pequeño boceto - no recordaba haberlo dibujado - y me pregunté si por entonces, había sospechado cuantos años me llevaría aprender y madurar en el arte de la brujería, de mirarme como creadora espiritual de mi propias creencias y más allá, mi manera de soñar. Supongo que no, me digo con una sonrisa, acariciando el dibujo con la punta de los dedos. Y es que nadie puede prever la belleza de un camino de aprendizajes que decides, por aspiración y creencia personal, emprender.

Mi abuela llamaba al aprendizaje de la brujería "el trayecto del arte", un frase simbólica y hermosa que me llevó sus años entender.  Lo hacía con una de sus sonrisas enigmáticas, que parecían anunciar un misterio dentro de un misterio. Con los colores de mi imaginación,  estaba convencida que algún poder portentoso me esperaba a no tardar, en algún conocimiento arcano que heredaría por el mero hecho de haber nacido en una familia de brujas. Ese era un pensamiento emocionante, que tenía con tanta frecuencia que  cuando cumplí los diez, era casi una obsesión. El día de mi cumpleaños número once, recuerdo haber despertado para dibujar a la Emperatriz en mi recién estrenado libro de las sombras. Un dibujo tembloroso, infantil, pero que resumía toda la sincera impaciencia y emoción que la posibilidad de aprender brujería - como imaginaba podía serlo - me provocaba.

- Abuela, ¿Ya este año seré bruja? - le pregunté esa mañana, durante el desayuno. Abuela me dedicó una de mis miradas humorísticas.
- ¡Qué impaciencia! ¿Ya decidiste sería este año?
- Lo llevo esperando toda la vida - dije con toda solemnidad - ya quiero aprenderlo todo.


No recuerdo exactamente el momento en que decidí deseaba aprender brujería. O mejor dicho, cuando supe que era lo único que deseaba hacer luego de asombrarme con los conocimientos de mi abuela o llenarme de curiosidad antes los secretos que parecían esperar por mi como herencia familiar. Pero no todo es tan sencillo supongo. La decisión existió y además, tuvo un motivo, solo que parece mezclarse con tantas otras cosas que forman parte de mi visión de las cosas, que en ocasiones resulta indiferenciable. Pero al mirarlo a la distancia, estoy convencida que hubo un momento en que la decisión fue inevitable, y de hecho, la única que pude tomar.

Tenía unos diez años cuando por primera vez supe que podría ser bruja, pertenecer a las creencias en las que se habían educado todas las mujeres de mi familia. Hasta entonces, tenía la idea un poco difusa, que quizás podría serlo, de quererlo. Pero no sabía exactamente cómo o de que manera. Era una idea que me inquietaba de vez en cuando. Miraba a mis primas y tías, sonrientes y concentradas, cuando realizaban un ritual y me preguntaba si en alguna ocasión, yo podría formar parte de esa cofradía de mujeres sabias. El círculo de velas titilando a nuestro alrededor, el viejo caldero ardiendo en medio del circulo, los cánticos ondulando en la oscuridad sedosa de la noche. Y ellas, las brujas, las mujeres de mi casa, con su cabello trenzado y manos llenas de flores, celebrando el extraño misterio que las unía, que parecía llenarlas de poder y sabiduría y que por el momento, yo desconocía de qué podría tratarse.

- ¿Crees que alguna vez podemos aprender todo lo que deseamos? - preguntó mi abuela. Tomó uno de los libros de su enorme escritorio de madera y lo llevó a uno de los anaqueles de la biblioteca. Lo puso en el lugar vacío que esperaba por él - ¿Qué podemos abarcar todo lo que el conocimiento que deseamos puede ser?

Me encogí de hombros. La verdad, no estaba muy segura de lo que podía ser eso que mi abuela llamaba "conocimiento". Cada vez que escuchaba la palabra, imaginaba un libro colosal con las páginas abiertas repletas de palabras y dibujos cada vez más abigarrados, imposible de leer con una sola mirada. ¿Se trataba de todas las ciencias del mundo? ¿De todo lo que había sido escrito o imaginado? ¿O quizás de las cosas que aprendíamos a diario, ese pequeño conocimiento cotidiano? Pensé en la brujería como una rama muy vieja de conocimiento, brotando firme y misteriosa desde un árbol majestuoso en mitad de mi mente. Me pregunté si podría aprender todo lo que simbolizaba.

- Creo que lo podemos intentar, al menos - dije titubeante - aprender es una manera de crecer, siempre me lo dices. ¿No debería al menos intentar?

Mi abuela no respondió de inmediato. Tomó otro de los libros desperdigados por la habitación y lo llevó también al anaquel.  La miré con fascinada atención. La biblioteca de mi abuela - la sabia, la bruja - siempre estaba desordenada y eso, siempre me encantó. Era una habitación amplia, llena de anaqueles de madera combados por la vejez y el peso, todas repletas de libros en diferentes estados de deterioro. Las paredes estaban cubiertas por un feo papel tapiz color castaño que con los años, comenzó a despellejarse y a cuartearse: pequeñas lunas y estrellas que parecían flotar desdibujadas en el yeso húmedo. También había fotografías enmarcadas de miembros de la familia tan remotos como para que nadie reconociera sus rostros, tapices tejidos con motivos nocturnos, plumas de pavo real colgado de las esquinas. Todo tenía un aire envejecido y un poco olvidado que me parecía melancólico y antes que aprendiera esa palabra, simplemente bello.

Pero sobre todo, era un lugar misterioso o así lo creía yo, al menos. Podía pasar horas escondida entre los montones de muebles con patas rotas y cojines con el relleno salido por los bordes, leyendo cualquier libro que estuviera al alcance de la mano. Libros infantiles con delicados dibujos en tinta y las páginas rotas que habían pasado por las manos de muchas generaciones, libros recién comprados olorosos a plástico. Libros en idiomas que no reconocía, libros con historias tristes y risueñas. Al final del día, eso no tenía tanta importancia. La biblioteca era un lugar perfecto para mirar

- Aprender es una manera de crecer, sin duda - respondió entonces - pero también, es una mirada hacia nuestro interior, hacia los paisajes de nuestro espíritu. De manera que aprendemos a medida que nos conocemos mejor. La primera lección que una bruja aprende es que no encontrará nada fuera de si misma que no encontró primero en algún lugar de su mente. Una bruja es una mujer que crea, que aprende, que ama y se enfrenta al miedo. Y eso hace que aprender sea un trayecto personalísimo, que se construye a diario. De manera que para aprender sobre brujería, una bruja primero debe mirarse a sí misma y comenzar a hacerse preguntas. A encontrar los límites del miedo y la esperanza. A recorrer un trayecto complejo hacia una búsqueda sincera de sus motivos para aprender.

Parpadeé desconcertada.   La conversación comenzaba a ponerme incómoda. Esa idea sobre el aprendizaje interior me ponía nerviosa, aunque no supiera con exactitud por qué. La había escuchado en varias ocasiones en casa, dicha por varias de las mujeres de la familia. La sabiduría de lo sencillo, el recorrido mental hacia nuestro espíritu, pero en realidad no tenía idea sobre lo que eso podía ser. Allí, en la biblioteca de abuela, en esa tarde polvorienta con olor a albahaca me lo pregunté de nuevo. ¿Qué necesitaba aprender para comenzar mi aprendizaje en brujería? ¿Qué era ese "conocimiento interior" que se suponía debía tener? Durante meses,  había estado pensando mucho sobre la brujería y las brujas, haciéndome preguntas muy concretas que no sabía si alguien podía responder. En ocasiones, me despertaba a medianoche, mirando la oscuridad con el corazón latiendo muy rápido. ¿Y si yo no podía pertenecer a esa larga herencia de cultura y creencias? ¿Y sí yo, hija de una descreída que había abandonado toda convicción por las viejas creencias, carecía de algún elemento para formar parte de ellas? La idea me entristecía hasta lo indecible. Temblando, apretaba los labios contra las sábanas y me repetía que no, que y abuela insistían que yo formaba parte de la brujería incluso antes de recordarlo. Pero ¿Y si no era así? ¿Si debía hacer algo que aún no sabía? ¿Y si no podía seguir ese camino invisible de aprendizaje que se suponía debía conocer casi por instinto? ¿Y sí madre debía enseñarme algo que había olvidado? ¿O simplemente no había hacerlo? Casi siempre, terminaba sentada sobre la cama, apretando la sabana entre las manos, atormentada por aquel pensamiento fugitivo y sin saber cómo consolarme.

- ¿Y como sé cual es ese camino interior? - dije con cierta impaciencia - ¿Cómo lo encuentro? ¿A donde me llevará?

Me levanté para caminar por la biblioteca, incapaz de estarme quieta por más tiempo. Miré los libros olvidados en las pequeñas mesas de madera de tapas rotas en una de las esquinas. La biblioteca siempre había sido mi refugio desde que había ido a vivir en casa de mi abuela. Me gustaba rozar las viejas solapas de cuero de los libros con los dedos, pasar sus páginas con cuidado, repitiendo en voz alta sus frases y pensamientos. ¿Eso era parte del conocimiento? me pregunté con un sobresalto. ¿Leer y estudiar podían ayudarme en esa sabiduría que me llevaría a entenderme mejor.  La frustración me cerró la garganta. De hecho, me sentí mucho más agobiada, como si pudiera entrever un misterio maravilloso que no podía tocar.

Y nada de eso podía explicárselo a mi abuela. Ella pertenecía al circulo al cual quería entrar sin saber aún si podría. Ella llevaba la estrella de plata y en los rituales, levantaba la daga ceremonial para invocar y crear belleza. ¿Podría hacerlo yo alguna vez? ¿Sería yo en alguna ocasión quien sostuviera la daga y cantara para el resto de las mujeres de mi familia?

- El conocimiento intimo, sobre quienes somos, nuestras motivaciones, dolores y terrores es la mayor fortaleza de cualquiera que aspire a cierta madurez espiritual - me explicó mi abuela - y en Brujería, no es diferente. La magia, la creencia sobre todo lo invisible que puede influir sobre nuestra vida, comienza precisamente por la idea que nuestra mente es tan poderosa como nuestra capacidad para intentar entenderla. Toda bruja sabe que su voluntad, su pasión, sus conocimientos pero sobre todo, su necesidad de aprender y crecer son elementos esenciales para construir su propia visión del mundo. Y ese es el principio del camino del arte. De esa noción de conocer tus límites y romperlos a cada oportunidad posible.

Sacudí la cabeza, un poco desalentada. La verdad era que mucha veces, no entendía muy bien lo que abuela insistía en llamar "el autoconocimiento esencial". El término parecía abarcar cualquier cosa y a mis impaciente once años, eso me irritaba mucho. En ocasiones me preguntaba si no era mucho más simple explicarme las cosas punto por punto, sin palabras filosóficas de por medio o aquellas largas discusiones sobre ideas incomprensibles. Era un pensamiento muy poco caritativo, claro pero era el más sincero que podía tener por entonces.

- Creo que tengo un libro que podría gustarte - dijo entonces abuela. Me desinflé un poco. Por lo visto, no habrían explicaciones sencillas.
- ¿Cual?
- Ya lo verás.

Cruzó la habitación con su paso lento y se detuvo frente a una estantería muy pequeña, junto a la puerta que daba al jardin. Estaba llena de libros muy viejos, cosidos a manos y con las solapas agrietadas que nunca había mirado bien. Era como pequeñas libretas sin mayor importancia, o eso había pensado, cuando los ojeé de pasada, en mi insistente hábito de explorar la biblioteca. Mi abuela tomó uno con un especial mal aspecto: tenía una viejísima solapa azul, le faltaba un buen fajo de hojas al centro y tenía manchones de tinta por aquí y por allá. Cuando me lo extendió,  o sostuve con cuidado, un poco desconcertada.

- ¿De quién es?

- Nadie lo sabe - respondió - ninguno de estos libros lleva el nombre de su autora. Por alguna razón que nadie conoce, se perdieron, fueron olvidados y luego encontrados por alguna de nosotras. Pero no sabemos a quien pertenecieron o que historia cuentan.

- ¿Y cómo llegó aquí?

- Cada uno tiene su historia - explicó abuela - ese que tienes entre las manos, lo encontró tu tía E. en un viejo mercado de pulgas, pudriéndose al fondo de un cajón. Nadie lo había abierto hacía mucho tiempo. Quizás pensaron era un cuaderno sin valor. Pero tu tía lo encontró fascinante y no dudo en comprarlo.

- Un libro de las Sombras - dije asombrada. Abuela se encogió de hombros.
- Sí. O el diario de una mujer solitaria en busca de la magia. O quizás, la colección de sueños e imágenes fantásticas de algún espíritu solitario. Lo que fuera, merecía un mejor lugar que donde estaba desmigajando de puro olvido. Aquí, encontró un nuevo lugar para envejecer.


Sostuve el libro con un nuevo respeto. Lo abrí con cuidado. Una de las hojas estaba desgarrada a la mitad y en ella se podía leer: "porque el Don de la Luna habita en ti". La letra era pequeña, casi ilegible. La tinta comenzaba a desdibujarse por los bordes, y en algunas partes, manchones de humedad hacían ilegible el texto. Acaricié las páginas con la yema de los dedos, fascinada por la historia que mi abuela me contaba y la incertidumbre que parecía manchar las hojas del viejo libro. Pensé en todos los lugares en donde había estado. En su largo recorrido de la mesa de alguien hasta el rincón donde había acabado olvidado. Y sobre todo, pensé en la mano que había escrito las palabras en él. La mujer - sin duda era una mujer ¿verdad? - que había soñado con palabras.

- ¿Lo puedo leer? - pregunté entusiasmada.
- Es tuyo, te lo obsequio. Sólo te pido algo: cuida de él y su conocimiento.

En ocasiones, abuela utilizaba al hablar un tono solemne y casi severo que me sorprendía. Era muy diferente a su habitual jocosidad y sobre todo, esa corriente simpatía que tanto me gustaba de ella. Y cuando lo hacía, era porque tenía algo muy importante que decir. Lo suficiente como resultar incluso misteriosa.  Sostuve el libro con cuidado, con los dedos un poco temblorosos por el nerviosismo. Sentí que sostenía un pequeño tesoro inexplicable o que al menos, yo no comprendía muy bien.

***


Lo llevé a todas partes a partir de entonces. Era, sin duda, el libro de las Sombras de alguna bruja: Estaba lleno de pequeñas anotaciones sobre rituales, mancias y aprendizaje mágico, pero sobre todo, de ese proceso espiritual que toda bruja lleva a cabo a medida que aprende sobre sí misma y su relación con lo trascendente, ese poder de crear y soñar al que la brujería brinda especial importancia. Y mi bruja anónima, parecía muy interesada en comprender su propia visión de las cosas: dedicaba largos párrafos casi ilegibles, a reflexionar sobre la bondad y la crueldad, sobre el tiempo que transcurre y el poder del espíritu. Alguna de sus ideas me resultaban incomprensibles, a mis torpes once años, pero la gran mayoría me maravillaban. Había algo cercano en esa visión amable y desordenada del mundo, en el puño y letra de esa desconocida mujer que llamaba a la Luna Madre y a la Tierra ensoñación que me fascinaba. Quizás porque podía brindarle una historia imaginaria o porque su pensamiento se parecía mucho al libro, la bruja V, como solía firmar sus rituales, siempre me hacía sonreír.

Y es que para ella, la brujería tenía un ingrediente profundamente trascendental, que parecía rebasar la mera idea de creencia y dogma. De hecho, los rechazaba. Con un enorme ingenio y un encantador sentido del humor, insistía: "Nadie debería creer en nada a menos que se tropiece con su propio corazón en la calle. Es una idea extraña ¿verdad? Pero dicen que las mejores cosas, llegan a nuestra vida por carambola. Entonces, imaginad esto: caminas por vuestra calle favorita y de pronto, al cruzar hacia un lado en lugar de otro, encuentras una moneda brillante. Te inclinas, la levantas y justo entonces, escuchas un estruendo. La calle por donde debiste haber pasado, está llena de humo. Cuando corres a mirar entre la multitud, encuentras que en el lugar donde debiste haber estado de pie, un automóvil acaba de estrellarse. Te palpita el corazón muy rápido, apretando la moneda. Y de pronto, entiendes algunas cosas sobre la vida. El olor de la brisa que te golpea la cara, el sabor de la sangre que te bombea en el pecho nervioso. La sensación de recorrer un camino nuevo gracias al azar. ¿Lo ves? ¿Lo entiendes? Las grandes lecciones siempre deben caber en la palma de la mano".

Como mi libro, pensé sonriendo. Me gustaba la manera de aquella desconocida de contar las cosas. Me encantaba esa mirada suya, limpia y radiante de todo lo cotidiano. Había preguntado a la tia E. si conocía algo sobre su autora, pero me repitió lo que la abuela me había contado: el libro había estado guardado veinte o treinta años en mitad de un baúl húmedo y ella lo había encontrado casi por...casualidad. La escuché sonriendo, con el libro bien sujeto entre los dedos.

- ¿Qué ocurre? - preguntó un poco desconcertada. Sonreí.

- Las grandes lecciones siempre deben caer en la palma de la mano.

Y seguí leyendo aquel libro por semanas anteras, a pesar que la mayor parte de él estaba tan deteriorado que me llevaba un considerable esfuerzo hacerlo. Pero valía la pena: siempre encontraba algo hermoso que leer, alguna nueva idea que pensar. De pronto V., con sus carcajadas silenciosas desde las palabras escritas con tinta azul, parecía responder a mis preguntas silenciosas una a una. Me reía con sus pequeños chistes, con sus invocaciones que parecían más bromas pesadas que solemnes ejemplos de magia antigua. Pero sobre todo, amaba que para ella la brujería era parte de un todo, de ese Universo vasto y extraordinario que yo solía mirar a través de la ventana abierta y concebir como el manto cuajado de estrellas que se extendía más allá. Porque para V., la brujería era un asunto de corazón y perseverancia, de amor y de convicciones. No importaba tu nombre, no tenía mucho que ver con las dagas o como repitieras viejos rituales. La brujería, la de verdad, era parte de ese páramo radiante y preciado que llamamos espíritu personal.

De pronto, me encontré pensando en mi propio camino, en ese lento devenir por entre lo que deseaba aprender y todo lo que esperaba por mí, entre libros, conversaciones, pequeños conocimientos guardados en los lugares más inesperados. Comencé a pensar que quizás, la brujería era algo más que los símbolos enigmáticos que tanto me obsesionaban, que los calderos brillantes, que las elegantes dagas en la pared. Que la brujería - la de verdad, esa línea de conocimiento heredada de generación en generación - era algo más que una simple mirada hacia el mundo sino una forma de interpretar su belleza, de soñar con su poder, de crear una nueva forma de entender cada pequeña cosa e idea que formaba parte de nuestro mundo. Y la idea me asombró, me cautivó. Me encontré sentada en la oscuridad de la madrugada, ya no apretando las sábanas de pura frustración, sino recordando las palabras de mi bruja anónima. Consciente de su poder latente y sobre todo, de esa perspicacia suya para encontrar la magia en todas partes. Un misterio más grande que todos los misterios. Una mirada hacia el infinito que abarcaba el mundo entero. La capacidad para creer y crear.

Para soñar con la esperanza.

***

"¿Qué es una bruja? Es una mujer que canta a todo pulmón, que abre las manos para elevarlas en plegaria. Pero no canta como le enseñaron: la magia brota de ella como un sueño, como un deseo, como una palabra que acaba de inventarse. Una bruja es la del espíritu curioso, la que hace preguntas sin cesar. Una bruja es la que baila en la noche, aunque no sepa porque. Una bruja es..."

La página se volvía ilegible después. Frustrada, me incliné sobre el libro, intentando descifrar la letra de V, abrirme paso entre los océanos de tinta diluida y de palabras perdidas, para conocer quien era para ella una bruja. Pero no lo logré. Entristecida, leí muchas veces aquel pasaje, intentando completarlo en mi imaginación, darle el tono y la alegría de V. sin que nada me pareciera lo suficientemente bueno, profundo o significativo. Por último frustrada, se lo mostré a abuela, explicándole mi pequeña frustración.

- Y quisiera saber que opina V. sobre lo que es una bruja - le expliqué - pero no puedo. ¿Conoces alguna forma de intentar limpiar el borrón de tinta tia? ¿O imaginas que pudo querer decir?

Abuela tomó el libro en la página que le mostraba y lo leyó. Como yo, miro el borrón ilegible atentamente, intentó rasparlo con los dedos, y por último, lo extendió sobre la mesa, con un gesto tenso en los labios. Aguardé, impaciente. Al cabo de unos minutos, abuela soltó una exclamación apenas susurrada que sonó como "Ah, vaya" y  Después hizo algo muy extraño: le dio la vuelta y miró atentamente la hoja, acariciando las esquinas, mirando los pliegues envejecidos y amarillentos.

- ¿Qué ocurre? - pregunté. Abuela me dedicó una de sus largas miradas amables. Luego levantó el libro y lo sostuvo frente a mi cara.

- ¿Qué ves?

- Las páginas del cuaderno - respondí con impaciencia - no veo otra cosa...

Me callé. Observé las hojas al revés y de pronto, noté que abierto de esa manera, los intricados dibujitos que V. había hecho en las esquinas de las páginas tomaban un nuevo sentido. Cada uno parecía extenderse en suaves lineas delicadas hacia el otro ángulo hasta crear una forma muy definida que reconocí, asombrada.

- ¿Eso es un...marco de un cuadro?

- Un espejo - contestó abuela - tu amiga desconocida pintó en la página final de su libro un viejo símbolo de poder: el espejo mágico. Y no hay nada escrito en el borrón de tinta porque la respuesta a su frase está delante de quien la lee. Lo mira todos los días.

Tomé una furiosa bocanada de aire. Quise decir algo pero no supe que. Los ojos se me llenaron de lágrimas y cuando tomé el libro de nuevo, esta vez mirando el espejo con toda claridad, entendí muy bien que había querido decirme V. con su humor revoltoso y sus sonrisas de palabras. La bruja eres tu, que lees esto.

Apreté el libro contra mi pecho, riendo y llorando como solo una niña puede hacerlo. Y recordé todo lo que V., desde su anonimato me había enseñado: que la bruja es un alma libre e indómita, que ama la creatividad, construye con alegría y crea con pasión. Que la bruja baila al ritmo de su corazón y sueña con estrellas, con la Madre Luna que susurra su nombre y el viento que le besa las mejillas. Y reí, al comprender la última broma - lección - de esta bruja poderosa, que escribió un libro que después perdería, que nunca sospecho - ¿O quizás sí? - que iría a parar en manos de una muchachita delgaducha y pálida llena de temor. Acaricié el libro, casi con cariño mientras mi abuela me miraba enternecida.

- La bruja es el espíritu libre del conocimiento, es esa individualidad que cada mujer construye y la eleva por encima de todo convencionalismo - mi abuela se inclinó y me besó en la frente. Tuve la extraña sensación que ella también había comprendido cuánto significaba para mi ese pequeño gran mensaje que acababa de recibir - la bruja vive en ti antes de nacer, porque la bruja, el poder de soñar, te pertenece y te crea. Eres tu.

***

Pensé en esas palabras, doce meses después, frente a otro espejo. Uno de plata labrado, muy hermoso y que había pertenecido a la familia por décadas, quién sabe si mucho más. Me miraba, con el cabello trenzado, las mejillas pálidas de miedo y el gesto tenso de quien está a punto de afrontar un momento que soñó pero nunca creyó pudiera hacerse real. Me miro, fijamente, la niña con pecas, pálida y de ojos asustados y pienso en V., a quien nunca conocí, pero que sonríe para mí de entre las páginas de su libro, que sostengo entre las manos. Cuando tia E. entra en la habitación, la miro, entre temblores de nerviosismo.

- Ya debes venir - me dice. Detrás de ella, la casa de mi abuela está a oscuras. Solo el breve tañido de las velas resplandece en medio de la oscuridad. Dejo el espejo y el pequeño libro a un lado y me levanto, el vestido blanco flotando a mi alrededor. Y a pesar del temor, del nervioisimo y de la incertidumbre, sonrío cuando tomo su mano, siento una emoción que se desborda y brilla, al seguirla y unirme al grupo de mujeres vestidas de blanco que me esperan en el jardin. La noche de mi iniciación ha llegado, pienso, mirando la Luna Madre, brillando entre los páramos de estrellas púrpuras. Aprieto la mano, donde me escribí una simple palabra: crear. Porque todas las grandes lecciones deben caber entre los dedos.

Y yo estoy a punto de extender la mano para recordar, que llevo el nombre que me esperó desde antes de nacer.

Bruja.